Nuestra concepción del tiempo es la de un mundo occidentalizado-cristianizado que, desde la llegada de los españoles, organiza su cotidiano con un tiempo lineal, sumatorio y —más tarde— un tiempo métrico decimal que ordena nuestra vida en unidades de años. Su conteo hasta nos genera crisis existenciales. Es una modernidad cruel, como dirá Jean Franco, si pensamos nuestra relación con el tiempo como una tortura.
Por Alejandra Araya
“La historia no descansa nunca ya sea porque le otorga significado al tiempo que pasa, o también porque incansablemente es sublevada, agitada, colmada de hechos y acontecimientos que parece —se dice— organizan su curso. A menos que —a veces— lo desorganicen”.
—Arlette Farge, Lugares para la historia (1997)
Eso que llamamos tiempo es una estructura cotidiana. La repetición de ciertas acciones de manera diaria hace que se transformen en hábitos que por automáticos van construyendo un tejido invisible. Somos conscientes de su capacidad sostenedora solo cuando se interrumpe su ritmo, cuando la continuidad se suspende, cuando lo automático ya no puede serlo. Sale el sol todos los días, al menos hasta el momento en que digito estas letras. Hace día y hace noche de forma natural, acontece sin que mediemos en ello, y esto nos fascina quizás desde la primera apertura de párpados de la especie humana. La luz del fuego nos permitió ingresar lo luminoso en lo nocturno, y la luz eléctrica extendió el tiempo de lo diario. Un apagón de luz altera toda la vida cotidiana, activa nuestros miedos más profundos. La alteración de lo cotidiano genera incertidumbre.
Hoy, la incertidumbre se ha tornado un producto que se construye. Se podría decir que es el trabajo de los medios de comunicación y de algunas prácticas políticas. Es noticia —es decir, un hecho notable de contar— que la ruta elegida para realizar el camino a casa esté congestionada. Un asunto de utilidad pública se transforma en el signo que se comunica como incidente, un acontecimiento que pone en alerta al presente y lo hace incierto. A diferencia de un pasado sobre el cual ya nada se puede hacer, el presente lo imaginamos como algo que puede y debe ser controlado. Lo incierto es el miedo a lo que no podemos controlar.
Realizamos el gesto del pasado mirando hacia atrás, teniendo la certeza de que otro tiempo ya fue; e imaginamos el futuro como eso que aún no vemos, pero que vendrá. El sentido literal del presente es lo que está frente a nuestros ojos. Paradójicamente, el presente es una dimensión compleja de delimitar, pues solo los vivos y presentes podrían dar cuenta de su existencia. Es una concepción de tiempo de un mundo occidentalizado-cristianizado que organiza su cotidiano, desde la llegada de los españoles, con un tiempo lineal, sumatorio y —más tarde— un tiempo métrico decimal que ordenó nuestra vida en unidades de años. Su conteo hasta nos genera crisis existenciales. Es una modernidad cruel, como dirá Jean Franco, si pensamos nuestra relación con el tiempo como una tortura.
El tiempo es un ritmo, hace menos de medio siglo tenía sonido: una campana, un tic-tac mecánico cual latido del corazón. Muchas personas volvieron a esa conciencia del tiempo desde sus propios cuerpos con la experiencia del encierro en pandemia. La dificultad para desplazarse con libertad alteró la experiencia cotidiana y la salud mental se vio seriamente afectada. Perdimos el ritmo, nos descompasamos, todo se hizo “anormal”. Enloquecimos. Es notable que se expresara el ansia por el regreso a una “normalidad” por medio de la recuperación de las rutinas vinculadas al trabajo, a dejar a niñas y niños en el colegio y comprar. El paseo, el desplazamiento con fines de ocio o placer no fue una reivindicación del retorno a la “normalidad”. El debate clásico de la modernidad del siglo XVI, entre el ocio y el negocio, se desplegó en todo su esplendor en el siglo XXI.
En tiempos de ruptura del tiempo cotidiano, como en el llamado estallido social de octubre de 2019, asistimos a un tiempo alterado y revuelto. Es la experiencia de la modernidad revolucionaria cuyo lenguaje se tomó de la física, esto es, la posibilidad de girar en otro sentido, de torcer el tiempo. En otro extremo, la pandemia de covid-19 impuso una desaceleración del tiempo loco del estallido, e instaló un extenso paréntesis en espera de su cierre o final. Está claro que la incertidumbre permanente puede desquiciar. “Loco” es un adjetivo aplicable a cualquier aparato o persona, dice el diccionario. “Loco” o “loca” es una persona que no ingresa al orden de lo cotidiano aceptado por la mayoría.
Cuando era niña, en la década de 1970, en mis calles de infancia en Pudahuel (ahora Cerro Navia), en particular en la que me llevaba a la Escuela Básica D-299 Insigne Gabriela, a veces me cruzaba con un hombre joven de pelo largo y desordenado, que hablaba consigo mismo en voz alta y caminaba rápido sin mirar a nadie. Le temía un poco, quizás porque ya había oído hablar del “viejo del saco”, ese hombre que se podía robar a los niños, pero en especial a las niñas. Yo era niña. Pero creo que lo recuerdo no por esas historias de terror, sino por el espejo que llevaba en su mano y que, frente a su rostro, usaba para hablar consigo mismo. La palabra “loco” ingresó en mi vocabulario infantil.
En la segunda década del siglo XXI, el habitar de una ciudad está plagado de personas que hablan consigo mismas frente a la pantalla de un celular, que lo usan como un espejo, que hablan sin un interlocutor visible para el resto, que caminan rápido sin mirar a nadie, inmersos en un mundo complejo que quizás sea imposible de descifrar para las y los historiadores del futuro, pues sus señales quedan en soportes que no se archivan como solíamos guardar aquello que queríamos traspasar a otras generaciones. Hoy, los usuarios de dichos aparatos construyen su cotidiano desde la experiencia de la inmediatez de la información y la comunicación, y la ausencia de una respuesta en segundos produce ansiedad. Hace poco, llevé a mi hija al correo a dejar una carta para un amiguito que vive en otra ciudad. El espacio desolado, que conocía desde mi infancia de amistades por correspondencia, me entristeció. Pero la experiencia del tiempo como un espacio que recorrer, dicho así por ella al pensar en la carta viajera, me devolvió la alegría.
Habría que pensar un poco más en la paradoja de un mundo “moderno” con personas cada vez más teocráticas, presas del rumor y del miedo constante, con crisis de pánico al por mayor, violentas con la diversidad, con lo vulnerable y frágil, jugadores de videojuegos sin frontera entre el día y la noche, cultivadores de la amistad con celular codo a codo y no cara a cara; una especie que almacena de forma efímera sus recuerdos en Instagram. El tiempo como duración es una experiencia en riesgo en este presente, lo que deja cada vez más lugar a la dificultad para enfrentar la incertidumbre. La única certeza es que el presente es siempre una incertidumbre hasta que acontece un nuevo día.