La cientista política e historiadora pone el conflicto en contexto y en perspectiva: se trata de un elemento consustancial a la democracia, pero también —y en particular en Chile— es clave repensar incentivos institucionales para la cooperación. A su vez, dice, “es preciso reflexionar sobre los liderazgos y su capacidad de conducción para crear mayorías sociales”.
Por Pablo Marín | Foto principal: Felipe PoGa
Propio de la experiencia humana en sociedad, el conflicto está presente en las tragedias de la antigua Grecia, así como lo está en la escena política de hoy. Es algo que conoce muy bien Mireya Dávila Avendaño, académica, licenciada en Historia, doctora en Ciencias Políticas y actual directora de la Escuela de Posgrado de la Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile. La autora de Presidencialismo a la chilena. Coaliciones y cooperación política, 1990-2018 (Editorial Universitaria, 2020) sabe que es un factor —aunque no el único— de la ecuación compleja que supone la vida política en sociedades como la nuestra. De allí que haya que tomárselo con la mayor seriedad y escrutarlo hasta donde lo permitan las herramientas disciplinares.
—La democracia es un avance civilizatorio. Sus instituciones deberían asegurar ciertas condiciones para regular el conflicto que termina en violencia. El tema que hoy está en cuestión es la legitimidad de esas instituciones y los mecanismos de sanción en caso de incumplimiento, es decir, el sistema legal —explica Dávila, una de las principales analistas de la situación política de Chile en las últimas décadas.
¿Cómo cree que se ha ido gestionando el conflicto en el país después del estallido social?
Desde 2019, los diferentes tipos de conflicto se han resuelto de manera diferente. El conflicto político propiamente tal se reguló a través de los dos ensayos constitucionales. El conflicto social se dio principalmente a través del control de la protesta y violencia por parte de las policías (y con acciones reñidas con los derechos humanos). No olvidemos, además, que después del estallido social vino la pandemia y el Estado tuvo que ir en ayuda de los diferentes sectores necesitados.
“La política es conflicto”, se escucha decir con frecuencia a quienes defienden hoy un populismo de izquierda (a la manera de Laclau-Mouffe o Podemos), ningunean “la política de los acuerdos” y apuestan por un antagonismo desembozado entre pueblo y élite.
—Chantal Mouffe sugiere que las democracias deben aceptar y gestionar estos conflictos mediante un modelo agonista. En este modelo, los adversarios políticos no son enemigos que deben ser eliminados, sino oponentes legítimos que comparten un marco democrático común. La clave está en transformar antagonismos irreconciliables en agonismos, donde las diferencias se debaten y confrontan dentro de los límites de las instituciones democráticas. A partir de lo anterior, se generan mayorías sociales que permiten el avance de proyectos y políticas. En el caso chileno, frente a la Convención Constitucional, que evidenció una tensión entre la élite y la sociedad civil (la evidencia es que los convencionales venían, en su mayoría, de fuera del sistema político), el segundo ensayo constitucional fue una reacción: volvieron a escena expertos y los partidos políticos.
¿Dónde queda la cooperación política?
—Conflicto hay siempre. El tema es cómo se regula y cuánta legitimidad y adhesión tienen las reglas que lo regulan. La visión de una democracia en orden, al menos en el caso de América Latina, no es del todo real. Ahora, la cooperación en política puede producirse por diferentes razones. Por de pronto, porque es necesaria para competir y ganar el poder (a través de coaliciones), para establecer acuerdos sobre políticas o para ir en contra de otro actor. Me parece que conflicto y cooperación son dos elementos consustanciales a la democracia. Existen incentivos institucionales para facilitar la cooperación (como la regulación del sistema político, de los partidos, del sistema electoral) y contextuales (como fue el caso de la Concertación y la transición a la democracia en Chile). Hoy no se observa lo segundo, por lo que es clave repensar incentivos institucionales para la cooperación. También es preciso reflexionar sobre los liderazgos, su surgimiento y capacidad de conducción para crear mayorías sociales. Eso lo veo, por el momento, débil.
Poco después de la primera vuelta presidencial de 2021, usted afirmaba: “Hasta el momento la democracia chilena ha gozado de buena salud, a pesar de lo vivido y de las amenazas respecto de su debilidad”. ¿Qué amenazas diría que ha sorteado y cuáles son hoy las más significativas?
—La democracia chilena sigue gozando de buena salud. La mayoría de los actores políticos con representación parlamentaria canalizó institucionalmente el conflicto del estallido social. Vivimos dos ensayos constitucionales que transcurrieron dentro de la institucionalidad diseñada, ha habido elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales y locales. Por otro lado, se han conocido escándalos de corrupción y abuso sexual, y la Justicia ha funcionado en términos de que hay un exsubsecretario preso, un diputado desaforado, y así: me parece que son síntomas de que el principio de igualdad, tan importante en una democracia, existe, con todos los problemas que se observan también. En el mediano plazo, me parece que la principal amenaza fue la violencia callejera durante el estallido y meses posteriores, y la incapacidad de la élite y del Estado de frenarla dentro de un Estado democrático. La violencia en el control de la protesta por parte de la policía no ayudó a procesar el conflicto. También está la amenaza del crimen organizado vinculado a las drogas, que tiene un impacto en la sociedad en la medida que el Estado no logre su control eficaz. El uso de la violencia como herramienta “normal” de estos grupos afecta la resolución de los problemas derivados del narcotráfico. En términos estructurales, la desigualdad que existe en Chile sigue siendo una amenaza para la convivencia social y la democracia. La democracia debe ir de la mano con niveles de desarrollo económico más igualitarios.
