Seba Calfuqueo: “Las artistas mapuche somos invisibles cuando no les servimos como cuota a las instituciones culturales”

Tenía 23 años cuando irrumpió en la escena del arte que la definió como “artista mapuche y homosexual”, etiquetas que ha debido subvertir para “no quedar encasillada en clichés”. En solo siete años levantó una obra poderosa en lecturas políticas y sociales, donde cruza el video, la cerámica y la performance. En marzo alcanzó a exhibir su última obra, donde reflexiona sobre el amparo al saqueo del agua en la Constitución del 80. Aquí habla de ser “mapuche, no binarie y feminista”, pero en sus propios términos.

Por Denisse Espinoza A.

“Mi abuela decía: ‘en la cultura mapuche no hay maricones’, cuando un sobrino maricón quiso conocerla. Y no se imaginaba que tendría unos nietos maricones en su familia patriarcal (…) No me crie como un mapuche, tampoco se me permitió serlo, pero tengo el estigma de una vida asociada a un apellido que ha sido una marca de violencia y que pesa todavía”. Así comienza You will never be a weye, video performático con el que Seba Calfuqueo Aliste se hizo conocida en la escena de arte local. Fue producido en 2013, pero recién dos años después se atrevió a mostrarlo, luego de que la curadora Mariairis Flores la alentara, convirtiéndolo en uno de sus trabajos con más circulación en Chile y el extranjero.

En el video, la artista usa su propio cuerpo para representar a un machi, autoridad espiritual en el pueblo mapuche. Se le ve vestirse con un traje de machi —que en Meiggs venden como disfraz escolar—, pero aquí Calfuqueo exalta su carácter “weye”, expresión que definía a los machi de rasgos afeminados y que practicaban la sodomía, quienes fueron exterminados por los españoles.  “Tenía miedo de mostrar esa obra, de ese cuestionamiento hacia la heterosexualidad en el mundo mapuche, y tenía miedo no solo por lo que iban a decir, sino también de exponer parte de mi biografía, como el bullying escolar y otras escenas que igual son dolorosas para la vida de alguien”, recuerda hoy Calfuqueo.

Seba Calfuqueo, en su performance Ko ta mapungey ka. Foto: Diego Argote.

Sus obras van desde el género a la identidad indígena, pasando por la discriminación social y la reivindicación de una historia no oficial. Para bien y para mal, fue definida desde su egreso de la Universidad de Chile como artista “mapuche y homosexual”, pero Calfuqueo ha trabajado para otorgarle a esas etiquetas una densidad que le permita cuestionar los conceptos tradicionales. “En la Escuela de Arte hubo profesores que me dijeron que nadie se interesaría en temáticas feministas y que lo mapuche en el arte contemporáneo no existía. Sin embargo, mi obra capturó la atención, apareció en los diarios, circuló por Internet y hubo una visibilización que, no puedo desconocer, me benefició, pero también exotizó mi trabajo y lo encasilló en categorías que ni siquiera yo reivindico, porque yo más bien me asumo como una persona no binaria, ni siquiera como homosexual. El arte no debería tener categorías”, dice la artista.

En estos seis años, su trabajo ha transitado por galerías, espacios independientes y museos de la capital, y por festivales y muestras colectivas en regiones. En el extranjero su trabajo ha visitado La Paz, Helsinki, Quebec y Londres. Este 2020 prometía ser el año más internacional de Calfuqueo, con exposiciones en Lund, Toronto y Zúrich. Además, participaría en las bienales del Mercosur, de Guatemala y de São Paulo. Todo quedó trunco por la pandemia.

Sí inauguró en marzo una muestra individual en Galería Metropolitana, compuesta por Ko ta mapungey ka (Agua también es territorio), una instalación de 20 piezas de cerámica esmaltada azul con forma de bidones y fuentes de agua; el video Kowkülen (Siendo líquido), donde la artista aparece desnuda y su cuerpo amarrado a un tronco con una cuerda azul, levitando sobre el río Curacautín; y la performance en vivo en la que pintó cinco lienzos con pigmento azul cobalto, algunos de ellos con los artículos 5 y 9 del Código de Aguas, que amparados en la Constitución de 1980, transformaron este recurso en un bien transable.

