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Infrapolítica y ‘underground’

¿Es posible pensar sin estar atravesados por el poder? ¿En qué consiste hoy ser de izquierdas? ¿Cómo construir una política-otra de las sensibilidades que soporte alguna forma de trabajo colectivo? Estas son algunas de las preguntas que plantea el filósofo y académico chileno Sergio Rojas en su último libro El asco y el grito. La violencia más acá de la representación, recién publicado por Paidós. En él, el autor «interroga el destino del underground y la contracultura en el marco de la crisis de la democracia y la explosión digital». 

Por Juan Pablo Vildoso
Fotos: AFP Photo/Hugo Infante

Allí donde la violencia deviene el régimen cotidiano de experiencia, tanto de manera aséptica —los ingentes flujos de información y movimientos de capital a los que estamos expuestos—, como brutal: femicidios, guerras, crisis migratorias y ecocidio; el pensamiento tiende a colapsar y desde los bordes de aquel colapso, borbotea la imaginación distópica como una estrategia para habitar el mundo en destrucción.Si la distopía postapocalíptica es una puesta en obra de la parálisis del pensamiento o aun sostiene una reserva crítica, he ahí una cuestión que cabría examinar en detalle.

Medio paso hacia atrás, justo en el umbral de aquel borde, se ubica la apuesta de El asco y el grito. La violencia más acá de la representación. En lugar de avanzar hacia la distopía postapocalíptica, Sergio Rojas trata de pensar la violencia más acá de la representación: cuando las palabras e imágenes se agotan, emergen la escritura y la materialidad cifrada del significante. Lo cifrado acá, me parece, es la violencia como sentido o estremecimiento corporal. De ahí el título del libro y la apuesta por trascender la dicotomía moderna sujeto-objeto. En lugar de intentar comprender nuestro tiempo, Rojas se pregunta por las implicancias —para el sujeto y la subjetividad, devenidos individuos aislados y amputados en sus vínculos— de no poder comprenderlo en absoluto. Ante esto emerge el vacío, o más precisamente, el vaciamiento afectivo de la experiencia para su posterior invasión por el miedo. 

El trabajo de la pulsión de muerte en lo social, en tanto elemento subjetal inmanente más no por ello natural, nos expone pero también nos torna agentes de las violencias más extremas y cotidianas. Se trata, en palabras del autor, de una violencia de grado cero a la que quizás cabría agregar el complemento freudiano, vale decir, una violencia de grado cero que al mismo tiempo tiende al cero absoluto, o lo que es lo mismo, al total caos entrópico del universo, ahora introyectado a la fuerza en la misma subjetividad. La violencia no comienza ni termina en los sujetos.

Es este el momento en el que pueden emerger el nihilismo, el pesimismo y los identitarismos que lindan con el fascismo y lo punitivo-policial, pero también el grito y el asco, y desde o junto a estos, lo infrapolítico con sus inquietantes paradojas en torno al poder y la acción, sobre todo colectiva. En la introducción del libro se llama a esto último, es decir, a liberar el pensamiento: “Avanzar hacia un pensamiento sin sujeto. Se trata de desplazar la centralidad del ser humano, desplazarse desde la política entendida como producción de hegemonía y lucha por el poder”. ¿De qué política se trata? ¿Es posible, por ejemplo, la abolición del Estado? ¿Cómo pensar sin estar atravesados por el poder? ¿En qué consiste hoy ser de izquierdas? Estas son algunas interrogantes abiertas por el libro.

Enunciado entonces el que me parece su tema central, comentaré algunos pasajes y reflexiones que me interpelaron, a partir de una suerte de libre asociación favorecida por la reflexión interdisciplinar que recorre las páginas. En efecto, los recursos de la música, la literatura, la filosofía y el psicoanálisis permiten desplegar múltiples vértices que, como haces, se entrecruzan y componen aquel espacio transicional que es la lectura en su carácter radicalmente singular.

Un primer punto tiene que ver con el poder entendido como producción de identidad en el marco del fin de la historia. En el momento del no future, el grito emerge desde las entrañas como estallido y recuperación de los límites de la subjetividad, vale decir de la identidad, pero a la vez como un posible comienzo de algo que no sabemos que es, pero que se proyecta más allá del lenguaje: “El grito no viene desde las palabras, sino desde ese silencio que media entre la última palabra con la que quisimos decir algo a alguien y el grito. Se grita desde el haberse quedado sin palabras en el lenguaje y no poder permanecer en silencio”. 

