“Expandir el acceso al arte tradicional no sirve de nada si no se reconocen las prácticas culturales situadas: aquellas que hacen sentido en los tránsitos biográficos de los individuos. Más allá de ser testigo u observador de la oferta globalmente desarrollada por el mundo del arte, de lo que se trata es de ser protagonista de un acto creativo. El futuro de la democratización cultural está en el acto de acceder, pero también en que las y los anónimos de la sociedad puedan crear mundos sensibles”.
Por Tomás Peters
Ilustración de portada: Martín Bernetti/AFP
La pregunta por la democratización cultural es propia del siglo XX. Antes, la vinculación entre ambos conceptos era casi inexistente y se consideraban como espacios funcionalmente adscritos a ámbitos distantes: la democracia era un principio incipiente de la discusión política, y la cultura era un territorio cercado a la producción artística de élite. Se esperaba un trato más bien indiferente entre ambas esferas, aunque el arte sirvió —y ha servido— por lo general como una plataforma de enaltecimiento de líderes y movimientos políticos. Sin embargo, con la complejidad que la sociedad occidental alcanzó gracias al despliegue tecnológico y urbano durante la primera mitad del siglo pasado, ambas dimensiones comenzaron a mirarse con nuevos ojos y se inició una relación que, hasta el presente, sigue con fuerza, aunque no sin cuestionamientos.
La idea de la democratización cultural puede situarse históricamente en una serie de procesos revolucionarios. Quizá el más evidente fue la Revolución francesa. Gracias a la expropiación de las colecciones de arte de la guillotinada monarquía y las usurpaciones de patrimonios culturales de las guerras napoleónicas, se creó uno de los primeros museos públicos de la historia: el Louvre. Bajo el principio de poner a disposición del pueblo —o de los ciudadanos anónimos y libres de Francia— las colecciones y los gabinetes de curiosidades culturales, este acto puede ser comprendido como un primer ladrillo en la construcción del proyecto político de la democratización cultural.
Gestos similares pueden reconocerse en la Revolución rusa y la mexicana. En ambos casos, un par de siglos después, la voluntad política fue eliminar los privilegios culturales de las clases dominantes y esparcir el conocimiento y las artes a todas y todos los históricamente excluidos. En efecto, los primeros esfuerzos en crear instituciones culturales bajo una lógica “ministerial” se encuentran en esas experiencias de inicios del siglo XX. Incluso figuras históricas como el dramaturgo y político soviético Anatoli Lunacharski y el escritor y educador mexicano José Vasconcelos —creador del Ministerio de Educación de su país— jugaron un papel clave en vincular la idea de acceso a la cultura y la educación como un proceso político-transformador.
Recién en 1959, el concepto de democratización cultural emergió con mayor fuerza. Y lo hizo de la mano de la “invención de las políticas culturales” contemporáneas bajo el liderazgo del escritor y político francés André Malraux. Bajo su figura se creó el Ministerio de Asuntos Culturales, gran hito histórico cuya primera misión fue “hacer accesibles al mayor número posible las obras capitales de la humanidad y, en primer lugar, de Francia”. Esta frase, reconocida por sinterizar el proyecto político de la democratización cultural, significó un cambio radical en la relación entre el Estado, el campo artístico-cultural y la sociedad. Luego de la Segunda Guerra Mundial y la emergencia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 —sumada a la expansión tecnológica de la “industria cultural” a escala mundial—, el naciente esquema de los derechos culturales, entendidos inicialmente como el “acceso universal a las artes”, comenzó a ganar fuerza tanto en los gobiernos democráticos occidentales como en las agencias internacionales, siendo Unesco uno de los organismos protagónicos en apoyar el plan.
Desde entonces, las políticas culturales —otro concepto novedoso para ese entonces y que combina conceptos de orígenes etimológicos distintos— comenzaron a situarse como una arquitectura propia de la administración pública, cuyo principal objetivo fue crear planes y programas que habilitaran los espacios artísticos (museos, salas de concierto, bibliotecas, teatros, galerías) para recibir a las “grandes masas” deseosas de conocer esos acervos, antes propiedad de los sectores privilegiados.
