El humor es una de las formas más agudas que tiene el ser humano para cuestionar el orden político y enfrentar la adversidad. Después del golpe, fue una herramienta para perder el miedo, como lo prueba el auge de la caricatura: sorteando la censura y la represión, los dibujantes se las ingeniaron para incomodar al poder.
Imagen: Caricaturas de la época. Créditos a Rufino, Guillo y Hervi. Gentileza: Jorge Montealegre
A pesar del golpe de Estado, el pueblo chileno mantuvo su característico sentido del humor. Especialmente un humor negro, autoirónico, que arranca sonrisas de las tragedias. En el mismo año 73, en los campos de prisioneros, entre otras manifestaciones humorísticas se hicieron caricaturas. En Isla Dawson, las dibujó Héctor Avilés; en Chacabuco, Tato Ayress; en Ritoque, Miguel Lawner. Y hay más.
En “libertad”, con censura y autocensura, en la prensa surgieron nuevos humoristas gráficos —entre los que se destacan Rufino (Alejandro Montenegro), Guillo (Guillermo Bastías), El Gato (Juan Carter) y Mico (Luis Henríquez)—, que se unieron a jóvenes veteranos como Hervi (Hernán Vidal), Eduardo de la Barra, José Gai y otros. Varios partieron al exilio, como José Palomo y Guillermo Tejeda, quienes colaboraron en Análisis y Apsi, respectivamente. Bajo dictadura, estuvo prohibido publicar libros y fundar revistas sin autorización, y las que fueron permitidas debieron someterse a la censura previa. Con dicho sistema, muchas historietas y chistes quedaron inéditos al ser rechazados o tuvieron que ser modificados. Un destino para ese dibujo algunas veces fue convertirse en un impreso clandestino, sin firma y con el estilo un poco cambiado por razones de seguridad.
¿Cómo representar la dictadura en el humor gráfico? La famosa fotografía de Pinochet desafiante, con lentes oscuros y brazos cruzados —tomada por el fotógrafo holandés Chas Gerretsen—, se convirtió en un ícono universal: el arquetipo del dictador sanguinario. La imagen dio pábulo para la construcción satírica. Se transfirió la figura del dictador de lentes oscuros a la de los agentes del Estado que lo representaban: los Civiles No Identificados (CNI) de la Central Nacional de Inteligencia (CNI), hombrecitos de negro que Rufino instaló como personajes en la revista Hoy y que prácticamente todos los dibujantes de oposición adoptaron. La dictadura tenía gafas negras. Fue un ingenioso recurso con el que los dibujantes aludieron y eludieron la censura. Una caricatura sin hacer caricatura. Evocaban a un Pinochet que, entonces, no se podía caricaturizar sin arriesgar el cierre de la publicación y la cárcel.
Una década después del golpe, se asomó el atrevimiento de hacer caricaturas de Pinochet y su esposa, con la irrupción de la revista Cauce y principalmente de sus dibujantes El Gato y Eduardo de la Barra. Aparecieron, también, las caricaturas condescendientes de los dibujantes partidarios del régimen. En su artículo “Chile: La caricatura (im)posible” (2021), Mara Burkart afirma que la caricatura política crítica “entró en la prensa formal y autorizada tardíamente, después de diez años de instaurado el régimen, y lo hizo súbitamente acompañando el creciente descontento social que se expresó en las calles con las sucesivas jornadas de protestas”.
No obstante, las revistas de oposición legales (hubo muchas publicaciones clandestinas y no autorizadas) debieron enfrentar en 1984 el histórico y absurdo Bando Nº19, en el que se prohibía la publicación de imágenes gráficas “de cualquier naturaleza”. Las fotografías testimoniales y las caricaturas que se mofaban de Pinochet llevaron al dictador a tomar esta decisión que rápidamente se le convirtió en un boomerang. La medida misma, por ridícula, pasó a ser objeto de chistes gráficos que el propio lector podía hacer jugando a los puntitos… es decir, simplemente uniendo con líneas los números dados por el dibujante, a la manera de un juego infantil. La complicidad con el lector era total y afectuosa. Burlescos, los historietistas publicaban los “globitos” de los diálogos sin los dibujos y los recuadros de las fotografías aparecían vacíos. Bajo ellos, podía leerse incluso el nombre de Pinochet: con ese sistema, el dictador se censuró a sí mismo, junto a los padres de la patria, la jerarquía de la Iglesia, etcétera. Mantener la prohibición era insostenible.
Además de la facha de Pinochet (no me refiero a su señora, sino a su aspecto exterior, con anteojos oscuros y capa), sus dichos también fueron inspiración para caricaturas. En una entrevista para L’Express, Pinochet confesó en 1986: “Mi personaje favorito es Luis XIV”. La caricatura verbal estaba en bandeja para que Guillo la dibujara para la portada de un número especial de la revista APSI, titulado “Las mil caras de Pinochet (mi diario secreto)”. En su interior no llevaba dibujos, sino fotomontajes cómicos que la revista publicaba habitualmente en la sección “Resumidero”. La dictadura —mediante la orden de un fiscal militar y la participación de unos 25 detectives— requisó desde la imprenta los 30 mil ejemplares publicados antes de que se distribuyeran a los quioscos. Se consideró injuriosa, ya que los chistes ofendían al jefe de Estado. Esto sucedió en agosto de 1987. Los directivos de la revista fueron detenidos (Marcelo Contreras y Sergio Marras) y el caso llegó hasta la Corte Marcial. Para el proceso, la Central Nacional de Inteligencia elaboró un curioso “informe sico-político”, en el cual se racionalizaron los chistes para concluir acusando a los humoristas de intentar cometer un “asesinato de imagen”. Todo este informe, de pretensiones científicas, nuevamente resultó casi más cómico que los chistes censurados y, al final, no lo incluyeron en el expediente.
No obstante, la revista siguió y el caso sugirió nuevos chistes. Para sortear y reírse de la censura, la revista publicó la misma caricatura censurada en un número siguiente, pero sin que se viera el rostro del rey. Guillo le agregó un antifaz como para un baile de máscaras y al rey se le asignó una queja: “Lo que no me gusta de todo este cuento es que me han obligado a salir en portada enmascarado, contrariando mi voluntad histórica de dar siempre la cara”. Más adelante se usó otra vez en portada la misma caricatura, pero con la cara del candidato pinochetista que perdió con Aylwin. Luego, Guillo convirtió a Pinochet en un reyezuelo, en una síntesis paródica del personaje de Otto Soglow y el Pinochet de capa y anteojos negros.
Mientras tengamos la capacidad de reírnos de la propia desgracia, y mientras exista la mirada oscura del poder autoritario y la tontería, la sátira seguirá latiendo con espíritu crítico y encontrará la forma de reírse de quienes intenten censurarla.