¿Cómo nace esta obra sobre la problemática del agua en Chile y cómo se enmarca en la reflexión del proceso constituyente que estamos viviendo?

—Plantea la idea de que el agua también es un territorio en disputa, la tierra no nos sirve sin agua en ella, el agua le pertenece a todos los seres vivientes. Por eso incluí las toponimias del agua dentro del mapudungun para denominar los espacios y la vinculación que tiene el agua en la cosmovisión mapuche y el discurso por su recuperación. Pero también la obra hace un guiño hacia lo sexual. El mundo se ha construido de forma binaria y radical: lo bárbaro y lo civilizado, lo blanco y lo negro, lo masculino y lo femenino, pero el agua no habita lo binario, no tiene género, se desborda en todas las posibilidades. Por eso se llama Kowkülen, que significa estar líquido. Esta obra la empecé a producir antes del 18 de octubre, pero cuando vino el estallido no me sentí capaz de salir a la calle y adjudicármela, porque en ese momento hubo una explosión de expresiones artísticas anónimas, colectivas, que proponían la no autoría. Fue un periodo complejo, obras de arte que aparecieron fueron cuestionadas por rozar el oportunismo, entonces para mí fue importante guardarla. Cuando llegó marzo, supe que era el momento para sacarla a la luz. Se acercaba el plebiscito, ya había pasado un tiempo y la obra había decantado. Creo que las obras tienen momentos de aparición que no siempre coinciden con el momento en que se conciben y producen, es parecido a lo que me sucedió con mi primera obra, You will never be a weye.

Durante las protestas en las calles y ahora en las redes sociales ha aparecido mucho la iconografía mapuche. ¿Qué te parece eso?

—Estando en un territorio donde el Estado no reconoce a sus pueblos ni los genocidios que ha cometido contra los mapuche, los selknam, los kawésqar ni tampoco ha hecho ningún tipo de reparación con ellos, me parece bonito que por lo menos la ciudadanía los reconozca. Sobre todo para las generaciones de 30 años atrás o más, como mis abuelos, que tuvieron que sobrevivir en una sociedad muy racista, teniendo vidas muy estereotipadas a causa de la discriminación y la violencia, estos gestos valen. Pero también se produce un vaciamiento de las imágenes. La gente comparte en redes la Wünelfe, estrella de ocho puntas o lucero del alba, o la Wenufoye, la bandera mapuche creada en 1992, que deviene de todo un proceso histórico en un periodo clave de la resistencia mapuche, pero sin saber muchas veces el significado y eso hace que pierdan su potencial. Podemos hacer más que solo compartir y trabajar por informar, creo que en las gráficas y en la protesta siempre tiene que haber pedagogía.

Algunos aluden a que hay un aprovechamiento de los símbolos mapuche por parte del Estado y hubo críticas al Premio Nacional de Literatura entregado a Elicura Chihuailaf…

—El oportunismo no es solo del Estado, sino de las instituciones culturales que en los últimos años han intentado limpiar su imagen. Es triste que haya esa lectura, sobre todo porque Elicura es un poeta que se merece el premio, ha hecho un trabajo que ha sido muy importante para la historia de un pueblo, incluso por sobre su historia personal. Pero sí, las instituciones culturales son extractivistas y no siempre son respetuosas con los artistas, por lo que terminan generando todas estas situaciones incómodas. Yo misme he vivido esa limpieza de imagen y suelo bromear con que junio es mi mes, porque está el Wiñol tripantu, el nuevo ciclo mapuche, y es el mes de las disidencias sexuales, entonces me invitan a un montón de charlas y conferencias en museos e instituciones artísticas, pero las artistas mapuche, en general, somos invisibles cuando no les servimos de cuota a las instituciones culturales.

¿Cómo esperas que sea reconocido el pueblo mapuche en una nueva Constitución?