Democratizar el acceso a la cultura y las artes implicaba, ciertamente, fomentar una noción jerárquica de cultura, es decir, “acercar” a la población a aquello que era considerado, por una élite social, como lo legítimo y válido: las bellas artes. Esto significaba reforzar los cánones dominantes o establecer un criterio de lectura de obras sincronizado con las ideas del poder político, lo que fue y ha sido criticado por una serie de estudios y reflexiones teóricas, como las realizadas por los sociólogos franceses Pierre Bourdieu y Michel de Certeau, y sus seguidores actuales. Si bien las críticas surtieron efecto y las políticas culturales comenzaron a buscar nuevas estrategias de acción, lo cierto es que la cultura de masas ya había tomado posesión de ese espacio olvidado por el Estado: el mundo privado de las y los ciudadanos. La industria cinematográfica, editorial, musical, televisiva y, en general, del espectáculo, ganaron un lugar central en la vida cotidiana de la población. Y, desde entonces, la noción de democratización cultural tuvo que redirigir sus esfuerzos hacia nuevos horizontes de trabajo (como la democracia cultural, cuya concepción de cultura es más amplia, pluralista y abierta a las representaciones del arte y lo popular), aunque su permanencia y prevalencia como política pública sigue estando tan viva como en sus inicios.
El caso chileno
Las mencionadas políticas culturales, que se implementaron en conjunto con el aumento masivo de la matrícula universitaria y el acceso a la educación superior de sectores obreros —cuyos problemas derivaron en Mayo del 68—, significaron un cambio de rumbo significativo en las políticas de Estado, tanto en Europa como en América Latina. En nuestra región, la idea de democratización cultural no tardó en llegar. Si bien ya existía una institucionalidad importante en el continente —piénsese, por ejemplo, en la creación de la Dirección General de Bibliotecas, Archivos y Museos de Chile (Dibam) en 1929 e, incluso, la creación de la Universidad de Chile en 1842—, la idea de abrir masivamente las puertas de los espacios culturales no estuvo en los planes latinoamericanos sino hasta fines de la década de 1960.
En Chile, hasta entonces, gran parte de la acción estatal en cultura se alimentaba de herencias religioso-coloniales y movimientos artísticos europeos incipientes de finales del siglo XIX. Fue recién en el programa de gobierno de la Unidad Popular donde se hizo mención a las políticas culturales y a la importancia del acceso a la cultura y las artes. Gracias a esta última medida fue posible el surgimiento, entre otros proyectos, de Quimantú, ícono de la democratización cultural en Chile. Lo mismo puede decirse del sello discográfico IRT y el Tren de la Cultura. Sumado a una serie de otros esfuerzos en la misma línea, fue en el gobierno de Salvador Allende cuando el “acceso” a las artes para todas y todos tuvo sus orígenes en Chile.
Es sabido y discutido que, durante la dictadura militar, el escenario de las políticas culturales experimentó nuevos enfoques de trabajo. Además de la desaparición, exilio y persecución de artistas, el Estado reforzó los valores patrios por medio de obras ad hoc, fomentó la masificación de la cultura de masas por medio de la televisión, la radio y la prensa escrita, y promovió la “alta cultura” —entendida como el arte canónico y, principalmente, noroccidental— como un principio rector. Reconociendo que la tesis del “apagón cultural” es cuestionable —debido a la alta evidencia de producción artística y cultural generada en los 17 años de dictadura—, durante estos años se produjo una dispersión cultural donde el mercado ejerció de actor privilegiado en la sociedad chilena y el Estado dictatorial como un protector de sus símbolos y emblemas históricos. No será hasta la caída del régimen cuando el valor de la democratización cultural volvería en gloria y majestad: evidentemente, hablar de democracia en cualquiera de sus formas en la dictadura es un error conceptual.
El futuro
Con el retorno de la democracia se forjó la División de Extensión Cultural del Ministerio de Educación y, con ello, se dio inicio a un nuevo proceso de democratización cultural. Durante la última década del siglo XX se llevaron a cabo una serie de cabildos culturales, se fundó Balmaceda 1215 —espacio colindante con otro gran modelo de gestión cultural de la Concertación: el Centro Cultural Estación Mapocho—, se instauró el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, se diseñó el Fondo Nacional de Desarrollo de las Artes y se organizaron las “fiestas de la cultura” en el Parque Forestal de Santiago, entre otras iniciativas que derivaron en el actual Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (Mincap).
