¿Cuándo el lenguaje (del poema) vale la pena?, es la pregunta que el lingüista, profesor y poeta peruano, autor de una de las obras más originales escritas hoy en lengua española, busca responder en una serie de libros que transgreden los límites de los géneros literarios. Hace unos días, participó en el Festival Puerto de Ideas, donde expuso sobre sus investigaciones en torno al lenguaje. “Un poema es una crítica, un pensamiento, una evaluación de la lengua en la que fue escrito”, dice en esta entrevista, en la que habla sobre su obra y su propuesta teórica.
Por José Núñez | Foto principal: Gentileza Festival Puerto de Ideas
Se define como un lingüista que escribe poemas, y los poemas que Mario Montalbetti (Callao, 1953) escribe son artefactos híbridos, de difícil clasificación. Algunos adoptan la forma de una lección pedagógica, de un relato episódico o de una declaración amorosa; otros están a medio camino entre la poesía y el ensayo, entre el libro y el objeto, y se valen del humor o la especulación filosófica para preguntarse cosas como “¿Por qué hay peruanos en lugar de no haber peruanos?”. Algunos recurren a figuras de la mística cristiana como el desierto; otros desmontan el acto de tomar un espresso en la barra de un café. Una cosa es, sin embargo, constante: sus inquietudes derivan en propuestas formales que cuestionan la noción de género literario.
Un buen ejemplo de lo anterior es su último libro de poesía, Cabe la forma (2021), publicado por la editorial española Pre-Textos. En él hay poemas que son versiones de otros poemas (de John Berryman, de Adam Zagajewski), poemas que son comentarios a otros poemas (de César Vallejo, de Safo), teorías del poema según Anne Carson, Juan Román Riquelme o San Pablo; un diálogo platónico entre Gorgias, el filósofo sofista, y Kaso, maestro del monje zen y poeta japonés Ikkyu, sobre un haiku de este último; poemas que nacen a partir de cartas, libros, conferencias. La poesía de Mario Montalbetti —reunida en Lejos de mí decirles, volumen que abarca 40 años de escritura, y que cuenta con ediciones en México, España, Argentina y Perú— es tal vez una de las más originales y deslumbrantes escritas hoy en lengua española; poesía que, además, gira en torno a una pregunta. La pregunta por el lenguaje.
En ese sentido, es un lingüista antes que un poeta, como él dice.
En 1970 comenzó a estudiar Letras en la Pontificia Universidad Católica del Perú —institución en la que trabaja como docente—, donde tuvo la suerte de asistir a las clases del lingüista peruano Luis Jaime Cisneros, quien lo llevó a interesarse por la disciplina. Luego viajó a Estados Unidos a cursar un doctorado en Lingüística en el prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT), con una tesis dirigida por Noam Chomsky. Sus escritos literarios expanden, complementan y reelaboran sus investigaciones académicas en torno al lenguaje, su principal objeto de estudio.
—Uno hace cosas, investiga, presionado por fuerzas externas (la universidad, conseguir trabajo, la sociedad…) y por fuerzas internas (los intereses personales). Eso divide bastante bien mis escritos académicos y mis poemas. Pero, al mismo tiempo, creo que hay algo muy valioso que surge de la tensión entre ambas fuerzas, y esa es la línea de trabajo que sigo en los últimos años. Una especie de solución dialéctica (o tal vez, duoléctica) entre ambas aproximaciones —explica Mario Montalbetti, quien hace unos días estuvo en Chile como invitado al Festival Puerto de Ideas 2024, evento cultural realizado en Valparaíso entre el 8 y 10 de noviembre y que reunió a intelectuales y escritores como Renata Salecl, Leila Guerriero y Elizabeth Horan.
Allí dio las conferencias “¿Por qué es tan difícil leer (un poema)?” —donde habló, entre otras cosas, de lo radicales que pretendemos ser al escribir pero lo conservadores que somos al leer, algo que se refleja en la abundancia de talleres de escritura creativa, mientras los de lectura creativa son casi inexistentes— y “El colapso del lenguaje” —donde explicó las teorías saussureanas en torno al signo, esa unión entre significante (imagen acústica) y significado (concepto), e intentó demostrar lo poco o nada que sabemos de este último, por muchos diccionarios que ocupemos—, además de la entrevista y lectura poética “Nadie dice todo. Nadie dice nada”, junto al editor y ensayista Vicente Undurraga.
