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Martín Kohan: cuentos de amor, locura y veranos

El escritor argentino, uno de los narradores más importantes de su generación, publica Desvelos de verano, una colección de relatos en los que indaga, de manera directa e intensa, en una serie de personajes y lugares que le permiten ahondar en el difícil arte de narrar una historia.

Por Diego Zúñiga | Foto principal: Juan Manuel Foglia

Durante más de diez años, Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) viajó sagradamente hacia Trelew, en la Patagonia argentina, para dictar clases de literatura. Ahí pasaba un par de días al mes, en esa pequeña ciudad de poco más de cien mil habitantes, donde se alojaba en el hotel principal, cuyo comedor era el lugar de la sociabilidad, el ágora. Todos estaban ahí o todos, en algún momento del día, pasaban por ahí, lo que significa que era el centro de las historias, el espacio en que se congregaban todos o casi todos los relatos de Trelew: sus secretos y miedos, sus amoríos y desencuentros, su pasado y sus deseos también. Y era ahí, sentado en el comedor del hotel de la ciudad, donde Kohan iba capturando retazos de esas historias, imágenes, palabras, chismes y murmullos que de alguna u otra forma le permitirían comprender mejor ese arte tan común y tan indescifrable que es el narrar, y que él despliega con absoluto dominio y goce en los trece relatos que conforman Desvelos de verano, su último libro de cuentos publicado en Chile por Banda Propia. Historias breves, pequeñas, calurosas, desafiantes, que ocurren en pequeños pueblos de Argentina y que determinan completamente la forma que ha elegido Kohan para indagar en estas narraciones.

—Cuando volvía en avión desde Trelew (a Buenos Aires), me gustaba mirar por la ventana los lugares que íbamos atravesando. Y sobre todo en la noche vas viendo los manchones de luz y puedes imaginar qué hay ahí: de pronto veías un puñado de luces muy pequeñitas y yo decía: eso debe ser una plaza, un banco, el bar de la esquina. Y pensaba: yo en ese lugar sería un tipo tranquilo. Hay algo que me seduce de esa dinámica, de ese imaginario que surge en esos lugares —cuenta Kohan, quien ya había abordado algunos de estos espacios en sus premiadas novelas y libros de cuentos, a los que habría que sumar también su trabajo como ensayista; una obra que se inicia en 1993 y que en estas tres décadas no ha dejado de crecer y explorar materias muy diversas, marcadas por un trabajo importante con la memoria —personal, literaria y política—, como se puede leer en algunos de sus libros más importantes: Dos veces junio (2002), Ciencias morales (2007, Premio Herralde de novela), Fuga de materiales (2013) y Confesión (2020). Una obra amplia que lo ha situado como uno de los narradores argentinos más importantes de la actualidad. Un escritor que enseña desde hace décadas teoría y literatura en la Universidad de Buenos Aires y que se lo puede leer semanalmente en su columna del diario Perfil.

Han pasado ya más de treinta años desde que publicaras tu primera novela, La pérdida de Laura (1993). ¿Consideras que ha cambiado mucho tu escritura, pensándola puntualmente en los cuentos que conforman Desvelos de verano?

—Es difícil de responder, porque en este caso hay una distancia de género: no escribo igual porque el género cuento pide otra escritura. Yo tiendo a una escritura que se mueve sobre sí misma, detenimiento y expansión, y en los cuentos no funciona eso. Por un lado hay una distancia de género, soy más directo, los cuentos piden algo más directo, más concentración de trama. Y también creo, pero solo creo, que si pienso en alguna novela anterior, me parece que está esa marca de los comienzos cuando uno escribe con todo lo que sabe… Uno sabe menos porque ha leído menos, porque en estos veinte años uno ha leído mucho y, entre comillas, sabemos más… pero me parece que una marca del comienzo es eso: uno escribe con todo lo que sabe, y con el tiempo sabe más, pero podés elegir qué del todo lo que sabes vas a utilizar, a qué echas mano, qué hace falta en un caso o en otro.

