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Un vampiro extraterrestre recorre Santiago

Nosferatu, una escenita criolla, del poeta e ilustrador Hernán Castellano Girón, fue enterrada en un patio en 1973 y exhumada en 1990. Esta rareza absoluta dentro del cine chileno no solo es parte de la excéntrica obra de un aspirante a cineasta que fue bautizado por Allen Ginsberg como “el beatnik chileno”. También es una de las obras cinematográficas más premonitorias del golpe. 

Mientras el cine de la UP abrazaba la revolución como pauta indeleble y el registro fiel de la realidad se presentaba como un asunto ético y estético, Hernán Castellano Girón (Coquimbo, 1937) filmaba —al alero de la Escuela de Cine de la Universidad Técnica del Estado— una película que comienza con un vampiro que recorre la galaxia en un ataúd. A pesar de que mencionaría a Ingmar Bergman y Luis Buñuel como influencias, Nosferatu, una escenita criolla está más cerca de Roger Corman y Ed Wood —dos celebridades del cine de bajo presupuesto—, aunque contiene un espíritu posmoderno que juega con F.W. Murnau, Jean-Luc Godard, la ciencia ficción y la comedia slapstick, entre otros intertextos. 

El novel director, un químico farmacéutico que era también conocido como escritor, confesaría años después que “había ciertos grupos que se oponían porque sentían que las películas debían ser solo con puño en alto”. A pesar de eso, cuando el golpe se impuso con toda violencia, el equipo decidió enterrar la cinta en el patio de la casa del actor principal, Mauricio Saavedra. Después de todo, para Castellano Girón el género era solo un vehículo lúdico para mofarse de la Iglesia, la burguesía y la coyuntura política. Como el mismo autor destacaría más tarde, “la película tenía alusiones a Patria y Libertad al mostrar unas arañas con las formas del símbolo del grupo armado de derecha, arañas que infectaban al pobre vampiro”. 

Tras el fatídico 11 de septiembre de 1973, Hernán Castellano Girón se exilió en Italia y luego en Estados Unidos, donde trabajó como profesor en la Universidad Estatal Politécnica de California. Se dedicó a escribir y a ilustrar obras de Pablo Neruda, César Vallejo, Rosamel del Valle (sobre quien hizo su tesis para una maestría de literatura latinoamericana en La Sapienza de Roma), Vicente Huidobro y Federico García Lorca. También llegó a compartir escenarios de poesía con Allen Ginsberg y William Burroughs —quienes, se dice, lo apodaron “el beatnik chileno”— y expuso sus obras en Roma, Detroit, Santa Bárbara y San Luis Obispo. Con espíritu renacentista, el autor exploró su singular imaginario siguiendo una inquietud incansable. La única copia de Nosferatu, una escenita criolla permaneció aquí en Chile, bajo tierra, como un cadáver. Se convirtió en una obra muerta que tendría que esperar algunos años para renacer como el gran filme-zombi del cine nacional. 

La resurrección ocurrió en 1990. No se conocen muchos detalles: la lata fue desenterrada del patio de Saavedra y transportada a California por un ciudadano hondureño. Hernán Castellano se reencontró así con su obra y, gracias a la ayuda de la Universidad Estatal Politécnica de California, pudo reconstruir el sonido perdido. Un grupo de latinos doblaron las voces.  

“Se escuchan acentos puertorriqueños y panameños”, observa Diego Olivares, a quien Castellano le confió el copión de 16mm antes de morir en 2016. Él es su albacea y gran difusor, el protector de una rara avis dentro del cine chileno que, al igual que otros proyectos cinematográficos, se vio truncado por la destrucción irreparable del golpe. 

“A Hernán lo conocí en 2006. Me tocó registrar audiovisualmente el Primer Congreso de Poesía Chilena del Siglo XX, en la Universidad de Chile. Él viajó de California. Me presenté, le dije que me gustaba su libro Calducho o las serpientes de calle Ahumada y que quería hacer un documental sobre él. Ahí me contó que había hecho una película de vampiros”, cuenta Olivares, rememorando ese primer encuentro, en el que participó Nicanor Parra y Raúl Zurita. 