Sus visitas a Chile son, en los últimos años, mucho más frecuentes, como lo son también las ediciones de sus libros, que han aparecido regularmente por sellos independientes: Simio meditando (ante una lata oxidada de aceite de oliva) (Cástor y Pólux, 2016), Cinco segundos de horizonte (Jámpster, 2018), Fin desierto y otros poemas (Komorebi, 2018), Sentido y ceguera del poema (Bisturí 10, 2018) y El pensamiento del poema (Marginalia, 2019; Pólvora y Marginalia, 2024). Con el país, además, dice tener un vínculo literario:
—Tengo un gran aprecio por una generación de poetas que nace a finales de los años 40 y comienzos de los 50, probablemente porque están más cercanos a mi propia edad y a mi generación: Juan Luis Martínez, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Carlos Cociña, Elvira Hernández. Me interesa mucho lo que hacen. He leído y estudiado su poesía y le tengo una gran deuda. No sé si salen en mis poemas, pero sí han sido lecturas importantísimas para mí.
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¿Cuándo el lenguaje (del poema) vale la pena? Es la pregunta que Mario Montalbetti busca responder en Sentido y ceguera del poema, un ensayo escrito en verso que utiliza la figura de un submarino para plantear una tesis radical: que en el lenguaje no hay relación directa entre decir y ver, y que el poema asume como ningún otro género literario esta ceguera.
Pero antes, detalla los usos que hacemos del lenguaje: principalmente, comunicar, hablar sobre las cosas del mundo (un río, una nube), aunque esas cosas sean indiferentes a las expresiones que utilicemos, algo que Montalbetti explica a través de un verso de poeta español Aníbal Núñez: “para ser río al río le sobra el nombre”. En ese desfase entre las cosas y el lenguaje se descubren figuras (el símil, la metáfora, la alegoría) para convertir las cosas en otras (“No decimos la nube es blanca sino la nube es ominosa”, señala en el libro). Pero el constante traslado, la infinita serie de metáforas, es el aspecto que a Montalbetti menos le interesa del lenguaje y de la poesía.
“En el poema, el poeta no hace uso de la lengua para poder expresar algo, ni para poder nombrar o referir o contar una historia o ironizar”, escribe en El más crudo invierno (2016), un análisis meticuloso de un poema de Blanca Varela de apenas 13 versos, que evita la interpretación usual, es decir, la búsqueda significados ocultos, como si el poema dijera una cosa cuando quiere expresar otra. La lectura que hace es, si se quiere, inmanente; una indagación del sentido —del tránsito o dirección— del poema, del movimiento que abre a través de sus mecanismos de literalidad.
Lo que a Montalbetti le interesa, entonces, es el poema que suspende la función referencial del lenguaje; el que es solo un decir, no un decir sobre algo; aquel que privilegia otros mecanismos en vez de la metáfora (como el ritmo, la línea prosódica); aquel que opera sobre el lenguaje y no lo utiliza como un medio para alcanzar otra cosa. Estas ideas han sido ampliamente desarrolladas en ensayos de carácter más filosófico, como Cajas (2012), Cualquier hombre es una isla(2014) y El pensamiento del poema. Variaciones sobre un tema de Badiou (2019), pero también en libros de poemas como Notas para un seminario sobre Foucault (2021) y el ya mencionado Cabe la forma.
La poesía tiene ciertas características reconocibles, como el metro, el ritmo, el verso, los tropos, pero no todas son consustanciales a ella. ¿Qué hace que un poema sea un poema? ¿En qué consiste lo poético de un poema?
—Creo que nadie lo sabe, y yo ciertamente no lo sé. Hay ciertas pistas, tú has mencionado algunas. Existe la pista de Giorgio Agamben, que dice que es el corte lo que hace al poema. La idea de que un verso termina, continúa y cae en el siguiente. Entonces, si asumimos que las relaciones que hay entre las palabras dentro de un verso son distintas a las relaciones que existen entre un verso y otro, tal vez tenemos un criterio para definir de alguna manera algo que pueda ser llamado lenguaje poético o lo poético.
Hay cosas que no existen en el mundo, sino que solo ocurren en el lenguaje.
—Es algo más o menos trivial. En el mundo no hay mentiras hasta que el lenguaje no diga que hay mentiras. Si haces una descripción de lo que hay en el mundo podrías decir que hay montañas, nubes, ríos (aún ahí hay un problema, porque esa relación es, como dijo Nietzsche, metonímica). Pero cuando vamos a otras cosas del tipo mentira, gloria, verdad, por ejemplo, no son cosas que hay en el mundo, sino en la relación entre el mundo y nuestro lenguaje.
¿Y eso cómo se relaciona con la ceguera del poema?
—La ceguera era más bien una figura para oponerla a la visualidad de la prosa, y para tratar de separar y distinguir entre el poema y la novela.
