La psicóloga y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, una de las voces más escuchadas en derechos humanos durante los últimos 30 años en Chile y América Latina, reflexiona sobre el efecto corrosivo del miedo y el negacionismo sobre la convivencia política. Asustados por la pandemia y cargando una incapacidad para tramitar colectivamente los dolores del pasado, sostiene, chilenas y chilenos nos sentimos «crónicamente amenazados» y somos presas fáciles de la manipulación política de nuestras angustias.
Por Francisco Figueroa
“¿Cuánto miedo residual permanece en las estructuras sociales y en las personas independientemente de los cambios políticos ocurridos en la transición? De ser así, ¿de qué manera este miedo residual puede afectar al proceso de transición a la democracia y de manera más permanente a la cultura política chilena?”.
Con estas preguntas cerró Elizabeth Lira (1944) Psicología de la amenaza política y del miedo, coescrito con María Isabel Castillo y publicado en 1991 por el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS), del que fue cofundadora y directora en sus años más influyentes. El libro es un estudio sobre las secuelas de las violaciones a los derechos humanos cometidas en dictadura con el que las autoras contribuyeron a comprenderlas no solo como un trauma de las víctimas individuales, sino como un problema ético y político que afectaba y comprometía a toda la sociedad chilena.
“Nunca pensé que tendríamos un factor tan poderoso para reforzar el miedo como lo fue la pandemia. Porque ha puesto la amenaza de muerte ante nosotros, que es la amenaza más grande que tenemos los seres vivos. Cuando te expones a eso te haces vulnerable a ese miedo y angustia. La angustia es una emoción muy fuerte de sobrevivencia, te advierte que estás en peligro. Pero si te sientes crónicamente amenazado, el miedo pierde toda eficacia porque no te permite discriminar si estás amenazado o no. Y creo que, como sociedad, no alcanzamos a tramitar adecuadamente las cosas que nos pasaron”, dice Lira respondiendo a sus propias preguntas de hace 30 años, desde su oficina en el decanato de la Facultad de Psicología de la Universidad Alberto Hurtado, en un Santiago tenso y ansioso en la antesala de las elecciones presidenciales del 19 de diciembre.
Una de sus más recientes intervenciones públicas fue a propósito de la iniciativa, discutida en la Convención Constitucional, para terminar con el secreto de 50 años que pesa sobre los antecedentes y testimonios aportados a la Comisión Valech I, de la que fue comisionada. Firmó una declaración compartiendo la preocupación del expresidente Ricardo Lagos por proteger la privacidad de las víctimas, pero al día siguiente escribió una carta en La Tercera preguntándose si acaso mantener el secreto era la mejor forma de hacerlo.
“No soy muy partidaria de ningún secreto —agrega hoy—, por una razón simple: si es por cautelar la privacidad, eso ya estaba cautelado en la Ley 19.628 de 1999, que establece que esos datos (aportados a la Comisión Valech) no pueden ser publicados a no ser que lo autorice expresamente su titular, que es la persona que declaró. Por eso el secreto es redundante. Me parece que, al revés, hay que dar señales de diferenciar entre cautelar la privacidad de las víctimas y poner en evidencia la información que se tiene sobre el contexto y los victimarios”.
Con todo, Lira no cree que a personas como José Antonio Kast o al diputado electo Johannes Kaiser les sería más difícil relativizar la realidad del terrorismo de Estado (“un agravio a la inteligencia de las y los chilenos, a los jueces, y un agravio a la paz que hemos construido sobre la base de la verdad”, dice) sin el secreto: “no es por falta de información, es porque sus convicciones políticas y sus conceptos morales les hacen pensar que deben reivindicar a quienes cometieron violaciones a los derechos humanos”.
Una de las convicciones políticas que han estado en la base de este tipo de relativizaciones, Lira la encontró en la idea según la cual la violencia de Estado desatada en 1973 era resultado —y en cierta medida, responsabilidad— de la radicalización política de los años 60. Junto al historiador Brian Loveman, la sometió a juicio estudiando los modos en que el Estado había impuesto lo que las clases dirigentes entendían por reconciliación luego de agudos conflictos políticos entre 1814 y 2002. En los tres libros que publicaron sobre la “vía chilena de reconciliación” (Las suaves cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1814- 1932 [1999], Las ardientes cenizas del olvido. La vía chilena de reconciliación política 1932-1994 [2000] y El espejismo de la reconciliación política. Chile 1990-2002 [2002], todos editados por LOM y Dibam) Lira y Loveman concluyeron, contra el mito de la excepcionalidad del golpe militar, que la violencia de Estado había sido una práctica sistemática del régimen político chileno. Su historia debía comprenderse, escribieron, como un orden “donde regía la impunidad como premisa implícita para gobernar”.