El asco y el grito. La violencia más acá de la representación, de Sergio Rojas.
Paidós, 2023. 256 páginas

Ahora bien, la historia reciente nos ha mostrado cómo, una y otra vez, ese grito y ese algo han sido reabsorbidos por la voracidad policial del capital o por el furor de la violencia revolucionaria sacrificial. Sin embargo, la contracultura o el underground se sostienen aun en aquel límite que permite contemplar el abismo sin sucumbir tampoco al espectro del nihilismo suicida. En el libro, tras un agudo recorrido por la historia de la contracultura desde el hipismo hasta el punk y la cooptación de su estética por el mercado, Sergio Rojas se refiere a esto con la expresión: “el punk no cabe en la música punk”. Al respecto, me interesa introducir una breve asociación que puede dar pie a una discusión. Esta arranca del documental Hardcore, la revolución inconclusa, (2011) de Susana Díaz, en el que se narra la historia de aquella fugaz escena derivada del punk en el Santiago de fines de los noventa. Allí convivían el rechazo a la violencia anárquica con el veganismo y la precaución en el uso de drogas, el do it yourself con las lógicas colectivas, la ecología e inclusive una problematización de las masculinidades, todos significantes puestos en obra acústica por jóvenes santiaguinxs que apenas daban sus primeros pasos instrumentales. Ellxs, herederxs del aullido de Ginsberg —texto comentado en el libro— pero también de Grass, The Clash y Joe Strumer, constituyeron un efímero movimiento infrapolítico y contracultural del que aparentemente solo queda aquel documental. Ahora bien, ¿habrá realmente sido tan efímero? ¿Logró escapar de la lógica yoica e individualista subyacente a la protesta de la contracultura? ¿Qué pervivió de aquello?

El texto interroga el destino del underground y la contracultura en el marco de la crisis de la democracia y la explosión digital. ¿Puede ser un basamento de lo infrapolítico? O por el contrario su destino, tras el acontecimiento, ¿no es sino el sofocamiento del grito como antesala del miedo y el caos? En cualquier caso, la crítica desplegada en aquellas páginas y en las que siguen a partir de la película Guasón (2019), constituyen un insumo para todo pensamiento político antifascista relacionado con el underground, precisamente porque indica la potencialidad fascista de la identidad en el momento en el que todxs no somos más que entes intercambiables, sujetos a la despiadada lógica de un mercado, en apariencia trascendente, que ubica al individuo en la dicotomía adaptarse o perecer. Así, ese Santiago hardcore, en tanto escena predominantemente masculina, también se disolvió a golpes en el identitarismo. Leemos en el libro: “La individualidad es la verdadera contención de la catástrofe en tiempos de crisis. Y mientras el individuo aguanta, sueña que el mundo está ardiendo (…). El individualismo sería, pues, por ahora, la última frontera. La cordura del individuo es la contención de la locura que asecha desde un afuera que está en todas partes”.

Un poco más adelante, el libro aborda las implicancias para el tambaleante sujeto de estar sometido a un régimen de cuantificación de la experiencia sin precedentes. La responsabilidad de los números en este tiempo no concierne a algún acontecimiento o cifra en particular, sino más bien a una actitud, acaso estoica, ante la totalidad del orden mundial. Al igual que el miedo, la exponencial matematización de la existencia: 93 millones de años luz (el tamaño del universo), 7.300 millones de humanos en la tierra, seis millones de muertos en la Shoah, 40 mil hombres como la máxima capacidad de la cárcel más grande del mundo, la última hablante de una lengua, etc., confrontan al pensamiento con la cuestión de lo humano. 

Sabemos que la identidad es una espada de Damocles con la que cada cierto tiempo, y en intervalos cada vez más estrechos, la humanidad se raja hasta desangrarse de manera brutal. Pero al mismo tiempo la identidad, ahora concebida como algo radicalmente singular, es una noche en la cual nos hundimos hasta fundirnos materialmente con un mundo que nos antecede y que nunca podremos cuantificar. La voz, como vibración del espacio-tiempo y de la carne, opera entonces como umbral entre lo humano y el universo, un punto de conexión que se desvanece de forma instantánea. ¿Se trata acaso de la trascendencia en la inmanencia? Al parecer, es lo único que le resta al sujeto extrañado ante la carencia de todo sentido de existencia en medio de una “totalidad sin afuera». A propósito del registro que el artista Rainer Krause hizo de la voz de Cristina Calderón, la última hablante Yagán, podemos leer: 

“la voz es un sonido humano, es decir, en la materialidad de ese fenómeno físico-acústico se hace escuchar la excepcionalidad de una existencia vivida que se hunde en la noche de la identidad. La humanidad que viene con el sonido del habla es la expresión de una memoria cuya síntesis es absolutamente original e irrepetible. En el sonido del habla se hace sentir la finitud de la lengua, el arraigo de las significaciones en un mundo que ha devenido en el tiempo, desde sus comienzos hasta su crepúsculo. La voz humana, aunque mortal, es ella misma inenarrable”.

