Los patrimonios mestizos son elementos esenciales en la identidad de América Latina. Se trata de manifestaciones que no suelen estar en los centros neurálgicos del arte, pero una reflexión histórico-crítica en torno ellos es fundamental para repensar la jerarquización de la cultura en Chile y el continente.
Por Paulina Faba
Foto: Retablo con seis escenas (detalle), de Jesús Urbano Rojas. Ayacucho, Perú. Ca. 1963. Colección Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA)
Los patrimonios mestizos de Chile, tales como la cerámica de Quinchamalí, los chamantos de Doñihue, los objetos fabricados con crin de caballo en Rari o la locería de Talagante, se originaron en el contacto cultural entre distintas tradiciones tras la invasión de los españoles a América. Estos patrimonios se caracterizan por su amalgama de elementos, que dan vida a objetos, danzas, poesía y comidas, entre otras manifestaciones. Su papel ha sido fundamental en la obra de poetas, artistas e intelectuales que han reflexionado en torno a la identidad latinoamericana, como José Martí, Gabriela Mistral, Violeta Parra, Pablo Neruda, José Victorino Lastarria, Fernando Ortiz, Silvia Rivera Cusicanqui y Néstor García Canclini, por nombrar algunos.
A pesar de su importancia en los procesos identitarios latinoamericanos y nacionales, estos patrimonios mestizos han sido históricamente relegados a un papel secundario en las instituciones y programas culturales en Chile en comparación con las manifestaciones hegemónicas, como las llamadas “bellas artes” y los objetos con valor histórico. ¿Por qué ha ocurrido esto? La respuesta no es tan sencilla y requiere de un análisis profundo que considere distintas aristas. Este texto solo atenderá una de ellas: el rol de los objetos en los procesos de patrimonialización de lo mestizo.
Si examinamos la historia del patrimonio en Chile, notamos que los intentos por poner en valor los objetos mestizos no han sido exhaustivos y permanentes, sino que reflejan la fragilidad e inconstancia de este tipo de proyectos culturales en el país. Uno de los primeros impulsos se remonta a la creación del Museo de Etnología y Antropología, un espacio que operó entre 1919 y 1922 y tuvo como colaboradores a destacados intelectuales que incidieron en la consolidación de la antropología en Chile, entre ellos, Max Uhle, Aureliano Oyarzún y Ricardo Latcham. En este lugar se incluyó una sección dedicada a objetos y expresiones del “folclor chileno” gestionados por el naturalista Carlos Reed Rosa. Si bien fue breve y reflejó el espíritu cientificista de esos tiempos, este proyecto sentó un precedente para futuros esfuerzos de valoración de las expresiones culturales mestizas en Chile.
Otro hito fue la creación, en 1944, del Museo de Arte Popular Americano Tomás Lago (MAPA), en la Universidad de Chile. A través de este proyecto, Lago —destacado poeta, investigador y gestor cultural— buscó dar relevancia a los objetos mestizos, con el fin de conectar su valor histórico y estético con su valor cultural, tomando como eje la noción de “museo vivo”. Si bien en sus inicios el museo no estuvo exento de ciertas paradojas, reflejó cómo “la incorporación del estudio y reconocimiento estético-formal de las artes populares era una base imprescindible para fortalecer el proyecto de transformación social y cultural que exigía el momento histórico”, como lo plantean los investigadores Constanza Acuña y Gonzalo Arqueros en el libro Tomás Lago. Obras escogidas (2015).
Durante la dictadura, el MAPA fue desmantelado, y la reivindicación de lo mestizo se realizó principalmente a partir del reconocimiento de las herencias coloniales e hispanas, designadas como las matrices culturales legítimas. Las raíces indígenas de los patrimonios mestizos se invisibilizaron, en sintonía con la despolitización de la producción artística y la homogeneización cultural impuestas por el régimen militar.
Desde entonces, el patrimonio mestizo en Chile ha estado tensionado por la búsqueda constante de legitimidad en un contexto de fuerte jerarquización cultural. Este concepto se refiere a la naturalización de un orden que, a través de prácticas, espacios y discursos, busca orientar y distribuir de manera desigual la capacidad de agencia e intencionalidad que poseen las expresiones culturales según su origen de producción: mestizo, indígena o extranjero. Se trata de un ordenamiento silencioso, que busca asentar ciertas formas de entrelazar humanos y no humanos, siguiendo las ideas del filósofo francés Bruno Latour. Estas formas están enraizadas en valores históricos y culturales asociados a las piezas en el marco de ciertas prácticas y espacios determinados. Sin embargo, los objetos mestizos no son entidades pasivas o neutras, pues son capaces de afectarnos en cuanto actores que, al instalar parámetros de relación distintos a los de los órdenes hegemónicos imperantes, permiten cuestionar la naturalización de estos últimos.
A partir del siglo XIX, de hecho, las instituciones culturales en Chile, como los museos y bibliotecas, generaron una línea divisoria invisible pero evidente entre las manifestaciones consideradas parte de las “bellas artes” y del “arte contemporáneo”, y aquellas etiquetadas como “arte popular”, “artesanía” y “folclor”. Mientras que las primeras se asociaron con los gustos y creaciones de la élite, las segundas se consideraron expresiones anónimas del “pueblo” o productos de “las clases ineducadas”.
Esta jerarquización cultural se basa en estándares extranjeros de puesta en valor del arte, asociados a la innovación técnica, el uso de materiales singulares y el desarrollo de formas abstractas. Como señala el crítico de arte paraguayo Ticio Escobar: “El arte occidental moderno requiere el cumplimiento de ciertos requisitos por parte de las obras que lo componen: no solo autonomía formal, sino también genialidad individual, constante renovación, innovación transgresora y singularidad en cada obra”.
En contraste, los objetos mestizos provocan importantes disrupciones. Se trata de manifestaciones excluidas de los centros neurálgicos de valoración cultural, asociadas con sectores de producción periféricos, como las zonas rurales y el arte carcelario. Además, muchas de ellas, como la cerámica de Quinchamalí, los objetos de crin de Rari y la cestería de Huelmo, por mencionar algunas, han sido desarrolladas principalmente por mujeres, desafiando así la concepción decimonónica y patriarcal del patrimonio.
Por medio de la articulación constante de diferentes tradiciones y fusiones de elementos culturales, los patrimonios mestizos desmantelan la noción tradicional de cultura, concebida como una entidad cerrada y libre de contaminaciones externas. Y a través del uso de materiales simples y temáticas estrechamente vinculadas a la vida cotidiana, estos patrimonios cuestionan la separación del arte con la vida social, como suele ocurrir en el desarrollo de las “bellas artes” y el arte contemporáneo.
Los patrimonios mestizos representan una parte fundamental de la identidad cultural de América Latina. La reflexión histórico-crítica en torno a ellos nos muestra que el ejercicio de valoración de los objetos, a través de sus impurezas y contaminaciones culturales, es fundamental para repensar las categorías que sustentan la jerarquización cultural en Chile y Latinoamérica. Pensar en torno a ellos nos revela el potencial que ofrecen estos patrimonios para generar fisuras importantes en la normalización de las concepciones, prácticas y espacios que sustentan la cultura en nuestro país y el continente.