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Hay quienes sostienen que conocer la verdad e impartir justicia no basta, sino que tenemos que comprender, cosa que la izquierda habría evitado al considerar que contextualizar significaba justificar. ¿Qué es lo que necesitamos comprender para no repetir?
—Tenemos que tener conciencia recíprocamente como chilenos de que ciertas cosas producen agravios en los otros. Pero también comprender que hay reciprocidades que no se pueden comparar. Para sectores latifundistas, la expropiación legal del predio era agraviante, pero no lo puedes comparar con el agravio que significa para una familia mapuche que desaparezca su hijo. En la cosmovisión mapuche, para que una persona descanse en paz tiene que haber una serie de rituales que posibilitan que esa persona se pueda reunir con sus antepasados. Si esos rituales no los haces, las personas creen y sienten que el espíritu de ese hijo no descansa en paz. Uno puede compartir o no esa creencia, pero lo que sí tiene que entender es que para esa persona eso funciona como algo verídico, sentido, doloroso, terrible. Lo que escuchamos de algunos sectores que han sido especialmente violentos en esta materia, implica que carecen de toda sensibilidad en la noción de reciprocidad humana, de sentir que si el otro está agraviado, lo que me corresponde es entender por qué.
En 1991 escribiste que “el miedo a la transgresión es la mejor garantía de estabilidad del sistema social y político”. ¿Tiene el auge de discursos autoritarios algo que ver con un intento por reimponer ese miedo que pareció debilitarse con el estallido de 2019?
—2019 le generó miedo, y mucho, a muchos sectores del país, mientras que a otros les generó esperanza. Es muy complicado cuando el miedo de unos es la esperanza de otros, y eso es lo que hay que construir políticamente: que todos tengan la garantía de que van a ser respetados sus derechos. El miedo que se agita en el discurso de hoy implica señalar que tu adversario se convierte en enemigo, es alguien que va a violentar tus derechos hasta el punto de que te va a despojar. Es un discurso que apela a las experiencias de antiguas campañas del terror, pero también a otras concretas como los saqueos durante el estallido.
La derecha invoca el miedo por la supuesta amenaza izquierdista, y el miedo a un triunfo de algo parecido al pinochetismo todavía moviliza a mucha gente por la izquierda. Parece que duró poco la idea de que había una generación sin miedo.
—Mientras a uno no lo amenacen, uno no tiene miedo. Alguien que tiene miedo sin que lo amenacen tiene un trastorno psicológico. Cuando te amenazan, sentir miedo es una repuesta proporcional. Pero también ocurre que la manipulación del miedo genera una amenaza vaga e imprecisa, que toca aspectos que tú valoras mucho, y lo que se genera no es miedo, sino angustia, que es más grave, porque no sabes si lo que están amenazando es tu vida, tu calidad de vida, la posibilidad de pagar tu casa. Otro elemento que ha aumentado el miedo tiene que ver con la delincuencia. Es un miedo sumamente real, que potencia miedos en otras dimensiones más existenciales. El discurso político genera incertidumbres sobre el futuro y potencia esa amenaza porque a diario las noticias abren con los portonazos del día anterior. Y si agregas la amenaza vital que fue y sigue siendo el covid-19, tienes todos los ingredientes, en todos los niveles.
¿Por qué cuesta tanto la valoración política transversal de los derechos humanos?
—Me parece que es un problema de formación, de no haber podido transformar los derechos humanos en un asunto afirmativo y no en algo conectado exclusivamente a las violaciones. La afirmación se hace sobre la Declaración Universal o los distintos tratados y declaraciones de Naciones Unidas, pero creo que el problema de los derechos humanos es instalar una forma distinta de relación social, que es drástica: el otro es una persona, y por lo tanto alguien digno de respeto y reconocimiento, al que no puedo pisotear, insultar, maltratar. Estamos muy lejos de eso. Siento que es casi una visión idealista, pero es el horizonte de transformación que requerimos. Estoy convencida de que la única instalación de los derechos humanos es crear una nueva forma de relación social, donde no se trata solo de las mujeres, niños, discapacitados, las y los diversos, se trata de todos.
Escribiste que, en ciertos contextos de violencia política, para las comunidades de víctimas el futuro pierde capacidad de movilizar, por el peso del pasado y la injusticia. ¿Influye eso en lo difícil que ha sido universalizar una cultura de derechos humanos?
