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Interdicciones II. Mutilaciones de una máquina de podar llamada Academia

No me interesa responder a los mandatos tiránicos de felicidad, ni de buena persona, ni de asertividad, ni de dulzura, ni de adecuación, menos de autoconocimiento desde una posición acrítica/neutra/aséptica/higiénica/sin mancha o como personal branding. Me interesa seguir rehaciendo la esfera (trans) formativa de la educación superior desde la docencia e investigación, sin sentirme amputada o mutilada.

Por Valentina Osses

La esperanza de octubre me movió el coraje para escribir la retrospectiva de este año dos mil veinte. En abril tuve que dejar de trabajar por un compromiso depresivo mayor. Hablaba casi todos los días con mi amiga Silvia. Le contaba que se me hacía cada vez más difícil levantarme y estar frente al computador para hacer mis clases, que los fines de semana no eran suficientes. Con una carga laboral habitual para mí, consistente en seis cursos en Ciencias Sociales y Humanidades, paralelos a una asesoría organizacional, a diferencia de otros años académicos, me estaba costando todo.

Terminé mi relación de cinco años con un bagaje terapéutico sin rito de pasaje, rauda planificando ya una siguiente. Recibí bullying por parte de estudiantes de psicología de pregrado por usar lenguaje inclusivo, y por otras diferencias asumidas desde un pool de impresionismos que habría que someter a cátedra.

Llamé a mi mejor amiga de la adolescencia. Me asistió con la redacción de las cartas de renuncia en su propia casa, mientras me alimentaba y me contenía. Mi capacidad cognitiva era bastante deficitaria al mismo tiempo. Recibí una respuesta tolerante de casi todos mis empleadores. Abrigaba una pesadumbre inanimada.

Escudriño siempre lo que escribo en correos y libretas, me doy cuenta que siempre dejo rastros: “No puedo con tantas crisis”, “la precariedad de les cabres en esta situación de Zoom, Meet, y otras plataformas me hace sentir tremendamente invasiva, no puedo pedirles nada”, y otorgaba espacio a que les estudiantes repasaran la pandemia, las brechas contenidas en ella y otras dimensiones políticas claves de su situación educativa superior. Me despedí de los grupos cercanos de estudiantes desde la hipersensibilidad que me caracteriza.

Valentina Osses, poeta y candidata a doctora en Sociología.

Pasé cinco meses al menos haciendo una rutina bastante triste: ducharme y vestirme. Encontraba algo de placer solamente en hacer la cama, mientras mi cabeza enunciaba un haiku. Mi departamento era un vaciado de mi ruina afectiva, y cuando miraba por la ventana, el centro de la ciudad parecía una escenografía desmontable.

Seguía con una terapia cognitivo conductual en alianza con mi psiquiatra con frecuencia de una vez a la semana, que me provocaba cortocircuitos. Alguien que cuando se refería a mi pareja, me decía: “deja a ese huevón”. Cuando CB me acompañaba a la consulta presencial, el terapeuta no tenía idea de quién era. Insistió en que nos separáramos y se fuera del departamento.

Las consultas terapéuticas se podían resumir en lo siguiente: “equis te invalidó”, “tal cual”, “yo te hubiese odiado si hubieses sido mi profesora, porque yo no leo”. Algo así como una grabadora anquilosada en una técnica conversacional de formato automático.   

Tiempo después, el terapeuta me pidió como tarea que le mostrara mi poesía, a lo que yo no accedí, estimé que estaba frente a hombre poco culto que lee desde la nemotecnia de lo anómalo. Sentía que estaba del mismo modo frente a un hombre que no sabía/podía trabajar emoción alguna. En realidad, a él le interesaba mi nivel de funcionalidad, que encontrara trabajo en cualquier parte del mundo de manera instantánea.

