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Cuatro cineastas iberoamericanos para seguir

Carla Simón, Alonso Ruizpalacios, Tatiana Huezo y Ernesto Baca no tienen más en común que filmografías en desarrollo que crecen con el tiempo. Son cuatro perfiles que componen una antilista. Cuatro recomendaciones para ver en el streaming

Por Andrés Nazarala

Los festivales de cine son submundos, realidades paralelas cuyas películas pocas veces emergen a las superficies del reconocimiento público y los medios masivos. Son también espacios democráticos donde las puertas están abiertas para principiantes que logran posar en el catálogo junto a talentos corroborados. Algunos de ellos no trascienden la ópera prima. Otros avanzan hacia la construcción de una identidad propia a través de obras que, en suma, van creando un mundo propio, un corpus, una estética.

Esta antilista no es más que una linterna puesta sobre algunos cineastas que merecen atención dentro del cine iberoamericano porque han forjado una identidad propia. Algunos se han ganado el prestigio en festivales; otros siguen trabajando en las sombras. Se han excluido deliberadamente los nombres más consagrados; también los autores de primeras películas notables que requieren de tiempo para que podamos vislumbrarlos con mayor claridad. Esto no es un ejercicio de selección empeñado en establecer un canon. Aquí ni siquiera hay un criterio etario ni temático para agrupar a los escogidos. Solo un entusiasmo que, compartido con otros, puede operar por transmisión.


Carla Simón  (España)

En tiempos en que el peso del ejercicio autobiográfico se mide a través de documentales que demuestran valentía en la exposición, la catalana Carla Simón (36) ha usado la ficción —con su capacidad de inspiración y desviaciones— para reflexionar sobre su vida. Toda su obra gira en torno a la familia y un hecho que la marcó de niña: la muerte de sus padres, víctimas del sida, y su crianza en el campo junto a sus tíos, quienes se convirtieron en sus tutores. Su aclamada ópera prima, Verano 1993 (2017), narra esta historia sobre un proceso de reconstrucción de la memoria que no rechaza la imaginación como complemento. Simón construyó una ficción sobre sensaciones reales, o los recuerdos de aquellas sensaciones, comulgando con una larga tradición de películas españolas que analizan el mundo a través de los ojos de la infancia (pensemos en, por ejemplo, Criacuervos, de Carlos Saura). El cine de Simón está despojado sin embargo de los recursos expresionistas de muchas de aquellas películas del pasado. Su naturalidad es impresionante. Verano 1993 parece un documental arropado de ficción. La directora sabe encontrar, con detallismo y sutileza, esa “verdad” que muchos cineastas han buscado —de Dreyer a Cassavetes— con un afán religioso. Es un cine de silencios, pequeños gestos, momentos, rostros, omisiones, cosas que se escuchan de costado. 

Alcarrás (2022), su último largometraje (disponible en MUBI), va aún más allá en la contemplación no-intervencionista de la recreación que Simón hace de su pasado rural. Si bien hay un conflicto macro (la apacible existencia en torno a granjas que se ven amenazadas por los planes de instalar paneles solares y botar árboles), el filme se construye desde lo micro. La cámara está en función de un ecosistema —varias generaciones de la familia Solé— que la directora observa con más interés sensorial que narrativo, demostrando que el cine puede transmitir el calor, los sonidos y las sensaciones del verano.

La filmografía de Simón se completa con nueve cortos que, de alguna manera, se desprenden de su historia personal. Born Positive (2012) sigue a tres jóvenes ingleses que nacieron con VIH; Lipstick (2013) narra cómo dos niños deben lidiar con la muerte de su abuela y Llacunes (2016) reconstruye la figura de su madre a través de fotografías y cartas. La necesidad de comunicarse con esa mujer que la cineasta apenas recuerda continúa en su última obra: Cartas a mi madre para mi hijo (también en MUBI), bellísimo cortometraje en 8mm en el que conecta su propia maternidad con la de su madre. Un ritual visual en el que el cine actúa como medio de sanación.

Alonso Ruizpalacios (México)

La película Güeros ganó puntos por desfase. En 2014, cuando el mundo celebraba los efectismos marketeados de Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro, el mexicano Alonso Ruizpalacios (45) estrenaba una ópera prima que olía a cine indie de los 90.  Sin ir más lejos, seguía la senda de otro mexicano que en esos años ya estaba medio retirado: Fernando Eimbcke, autor de filmes notables como Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008). El debutante recuperó ese espíritu con una obra en blanco y negro granoso, en formato 4:3, que funciona como una road movie en el contexto de una huelga universitaria. Güeros (disponible en Netflix) se ambienta en 1999 y sigue a un par de slackers que no hacen nada a la espera del regreso de las clases. Hasta que traman el plan de ir en busca de Epigmenio Cruz, un cantante que, según la leyenda, hizo llorar a Bob Dylan. 

No sería exagerado afirmar que Güeros trajo aire fresco en el contexto del cine mexicano denso y maqueteado de entonces. Ruizpalacios fue premiado en Berlín, La Habana, San Sebastián y Tribeca, entre otros festivales. Fue apuntado como una promesa, con todo lo positivo y negativo que eso implica. ¿Qué vendría después?

Su segundo largometraje, Museo (2018), es la recreación de un robo imposible que tuvo lugar en el Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México, en el año 1985. Dos estudiantes de veterinaria irrumpieron en el lugar y sustrajeron la máscara funeraria del gobernante maya Pakal. Ruizpalacios los acompaña en un seguimiento exento de juicios, cuyo humor sigue la senda de Güeros. Si Carla Simón es la cineasta de la evocación personal, el mexicano remueve la memoria colectiva al posarse sobre hechos emblemáticos –de las revueltas de los 90 a un hito policial mediático– que condimenta con humor y afecto por los personajes.

