A un año de la ola feminista de 2018, quedó claro que nunca más se hablará de una sociedad distinta si no es con nosotras. La demanda histórica del movimiento estudiantil por una educación pública, gratuita y de calidad, que movilizó a amplias franjas de la sociedad chilena, impresionó al mundo por la audacia y rebeldía de miles de estudiantes que se levantaron en todo el país para exigir el fin del negocio educativo. Sin embargo, lo que poco se ha dicho es que en ese momento histórico aparecían las primeras banderas moradas entre las multitudes reclamando una educación no sexista en marchas y concentraciones a lo largo y ancho de Chile.
Al transcurrir los años, fuimos las estudiantes quienes tuvimos que ponernos las gafas violetas para mirar con ojos críticos cómo nos organizábamos, entendiendo que las formas de movilización de 2011 —de las cuales éramos herederas— se habían agotado. Esto no quiere decir que las tomas, asambleas y paros estuvieran obsoletos, sino que los términos en que la política tradicional nos enseñó a organizarnos estaban pendiendo de un hilo que hace mucho tiempo venía desgastándose.
“Una educación de calidad significa erradicar una enseñanza que ha sido una máquina de reproducción patriarcal al servicio del mercado; implica eliminar la idea de que las carreras vinculadas a la ciencia y la tecnología son principalmente para hombres”.
Cuando terminaba abril, las estudiantes dijimos fuerte y claro a compañeros, profesores y rectores que no permitiremos más acosadores, abusadores y violadores en la educación. Nuestra inexperiencia en esta movilización se transformó en sororidad y energías de construir una sociedad distinta y radicalmente democrática, porque nuestros miedos, sentimientos de rabia y ganas de abortar el patriarcado nos llevaron a pensar que la educación pública, gratuita y de calidad no existe si ésta no es feminista. De la ira pasamos a la organización, y decidimos profundizar la demanda que sacó a miles a la calle. Exigimos una educación que nos entregue espacios seguros para poder desarrollarnos como futuras profesionales con dignidad y derechos.
Citando a la ensayista y crítica Nelly Richard, la radicalidad feminista de querer denunciar las relaciones patriarcales de poder que gobiernan el sistema sexo-género nos llevó a reemplazar el ideologismo neoliberal de la “calidad” como lo conocíamos, es decir, como un término vaciado de toda referencialidad social y cultural, como un concepto abstracto e imparcial. Una educación de calidad significa erradicar una enseñanza que ha sido una máquina de reproducción machista al servicio del mercado; implica eliminar la idea de que las carreras vinculadas a la ciencia y la tecnología son principalmente para hombres, y que las asociadas a los servicios y al cuidado son para mujeres.
Nosotras tomamos las lecciones de Julieta Kirkwood y quisimos llevar adelante una operación histórica del feminismo, porque sabíamos que eso significaba una toma de decisión que emprendimos y con la que hicimos estallar la ola feminista estudiantil de 2018. En términos simples, decidimos dejar de ser las migajas de la historia, como bien dice la filósofa Alejandra Castillo.
La construcción de esta nueva educación pública no sexista debe ir de la mano con la existencia de espacios seguros, ya que es imposible concebir ambientes educativos donde la violencia patriarcal esté permitida. No bastan los protocolos ni los cursos
de género en las distintas carreras, ya que es la misma sociedad la que le otorga determinado valor a las profesiones conforme a si quienes las ejercen son hombres o mujeres, decidiendo bajo ese paradigma qué trabajo se paga mejor o peor. Allí se funda la estrepitosa alianza entre mercado y patriarcado: lo masculino es éxito, lo femenino es precarización.
Es por esto que aprendimos que la “departamentalización” del feminismo no resuelve la violencia estructural: esa fue la respuesta que nos entregó la Concertación durante todos sus gobiernos al ver al feminismo como un problema exclusivo de las mujeres y no de la sociedad. Es así como el Sernam y el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, en conjunto con la Agenda Mujer que presentó el año pasado el presidente Sebastián Piñera, fueron las únicas respuestas que nos entregó un feminismo liberal de la transición y un machismo avasallador de la derecha que nos refriega en la cara el supuesto carácter esencialista y conservador que tiene la mujer en una sociedad patriarcal.
Con todo, el mayor rechazo social que se ha logrado ante el avance del neoconservadurismo tuvo lugar el 8 de marzo de este año, cuando, a pesar de que Isabel Plá, ministra de la Mujer y la Equidad de Género, dijera que la huelga parecía “una convocatoria de la oposición”, nosotras llenamos las calles y demostramos la potencia, amplitud, masividad y radicalidad de este movimiento. El gobierno ha tomado una postura y nosotras respondimos de forma contundente.
Las estudiantes llevamos más de un año denunciando el sexismo en una educación al servicio del mercado. Es por esto que la manifestación que hicimos junto a miles de trabajadoras la levantamos como una oposición al gobierno y a su agenda antiderechos, porque esta lucha la hacemos todas las mujeres: madres, trabajadoras, estudiantes, indígenas, migrantes e integrantes de las disidencias sexuales.
Hemos madurado nuestra demanda por una educación no sexista y hemos dicho que terminar con la deuda en la educación es terminar con la precarización de la vida de miles de mujeres y sus familias. Dijimos que exigir la condonación de ésta es la única forma de poner fin al abandono en que el Estado dejó a miles de estudiantes, a quienes endeudó para llenarle el bolsillo a los bancos.
La llamada ola feminista llegó para quedarse, llegó para decir: basta, esto amerita huelga hoy, mañana y siempre, hasta que la revolución tenga nombre de mujer. Nosotras no descansaremos hasta ser socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres.