Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva de niños, niñas y adolescentes en el proceso constituyente. Marginarlos compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones, sino también construir un horizonte donde quepan los anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.
Por Camilo Morales
Uno de los temas que ha generado una discusión inédita en el marco del proceso constituyente, y que inicia una nueva etapa luego de las elecciones de las y los integrantes de la convención constitucional, es la discusión acerca del lugar que potencialmente podrían tener niñas, niños y adolescentes en la nueva Constitución. El 25% de la población hoy no tiene un espacio formal de participación en un proceso de carácter histórico pero que incidirá tarde o temprano en sus vidas.
Desde diversas organizaciones se han venido impulsando diferentes acciones con el propósito de visibilizar la importancia del reconocimiento constitucional de la niñez y promover la participación de un grupo que, por su condición de minoría de edad, ha quedado históricamente excluido de la posibilidad de participar activamente en la vida social y política del país. Lamentablemente, el protagonismo y capacidad de acción política que han demostrado en la serie de movilizaciones sociales de los últimos años no han sido elementos suficientes para reconocerles su condición de actores sociales.
Con todo, comprender la importancia del reconocimiento de la niñez y la adolescencia en el proceso constituyente sigue siendo una tarea fundamental que deberá estar al centro de la deliberación de la convención.
A partir de lo anterior, propongo una reflexión intentando responder la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan relevante asegurar la participación de niñas, niños y adolescentes en el proceso constituyente, junto con el reconocimiento constitucional de sus derechos?
Primero, la posibilidad de que una nueva Constitución reconozca a niñas, niños y adolescentes como sujetos titulares de derechos es un acontecimiento único, de relevancia política, jurídica y ética. Posiblemente al nivel de lo que fue en su momento la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, pero que por las condiciones estructurales definidas por el modelo neoliberal se integró de forma incompleta y limitada. El potencial transformador del proceso constituyente supone una posible ruptura con el estatuto hegemónico que ha tenido la infancia en nuestra sociedad, a saber, sujetos invisibles definidos desde la incapacidad y la vulnerabilidad.
Segundo, un nuevo contrato social puede configurar una nueva forma de relación entre el Estado, la sociedad y la infancia. Esta relación sigue fuertemente delimitada por una visión tutelar y proteccionista. Históricamente ha sido a través de la caridad y el control social el modo en que los niños se han vinculado a las instituciones públicas y privadas encargadas de la protección. Predomina en nuestras políticas y legislaciones la idea de que el niño es una persona que debe recibir pasivamente cuidado y protección sin mayor participación social, siendo la familia y la escuela sus espacios “naturales” de socialización. El reconocimiento constitucional puede ser un impulso para producir avances que hagan efectivos los derechos de los niños a través de cambios legales y políticas públicas que los reconozcan como sujetos de derechos y permitan desarrollar otros espacios de vinculación social.
Tercero, una nueva relación entre el Estado y la infancia solo será posible a través del cambio de modelo socioeconómico y político vigente que, en este caso en particular, ha producido un sistema de mercantilización y privatización de la protección de la niñez. Este modelo implementado durante la dictadura, pero profundizado durante la democracia a partir del 1990, penetró en diferentes esferas de la vida social siendo una de las más perjudicadas el campo de la protección de los derechos de niños y niñas. La subsidiariedad del Estado se expresa radicalmente en la configuración de una institución como el Servicio Nacional de Menores (Sename) cuya racionalidad mercantil tiene hoy una continuidad a través del nuevo servicio “Mejor Niñez”, próximo a implementarse y que no modifica la actual relación público-privada en esta materia. Un nuevo modelo socioeconómico y político debe tener como horizonte la idea de un Estado que cuide, que recupere el sentido de lo público en la esfera de la protección integral de los derechos.
Cuarto, la legitimidad del proceso constituyente se basa en la participación ciudadana. Por lo tanto, la forma en cómo se defina la participación de todos los actores sociales, incluidos, niños, niñas y adolescentes, es fundamental para fortalecer el carácter democrático del proceso y generar condiciones que permitan reestablecer los lazos sociales entre la política y la sociedad. Es imprescindible la formulación de mecanismos que consideren información, formación y participación efectiva incorporando diferentes formas de expresión y deliberación. Considerando también aquellos espacios de organización espontánea e informal que no entran en los cánones de la participación tradicional. Con todo, la participación no puede quedar reducida al momento de la elaboración de la nueva carta fundamental. El desafío es desarrollar mecanismos institucionales permanentes e incidentes que permitan a este grupo de la sociedad una vinculación mayor con la vida social y política de sus comunidades y del país. La distribución del poder también debe incorporar la dimensión de las relaciones generacionales, considerando las condiciones de subordinación que subyacen estructuralmente entre niños y adultos.
Finalmente, el proceso constituyente contiene la promesa de configurar un proyecto de sociedad a través del reconocimiento de derechos sociales y de una nueva forma de distribuir el poder. Marginar a niñas, niños y adolescentes, desconociendo su capacidad de agencia, compromete el valor intergeneracional de un contrato social que no solo debe integrar diferentes visiones y experiencias, sino que también construir —a partir de una diversidad de voces— un horizonte político que de lugar a los proyectos y anhelos de una generación que interpretó el malestar de la sociedad, movilizó multitudes en la calles y hoy nos permite imaginar un proyecto que reconstituya el sentido de comunidad y de una vida digna.