Todos estos planes y programas surgieron bajo el paraguas de la democratización cultural. La tesis no era solo que Chile estaba “en deuda con la cultura”, sino también que “Chile quería más cultura”. Desde entonces, la inversión pública en el área ha sido exponencial y parte estructural de las políticas culturales de las últimas décadas. Sin embargo, a pesar de todo este esfuerzo, la evidencia disponible ha demostrado que el objetivo de la democratización cultural aún tiene serios defectos. En primer lugar, la desigualdad en el acceso a la oferta artística sigue estando determinada por factores sociodemográficos: alto capital cultural e ingreso económico. Las últimas investigaciones demuestran que la estructura social de acceso a las artes no ha experimentado cambios significativos en las últimas dos décadas. En segundo lugar, el mercado de la industria cultural global sigue acaparando el interés, gusto y gasto de las y los chilenos. En términos de acceso, la oferta proveniente del entretenimiento de masas es el “gran hermano” que determina y monopoliza nuestras prácticas culturales. Y, en tercer lugar, lo que vislumbran los estudios recientes es un distanciamiento evidente de las y los chilenos de los espacios culturales tradicionales —museos, teatros, bibliotecas, salas de concierto— y un acercamiento cada vez mayor a festivales privados, videojuegos y a una oferta audiovisual y musical vía servicios de streaming. Al parecer, el acceso cultural se realiza cada vez más en el espacio doméstico o en eventos privados y “seguros” de los males indeseables de la ciudad abierta.
Las políticas de democratización cultural en Chile, sin embargo, no decaen. Desde la institucionalidad se han implementado acertadas acciones para el desarrollo de públicos y se ha fomentado la creación de procesos de mediación artística y cultural. De la misma forma, en los últimos años han surgido planes para dar un giro desde la democratización a la democracia y justicia cultural (como la “Agenda de Trabajo Cultural Decente”, presentada por el Mincap en 2022), reforzando los procesos de participación y cultura viva comunitaria, aunque en estos meses el mismo gobierno ha desistido de esos esfuerzos. Al parecer, a pesar del evidente fracaso de seguir pensando en el “acceso” o “llevar la cultura a”, el paradigma de la democratización cultural no deja de imponerse. La inversión pública sigue enfocada en financiar infraestructura y acceso al “arte de calidad”, mientras las nuevas generaciones sienten que sus preferencias y prácticas culturales están mediadas por las tecnologías abiertas y la resistencia cultural barrial, sumado a las nuevas formas de creación artística en base a tutoriales por YouTube o siguiendo a “promotores culturales” por unas redes sociales cada vez más expandidas.
Hoy, la “alta cultura” pierde interés social, aunque parte del mainstream cultural sigue defendiéndola y exigiendo su promoción —económica— por parte del Estado. Las nuevas generaciones de la élite ya no siguen las prácticas culturales de sus abuelos y padres y, en cambio, elaboran nuevos modos de distinción social que generan inéditas formas de desigualdad. Por ejemplo, todos leen en sus pantallas —y muchos celebran que se lee más que nunca: un acto de democratización por excelencia—, pero pocos comprenden y elaboran hipótesis complejas sobre lo leído. Esto, como lo han manifestado lúcidas reflexiones, tiene y tendrá repercusiones en la esfera pública y la democracia.
Expandir el acceso al arte tradicional no sirve de nada si no se reconocen las prácticas culturales situadas: aquellas que hacen sentido en los tránsitos biográficos de los individuos. Más allá de ser testigo u observador de la oferta globalmente desarrollada por el mundo del arte, de lo que se trata es de ser protagonista de un acto creativo. El futuro de la democratización cultural está en el acto de acceder, pero también en que las y los anónimos de la sociedad puedan crear mundos sensibles —obras, escrituras, representaciones— que interrumpan y cambien la trayectoria vital de los históricamente postergados. Es ahí donde el Estado puede hacer un cambio radical.