—Es importante que primero el Estado reconozca los derechos indígenas, que respete los tratados internacionales suscritos como el Convenio 169. Es importante la plurinacionalidad, el reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos y de que no sólo existe la categoría de chilenos, sino otras posibilidades de identificación. Hay comunidades que están en todo su derecho de no querer dialogar en una instancia en que se han sentido históricamente excluidas, pero al mismo tiempo siento que es nuestra responsabilidad poder reescribir esta historia y dar un nuevo inicio, sobre todo para el reconocimiento de lo que pasó. Fuimos educados en mentiras, en formas de ver la historia bajo un patriotismo que negaba otras posibilidades de pensar las identidades en este país, entonces este es un primer paso a ese reconocimiento que debió darse hace muchos años atrás.

Kowkülen, video.

SER MAPUCHE

Seba Calfuqueo Aliste nació en Santiago en 1991. Su mamá es chilena, pero su papá es de origen mapuche y proviene de una generación que migró desde Carahue y Nueva Imperial a la capital en los años cuarenta. Su abuelo llegó para ser panadero y su abuela empleada doméstica, debiendo enfrentar en esos años los embates del racismo y la discriminación. Seba reconoce que, aunque siempre volvía al sur, su infancia fue más bien santiaguina. Fue educada en un liceo de hombres donde sufrió de bullying escolar y recién cuando sus abuelos paternos murieron, a sus 17 años, comenzó a sumergirse más en esa historia familiar y esa identidad mapuche que fue plagando su obra. Hoy, además de dedicarse a su trabajo como artista visual, Seba enseña en un colegio Waldorf y es integrante del colectivo mapuche Rangiñtulewfü y de Yene revista, donde colabora creando imaginarios contemporáneos de la cultura mapuche.

Siendo una mapuche santiaguina de tercera generación, ¿cómo ha sido recibido tu trabajo por las comunidades mapuche?

—Tuve la suerte de participar en 2018 del festival de cine y arte indígena, el FicWallmapu, y llevé mi obra a una itinerancia grande al sur. Estuvimos en el Centro Cultural de Carahue, de donde es mi abuelo, en una ruca en Trovolhue, en el Museo Regional de La Araucanía en Temuco —donde  hice una performance en una de las vitrinas que cuestionaba los modelos de exhibición arqueológica que se tienen de los pueblos mapuche, siempre en relación al pasado pero no al presente y mucho menos al futuro del pueblo— y en el Museo Mapuche de Cañete, que fue superbonito porque es el único museo de Chile que es liderado por una mujer mapuche, Juana Paillalef. Mi obra fue la primera de arte contemporáneo que se mostraba ahí. Luego he estado volviendo a exhibir en Villarrica, en Lautaro, en Victoria, en espacios más cercanos a lo mapuche. La verdad es que mis obras siempre han sido recibidas con respeto y he sentido apoyo de las comunidades, creo que porque son trabajos honestos y en ese sentido me siento afortunade de que mi obra sea leída en distintos contextos.

¿Qué referentes artísticos mapuche o locales tuviste?

—Un referente importante fue Bernardo Oyarzún, pero también lo fue la Paz Errázuriz, las Yeguas del Apocalipsis, Carlos Leppe, toda esa tradición de artistas muy icónicos que hablaron de lo marginal. Yo diría que la primera voz mapuche importante para mí fue Pedro Lemebel, a pesar de que puede sonar problemático porque evidentemente no corresponde a lo esperable mapuche, pero es de las primeras personas en mi vida que escuché hablando del Wallmapu públicamente, masivamente, tenía un compromiso político que me marcó.

¿Sientes alguna presión al ser una artista joven tocando este tipo de temas sensibles?

—Creo que antes me sentía mucho más presionade de esas expectativas y de lo que se pudiera pensar de mi obra, pero ahora estoy en un momento creativo muy libre. Acá hay una idea exitista del artista joven que es nefasta, siempre se busca la obra inédita y eso a mí me jode mucho. Siento que no es justo porque, de partida, no te están pagando por esas producciones inéditas, y segundo, porque se piensa que los artistas tenemos que producir constantemente algo inédito para ser validados. Me considero una artista productiva y muchas veces cuestiono esa productividad, ¿acaso vale la pena cuando en Chile no se valora ese rendimiento? Para mí ha sido importante al menos tener la porfía de resistirme y no trabajar con técnicas tradicionales asociadas a lo mapuche, a pesar de que me interesan. La idea de pensar cómo abrimos otras posibilidades de lenguaje, en el video, en el 3D, en lo digital, cómo pensamos un mundo no colonial con esa tecnología, cómo poder utilizarla a nuestro favor y no en nuestra contra.

