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Hacia un país plurinacional

La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

Por Bernardo Subercaseaux

Hablar de una nación plurinacional, que contiene a más de una nación parece para el ciudadano de a pie una contradicción. ¿Cómo puede ser que lo que es UNO sea también DOS y hasta TRES? Si aclaramos la génesis de los dos conceptos de nación y los ámbitos que involucran, la contradicción desaparece. Por una parte, tenemos el concepto de nación como institución política, heredera de la Ilustración y de la revolución francesa. Así concebida, la nación implica un Estado, una base territorial, una unión de individuos gobernados por una Constitución y unas leyes. Se trata de una institución propia de la modernidad que reemplaza a otras formas de territorialización del poder como fueron los imperios, los principados o las monarquías. Es dentro de este marco que Chile emerge como república en las primeras décadas del siglo XIX.

La concepción política de la nación va a ser, empero, rearticulada y cuestionada por el pensamiento alemán, con ideas que van a significar un viraje en el uso del concepto. En el romanticismo germano se gesta una concepción cultural de la nación que es antagónica a la ilustrada, en la medida que pasa a ser definida por sus componentes no racionales ni políticos. Contra la universalidad ilustrada abstracta, el romanticismo alemán rescata los particularismos culturales, lo singular e infra intelectual, la etnia, el origen, la lengua y el habla, aquello que el concepto de ciudadano oculta. En este uso del concepto la base del mismo pasa a ser no una frontera geográfica definida desde la política, sino un fondo cultural y espiritual: la nación como memoria compartida, como alma, como espíritu y tradición, como sentimiento y lenguaje, como cultura. Desde esta concepción se entiende que la nación política pueda acoger a más de una cultura y puede dar origen a un Estado plurinacional, como ha ocurrido en Canadá, Nueva Zelanda, Suiza y Bolivia. No se trata de copiar, cada país tiene una historia y particularidades diferentes, las que en un contexto participativo a través de diálogos y no sin dificultades han logrado una convivencia armónica entre la lógica política y la lógica cultural.

Forzar a la nación cultural en su diversidad a acostarse en el lecho de Procusto de la nación política ha probado ser históricamente inconducente, como demuestra lo ocurrido en la ex Unión Soviética. Como también lo ha sido recurrir a una ortodoxia culturalista y en base a ella anular y reprimir otras dimensiones, como ocurrió, por ejemplo, con el pangermanismo nazi o con el fundamentalismo religioso islámico en que se desconoce el concepto de ciudadano y los derechos políticos, civiles y sociales que este concepto implica. También resulta inconducente la independencia de un territorio bajo el argumento de su unidad cultural, desgajándolo de una nación política de larga data, con pérdidas mutuas para los dos ámbitos. La concepción ilustrada y la concepción romántica de la nación (o comunitaria, en términos actuales) apuntan a dos realidades, a dos matrices y a dos lógicas que en aras de organizar la convivencia, la paz social, los derechos humanos e identitarios es necesario armonizar.

La matriz ilustrada, y el Estado que responde a ella, proclama —al menos discursivamente— la dignidad y los derechos de todo ciudadano, pero el concepto de ciudadano —que históricamente reemplazó al de súbdito y al vasallaje— apunta a la matriz política y a la institución de una república, y tiene una carencia en la medida que oculta el particularismo identitario y cultural (la etnia, el sexo, el género, el sector social). Una carencia que en la medida que homogeniza lo que es diverso y no homogéneo contribuye a la desigualdad y, lo que es peor, la oculta. Por otro lado, el particularismo cultural o el fundamentalismo identitario por si solo resulta a veces atentatorio contra la dignidad y los derechos humanos. No siempre las costumbres o las prácticas culturales por ser culturales deben preservarse; es el caso, por ejemplo, de la mutilación genital femenina en Guinea o Mali, o el trato que se le da a las mujeres en Saudi Arabia. Por otra parte, la historia también nos enseña la extraordinaria perdurabilidad de la dimensión cultural en relación a una determinada institucionalidad política. En Perú el imperio incaico como institución política sucumbió hace más de cinco siglos, sin embargo, sus vasos sanguíneos siguen vivos y circulando en la música, en la literatura y en algunas costumbres. La cultura tiene una notable maleabilidad para mimetizarse, para hibridizarse, para perseverar y resurgir. En la feria artesanal que se instala los domingos en San Pedro de Atacama no se vende música peruana, ni música boliviana, ni música argentina, ni música chilena, se vende “música andina”. La cultura trasciende las fronteras y congrega lo que el recorte político nacional suele ocultar. En América Latina las fronteras políticas no coinciden con las fronteras culturales, lo mismo ocurre al interior de cada nación con la división política en provincias. El desajuste entre la lógica política y la lógica cultural está presente entre nosotros cuando ciudadanos mapuche, aymaras o pascuenses pueden votar pero no pueden ser reconocidos a plenitud en sus derechos identitarios y culturales y, por lo tanto, también políticos.

Si bien la lógica cultural puede ser en ocasiones contradictoria con la lógica política, en la necesidad de armonizarlas la pregunta es ¿quién articula a quién?, ¿lo político a lo cultural? o ¿lo cultural a lo político? Ya Ernest Renan en su famosa conferencia de 1882 «¿Qué es la nación?» esgrimió una respuesta. Aunque él no lo expresa así, sus ideas pueden ejemplificarse con la metáfora de la mano y el guante: la matriz política por medio de la reinvención del Estado en un Estado plurinacional es la que articula e integra los dedos culturales, si los ignora y los desconoce corre el riesgo de ser un mitón, que puede servir como guante de box pero no para tocar el piano de una democracia plural y de un país plurinacional. La perspectiva de una nación que armonice ambas lógicas debe legitimarse en una Constitución participativa que de origen a un nuevo Estado, proceso que debe considerar a los diversos pueblos originarios teniendo en cuenta la densidad demográfica y territorial de los mismos y sus luchas históricas. En alguna medida, ese proceso debiera contemplar ciertos grados de autodeterminación pero no de independencia. De hecho, los dedos no se pueden arrancar de la mano. La mano necesita los dedos y los dedos a la mano. En esa perspectiva cabe pensar una reinvención del Estado actual —en crisis neoliberal— para un Chile plurinacional.

En nuestro país tenemos antecedentes históricos que ya insinúan los dos usos del concepto de nación. En el momento de la independencia, el diputado José Gaspar Marín, secretario de la primera y segunda Junta de Gobierno (1810-1812), refiriéndose a los habitantes de la Araucanía, decía “los indios… han reconocido nuestra emancipación, nuestros derechos, del mismo modo que nosotros los límites del territorio chileno” (hasta el Biobío); luego se preguntaba “¿Con qué razón tratamos de internarnos más allá de lo que prescriben los tratados de tiempo inmemorial entre nación y nación?” (citado por Pedro Cayuqueo en Historia secreta mapuche). En este uso ya muy temprano late la insinuación de una nación política y una nación cultural. Hoy, en vísperas de una nueva Constitución, llegó el tiempo de articularlas y de establecer legalmente un país plurinacional.

La nación en su dimensión política tiene mucho que aprender de la nación en su dimensión cultural, y también viceversa. La lucha por la igualdad es también una pugna por el reconocimiento de la diferencia. No cabe duda entonces que el encuentro y la armonización de ambas lógicas y el reconocimiento y valoración de la variable cultural puede contribuir a armonizar la convivencia social, y de paso darle algo de lubricación a los medios de comunicación tradicionales —sobre todo a la TV— y a una democracia que a los ojos de los jóvenes y del ciudadano de a pie se perciben bastante oxidados.