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Migrantes más que humanos

El cambio climático no solo desplaza personas: también obliga a miles de especies a moverse ante la transformación de los ecosistemas, redefine territorios y nos confronta con la pregunta de qué vidas consideramos dignas de ser protegidas. ¿Es ético perpetuar un orden económico que normaliza el desarraigo y destruye hábitats para el privilegio de unos pocos? 

Por Nélida Pohl | Foto: Muhammad Amdad Hossain / NurPhoto vía AFP

Es innegable que vivimos un período de cambios acelerados y globales. Las aristas contemporáneas del fenómeno migratorio no se limitan solo a los seres humanos: no somos las y los únicos cuyo movimiento se ve afectado por las crisis climática y de biodiversidad. Los desplazamientos forzados afectan cada vez más a otras especies, cuyos patrones de distribución, reproducción y supervivencia se ven alterados por un clima que se transforma a una velocidad sin precedentes. En Chile, país que condensa en su geografía una diversidad biológica, cultural y climática extraordinaria, las señales de estas migraciones ecológicas ya son visibles. Desde los peces que abandonan aguas cada vez más cálidas, hasta las plantas y animales que ascienden en la cordillera, en una huida vertical con un límite evidente, la vida entera está en movimiento. Pero a diferencia de los humanos, quienes, se supone, poseemos derechos que nos permiten cruzar fronteras, otras formas de vida no tienen a dónde ir ni nadie que les garantice el derecho a migrar.

El cambio climático, parte del cambio global —de mucho mayor envergadura— ha puesto en marcha una redistribución planetaria de seres vivos. Las especies se ven forzadas a modificar sus distribuciones en busca de nichos ecológicos donde puedan vivir. Estas migraciones son parte de la lucha cada vez más desesperada por persistir en un mundo marcado por la expansión de zonas áridas, la alteración de regímenes hídricos, desplazamiento de estaciones y eventos climáticos extremos. Y, por supuesto, se afectan también los patrones de movimiento, la sincronía entre especies que se necesitan mutuamente y la salud y bienestar de especies, humanas y más que humanas. 

En Chile, encontramos un ejemplo en los ecosistemas andinos. Varias especies adaptadas a las condiciones frías de las cumbres están siendo arrinconadas por el alza de la temperatura. ¿Pero qué ocurre cuando ya han alcanzado la cima? Simplemente no hay más espacio donde refugiarse. Lo que sigue es la extinción local, un silencioso colapso de biodiversidad que rara vez ocupa titulares. Por otro lado, los cinco factores del cambio global causado por la especie humana —contaminación, invasiones biológicas, cambio climático, sobreexplotación y cambio de uso de suelo y mar— generan efectos que se entrelazan y afectan mutuamente, dificultando la predicción y la toma de decisiones. Hoy, en 2025, no existe una lucha que no sea ambiental o por la supervivencia de la vida. Interseccionalidad en lo más profundo de nuestras biologías.  

Mientras tanto, algunos observan con optimismo económico las oportunidades que esta crisis parece abrir. Parte de la industria agrícola ha comenzado a expandirse hacia el sur, convencida de que el calentamiento permitirá cultivar donde antes no era posible. Intereses forestales ven con buenos ojos la posibilidad de introducir plantaciones de pinos exóticos (¡e invasores!) en la estepa patagónica, bajo el argumento de que se necesita reforestar y capturar carbono. Este tipo de visión promueve una falsa solución al problema del cambio climático: en vez de buscar las soluciones duras pero permanentes (la metamorfosis de la cosmovisión occidental extractivista, desigual y colonizadora), se escogen soluciones parche que implican reproducir modelos extractivistas en nuevos territorios, muchas veces disfrazados de sostenibilidad. 

La noción de “ecosistemas emergentes” (en inglés, novel ecosystems) ha sido utilizada para justificar ciertas intervenciones. Se trata de ensambles nuevos de especies en movimiento, compuestos por especies nativas y exóticas que surgen en contextos alterados por el ser humano. Aunque el concepto describe una realidad innegable, su uso acrítico puede llevar a naturalizar el deterioro ambiental y a legitimar prácticas que perpetúan la pérdida de biodiversidad. No todos los ecosistemas nuevos son deseables ni funcionales, y muchos de ellos representan más bien el colapso de relaciones ecológicas milenarias. La velocidad de los cambios y del movimiento que mezcla especies en nuevas comunidades no tiene precedentes. 

La migración —como fenómeno ecológico y social— no tiene sentido sino en su dimensión ética. Así como se discute el derecho humano a migrar, es necesario abrir el debate sobre el “derecho a moverse” de los organismos no humanos. En el fondo, es una cuestión profundamente política: ¿quién tiene derecho a moverse? ¿Bajo qué condiciones es legítimo el desplazamiento de especies, y qué responsabilidades tenemos como sociedad para facilitar o mitigar sus movimientos tanto a nivel de individuos como de especies completas? 

Observemos el fenómeno de las migraciones humanas forzadas por el clima. En el Pacífico, islas como Tuvalu y Kiribati están perdiendo territorio debido al aumento del nivel del mar. Comunidades enteras están siendo desplazadas de sus hogares ancestrales, no por guerras o persecuciones, sino por procesos a nivel de la atmósfera completa. Lo mismo ocurre con comunidades indígenas y tradicionales en zonas costeras del mundo, que enfrentan la amenaza del avance del mar y la pérdida de sus hogares y fuentes tradicionales de subsistencia. La injusticia es evidente: quienes menos han contribuido al cambio climático son los que más sufren sus consecuencias. 

Esta situación revela una profunda desigualdad en la distribución del riesgo climático. Las decisiones que han llevado a la crisis actual —como la quema descontrolada de combustibles fósiles, la deforestación y la expansión urbana— han sido tomadas, en su mayoría, por países industrializados y corporaciones transnacionales. Sin embargo, son las comunidades del sur global y las especies más vulnerables quienes pagan el precio. En este contexto, hablar de justicia climática no es un lujo académico, sino una necesidad moral y política. 

Chile tiene la oportunidad de liderar la protección de la biodiversidad, pero el modelo económico actual impulsa la expansión de la frontera productiva sin considerar los límites físicos y ecológicos del territorio. Las decisiones que se tomen hoy sobre el uso de las tierras y mares, la protección, expansión y restauración de áreas naturales y la regulación de industrias extractivas tendrán consecuencias irreversibles en la distribución de la vida. Por ello, es urgente repensar el territorio no como un recurso a explotar, sino como una comunidad de vida en la que humanos y más que humanos habitamos juntos. 

Todo lo anterior nos confronta con preguntas fundamentales: ¿qué vidas consideramos dignas de ser protegidas? ¿Qué es justicia en un planeta compartido? Hay que reconocer que la migración es un derecho, pero también una tragedia cuando se impone por la destrucción de los hábitats. Chile, país de migraciones (humanas, más que humanas y, a veces, inhumanas), está llamado a ser un actor reflexivo en este debate global. La solución será construir un nuevo pacto ético con el mundo más que humano. Porque si hay algo que el cambio climático nos ha enseñado, es que todas las especies estamos en movimiento. ¿Pero a dónde queremos ir?