La diseñadora e historiadora especialista en moda lleva años indagando los principales procesos políticos, sociales e históricos del país a través de la vestimenta. En su último libro, Tejidos blandos. Indumentaria y violencia política en Chile 1973-1990, se centra en la dictadura para estudiar el vínculo entre la indumentaria y la violencia ejercida por agentes del Estado. «En esas condiciones extremas nadie elige la ropa. Te la imponen, te la sacan, te desvisten contra tu voluntad. Por lo tanto, fracturan tu historia de vida», explica.
Por Sofía Brinck y Evelyn Erlij | Edición: José Núñez
La moda es objeto de disputa. Puede producir indiferencia, indignación o entusiasmo por igual. Se la asocia al consumo, la frivolidad y a una de las industrias más contaminantes del planeta. Es mucho más que una tendencia de temporada en la industria, como se habla de ella popularmente, o que una propuesta estética e identitaria que reafirma una pertenencia individual o grupal. La moda es, finalmente, la expresión de una época: a través de ella es posible reconstruir procesos políticos, sociales y culturales.
En Chile, la diseñadora e historiadora Pía Montalva (Santiago, 1960) ha sido una de las pioneras en los estudios en este campo. La académica de la Universidad Católica lleva años estudiando el vínculo entre moda, indumentaria y política para indagar los procesos sociales y culturales del país. Ha dictado conferencias, curado exposiciones y publicado libros como Morir un poco. Moda y sociedad en Chile 1960-1976 (2004) y Apuntes para un diccionario de la moda (2017), en los que ha explorado el cambio en las costumbres asociadas al vestuario, el carácter simbólico de la indumentaria y la moda como expresión de una época.
—La moda es el cambio, el canon que determina que una determinada ropa o accesorio en un momento adopte una forma y en otro momento adopte otra. También hay moda, por ejemplo, en la decoración, en el mobiliario.—explica Montalva.
La moda es, quizás, una de las manifestaciones más menospreciadas de las artes. Hay algo en el uso cotidiano de la ropa, en su utilidad, que la hace desviarse del valor que tiene una obra de arte digna de estar en un museo. ¿Por qué se produce esto?
—Por su proximidad con el cuerpo, en cómo con ella construimos nuestra identidad. Hay una larga tradición que vincula el arte y las letras con el “espíritu”, lo simbólico, lo inmaterial. Entonces, aparece este objeto completamente material, que no puedes analizar si no desde ahí. Es un objeto que no camina solo por la calle, sino que anda con un cuerpo, y el cuerpo tiene características peculiares. Todos son distintos, todos marcan la ropa y dejan una huella diferente. Creo que esa proximidad con lo cotidiano es lo que de alguna manera atenta con el lugar que la ropa debería tener como objeto cultural, tanto en la reflexión como en el mundo de las artes.
Si bien la moda ha sido estereotipada como un ámbito de lo femenino, no siempre ha sido así, ya que históricamente había estado ligada a la aristocracia, a los hombres y a la burguesía. Recién durante el siglo XX dejó de ser propiedad exclusiva de una élite y comenzó a democratizarse, de la mano de la prensa y la industria cultural. Sin embargo, el interés que recibía por parte de la sociedad no se vio reflejado en el ámbito académico, a pesar de las páginas que le dedicaron teóricos como Georg Simmel, Roland Barthes y Gilles Lipovetsky.
—En el siglo XIX se produce una gran fractura donde el hombre empieza crecientemente a renunciar a adornarse, cosa que no pasaba antes de la Revolución Francesa. Empieza a vestirse de oscuro y con ello a exponer su lugar en el mundo, su funcionalidad, su utilitarismo, su sentido práctico de la vida. El adorno queda consignado al ámbito de la mujer. Ahí hay un primer elemento que explica porque los adornos se asocian con lo femenino, lo banal, lo frívolo. Y eso se sigue manteniendo.
La renuncia del hombre a la moda, ¿es personal o es impuesta? ¿Hay alguna época o movimiento político que decida que en realidad las mujeres son las que van a arreglarse y los hombres no?
—Tiene que ver con el ascenso de la burguesía. Está vinculado a la Revolución Francesa, porque los hombres adornados con velos, con brillos, con brocados, con seda, representan estéticas aristocratizantes. Entonces, la nueva burguesía, que en distintos lugares de Europa empieza a transformarse en la clase dominante, adopta modos de vestir diferentes, pues tiene que diferenciarse de la clase dominante anterior. En ese momento a la mujer se la deja a cargo del adorno y de la estética familiar en general.
La ropa ha sido una de las expresiones más poderosas, al menos a nivel simbólico, de la liberación de la mujer, si pensamos cuando se decide dejar de lado el corset o cuando se integra el uso de pantalones y otras prendas tomadas de la vestimenta masculina. ¿Cuál dirías que ha sido el papel de la moda en el desarrollo y avance del feminismo en el mundo?