¿No son comunes los soportes experimentales entre los artistas mapuche?

—Al contrario, hay una gran cantidad de personas mapuche trabajando con formatos contemporáneos. Artistas como Francisco Huichaqueo, Jeannette Paillan, Eduardo Rapiman o el mismo Bernardo vienen trabajando hace mucho rato con el video, pero eso no estaba tan reconocido ni puesto en valor en las artes visuales. El curador Cristian Vargas Paillahueque está investigando sobre arte mapuche contemporáneo con una lectura hacia lo que pasó antes. Hay un montón de artistas mapuche desde inicios del siglo XX haciendo obra en lenguaje experimental y contemporáneo, es solo ignorancia pensar que ahora lo mapuche está de moda, esa es la idea más violenta que puede haber sobre lo mapuche hoy.

La persistencia de Lotty Rosenfeld, la artista que desafió por cuatro décadas al poder

A fines de los 70 integró el grupo CADA, con quienes enfrentó a la dictadura de Pinochet a través de polémicas acciones de arte en el espacio público. Su trayectoria estuvo marcada por las cruces que dibujó en varias ciudades del mundo como símbolos contra el autoritarismo. En 2015 expuso en la Bienal de Venecia y el año pasado fue candidata al Premio Nacional de Arte. Se fue sin recibirlo. Falleció este viernes, a los 77 años, a causa de un cáncer al pulmón.

Por Denisse Espinoza A.

Una simple línea vertical marca la diferencia entre menos y más. Una simple línea que cambia el significado completo de un mensaje y que en manos de Lotty Rosenfeld se transformó en una acción de rebeldía y resistencia contra el autoritarismo de la dictadura de Pinochet. En diciembre de 1979, la artista egresada de la Universidad de Chile realizaba su primera acción pública: Una milla de cruces sobre el pavimento, en la que trazó líneas horizontales sobre las verticales que dividen las pistas de autos en Avenida Manquehue. La performance, registrada en video, se transformó en una de las obras icónicas de la artista que durante cuarenta años siguió replicándola en lugares emblemáticos del poder como las afueras de la Casa Blanca en Washington DC, la Plaza de la Revolución en La Habana y la frontera entre Alemania oriental y occidental. A medida que el gesto se multiplicó, el alcance político y teórico de su obra también se profundizó.

Carlota «Lotty» Rosenfeld integró a fines de los 70 el grupo CADA y a partir de 1983 el movimiento Mujeres por la Vida.

En 2007, Rosenfeld fue invitada a la Documenta Kassel, Alemania, una de los principales encuentros de arte en el mundo, y en 2015 representó a Chile en la Bienal de Arte de Venecia, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz, en un pabellón curado por la teórica Nelly Richard. Su obra, además, es parte de prestigiosas colecciones como la Tate Gallery de Londres, el Museo Guggenheim de Nueva York y el Malba de Argentina. Sus credenciales la hicieron varias veces candidata favorita para el Premio Nacional de Artes Visuales, galardón al que fue postulada por última vez el año pasado, pero que nuevamente no recibió. Este viernes, la artista falleció, a los 77 años, debido a un cáncer de pulmón que la aquejaba hace largo tiempo. Su legado pionero en el formato de la performance, el videoarte y la instalación la dejarán inscrita de por vida en la historia del arte chileno.

“La muerte de Lotty es un golpe fuerte para las mujeres artistas chilenas. Era una hermana mayor, una mujer increíble, sabia y libre, y una artista icónica y gigante, sobre todo tenaz, y de una resistencia ética y estoica absolutamente admirables”, dice la artista Voluspa Jarpa, quien apoyó su candidatura el año pasado junto a otros artistas, escritores y figuras de la cultura como Raúl Zurita, Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Sol Serrano y Alfredo Castro.