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¿Cómo ve la necesidad de una reforma política y la multitud de críticas a las propuestas surgidas desde el Parlamento?
—La reforma a la política es una respuesta necesaria al problema de legitimidad e ineficacia que tiene hoy. La propuesta del Senado (también conocimos otra de los diputados) apunta a problemas importantes, como la fragmentación partidaria y la coherencia ideológica y partidaria de los representantes electos. Sin embargo, quedan temas pendientes que son relevantes: modernizar los partidos, adaptarlos a la sociedad en términos de coherencia programática, formación de cuadros, organización territorial, transparencia y rendición de cuentas, de manera de restablecer su relación orgánica con las bases sociales. La paridad sigue siendo un problema importante que vimos en las últimas elecciones regionales y locales.
En su libro de 2020 constataba la “creciente pérdida de centralidad de los partidos en la vida política”. Un par de años después, la primera propuesta constitucional no incluía una sola vez la palabra “partido”. ¿Hay un asunto no abordado en todo esto?
—El tema de los partidos sigue siendo un elemento clave en las democracias modernas. No conozco otro tipo de organización que realice las funciones de los partidos en una democracia. Hay otras organizaciones sociales y económicas que son parte de la discusión pública, pero que, por sus intereses puntuales, no cumplen esa función. Lo central es alinear la organización de los partidos, modernizar su institucionalidad, su preparación de cuadros, para que tengan esa función. Los liderazgos partidarios deben apuntar a intereses individuales y colectivos de corto, mediano y largo plazo. Deben ponerse al día para responder a los cambios sociales del presente: transparencia, rendición de cuentas, participación, conocimiento experto, entre otros.
Cuando los propios legisladores son los afectados por las reformas que están votando, ¿qué tan factible es que se alcancen estos niveles de modernización?
—Es difícil que aquellos que tienen el poder lo disminuyan voluntariamente, porque son los afectados directos. Sin embargo, como sugiere Maquiavelo, quien tiene el poder debe autocontenerse. Esto implica una visión política de largo plazo y un liderazgo con visión de futuro. O, como ocurrió, mutatis mutandi, con el MOP-Gate o el estallido social, los shocks políticos de envergadura abren una oportunidad para iniciar cambios significativos. Por el momento, lo veo difícil, pues no se observan los factores mencionados. Y los ensayos constitucionales son un ejemplo de que, a pesar de esa ventana de oportunidad, el resultado quedó en cero.
Respecto de los liderazgos, ¿qué tanto pueden asentarse en medio de una desconfianza más bien general?
—Los liderazgos, cuando son tales, tienen la capacidad de superar las restricciones del contexto. Me parece que esto no tiene que ver tanto con el fenómeno de la desconfianza hacia figuras políticas como con la ausencia temporal de liderazgos con esa capacidad —individual y colectiva— de aglutinar sectores políticos, proyectos y conducción política y social. Además, en particular en el amplio espacio del progresismo, no hay suficiente claridad y coherencia programática que ordene propuestas de política pública para dar satisfacción a las necesidades de la ciudadanía.
La situación actual, ¿invita a una mayor polarización?
—Hoy el centro político partidario está muy debilitado pues el Partido Demócrata Cristiano no tiene el peso que tuvo y los nuevos partidos no llenan ese espacio. Yo discutiría el argumento de la polarización: si bien no hay una coalición fuerte de centro, se observan manifestaciones individuales y colectivas de políticos que optan por posiciones más centristas a través del amplio espectro político nacional.
Desde hace mucho se habla de las emociones –la rabia, el miedo, la indignación, la ansiedad– como estados capaces de modelar conductas y movilizar electores. ¿Qué rol les asigna?
—Las emociones forman parte del discurso político. Son una buena herramienta para reducir la política al mundo de los enemigos y son fundamentales para que las personas se identifiquen políticamente, no solo en términos de pensar racionalmente lo que es mejor para ellos, sino también porque son parte de la identidad política y cultural de las sociedades. Diferente es que los actores políticos las usen como movilizadores políticos y sociales, alejándose del espacio de discusión de los temas públicos en que la deliberación racional debe primar. Vemos en otras latitudes cómo algunos políticos, especialmente de extrema derecha o de gobiernos autoritarios, utilizan las emociones como patrones discursivos para apelar a su audiencia y movilizar a sus partidarios. La política debe ser un espacio de discusión y debate racional en que los principios que se defienden deben guiar la discusión pública, pero sin convertirlos en el motor irracional de las decisiones políticas.
¿No es problemático que las emociones sean irrefutables, que yo no pueda cuestionar ni contradecir algo que mi contraparte siente porque le ocurre, sencillamente?
—Las emociones están influidas por la percepción que las personas tienen de sus circunstancias, y esta percepción puede ser modificada apelando al criterio de realidad. Por ello, una prensa de investigación independiente es clave para la salud de las democracias. En este punto, los medios de comunicación son fundamentales para no convertirse en cajas amplificadoras de sentimientos intensos que se alejan de la información juiciosa y plural que debe entregarse. Es una responsabilidad ética. De la misma forma, en política estas emociones pueden y deben ser modificadas en la deliberación pública por medio de líderes y partidos que puedan conducirlas apropiadamente. Por eso es fundamental contar con dirigentes y partidos profesionales que orienten una sana discusión democrática.