—No le concedo nada a la moda. Para mí siempre ha sido, desde que se fundó, una industria que está inserta en un sistema capitalista, que estimula el consumo, la novedad, el cambio. Su rol más bien es expandir lo que ocurre en la sociedad. Es un medio para comunicar otros contenidos, ya sea el feminismo o las demandas de las sufragistas, que se vestían de blanco. El rol de la moda y sobre todo el de la indumentaria tiene que ver con eso: es cómo se visibilizan en el espacio público los cuerpos para significar ciertas demandas, es cómo se transforma la ropa en una pieza militante.
Una de las diferencias de género más evidentes en la ropa cotidiana debe ser los bolsillos, inexistentes en una buena parte de las prendas para mujeres. Esta es una demanda de hace siglos: en 1905 ya había una escritora en el New York Times (Charlotte Perkins Gilman) que criticaba la supremacía masculina en la moda a través de los bolsillos. Parecemos estar condenadas a tener que salir de la casa con un bolso o una cartera. ¿A qué se debe esta resistencia de la industria de la moda a darnos bolsillos?
—Es simple: a querer vendernos bolsos y carteras. Antes de la aparición de las primeras carteras, a finales del siglo XVIII aparece un bolso femenino al que se le llama ridículo. Es una carterita de tela en la que cabe más o menos una mano y que se lleva colgada. Es chica pero visible. Antes, toda la ropa femenina tenía bolsillos interiores, porque las mujeres cargaban todo: las llaves de la casa, los utensilios de costura, etcétera. Y como los vestidos tenían volumen, no se notaba. En la medida en que pierden volumen y aparece el estilo directorio después de la Revolución Francesa, con vestidos livianos y un poco transparentes, tipo neoclásico, como la ropa de Orgullo y prejuicio [la famosa novela de Jane Austen], ya no se pueden usar bolsillos interiores. Ahí aparece esta especie de carterita, lo que coincide con la instalación de la burguesía.
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Cuando se publicó en 2013 por el Fondo de Cultura Económica, a cuarenta años del golpe de Estado, Tejidos blandos. Indumentaria y violencia política en Chile 1973-1990 llamó la atención por su enfoque novedoso en el estudio del periodo de dictadura militar: con testimonios provenientes de informes oficiales y entrevistas elaboradas por la propia autora, el ensayo reconstruía la violencia dictatorial a través de sus efectos en los cuerpos de las víctimas. Fue apreciado por la crítica y ganó además los premios Municipal de Literatura en 2014 y Manuel Montt de Literatura en 2015.
Diez años después, en el contexto de una nueva conmemoración del golpe, Ediciones Paidós lo reeditó con otra portada: la fotografía que El Mercurio publicó en su edición del jueves 13 de septiembre de 1973, con el cuerpo sin vida de Salvador Allende sobre una camilla de lona, envuelto en un “choapino boliviano” —materiales que aluden al título de la obra—, siendo trasladado al Instituto Médico Legal.
El nombre de este libro viene del concepto de tejido blando, las capas del cuerpo que van sobre los huesos: los músculos, la grasa, los vasos sanguíneos. Sin embargo, planteas que existe una asociación del tejido blando con la ropa y los accesorios. ¿Podrías explicar esta relación y su importancia para pensar la dictadura?
—Lo que planteo en este libro, y es un concepto que he seguido trabajando desde otras perspectivas, es que como en nuestra cultura no vamos desnudos, el límite del cuerpo es el cuerpo vestido o a medio vestir. Esa es la forma cómo nos vinculamos unos con otros y cómo coexistimos en sociedad. Lo anterior me llevó a establecer el concepto de cuerpo-indumentaria, que tiene que ver con que cuando se habla de cuerpo, es siempre de cuerpo vestido. Ahí aparece esta idea de la ropa como el último de los tejidos blandos. Para mí el límite del cuerpo no es la piel, es la indumentaria que lo cubre.
¿Y cómo llegas a hacer la asociación entre este tejido blando y la dictadura?
—Empecé a constatar, en la lectura de testimonios de exprisioneros políticos y sobrevivientes, que siempre había una mención a la ropa o a los accesorios. Eso me ayudó a entender que estos dos elementos no estaban separados. Entonces establecí una nueva manera de mirar la dictadura y la violencia dictatorial en función de lo que había pasado con estos cuerpos vestidos, desvestidos y a medio vestir. Una crítica que tenía era que este periodo se había trabajado y reflexionado de manera muy abstracta. La única forma en que nos habíamos ligeramente vinculado al efecto material de esa violencia era a través del trabajo forense o cuando nos informábamos de la aparición de un cuerpo. Todas las otras reflexiones sobre reparación, justicia, sobre qué nos pasó —las explicaciones políticas—, eran abstracciones. Las personas afectadas no estaban presentes en ellas. Me pareció que recuperar los cuerpos vestidos o desvestidos le daba espacio a esa otra manera de mostrar la crudeza de la violencia.