Su tercer largometraje siguió apelando al juicio colectivo y marcó un salto sustancial en términos formales. Una película de policías, estrenada en 2021 (también en Netflix), es un obra inclasificable —a medio camino entre la ficción y el documental— que usa registro, recreaciones y grabaciones en celular para aproximarse a dos policías de Ciudad de México: Teresa y Montoya. Sin ignorar la corrupción del oficio, Ruizpalacios demuestra afecto y respeto por estos personajes atrapados en un sistema. Lo hace manipulando a los espectadores a través de un juego de espejos y múltiples giros que, en última instancia, transparentan los mecanismos del cine a modo de reflexión sobre los procesos de representación.

Tatiana Huezo (El Salvador/México)

Si Alonso Ruizpalacios trabaja con la ambigüedad y la comedia, la cineasta salvadoreña radicada en México Tatiana Huezo (51) entiende el cine como un campo de batalla en contra de la impunidad y la injusticia. Tras su debut con El lugar más pequeño (2012), centrado en la experiencia de la guerra civil de El Salvador, la directora fue premiada en Berlín en 2016 con Tempestad (en MUBI), documental crudísimo y sensorial que narra la historia de dos víctimas de un sistema político corrupto: Miriam, quien fue acusada injustamente de tráfico de personas y encarcelada en una prisión dominada por narcos, y Adela, quien busca a su hija desaparecida. Usando el audio de sus testimonios, Huezo juega con las imágenes y el sonido para someter al espectador a un viaje por el infierno terrenal. La distancia que se extiende entre lo que escuchamos y lo que vemos permite que las voces sobresalgan y articulen una narración que seguimos con atención. Y que también padecemos. Porque el documental nos atrapa y nos hace sentir vulnerables respecto de lo que pasa allá afuera. Tempestad demuestra que el documental de denuncia puede alcanzar la lobreguez poética de la mejor ficción.

El siguiente paso de Huezo fue Noche de fuego (en Netflix), película premiada hace dos años en Cannes que lleva las inquietudes de Tempestad a la imaginación anclada en la realidad. No por eso es menos verdadera. La directora posa nuevamente su mirada en mujeres que deben lidiar con un territorio controlado por un cártel de drogas; en este caso, tres amigas a través del tiempo. Es una zona donde las madres deben disfrazar a las niñas de niños para que no sean raptadas por los narcos. Huezo indaga en la amistad, la violencia, el machismo y la migración forzada con sensibilidad y crudeza. 

En su último trabajo, El Eco (ganador de Mejor Documental en la Berlinale 2023), la violencia narco está fuera de campo. Huezo la ignora de forma deliberada en un ejercicio de contemplación que le tomó 18 meses. Su atención está en el desarrollo de una comunidad en la localidad mexicana de El Eco. Las penas, las herencias, los oficios y el legado matriarcal movilizan las dinámicas de un filme de alta belleza. Si Tatiana Huezo es la cronista del lado más oscuro de la realidad mexicana, aquí demuestra ser también una sensible narradora de las luces de la vida en colectividad. 

Ernesto Baca  (Argentina)

Hay un momento crucial en la vida de Ernesto Baca (54): el día en que conoció a Claudio Caldini, emblema del cine experimental. Fue en 1997, cuando el cineasta egresaba de la carrera de Realización de Cine y Video y enfrentaba la encrucijada sobre el futuro. Caldini reforzó sus ganas de experimentar con el lenguaje audiovisual e incentivó su gusto por el celuloide, la materialidad, las cintas de 8mm y 16mm que podían ser literalmente manipuladas (cortadas, rayadas, pintadas) para jugar con la imagen en movimiento. Hoy, Baca es un referente dentro de la colectividad fílmica latinoamerica, pero sigue siendo un artista desconocido para un público más amplio (algunos de sus cortometrajes pueden verse en su cuenta personal de Vimeo).

Su primer largometraje, Cabeza de palo (2002), concordó con el espíritu independiente del Nuevo Cine Argentino e introdujo una pieza que faltaba en aquellos tiempos de crisis económica: una dimensión espiritual. Luego vino Samoa (2005), un fresco de registros inmediatos que componen una obra inclasificable. “Me até a una regla: me propuse hacer una película reversible, que se pudiera ver de adelante para atrás o de atrás para adelante y que fuera la misma película”, confesaría Baca más tarde. “A medida que la filmaba fui armándola en una moviola de Súper 8, y a través de lo que me iba devolviendo yo iba generando nuevas imágenes para completarla. Escribía lo que me iba sugiriendo, y lo que me sugería era un poema”. 

Música para astronautas (2008) fue definida por el director como “una reflexión poética sobre la alienación del hombre en la sociedad moderna”. Vrindavana (2010) es un recorrido inmersivo por un territorio mental y físico (una aldea en el norte de India). En Mujermujer (2011) usa la experimentación del lenguaje cinematográfico para retratar la resistencia de una joven a la sociedad de consumo. Réquiem para un film olvidado (2017) es un ejercicio autobiográfico que se desprende de una catástrofe: la decisión de Kodak de dejar de producir celuloide. La fascinante Israel (2021), filmada en México, muestra a un Baca más punk y contracultural al servicio de postales de alto impacto visual. Y su último largometraje, Historia universal (2022), es un canto a la libertad creativa que cruza lo onírico con una crítica a la sociedad contemporánea. 

Más allá de sus discursos, el cine de Baca funciona siempre como una experiencia hipnótica, una sinfonía visual de texturas y colores que apelan al inconsciente, a los sueños y al asombro que acompañó al cine durante sus inicios. Es un director que sigue aferrado a un oficio en extinción mientras los tiempos y las tecnologías cambian. Un artista de resistencia. Un imparable orfebre de imágenes en movimiento.