Nacida el 20 de junio de 1943, Carlota Eugenia Rosenfeld Villarreal, más conocida como Lotty, fue una de las pioneras del arte conceptual y performático de finales de los 70 e integró lo que posteriormente se conoció como Escena de Avanzada. De forma paralela a sus obras individuales, integró el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto al artista Juan Castillo, la escritora Diamela Eltit, el poeta Raúl Zurita y el sociólogo Fernando Balcells, con quienes entre 1979 y 1983 realizó diversas y polémicas obras en el espacio público como resistencia a la dictadura. Luego de eso, Lotty trabajó de manera individual en performances e instalaciones, pero también en la recopilación y edición de imágenes en video, con las que siguió entregando un mensaje político contra la obediencia ciega a la autoridad, que cuestionó los discursos oficiales. “Sin renunciar a las matrices que recorren mi obra, me he propuesto trabajar en las zonas que presagian un nuevo escenario, donde se cursan batallas políticas, económicas y culturales. Batallas que se juegan en el territorio de las imágenes y de la tecnología y sus procedimientos comunicativos. He utilizado el sonido como instrumento estructurador de obra. Me ha interesado explorar el discurso fónico, donde la voz testimonial se interconecta con la voz oficial para poner en escena la ‘otra versión’, aquella sumergida por los discursos dominantes. Hoy el neoliberalismo promueve formas de arte que tienden al espectáculo, pienso que lo importante y lo productivo es poner en el espacio público producciones artísticas incómodas a las operaciones de mercado”, contaba la artista respecto a cómo había desplazado su trabajo a otros soportes en una entrevista concedida el año pasado ad portas a su candidatura al Premio Nacional.

En esa ocasión, Lotty también hizo memoria de su trabajo junto al CADA, que partió en octubre de 1979 con la obra titulada Para no morir de hambre en el arte, donde a través de varias acciones abordaron el problema de la pobreza extrema, dotando a la leche del poder simbólico para representar un problema político irrepresentable. Hoy la obra cobra inusitada vigencia en el Chile pandémico y postestallido social.

El colectivo repartió 100 litros de leche entre los pobladores de La Granja en bolsas de medio litro, aludiendo a la política de alimentación infantil de Salvador Allende; consiguieron que camiones de leche Soprole se estacionaran frente al Museo Nacional de Bellas Artes, donde antes habían clausurado la entrada con un lienzo blanco, afirmando que el arte estaba fuera y no dentro del edificio; y distribuyeron frente al edificio de la Cepal el texto No es una aldea, con reflexiones como esta: “cuando el hambre, el terror conforman el espacio natural en el que la aldea se despierta, sabemos que nosotros no somos una aldea, que la vida no es una aldea, que nuestras mentes no son una aldea; sabemos también que el hambre, el dolor significan todos los discursos del mundo en nosotros”. El grupo hizo historia y Lotty seguiría en esa línea con obras que siempre trascendieron la contingencia política de su época.

Intervención de cruces frente al Palacio La Moneda, 1985.

“Las acciones generalmente nos tomaban sólo algunas horas llevarlas a cabo, sin embargo, su logística podía demorar meses para conseguir el objetivo planificado”, contaba la artista el año pasado, quien además recordó los pormenores de Ay, Sudamérica, acción realizada el 12 de julio de 1981, en la que el colectivo logró que seis avionetas sobrevolaran Santiago lanzando textos poéticos. “Esta obra nos llevó más tiempo y mayor astucia. Fue necesario dirigirnos a varios municipios de la periferia de Santiago para solicitar autorización de sobrevolarlos y dejar caer ‘algunos’ volantes poéticos. El texto, que se imprimiría en 400 mil ejemplares, tuvo que ser corregido varias veces hasta que fue aceptado por cada uno de los alcaldes. Ya con la autorización de tres o cuatro comunas, nos conseguimos seis pilotos civiles de avionetas, quienes ni siquiera leyeron los permisos, pero les encantó el texto. Les pedimos que sobrevolaran lo más al centro de la capital que fuera posible. Al aterrizar nos estaba esperando una patrulla de Carabineros. Habían caído panfletos sobre una comisaría de Independencia. Nos llevaron al retén donde el susto y las aprehensiones policiales se solucionaron con unas disculpas y un cheque”, rememoró la artista.