¿Pero no tiene que ver con esta idea del límite de lo decible?
—Tiene que ver, en el sentido de que el poeta trata de decir aquello que solamente se puede decir, que no se puede ver, que no se puede tocar, que no tiene otro conducto sensorial. La relación con lo que se puede llamar el mundo de afuera es indirecta, es a través de los mecanismos del poema mismo.
Quisiera retomar las preguntas que planteas en El pensamiento del poema: ¿qué piensa el poema y cómo lo hace? ¿Qué operaciones realiza sobre el lenguaje?
—Lo segundo es más fácil. Las operaciones son las que todos conocemos: litotes, metonimia, metáforas, los tropos que quieras; el corte, la cesura, todo ese instrumental técnico que tiene el poema es aquello con lo que piensa. ¿Qué es lo que piensa el poema? Creo que ahora tengo una idea más clara. Lo que el poema piensa es la lengua en la que está escrito. No piensa el mundo que hay afuera, sino la lengua en la que hablamos de cosas que hay afuera. Un poema es una crítica, un pensamiento, una evaluación de la lengua en la que fue escrito.
Hablas también en el libro de nominación…
—La nominación, el hecho de que le puedes poner nombres a las cosas, o que le puedes poner otros nombres a las cosas, o que les puedes poner nombres a los nombres de las cosas, es uno de los materiales del instrumental que tiene el poema. No es el único. Tal vez ni siquiera sea el más importante. La nominación es simplemente una cuestión de léxico, es decir, una cuestión de palabras. Las palabras son objetos más bien rudimentarios y primitivos, y creo que hay cosas más interesantes que ellas. ¿Qué cosas? Por ejemplo, la articulación de una palabra con otra, que es lo que se llama sintaxis.
En Cabe la forma, hay una cita de Herta Müller que dice: “es sólo en Occidente que no podemos soportar lo que carece de significado”. ¿Por qué crees que somos incapaces de tolerar esta falta de significado, probablemente inherente a las cosas?
—Hay una cierta conveniencia, ¿no? Nos gusta creer que nuestras palabras son asociaciones fijas de sonido y significado. Eso no es así. Existen tales asociaciones, que no son fijas, sino mucho más libres de lo que pensamos. Por otro lado, no sabemos qué es el significado, pero creemos que hay algo que se llama significado, y que le da eso mismo a nuestras vidas, a nuestro trabajo, etcétera. A veces lo llamamos sentido. Ciertamente, podemos convenir en que el mundo como tal no tiene sentido, y que lo hace el ser humano es dárselo. Una de las formas de dárselo, me imagino, es creer en la conveniencia de que las palabras designan cosas y que los sonidos están atados a significados fijos, y que, por lo tanto, nos entendemos, nos comunicamos o algo por el estilo. Pero hay que entender que eso es como una red de seguridad que cada uno se pone para poder seguir con su trabajo. No es necesariamente así.
En El más crudo invierno analizas un poema de Blanca Varela, que estaría apegado a la letra, no a la imagen. ¿Por qué opones lengua (o letra) a imagen? Es algo contra la idea del lenguaje como representación y no contra la imagen poética como recurso, ¿no?
—Sí, siempre. Es casi imposible, es muy difícil y para qué hacerlo, un poema sin imágenes ni metáforas. El punto de Blanca Varela cuando dice “me harta la poesía” o cuando dice “estoy harta de hacer metáforas” es que la gente lee el poema como si fuera una especie de caza de metáforas, como si se tratara de buscar metáforas y ver cómo descifrarlas. Creo que eso es un error, y hay poemas de los últimos dos libros de Varela, en que, claro que tiene imágenes y metáforas, pero hay un trabajo para que la literalidad de lo que dice se imponga un poco sobre la tarea de buscar y descifrar metáforas.
Un tema central en ese libro es la idea de salvar el poema. ¿Por qué el poeta debe responsabilizarse por la salvación del poema y no solamente por su creación?
—Porque si no seríamos unos irresponsables. Es como decir: “Soy tan bueno, tan egoísta, tan pretencioso que solamente creo cosas y las suelto por ahí, y ya que cada uno se encargue”. Si uno quiere hacerlo de esa manera, fantástico. Hay miles de ejemplos en el arte en general. Los poemas se salvan leyéndolos de determinada manera. El poeta es el primer lector de su poema, en el fondo no sabe lo que dice su poema. Tiene que leerlo para poder averiguar algo.
¿Y cómo se salva el poema?