En el libro hablas de vendas, capuchas y frazadas, elementos que uno no tiende a asociar con la vestimenta y menos con el estudio de la violencia. Sin embargo, hay un uso intencionado de estos elementos por parte de los aparatos represores de la dictadura. ¿Qué descubrimientos hiciste a lo largo de la investigación que te hayan sorprendido?
—Muchos. Por ejemplo, una prenda que está hecha para una función puede cambiar su norma de uso en un espacio de reclusión, bajo un régimen de libertades públicas completamente restringidas como fue la dictadura. La venda ya no es la que se le coloca a alguien que acaba de ser operado de la vista y tiene que permanecer a ciegas, sino una que sirve para infringir daño. Otra cosa impresionante es la manera en que circula la ropa. Había una especie de gallinero, como mencionan muchos testimonios, donde se acumulaba la ropa de las personas detenidas, que los agentes de la DINA seleccionaban. Ellos se quedaban con lo mejor. Lo que desechaban era una especie clóset, un cúmulo de ropa, que podría ser el equivalente a estos basureros de ropa en el desierto de Atacama, pero en miniatura. En el fondo, lo que me sedujo del tema es cómo al final, en las peores condiciones de existencia, hay una cotidianidad. La vida cotidiana existe, siempre está presente, independiente de la forma que tome. Es un contrapunto frente a la violencia. En esa vida cotidiana creo que está la posibilidad de construir un espacio de resistencia en condiciones que son extremas.
En el libro mencionas que la indumentaria de los torturadores y los agentes represivos “hablaba”. Por ejemplo, te refieres a cómo se impuso el uso de lentes de sol, o los reservistas “con pinta de Tom Cruise” que participaban en interrogatorios. ¿Cuán importante fue la indumentaria en la construcción de estos personajes que debían inspirar miedo, intimidar y ejercer violencia?
—En el caso de los agresores tenía un rol de camuflar. Por ejemplo, vestirse de civil para no mostrar el grado militar en los interrogatorios, lo cual es algo absurdo porque sabemos —hay textos de los años 30 sobre técnicas corporales, como el del sociólogo Marcel Mauss— que un militar ha sido entrenado corporalmente, y que cuando se para, se endereza. Ese es un clásico gesto que te permite identificar a quién tienes enfrente. Los presos políticos hacían esa identificación cuando podían ver. El tema de la vista es clave. Hay personas que preferían no mirar: yo no quiero saber quién es la persona que me está torturando, porque si sobrevivimos, ambos sabemos lo que me hizo; no saberlo protege mi vida. Por el lado del agresor, es similar: no quiero que esta persona me reconozca. Creo que hay algo ahí. Cuando uno cruza la vista con otro tiene que reconocerlo. Independientemente de que esté entrenado, en algún segundo, reconoces a un otro, reconoces que es un otro humano. También es una manera de poder ejercer mejor tu función: no te miro entonces te agredo, pues no sé quién eres.
En la investigación planteas que parte de la fractura de la autobiografía que se vive al ser detenido, perseguido o torturado tiene que ver con la indumentaria, con los tejidos blandos. Pero también dices que una forma de recomponer esta autobiografía rota es a través de ellos. ¿Cómo puede ayudar la moda a recomponer un quiebre tan profundo?
—No creo que haya una recomposición total, pero hay formas de ir mejorando tu condición de vida o trabajando tu trauma. Cuando hablamos, podemos contar nuestra historia, podemos escribir o narrar nuestra autobiografía. Y lo mismo hacemos con la ropa en la medida —esa es mi hipótesis— en que la elegimos voluntariamente. Ahora, en estas condiciones extremas nadie elige la ropa. Te imponen la ropa, te la sacan, te desvisten contra tu voluntad. Por lo tanto, fracturan tu historia de vida. Cuando una persona afectada narra lo que le pasó, tiene ciertos silencios, hay cosas que no dice, momentos en los que se quiebra. De la misma manera, uno cuenta su historia a través de la ropa, con las mismas pausas. Lo que pasa es que es un lenguaje mucho más inasible que el de la oralidad o la escritura. Cuando sobrevives y recuperas la condición cotidiana, también hay una forma de recomposición que pasa por cómo vas a volver a revestir ese cuerpo, un cuerpo dañado. No es el mismo de antes, es un cuerpo que tiene secuelas.
* Esta entrevista fue editada para el formato escrito. Fue transmitida el 26 de mayo en el programa Palabra Pública de Radio Universidad de Chile.