Su compañero de labores en el CADA, Juan Castillo, la trae a la memoria hoy. “Los recuerdos son muchos y se atropellan. En todo colectivo las dinámicas son diversas porque los roles pueden variar y variaron muchas veces, pero fundamentalmente con ella nos ocupábamos más de la visualidad de los trabajos que desarrollamos. En todo caso, mi relación con Lotty es de antes del CADA y siguió mucho después, era ella quien me importaba, ella y su obra”, dice el artista visual radicado en Suecia. “Su trabajo es icónico, porque abrió muchos sentidos. La posibilidad de intervenir nuestra señalética cotidiana, abrir muchas lecturas que, pasando por el No+ del CADA, fue a marcar el No para la vuelta a la democracia y sigue vivo hoy en día en todas las manifestaciones sociales”, agrega Castillo.

Por su parte, el poeta y Premio Nacional de Literatura, Raúl Zurita, prefiere dedicarle un verso a quien también fuera su compañera de colectivo.

“Casas de 40 pisos 

muchedumbres de color 

millones de circuncisos 

y dolor dolor dolor

Adiós Lotty Rosenfeld”

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El legado de una artista feminista

Tras la desarticulación del CADA en 1983, Lotty Rosenfeld siguió ligada a las acciones de arte cuando se integró al movimiento Mujeres por la Vida, que reunió a mujeres opositoras a la dictadura de diversas profesiones, afiliaciones políticas y orígenes sociales, pero que tenían la meta común de restaurar la democracia. Entre ellas estuvieron las periodistas Mónica González y Patricia Verdugo, la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Kena Lorenzini. Esta última trabó una estrecha amistad con Lotty Rosenfeld. “Nos conocimos y enganchamos altiro por el sentido del humor que ambas teníamos y porque además era artista visual y a mí me encantaba ese mundo, y nos hicimos muy amigas. En Mujeres por la Vida ella era pieza fundamental, decidía la visualidad, cómo iba a ser la forma en que iban a hacerse las acciones del colectivo. En el fondo, hacía carne nuestras ideas”, cuenta Lorenzini.

«Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra»

Lotty rosenfeld, 2019

“Ella era una creadora total que vivía del arte, para el arte y por el arte, y también por el sueño del final de todo este sistema. Era, por sobre todo, una persona muy libre, que se autogobernaba, que hacía lo que ella pensaba y quería hacer, y eso era muy hermoso y un ejemplo de vida. Para mí fue clave encontrarme con una mujer así, estar al lado de una persona que pensara todo lo contrario a lo que pensaba la gente que circulaba por el mundo”, agrega la fotógrafa.

En Mujeres por la Vida, Lotty Rosenfeld siguió trabajando codo a codo con Diamela Eltit. Juntas realizaron una serie de entrevistas a mujeres fundamentales para el movimiento feminista chileno. Así, entrevistaron a la sufragista Elena Caffarena (1903-2003); a la primera mujer en ocupar un escaño en el Senado, María de la Cruz (1912-1995); a la diputada socialista Carmen Lazo (1920-2008); a la socióloga y política Mireya Baltra (1932) y a la profesora Olga Poblete (1908-1999), entre otras. El archivo inédito fue donado el año pasado por las artistas al Centro de Estudios de Literatura Chilena (CELICH), de la Facultad de Letras UC.

Sin embargo, la obra emblemática en la trayectoria de Lotty Rosenfeld sería sin duda la Milla de cruces… y el signo No+. Para ella la continuidad de ese trabajo fue también la constatación de una tensión política que ha seguido repitiéndose en la historia de las sociedades. “He insistido sobre la circulación de los discursos con que se ordena a los cuerpos individuales, haciéndolos políticamente sumisos. No sólo he persistido durante años en el trabajo con el signo (+), sino que he realizado obras en distintos lenguajes y soportes que muestran los procedimientos automáticos de sometimiento. Mi trabajo es un relato visual que se niega a concluir porque transita a la par de una historia que va otorgando nuevos relieves y sumando nuevos sentidos a la obra”, decía en 2019 sobre el motor de su trabajo.

Registro de la intervención en Documenta Kassel, en 2007.