El gran estreno del filme fue en el Festival de Cine Recobrado de Valparaíso, en octubre de 2019. La proyección coincidió con el estallido social. Afuera del Instituto Norteamericano, donde se proyectó, se desató un enfrentamiento callejero. La función se vio tensionada por la situación sociopolítica. Es curioso: Nosferatu, una escenita criolla parece inseparable de las convulsiones del país.  

La abyecta miseria humana 

Imágenes nebulosas del cosmos. Música de sintetizadores. Estaríamos frente a una pieza perdida del cine experimental si no fuera porque de pronto, inesperadamente, un ataúd volador atraviesa las imágenes con excentricidad y amateurismo. Lo fantástico se cruza con la abstracción. Se escucha una voz en off. 

“La galaxia, una de ellas entre cien mil millones de galaxias que pueblan el universo. Yo viajo hacia ella, ¿o ella viaja hacia mí? Cada galaxia tiene mil millones de sistemas solares y cada sistema solar tiene diez planetas como promedio, por lo tanto, yo tengo diez trillones de posibilidades de encontrar un alojamiento adecuado. Pero, reflexionemos. ¿En cuántos de ellos la materia va a sufrir de ese estremecimiento sensual que la llevó desde el átomo inerte, frío, asexuado hasta ese colmo de todos los colmos que algunos llaman la abyecta miseria humana?”.  

El chiste se cierra. El vampiro extraterrestre termina escogiendo un lugar que el guion define como “un pobre planeta de un pobre sistema solar de quinto orden”. Dentro de él, opta por Chile. 

Luego de la premisa viene una escena extraña. Un cura —interpretado con exageración por el mismo Castellano Girón— hace señas afuera de una iglesia rural para que entren los feligreses. Hasta que vislumbra el ataúd que acaba de aterrizar. De él emerge la misma mano del Conde Orlok que Murnau diseñó para Nosferatu (1922). El cajón se abre. Cuando esperamos encontrar a una criatura pálida y tenebrosa, el director nos enfrenta a otro giro: el visitante es un tipo común y corriente, vestido a la usanza de la juventud de la UP. El verdadero monstruo pareciera ser el cura, quien más tarde le robará la limosna a un ciego y pedirá un pato vivo para almorzar en un restorán. Ahora, sin filtro ni contención, perseguirá al vampiro a través del campo. Lo atacará con pasos de karateka sin sospechar que el extraño tiene la capacidad de desaparecer y transportarse hacia las calles de Santiago. En un estilo cuasi documental, las recorrerá para conocer otras miserias terrenales como si fuese un Cristo vampírico en medio de un viacrucis por Chile. 

No es casual que Jesús aparezca —junto a Hitler y Freud, entre otros— como disparos de imágenes entre las escenas en un estilo aleatorio que recuerda a los ejercicios de cut-up de William Burroughs. Es parte de una experimentación formal puesta al servicio de una película delirante que incluye animales parlantes, chistes escatológicos, canciones pop, iconografía chilena como el logo de Colo-Colo, un registro del orfeón de Carabineros, voyerismo, un ataúd lleno de ratas, dosis de gore casero y carteles disruptivos con frases como “El conejo es un símbolo fálico” o “Solo hay una mujer y un hombre y un océano de sangre derramada”, robada a Godard. 

“Castellano, con la cultura que tenía, probablemente intentó hacer un pequeño homenaje a Ballet mecánico (1924), de Fernand Léger”, analiza Jaime Córdova, investigador y director del Festival de Cine Recobrado. “Los carteles que coloca interrumpen la acción y cambian la gramática. Eso es propio del cine vanguardista de los años 20”. 

¿Quién más estaba haciendo algo así en el Chile de la UP? Al parecer, nadie. Nosferatu, una escenita criolla es el resultado de la fascinación de su autor por la cultura pop, pero en contra de las críticas que recibió, no se desvincula nunca de la realidad. Por el contrario. Es un testimonio surrealista de la sociedad chilena de comienzo de los 70. Pareciera apuntar sus dardos hacia las fuerzas que amenazaban el país en esos años de ilusión utópica.  