         La responsabilidad a la que se alude en el libro sería la de sostener el pensamiento ante o en el callejón sin salida, allí donde lo infinito engendra la más absoluta incertidumbre. Tal vez sea algo así como la pregunta ¿qué me quieres? sobre la que Lacan construyó su grafo del deseo. Nadie es la causa de nada y no hay otro del otro. ¿Estamos acaso frente a frente con la esfinge del pecado original ahora plenamente secularizado? Dicho de otra forma, en el momento en el que se consuma el mundo como punto de llegada del progreso, la conciencia de la materialidad limitada del planeta marca la fragilidad extrema de aquella construcción. De ahí que sea más fácil imaginar el fin del mundo, como en la película Melancolía (2011), de Lars von Trier, que el fin del capitalismo. 

Presentación del libro El asco y el grito en el Espacio Literario de Ñuñoa, realizada el 5 de octubre de 2023.

El tercer capítulo está dedicado a la crítica de la noción de infrapolítica ya anticipada a partir de las experiencias underground y la figura del grito. Me parece que acá es posible establecer un diálogo fluido con el psicoanálisis. Si lo infrapolítico supone tanto un estado de contención previa, como el resto que escapa a toda contención y que emerge como estallido sin por ello reducirse a aquel, entonces lo infrapolítico, en clave psicoanalítica, corresponde a aquello que escapa a la represión, a la desmentida o inclusive a la forclusión, haciendo síntoma, emergiendo como lo real del cuerpo en un estallido psicosomático o en pasos al acto, sin terminar de reducirse a estos, ya que también corresponde a la marca de un deseo eternamente metonímico, que no puede ser cooptado por el poder político. ¿Cómo hacer entonces una contrapolítica a partir de lo infrapolítico? ¿Cómo construir una política-otra de las sensibilidades que soporte alguna forma de trabajo colectivo? 

En el libro de diálogos En la frontera, sujeto y capitalismo (2014), el filósofo y psicoanalista Jorge Alemán afirma: “¿de qué modo se puede construir una voluntad colectiva o un deseo que se pueda insertar en la trama colectiva no quedando —de antemano— asfixiado por la masa identificada? En ese punto, dicha experiencia es equivalente a lo que con Lacan llamamos destitución subjetiva”. Dicha destitución es la subversión del discurso del amo y no se trata de una experiencia interior: “El inconsciente es transindividual y es el verdadero sostén del vínculo social”, escribe Alemán. Así, lo infrapolítico resuena en los intersticios de aquel gigantesco barco-factoría que es la academia, pero también en los intersticios de los dispositivos públicos de salud mental y en las escuelas, en donde, asfixiados por estrategias de rendimiento y control, profesoras y salubristas se las ingenian para respirar y construir, de manera colectiva, una suerte de mundo paralelo en el que se pueda efectivamente circular. Es lo que en el libro se denomina como los “afueras internos”. 

Una última figura de lo infrapolítico sería la escritura. En este punto, Rojas menciona y cita a Becket, pero su gran cantidad de referencias escriturales se expande a lo largo de las páginas: Donoso, Salazar, Castellanos Moya, Maximiliano Barrientos y Clarice Lispector son algunas de las más relevantes. Ellas cifran en su materialidad significante la violencia, el asco y el grito. Así, si hay una suerte de nervio ético que recorre el libro, sería algo así como la ética de la escritura, que aspira a una comunidad de escritores similar a la comunidad de pintores imaginada por Van Gogh en la campiña francesa de fines del siglo XIX y al real-viceralismo de Belano y Lima, los personajes de Los detectives salvajes (1998), de Roberto Bolaño. Dicha ética recoge también la tozudez que Beckett puso en la voz del El innombrable (1953): “¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, qué debo hacer, en la situación en la que me hallo, cómo procedo? Por pura aporía o bien por afirmaciones y negaciones invalidadas al propio tiempo, o antes o después. Esto de un modo general. Debe haber otros derroteros. Si no, sería para desesperar del todo”.

Pues bien, solo espero que no terminemos arrojándonos nuestras orejas.


Este texto fue leído en la presentación del libro El asco y el grito. La violencia más acá de la representación, realizada el 5 de octubre de 2023 en el Espacio Literario de Ñuñoa.