—Hay varios problemas contradictorios. Uno es que nunca en la historia del país habíamos tenido tal número de víctimas. Cuando la gente no logra tramitar eso desde el punto de vista emocional, moral y político, es difícil superar los efectos psicológicos. Si uno piensa cuánto de la movilización emocional que estaba detrás del estallido social tiene que ver con un acumulado de injusticias que no son tramitadas políticamente… Hace mucho rato que no tramitamos políticamente las injusticias. Se viven subjetivamente, en las familias: rabias, frustraciones, envidias. En algunas personas se transforman en un proceso de aprendizaje, reflexión, opción política, y en otras no, porque no tenemos educación cívica ni en la escuela ni en ninguna parte, no tenemos noción de corresponsabilidad: ni climática, ni del espacio, ni del agua, ni de la convivencia. Eso nos está pasando la cuenta.
¿Cómo se tramita políticamente eso?
—Creo que reconociendo lo que ha ocurrido y permitiendo que las personas puedan transformarlo. La organización de las víctimas en los casos de detenidos desaparecidos posibilitó que el problema fuera reconocido por la sociedad. Pero a pesar de esto y de la mesa de diálogo, tenemos hoy alrededor de 1.497 casos de desaparecidos, de los cuales solo 330 han sido encontrados e identificados. El resto sigue pendiente.
Esta es la primera vez que una candidatura presidencial que pasa a segunda vuelta —la de Gabriel Boric— propone con claridad la instalación de una comisión calificadora permanente y un plan nacional de búsqueda de personas detenidas desaparecidas. ¿Son medidas que permiten construir una verdad histórica con bases más solidas?
—Son excelentes medidas. La comisión permanente debió haberse hecho hace 10 años. La gente se toma mucho más tiempo que el que se les da a las comisiones para ponderar si habla o no. A mucha gente, sobre todo en el campo, el miedo la silenció. Cuando recorres las sentencias de los casos de campesinos desaparecidos y ejecutados, sobre todo en el sur, te das cuenta de que el miedo a que murieran otros miembros de la familia paralizó a esa gente, incluso después de terminada la dictadura. Por eso es tan apelable el miedo: es algo que está latente, por distintos motivos es una emoción que todos tenemos.
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De vuelta a las preguntas que la inquietaban hace 30 años y que cobran actualidad hoy, Elizabeth Lira vuelve sus pasos sobre las dificultades de la sociedad chilena para “tramitar sus miedos crónicos”, dice. “Nos hacen trampa ciertas visiones ideológicas, que no son políticas, sino que son ideologías sobre las relaciones humanas. Cuando la gente cree que vive mucho mejor si no piensa en el pasado, en los conflictos; si en lugar de sentarse con los hijos a hablar sus experiencias y enojos entre unos y otros, se echa la mugre bajo la alfombra. Eso es muy común en Chile: no tenemos costumbre de pedir disculpas, de pensar seriamente si hemos agraviado a otros.Creo que los chilenos tenemos muy poca conciencia del valor de la convivencia en paz. Si me creo el cuento de que el otro es mi enemigo y empiezo a ver enemigos en mis vecinos, muy rápido puedo pensar que la solución para vivir en paz es exterminar a mi vecino”.
Echarle la culpa al otro por todo es algo muy claro en el discurso político actual.
—Detrás de eso está la idea de que tienes que poner en el afuera, en el otro, en el enemigo, la amenaza y el miedo para generar cohesión. Y creo que eso tiene visos de resultar, porque se conecta con los miedos reales de las personas. Si no conectara, esas palabras caerían en el vacío. Vi en la tele que trajeron a un venezolano para que dijera que Boric era comunista, y que «si no era comunista, iba a terminar siéndolo». Volvieron las campañas del terror ¡de los años 30! Es el mecanismo más básico que ha tenido la historia política. Hay un chiste muy antiguo: dicen que cuando Stalin estaba muriendo, llamó a Nikita Jruschov y le dijo “te voy a dar las claves para gobernar: cuando tengas el primer conflicto abre este sobre, cuando tengas el segundo conflicto abre este otro”. Se murió, y cuando Nikita tuvo la subversión en Hungría, abrió el primer sobre. Decía: “échame la culpa a mí”. Entonces empezó el proceso de desestalinización y todos se fueron a defenestrar a Stalin. Pero cuando vino el conflicto de los cohetes entre Cuba y Estados Unidos, Nikita abrió el segundo sobre. Decía: “prepara otros dos sobres para tu sucesor”.