Para el artista Camilo Yañez, Lotty Rosenfeld logró algo difícil, pero trascendental en el mundo de la visualidad. “Lotty construyó un signo mínimo, particular que se volvió universal. Reivindicó a las mujeres sus derechos y sus luchas, reivindicó la disidencia y finalmente logró darle lugar y voz al desacato frente a las injusticias de este país y del mundo”, dice el también curador quien trabajó con la artista en varias exhibiciones, la última fue Otrxs Fronterxs, el año pasado. “Mi último contacto con ella fue en marzo pasado, estábamos coordinando la entrega de sus obras después de la desmontar  en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos donde participó con múltiples fotografías de sus acciones. La pandemia y la cuarentena impidieron el encuentro. Siempre fue una artista, generosa, comprometida y coherente. Era, sin lugar a dudas, una merecedora del Premio Nacional”, agrega Yañez.

Aunque Lotty disfrutó del reconocimiento de su obra, durante su trayectoria también debió sortear la censura y el desconocimiento, incluso en contextos altamente artísticos, como en 2007, durante su participación en la Documenta Kassel, cuando la reversión de su obra Una milla de cruces sobre el pavimento fue destruida por error por el servicio de limpieza de la ciudad. “Más allá de la anécdota, esto habla del carácter irrecuperable de mi obra. El que hubieran retirado y botado a la basura toda la milla de cruces trazadas en la noche anterior a la inauguración reafirmó la vigencia de mi obra. Afortunadamente, la acción alcanzó a ser registrada en video y fotografía, por aire y por tierra. Tengo las más bellas imágenes de este trabajo, pero mi propósito de que Google Earth hubiera recogido esta milla de signos (+) se vió frustrada”, contó el año pasado.

En estos últimos años, la artista mantuvo su trabajo en el espacio público. En 2018 realizó tres acciones: en la puerta de Alcalá en Madrid, frente al Coliseo en Roma, y en el puente del Cuerno de Oro en Estambul. Esta última fue en reemplazo de una intervención que la artista había intentado realizar desde 1997: trazar un signo (+) al centro de uno de los puentes del Bósforo que une Asia y Europa, usando como horizontal la estela que deja una embarcación al cruzarlo. La situación política y el financiamiento impidieron hacerla. “Las migraciones, el tránsito libre en las fronteras y los traspasos generacionales se unen en este proyecto que quedará como desafío legado”, decía Lotty el año pasado.

Intervención artística de Delight Lab para el 8M de 2018, inspirada en la obra de Lotty Rosenfeld.

Ese legado, sin embargo, ya estaba en marcha. En 2018, el colectivo Delight Lab -que se han hecho conocido por sus proyecciones vinculadas a la protesta social- homenajeó a la artista para el 8M, proyectando el No+ en los edificios ubicados sobre el Teatro de la Universidad de Chile, en plena Plaza Italia. Esta noche volverán a hacerlo con una nueva proyección en el edificio Telefónica a raíz del fallecimiento de Lotty Rosenfeld. “Para nosotros es un referente directo en nuestro actuar. Finalmente, ella lleva el discurso crítico a un formato artístico, al espacio público, y se toma ciertos aspectos de la ciudad para poner en cuestionamiento las injusticias, sobre todo durante la dictadura y en su proyecto Mujeres por la Vida. El 2018 la contactamos y de inmediato nos dio su apoyo para el proyecto y luego supimos que había quedado muy contenta. Por eso, para nosotros es un súper potente referente, y si bien sentimos la pérdida de su muerte, al mismo tiempo queremos celebrarla como artista, porque su obra está más que vigente”, afirma Octavio Gana, miembro de Delight Lab.

Adiós Machuca

Por Federico Galende

Machuca no era un crítico de arte. Esa definición le quedaba corta y lo excedía a la vez, porque su estilo era más bien el de quien extraía de la materia desvalida y suntuosa del arte los retazos con los que armaba su teoría personal del conocimiento. Esta teoría conjugaba una poética profundamente intuitiva con una filosofía de los transportes: tomaba algo de acá para llevarlo allá y viceversa. Su método era el del pelambre, pero porque el pelambre era un aparato de portabilidad. Y por eso no se esforzaba —como suelen hacerlo las críticas o los críticos— en explicar sus invectivas, que atesoraban cuotas parejas de gracia e injuria a la manera de un Borges con calle. Esas explicaciones que no daba a nadie, tampoco las solicitaba.