“Hernán fue simpatizante del MIR, participó en política activamente, sentía que eran injustas las críticas que recibía desde la militancia”, opina Olivares, quien realizó un cortometraje para el sitio Filmoteca.cl que da cuenta del proceso de rescate de la obra. El pequeño filme incluye el registro de una presentación íntima de la película, en la que el escritor Leonardo Sanhueza resalta la identidad nacional que esconde la cinta de horror más rara de la historia. 

“¿Cómo puede ser ‘una escenita criolla’, me pregunto, un filme que comienza con un ataúd a chorro que viaja por el espacio intergaláctico llevando en su interior a un vampiro tímido que, a leguas estelares del Nosferatu de Murnau o el de Herzog, más parece un suplementero o un hincha anónimo de Ferrobádminton o Santiago Morning? Tengo la impresión de que esa es una de las claves para sumergirse en el basto y abigarrado mundo de Hernán Castellano, cuyos lindes más remotos parecen rozar la escritura automática sin que su centro deje de estar en ese criollismo sui generis, esa transfiguración de la realidad inmediata del país, de su historia, de sus costumbres, de su lenguaje a través del delirio y la alucinación”, destaca Sanhueza. 

Eso es. Nosferatu, una escenita criolla transfigura la realidad inmediata bajo el prisma de la fantasía. Es Chile llevado al esperpento. La cotidianeidad con un filtro vampírico. 

“Es una película valiente, novedosa, que no se terminó nunca. Quedó como un paréntesis extrañísimo en la cinematografía de la UP. Es un registro de época también. Vale la pena mirar las calles, el entorno, las murallas, las micros”, destaca Olivares. 

Córdova va más lejos.  “Cuando vi al cura karateka me acordé de Braindead, de Peter Jackson. Me sorprendió descubrir que ya existía esa asociación en 1973. Un año después, la Hammer (productora inglesa célebre por una serie de películas de terror gótico) produjo Drácula y los siete vampiros de oro, en la que karatekas secuestran a los vampiros.  Sin proponérselo, Castellano Girón se adelantó a dos iconos del cine de terror”. 

Una larga pesadilla 

Hernán Castellano Girón solía contar que en 1959 Allen Ginsberg entró a la Facultad de Química y Farmacia de la Universidad de Chile, donde estudiaba, en busca de sicotrópicos. Caminaron por la Alameda y cruzaron algunas palabras. Se reencontraron más tarde, en 1979, en el Primer Festival Internacional de Poesía en el Lido de Ostia, en Italia, y un año después en Detroit, en la casa del célebre poeta y activista John Sinclair.   

“Estuvo con personajes gloriosos en Estados Unidos y Europa”, remarca Olivares, para quien Nosferatu, una escenita criolla es solo el apéndice de un corpus literario que incluye más de una docena de obras, desde el libro de cuentos Kraal (1965), pasando por la novela autobiográfica Calducho o las serpientes de calle Ahumada (1998) hasta Llamarada de nafta (2012) y El invernadero (2013), publicados por Editorial Cuneta. 

Hernán Castellano Girón regresó a Chile en el año 2008. Se instaló en Isla Negra, cerca de la casa de Neruda. 

“Él se asumía como un marginado”, cuenta Olivares. “Siempre se sintió como alguien que no encajaba porque no estaba dentro de los cánones. Tenía una sensibilidad poco frecuente para una época y para el cine. Ese fue su gran sueño y su frustración. Quedó con muchos guiones escritos. Calducho…, que es una gran novela, terminó en cajas de saldo. Él sentía que ese libro merecía mucho más, que debió haber tenido más repercusión, pero no la tuvo”. 

“Por desgracia fue la única película que hizo”, se lamenta por su parte Jaime Córdova, declarado admirador de un filme que no es fácil ubicar en la historia del cine chileno, más allá de la trayectoria que comparte con otras obras cinematográficas mutiladas por el golpe. De todas, Nosferatu, una escenita criolla es probablemente la más premonitoria. Acoge la sátira y el miedo como adelanto de la noche siniestra de 17 años que vendría. Una larga y macabra pesadilla que jamás dejará de horrorizar.