Cuando le exigí una vez más que me conceptualizara con sus palabras en qué consistía el enfoque de la terapia, él repetía. Me cuenta que están los grupos de terapia grupal. Me deriva a una psicóloga que me hace una entrevista para evaluar si puedo ser parte del grupo, le digo que: “honestamente, no quiero que me despojen de mi repertorio emocional”, y “que tengo suspicacias frente a la psicología positiva y al mindfulness” [y frente a cualquier exportación exprés del budismo saqueado de sentido, cultura, ancestralidad, y procesado por un discurso de marketing]. Ella me dice: “está operacionalizado”. Quedo aturdida como si esa “breve ilustración” fuese una garantía de algo. Me seleccionan.

Empiezo a averiguar con mis amigas/os académicas/os de psicología, otras/os psicólogas/os clínicas/os, sobre este enfoque. Me sumerjo. Mi amiga ancla me consigue el teléfono de mi terapeuta anterior, retomo terapia con ella. Mi médico psiquiatra de cabecera cuestiona –a través de su rostro- la corriente que me hace sentido: Psicoanálisis Lacaniano. Ella me da total confianza, cuando estuve emplazada por la desolación total, hablé con ella por video llamada.

No puedo confiar en un terapeuta cognitivo conductual que para hacer una definición de personalidad acude a Wikipedia durante una consulta. Horroroso, pero no. Mi médico me cuestiona por qué cambio de terapeuta. Para mí es de una obviedad tal que no requiere más aclaración. Y que quien haya leído hasta acá, comprenderá que mi titubeo tiene cimientos éticos primordiales.

Ahora, después de tantos años, hago el insight. Yo soy el problema. Si no se logra un vínculo [un espacio relacional], para este enfoque biomédico y cognitivo conductual siempre voy a ser el problema. Que haya estado trabajando siete años a honorarios como académica en una institución de derecha no es problema. Que para la revuelta social se nos haya mutilado de alguna forma la libertad de cátedra tampoco es el problema. Temer por la vida de mis estudiantes, menos. Soy un elemento desubjetivado para confirmar/corroborar un diagnóstico, existo como mera deducción verificatoria. Soy la ortopedia de un formulario, por lo tanto un objeto del positivismo contemporáneo de lo biopsicosocial.

Espero una ruptura epistemológica a la ontoepistemología de la distancia como objetividad, donde me ubican como un discurso clausurado, puesto que hay una teoría mayor que me encapsula persistentemente, y, desde luego, de manera unilateral. El conocimiento experto de la iteración. Si yo reproduzco una animosidad depresiva, nada tiene que ver el discurso del psiquiatra que me define así por una insuficiencia química para siempre. O del neurólogo que dice que mi enfermedad es compleja. ¿No debo salir mutilada de lenguaje de su consulta? Me señalan como consuelo que esto es igual a la diabetes. Las analogías son siempre desde las dolencias. Falso. Por lo demás, el estigma de la depresión es bastante alto.

¿No me queda más que identificarme de forma obligatoria con eso?  Su solución de la praxis basada en evidencias es aterrizar en un grupo humano “terapéutico” que tiene el mismo diagnóstico. Esta es su innovación: estacionarnos en una narrativa urbana-neoliberal similar a la de los signos astrológicos, y que nos sepamos modular en esa homogeneidad en la escena de un laboratorio social. Falta que aparezcamos al final de los diarios: amor, trabajo, salud para: depresivos, bipolares, esquizofrénicos, temperamentales, distímicos, paniqueados, adictos, angustiados, ansiosos, fóbicos, obsesivos compulsivos, de traumas complejos; o que tengamos nuestra propia app de citas.

En un operar cerrado de un clima social experimental con reglas de cuasi-instituciones totales para modificar nuestras conductas. ¿Y en el mundo que habitamos? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Desde dónde? ¿Por qué? ¿Con qué fin? Incontinencia del lenguaje sin símbolos; un elogio a la literalidad. Esa objetividad, que ha penetrado de manera tan naïf, señala que haremos el ejercicio de forma inmediata sin mediación alguna, huérfana de reciprocidad.