Guillermo Machuca, crítico de arte y docente de la Universidad de Chile, fue hallado muerto el 8 de junio pasado en su departamento de calle Antonio Varas. Tenía 58 años.

Machuca usaba el lenguaje en estado de ebullición, como agolpamiento libre de las palabras y como sustancia volátil. No le importaba lo que uno dijera; lo que le importaba era el espacio que se formaba entre las palabras, los gestos, el decorado y las circunstancias. De todo eso extraía la esencia cómica de la vida, que imaginaba como un texto abierto por voces anudadas en bares, galerías y esquinas. En esto era un experto, no porque aspirara a alguna experticia, sino porque estaba especializado involuntariamente en el poder. Su único antecedente en esto era Kafka, quien como se sabe hizo de esta especialidad el fundamento de toda su literatura, quizás la mejor que se escribió durante el siglo XX. Machuca era también una suerte de Kafka, un Kafka cocinado en el punk y vertido en pócimas refinadas y venenosas. Jamás conocí a alguien que, siendo tan indiferente al poder, lo pensara de un modo así de radical.

El poder era para él una forma de lo humano, una forma inmanente a la vida, y precisamente por esto vivir le daba vergüenza. Cargaba el peso de esa vergüenza en la rigidez de sus hombros, en sus pies lentos e inconmovibles, como si vivir significara estar destinado, algo que alcanzaba a comunicar con esos ojos que se movían chispeantes pero confinados a ocupar un segundo plano detrás de la malla de carne que los rodeaba. En esto estaba todo: en su dificultad para soportar que se aspirara a una forma y en la fatalidad de corroborar que la vida era a la larga modelada por esta. Residía quizás aquí el secreto que le impedía servirse la vida de un modo más fácil, y de esto provenía a la vez la dificultad de conversar con él sin tratar al mismo tiempo con su doble.

Había dos Machucas, y en general uno se relacionaba con el que él empujaba hacia afuera levantándole las compuertas a las palabras, que salían a chorros para recubrir por detrás la plegaria del solitario que interrogaba con circunspección la tristeza del existir. Machuca pertenecía al selecto grupo de los críticos y las escritoras que concebían la vida como degradación, y este juicio delicado lo convertía en un piloto suicida. No sabía frenar en las curvas, y si respetaba alguna era porque perduraba en él un tipo de clasicismo. Era el clasicismo que empleaba para su escritura, un modelo tomado del tardoromanticismo del siglo XIX y reinterpretado a la luz de las mitologías de Barthes, lo que le permitía no dejarse vencer por el caramelo de las causas organizadas. No era un revolucionario, era un amante de las inocencias que padecían los seres que no tenían cómo cambiar el mundo, un enamorado discreto de las pequeñas supervivencias que flotaban en el abandono y el desamparo, en todas aquellas y aquellos que se habían venido a pique donándole al universo de las causas un último testimonio de indefensión y de pena.

Él mismo portaba esta pena, que rodeaba de una poética única y totalmente curiosa: la del que habla por lo que no dice. Y esto que no decía era la muerte de la que esperaba una segunda chance, una que concibió como su parte faltante y a la que confió en secreto la sombra completa que un día trazaría en todas nosotras, en todos nosotros. Sabía como pocos mostrar el mundo en la boca de la decrepitud y la humillación, y atisbaba en la nada su salvataje, que en sus libros, agudos y magistrales, decoraba con un manejo de écfrasis y enumeraciones que diagramaban la edad de todas las inocencias. Lo hacía recuperando los gestos sencillos que veía transitar en los bares, las pocilgas y las madrigueras de los perdedores. Tenía una banderita en el corazón (uno de los corazones más nobles que conocí en mi vida) y esperaba el momento en el que pudiera bajarla para decirnos que por fin se había estacionado donde siempre había querido. Había nacido para pensar en serio, y pensar en serio lo llevó a considerar la vida como un chiste pasajero, minado de chispas y atribulaciones.