—Ahora lo veo más claro que cuando lo sugerí por primera vez. Creo que el poeta salva su poema si difiere el colapso inevitable de lo que escribe (de su poema). ¿Por qué? Porque ese diferimiento reafirma la contingencia esencial de nuestros versos. Nuestros poemas siempre pueden ser de otra manera (o no ser). Escribir/leer de tal forma que se reafirma esa contingencia es la manera de salvar al poema. ¿Salvarlo de qué? De su pretenciosa necesidad, de creer que hemos fijado algo cuando lo escribimos o cuando lo leemos.
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Ars Poetica
Mario Montalbetti irrumpió en la escena literaria en 1978 con Perro negro, 31 poemas, un libro que, según el poeta peruano Roger Santiváñez, supuso una renovación en la poesía que se estaba escribiendo en ese momento en Latinoamérica. Cuando publica ese título (acompañado un año después por “Quasar / El misterio del sueño concavo”, poema que aparece en la entonces recién fundada Hueso Húmero, revista literaria que actualmente codirige), el tono coloquial o conversacional predominaba, de la mano de poetas como Nicanor Parra, Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Antonio Cisneros, Roque Dalton y José Emilio Pacheco. Pero entonces Montalbetti inaugura una “meta-poética, poesía sobre la poesía, lenguaje sobre el lenguaje”, como la llama Santiváñez, con esos textos que además tienen los elementos básicos de la mejor poesía: belleza verbal, asociaciones súbitas, cambios de lógica y, sobre todo, un uso de la lengua tan original como creativo. Les seguirían libros como Llantos elíseos (2002), El lenguaje es un revólver para dos (2008), 8 cuartetas contra el caballo de paso peruano (2008) y Apolo cupisnique (2012), con los que ha ido construyendo una de las obras más sólidas de la poesía hispanoamericana.
En un ensayo incluido en Cualquier hombre es una isla dices que, dentro del orden de los discursos (políticos, periodísticos, novelísticos, etc.), la poesía sería el más marginal. Esto hace que sean “novelistas los convocados a opinar sobre los sucesos importantes de la nación” o quienes “tienen columnas regulares en los diarios”. ¿Por qué crees que se produce esto?
—La novela es más entendible al poder. Los gobernantes más o menos entienden la prosa. Les gusta o no les gusta, la leen o no la leen, en fin. Mientras que la figura del poeta como el loquito sigue entre nosotros, ya sea porque está comunicado con los dioses, le cae un rayo, la inspiración, etcétera. Hay algo sobrenatural, extraño en el poeta, y eso al poder no le gusta ni lo tolera con gracia. Entonces le es mucho más fácil a la autoridad ponerse en el lado de la novela.
En ese libro, además, dices que hay un resto indomesticado en el poema, que los mejores versos son aquellos que no entendemos del todo y que ninguna lectura puede resolver. ¿Tienes eso en mente al momento de escribir?
—No, porque sé que va a salir solo, entonces no necesito preocuparme de buscar el resto. Porque si lo busco, va a haber otro resto que sale sin querer. Para mí no es una preocupación, es un dato que de todas maneras ocurre.
“La emoción es el organizador de la forma. / Solo la emoción dura”, escribió Ezra Pound. ¿Consideras que la emoción puede ser un principio constructivo en el poema? ¿Qué lugar le das en tu obra?
—En mi caso a veces sí y a veces no. A veces siento una cierta emoción, frustración, molestia, desencanto, decepción y lo uso. Pero en general, no es la emoción lo que me lleva a escribir un poema, sino cierta forma, ciertas frases que escucho en la calle, ciertas ideas que me vienen. De todas formas, no hay una receta.
En tu poesía, una forma recurrente es la serie. Está presente en los “Poemas romanos” de Perro negro, en la primera parte de Simio meditando… y en las “Teorías del poema” de Cabe la forma. ¿Cómo piensas los formatos a la hora de componer un libro?
—Lo dicta el propio poema. El poema genera su propia forma. Si el poema es largo, hay otras consideraciones que tienes que tener. La estructura de un poema largo es distinta. Tienes que preocuparte de otras cosas para sostenerlo, cambiar el ritmo, en fin… Una forma de hacerlo es dividirlo en secciones, y eso parece una serie dentro del poema. Pero se extrapola también al caso de un libro. Hay secciones en los libros que podrían haber sido un solo poema en secciones o no. Todo tiene que ver con algo que el propio poema que estás haciendo exige. A veces exige más oxígeno, explayarse más, abrirse más, entonces tienes que darle campo al poema. Pero a veces el poema es casi una sola observación muy puntual. Entonces es mejor no tocarlo, y dejarlo ahí en su momento. Mi respuesta general sería: depende de cada poema, realmente.