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Svante Pääbo, explorador del pasado

Leer el currículum del Premio Nobel de Medicina 2022 —fundador de la paleogenómica y genetista eximio— es recorrer un capítulo fascinante de la historia de nuestra constante búsqueda de los orígenes de la humanidad. 

Por Miguel Allende

Cuando Svante Pääbo (Estocolmo, 1965) llegó a trabajar al Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, el 4 de octubre pasado, lo esperaba un entusiasta grupo de colegas que lo levantaron por el aire y lo arrojaron a la pileta ornamental del centro. Se trata de una tradición local en que las celebraciones por reconocimientos importantes —en este caso, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina— son acompañadas por un “voluntario” chapuzón del galardonado. Pääbo entra al notable grupo de los premiados con un Nobel de manera individual (40 premios de los 113 otorgados en Fisiología o Medicina), y al aún más selecto grupo de “familias ganadoras” (nueve, en todas las disciplinas), ya que su padre, Sune K. Bergström, también lo ganó en Fisiología o Medicina en 1982, tal como ocurrió, por ejemplo, con Marie Curie y su hija Irene, o con Niels y Aage Bohr.

La pasión de Svante Pääbo ha sido explorar la historia de la vida en la Tierra, y en particular la prehistoria humana con herramientas de arqueología molecular, buscando encontrar vestigios de material genético preservados en cadáveres de organismos extintos. El ADN y otras macromoléculas esenciales para la vida normalmente se descomponen después de la muerte, siendo degradadas a sus componentes más básicos y perdiéndose la información que contienen. Es como si tomáramos un libro y con una tijera recortáramos todas sus letras y las desperdigáramos por el suelo. Sin embargo, muy ocasionalmente, en huesos antiguos o en tejido preservado por condiciones ambientales extremas (hielos eternos o desiertos en extremo secos), quedan restos de macromoléculas intactas, fragmentos de información que, aunque pequeños, conservan parte de ese “texto” original. Pääbo sentía que era capaz de encontrar esas agujas en los pajares y dedicó su carrera a perfeccionar las metodologías de extracción de las pequeñísimas cantidades de ADN en los huesos humanos encontrados por los arqueólogos. Se hizo experto en hacer PCR (la misma técnica que usamos para detectar el coronavirus en nuestras narices), logrando recuperar fragmentos de ADN que se pudieran analizar. Si bien este desarrollo parece más bien técnico que científico, su estrategia requería no solo tener un cuidado extremo con las valiosas muestras, sino también poder discernir si, en la muestra, el ADN era del individuo original o de los mismos investigadores y arqueólogos que la habían manipulado. Además, en toda superficie o en el aire, hay millares de microorganismos que también dejan su ADN por doquier. Es decir, luego de la extracción del ADN de la muestra, había que desenmarañar qué parte de este era auténticamente antiguo y qué era contaminación.

Svante Pääbo. Crédito: Fabián Rivas

Una vez perfeccionadas sus metodologías de extracción de ADN antiguo (técnica que probó primero con animales y plantas de muestras arqueológicas o de museo), Pääbo centró su atención en las momias egipcias y de ahí se orientó a muestras progresivamente más antiguas. Partió con el “hombre del hielo” encontrado en los Alpes del Tirol, de 5 mil  años de antigüedad, y terminó con los neandertales, usando parte de los pocos —y valiosos— especímenes de aquellos representantes del género Homo más cercanos a nosotros (la primera muestra secuenciada se calcula de entre 30 mil a 100 mil años de antigüedad). 

En sus primeros trabajos, logró obtener secuencias de ADN mitocondrial, los organelos celulares que contienen una pequeña fracción de nuestro material genético, pero que permiten hacer inferencias de ancestría y evolución. Luego, perfeccionó sus protocolos para aislar ADN nuclear, el más informativo respecto a la herencia genética y que constituye el genoma. Entre 2005 y 2010, fue incrementando la cantidad de secuencias de ADN nuclear recuperadas de las muestras a las que tuvo acceso, hasta culminar en un genoma completo de un Homo neanderthalensis en un notable artículo publicado en la revista Science en 2010. Con este resultado, se confirmaba que el último antecesor común entre humanos y neandertales existió hace unos 800 mil años y que, durante gran parte de ese tiempo, convivimos con ellos. Poco después, publicó un curioso resultado producto de la secuenciación de ADN mitocondrial de una muestra humana de una cueva en Siberia (Denisova), que indicaba un posible tercer grupo de humanos recientes. La secuencia del ADN nuclear de la muestra denisovana apareció en 2012 y confirmó las sospechas: existió un grupo contemporáneo a H sapiens y H neanderthalensis en Asia, pero que, igual que el segundo, resultó extinto en el mismo periodo. 

Lo más relevante de los hallazgos de Pääbo tiene que ver con las comparaciones de las secuencias genómicas entre los tres grupos de humanos. Estas revelan que hubo intercambio genético entre ellas, ya que nuestro genoma contiene entre un 1 y 4% de secuencias propias de los neandertales y hasta un 6% de secuencias denisovanas. Es decir, no solo las tres poblaciones fueron contemporáneas, sino que hubo apareamientos repetidos y recurrentes entre ellas. Pääbo incluso ha descrito el genoma de un individuo que nació de una madre neandertal y un padre denisovano. Además, esto reafirma que se trata de individuos de la misma especie al no existir aislamiento reproductivo entre ellos. ¿Por qué conservamos una fracción de ADN proveniente de nuestros lejanos primos? Es probable que algunas de esas regiones genómicas contengan secuencias que presentaron, o aún presentan, alguna ventaja selectiva para nuestra sobrevivencia. 

Durante la reciente pandemia del covid-19, estudios genéticos demostraron que hay haplotipos (grupos de variantes genómicas en el ADN que heredamos maternal o paternalmente) de origen neandertal que confieren resistencia a la enfermedad severa por SARS-CoV2. Si bien la selección natural preservó este pequeño porcentaje de herencia de las dos poblaciones extintas en los humanos actuales, claramente hubo selección negativa (eliminación) de muchas otras. Pääbo y otros también han hecho comparaciones entre los genes neandertales y los que actualmente llevamos en nuestros genomas, buscando posibles marcadores específicos del humano que sigue existiendo. Hay intrigantes diferencias, como en el mecanismo regulatorio del gen FoxP2, involucrado en las cualidades singularmente humanas como el habla y el idioma, y otras relacionadas con el metabolismo, que pudieran ser relevantes en resistencia física o en tolerancia a cambios ambientales.

Leer el currículum de Pääbo es recorrer un capítulo fascinante de la historia de nuestra constante búsqueda de los orígenes de la humanidad, tanto en su definición física como cultural. El fundador de la paleogenómica, explorador del pasado y genetista eximio, tenía bien merecido el forzoso aterrizaje en la pileta del Instituto Max Planck.