Es interesante pensar eso de que el cuento exige ser más directo, que exige más trama, si lo miramos a la luz de muchas discusiones que han atravesado a la literatura argentina de las últimas décadas con respecto a la idea de narrar o de “contar una historia” en contraposición a darle más importancia al lenguaje. Está esa discusión muy explícita en Literatura de izquierda (2004), de Damián Tabarovsky, pero también en una suerte de sospecha constante sobre la narración… ¿Cómo ves todas esas discusiones a la distancia?

—Yo creo que lo que estás marcando… en un punto puede sonar un poco pomposo lo que diré, perdón, pero la superación de esa dicotomía se debe a la dicotomía. Un compañero de facultad, cuando dábamos el texto “Narrar o describir”, de Georg Lukács, decía como chiste: es narrar o escribir. Porque sí, si vamos atrás, en mi generación, que es la de Damián, existía esta disputa porque ya se la puede rastrear en la generación anterior (Forn y Fresán más cercanos a la narración, y Pauls, Guebel y Chejfec apostando por algo más radical), e incluso más atrás, pensando en la narrativa norteamericana de Hemingway frente a la nouveau roman, o sea, es una disputa de larga tradición.

Claro, es una disputa que tiene una tradición larga…

—A mí me parece que la discusión fue pertinente y necesaria y no deja de serlo, porque sí había una formulación de pensar que la literatura consiste en “contar historias”, porque esa era la formulación, lo cual ponía el asunto claramente del lado de la trama y la peripecia, y decían que había que tener una “buena historia”, poder contar una buena historia, y ahí el chiste de mi compañero se me hace presente, porque la escritura no aparecía como una cuestión fundamental en esa formulación… ¿Qué pasa con la escritura en esa concepción de contar una historia?

Martín Kohan. Crédito: Eloy Rodríguez Tale

¿La escritura como la relación de escritor con el lenguaje, con las palabras?

—Sí, es una preocupación para quienes tenemos cierta idea de trabajar sobre cierto grado de especificidad literaria, una preocupación por la especificidad en el sentido de que en el texto literario y en relación con el lenguaje pase algo que sea propio de la literatura, distinto a la relación que tenemos con el lenguaje y las palabras fuera de la literatura. Y lo mismo con la narración, porque la narración no es una práctica específicamente literaria, y eso lo puedes rastrear en [Ricardo] Piglia cuando piensa las ciudades como una red de circulación de historias, o en [Walter] Benjamin cuando plantea que la práctica de la narración es una práctica social. Entonces, ¿qué pasa con la práctica de la narración cuando se trata de literatura?

¿Tienes una respuesta?

—Pienso que cuando uno sostiene una apuesta por la especificidad del lenguaje y por el espesor del lenguaje y de las formas y de la densidad de las palabras, una vez que la apuesta está hecha así, advertís que no hay por qué expulsar la narración, como puede ocurrir con algunas “novelas del lenguaje”, y que muchos son textos fascinantes para mí… pero, insisto, no veo por qué expulsar la narración si la podés incorporar a esos términos. Por eso te decía que la disputa me parece necesaria para poder recuperar la narración al interior de la revalorización del lenguaje de la escritura, y me parece que tiendo a pensarme en ese punto… Porque a veces lo hablo con Damián [Tabarovsky] y le digo que a mí sí me parece que está bien que haya personajes bien construidos en una novela…¡y él dice que no! [risas].

***

En los relatos de Desvelos de verano hay animales, bichos, calor, mucho calor y mucho tiempo muerto. Hay también silencio, y el cuerpo tiene un lugar protagónico, incómodo. Y sí, hay muchos y variados personajes muy bien construidos, como la protagonista de “La adivina”, una mujer que irrumpe en un pueblo para poner en práctica su oficio, pero cuyo final no será el esperado; o los protagonistas de “Los dolientes”, uno de esos cuentos en que Kohan es capaz de poner en práctica toda la complejidad que implica narrar una historia, y trabajar con los murmullos de un pueblo y sus habitantes un relato sobre una infidelidad y dos hombres —un adolescente y un adulto— que comparten, en silencio, el dolor de una pérdida.

Si uno revisa tu bibliografía, por cantidad destacan dos géneros: novela y ensayo. Entonces, ¿cómo ha sido tu relación, como lector, con el género del cuento? ¿Ha sido relevante en tu historia de escritor y lector?