Este espacio terapéutico promueve una clausura para hacer inducción analítica, al menos una teoría sustantiva inter para elaborarnos, poco se puede significar desde la co-construcción introyectiva. Somos un correlato artificial que nos quita la capacidad de negociar y de performar. ¿Cuándo las recomendaciones vienen de cerca hay que sospechar? ¿La situacionalidad del conocimiento no le dice nada a un médico? ¿Roza siquiera esa jerarquía endiosada de su profesión? Justamente origina su propia ceguera de su parcialidad. No la reconoce.

Luego viene la pornografía del chisme de algunos cercanos: “¿Te echaron de la pega?”, “en las crisis viene la oportunidad” y todas esas frases hechas que, sinceramente, aborrezco. No faltó quien me sugirió la reinvención. ¿Hay que ser sujeta – empresa? ¿Adaptación desmembrada? No, gracias. No problematizar la academia privada local, dejar fuera la autorreflexividad de las capturas lingüísticas de la pandemia, y escuchar otros slogans penosamente distintivos: “hay que trabajar igual”.

Siete años de mutilación de mi self creativo [hay que separar las Ciencias Sociales de la Creación Artística], con cambios de gestión transcendentales en algunas escuelas que estaban censurando mi capacidad de nombrar: a mis ponys, ponys divergentes, nómadas y pichones, nombres que les daba a mis distintos grupos de estudiantes. Siete años de precarización intelectual para impedir la generación de memoria con la figura de la presencia, pero sí tapizar el espacio digital con el nombre/firma a través de las citaciones. Reconozco que el paper es un género que no me atrapa, no genera más que vínculos estratégicos.

Para mi ese éxito de la dialéctica en el enfoque cognitivo conductual es una apropiación bastante instrumental y apática -cómo no. La enfermedad tiene una dimensión política. Las omisiones y destematizaciones en las consultas médicas son también indolentes al abogar la neutralidad.  Siento urgente el conocimiento situado y la duda en los espacios tan seguros que comprometen esa supuesta evidencia tan firme. Hacer micropolítica en los espacios de relación. Me concentro en la ruta de la performatividad de tantos diagnósticos de enfermedades mentales, del ánimo y cuántas otras que lo fueron.

No soy la correspondencia de una esencia profesional-académica o de los trasvasijes estratégicos de un manual DSM, tampoco una lectura confirmatoria de un examen de sangre. No nos podemos elaborar desde el lenguaje multicorporal a causa de una reproducción de ciertos criterios prescriptivos en una psiquis de introyección del capitalismo farmacopornográfico (gracias por la libertad a Paul B. Preciado). En esas estructuras atemporales disciplinadas, me he sentado a escuchar, y si increpo apasionadamente, me leen en ese formato de patología de no difracción. Me interesa una reconstrucción de la posibilidad.

No me interesa responder a los mandatos tiránicos de felicidad, ni de buena persona, ni de asertividad, ni de dulzura, ni de adecuación, menos de autoconocimiento desde una posición acrítica/neutra/aséptica/higiénica/sin mancha o como personal branding. Me interesa seguir rehaciendo la esfera (trans) formativa de la educación superior desde la docencia e investigación, sin sentirme amputada o mutilada. Recuperando a mis afectos, amigues, colegas y ex-estudiantes que me sostuvieron y resisten conmigo día a día. Tengo un compromiso político y feminista claro. He reconquistado mi deseo desde esa relación, por lo que la esfera privada carece ya de mis esfuerzos y compenetración desde lejos. Por último, no quiero intervenir en la insuficiencia de la heterorreferencia de la ciencia desde una comunidad científica que abrevia enfáticamente los ejercicios posibles de su traducción. Tampoco aspiro a ser cómplice de asesinatos a estudiantes y/o jóvenes en ningún espacio público y menos académico.