—Empecé de adolescente con Borges y Cortázar, claro. Leí Rayuela sí, pero adherí con el tiempo a esa especie de consenso que hay respecto de que los grandes textos de Cortázar son los cuentos. Y yo agregaría en este momento, más allá de mi admiración por Los pichiciegos, al Fogwill cuentista, porque esos latigazos de lo directo en Fogwill tienen mucha mayor eficacia en los cuentos. Y, claro, ahí está Borges, que al mismo tiempo te deja sin poder cotejar nada y que escribió unos cuentos extraordinarios, y con una lógica de economía narrativa y verbal, aun teniendo un espesor verbal importante, las famosas adjetivaciones de Borges…

Desvelos de verano
Martín Kohan.
Banda Propia, 2023.
112 páginas

Claro, es bien único su caso… lo de no escribir una novela y experimentar con las formas breves.

—Hay que pensar que el cuento también es un género más cercano a la tradición. Escritores muy fuertemente experimentales en este género no lo son: Joyce o Faulkner, por ejemplo, y sin embargo Borges sí logra la posibilidad de innovar en el género. Quiero decir: las vanguardias experimentaron en la poesía, en el teatro, en la novela, pero no en el cuento… Y en el Borges cuentista no diría que hay una experimentación de la vanguardia, pero es el momento de desconcierto de una ruptura literaria cuando él escribe “Pierre Menard, autor del Quijote”. Porque en ese caso uno como lector dice: ¿y esto qué es? Rompe una convención y hace algo nuevo en el género. A mí me impresionó mucho eso siendo joven.

Es curioso el Borges cuentista, porque claro, tiene esos textos más desconcertantes pero también le interesaba indagar en cierto realismo.

—Y es en esos textos donde sí hay una cosa narrativa importante. Yo recuerdo el impacto que me produjo leer “Hombre de la esquina rosada”, que es el primer cuento que escribe Borges publicado en un libro con otros textos más breves, como son los de Historia universal de la infamia (1935). Es un cuento volcado al truco de la narración, es un efecto estrictamente narrativo y que demuestra que sí hay un saber de la narración muy importante en Borges, y que trabaja extraordinariamente sobre la tradición. La formulación que él hace: la historia me la refirieron… La escritura parece ir recogiendo muchas veces una narración oral, no una práctica más contemporánea en nombre de la oralidad, es decir, escribir como se habla, es decir, mal [risas], no esa reproducción de la realidad, sino el efecto de la realidad.

—¿Y Juan Carlos Onetti? Te lo pregunto porque también hay algo de sus narraciones que sobrevuela los cuentos de Desvelos de verano.

—De Onetti leí una vez en La construcción de la noche, su biografía [escrita por Carlos María Domínguez], que en un momento hubo un pedido de estudiantes secundarios de que no les dieran más a Onetti en el colegio porque los dejaba mal [risas].

Seguro que los deprimía…

—A mí me es más difícil discernir cómo hace lo que hace en sus textos. Con Onetti se me escurre todo el tiempo captar bien cómo hace.

Hay algo en Onetti con respecto a pensar mucho en la figura del narrador y su vínculo con el lugar desde donde narra, ¿no te parece? Y eso es algo que también se puede rastrear en tus cuentos.

—Cuánto sabe el narrador de lo que está narrando… Y sí, está vinculado porque en un pueblo chico, en ciudades chicas, el lugar te sitúa en otra escala de lo que se sabe de nosotros. Eso se puede ver muy bien en Los adioses. O sea, pensar una historia en un pueblo de mil habitantes donde todos saben algo… nunca nadie sabe todo, pero siempre se sabe algo y se juega con eso, porque el no saber nada tiene más que ver con el anonimato de la ciudad. Entonces esa posición narrativa de saber algo, un poco, y querer narrar, se corresponde en realidad con la circulación de los saberes en una ciudad chica. Para mí eso es algo con lo que me interesa trabajar en los cuentos. Y, claro, por eso Onetti inventando Santa María es perfecto. Porque es una Buenos Aires que no creció, y que le sirve para narrar todo lo que quiere narrar.