Las novelas dentro de la novela

«Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos», escribe la crítica Lorena Amaro sobre Isla Decepción, el último libro de Paulina Flores.

Por Lorena Amaro

En Rizoma, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirman que un libro puede ser una “máquina de huidas”: “hay líneas de articulación o de segmentariedad, mapas, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación”. Pienso en cómo funciona esto en el caso de Isla Decepción, primera novela de Paulina Flores, que presenta la historia de un fugitivo del mar, el coreano Lee Jae-yong/Yu Ji-tae, que arriba a las costas de Punta Arenas, donde es protegido por Miguel y su hija, Marcela, ambos también nómades que escapan de su pasado. Cada uno aporta una línea narrativa que Flores procura multiplicar, en cada caso, para abrir otros relatos: las vidas de los compañeros de Lee en el Melilla, chimao o buque factoría chino que pesca y procesa calamares en alta mar; las vidas de los familiares de Miguel y Marcela en un campo situado en la frontera del conflicto mapuche; la violencia intrafamiliar en la dolorosa relación de Miguel y la madre de Marcela, Carola; el destino secreto y azaroso que hizo de Yu Ji-tae un marinero.

Pero como ocurre también en Qué vergüenza, su primer libro de relatos, a momentos muy bien logrados en la construcción de atmósferas e imágenes, les siguen también no pocos episodios fallidos, casi inexplicables viniendo de una misma imaginación narrativa. La novela pone foco primero sobre Miguel y Marcela. Él ha abandonado a su familia para ir a refugiarse en la lejanía de Punta Arenas, donde desarrolla diversas actividades vinculadas con el mundo portuario; ella ha dejado inconclusas dos carreras universitarias y, aparentemente acostumbrada a hacerse autozancadillas, ha perdido además de su trabajo la relación que tenía con Diego, algo menor que ella y hermosísimo, a quien conoció en la escuela de cine y que ha logrado insertarse en la industria, a la que ella también alguna vez aspiró a ingresar. En medio de un caos existencial, abandonada de todo y medio alcoholizada, decide ir a ver a su padre al sur, y se encuentra con que Miguel oculta a Lee en su casa.

La narración de todos estos hechos no es neutra; con cierta banalidad y un lenguaje encorsetado subraya sobre todo los rasgos de la hija, que resultan muy poco memorables. Este relato marco no alcanza ni de cerca al mayor acierto del libro: las terribles y bellas páginas del extenso capítulo “Un día en el Melilla”, en que el narrador en tercera persona sigue, distante, objetivo, como una cámara, los movimientos de los tripulantes, auténticos esclavos, que vagan por aguas internacionales en una cárcel flotante. “Solo los oficiales conocen las fechas y las horas” en este barco fantasma, errante: “ha visto la marca de fabricación: 1966. Suena el año de alguna guerra y la inscripción, oxidada por completo, parece una lápida” (113). El Melilla es también una especie de torre de Babel postmoderna, en que tagalo, chino, coreano e indonesio se entremezclan; las observaciones sobre estas lenguas, sus entonaciones y colores, dan cuenta del universo abigarrado, enorme y diría incluso metafísico del relato. Lee percibe a su alrededor un mundo acústico en que la intemperie es una lengua más; se expresa en el insistente graznido de las gaviotas. La humedad, el trabajo mecánico, el dolor, la extensión del mundo se dejan sentir en la prosa: “El timbre anuncia el fin de ese turno. Lee deja colgar sus brazos y un cansancio nuevo se suma al resto de sus dolores corporales. Observar el cielo no requiere de ningún esfuerzo. El cielo es la otra mitad del único paisaje a la vista, uno frío y neutral”.

Así como Conrad construye al siniestro Kurtz de El corazón de las tinieblas, la presencia del mal en esta nave se hace presente en las condiciones de vida de sus pasajeros y en el ominoso poder de personajes como el torturador y violador Kang (“Silbidos”) o el sibilino capitán Park, quien le advierte a Lee: “la gente solo presta atención a aquello que puede ver. A lo que tiene brillo, si prefieres. Pero nosotros aquí, en medio del océano, somos completamente invisibles. Prácticamente no existimos para el resto del mundo”. Están en “aguas de nadie” y sin embargo ese lugar abierto y libre se convierte para los torturados tripulantes en un espacio claustrofóbico en que una de las escenas más atroces es cuando Lee se ve obligado a participar de una pelea desordenada, caótica, de todos contra todos, un amontonamiento de cuerpos prácticamente concentracionario: “Alguien le pisa la mano. Él se apoya en un cuello que encuentra al paso y está a punto de levantarse cuando lo toman por la cabeza y lo hacen rebotar una vez más contra las tablas”.

 “El horizonte está por amanecer y la superficie del agua, completamente lisa. El capitán Park le contó que ese tipo de marejada lleva por nombre Espejo, y aunque no es un término muy creativo, resulta asombroso ver el mar así de liso”, escribe Paulina Flores y en efecto, el mar es el espacio “liso” (Deleuze y Guattari) por excelencia, por donde transitan libremente los nómades, un lugar de multiplicidades, no normado, a diferencia del espacio estriado o regulado ordenado por el Estado, demarcado como si fuese un dibujo de casillas. Y la anomalía que relata Flores es, precisamente, ésta: precisamente en la inmensidad de lo no regulado y libre, aparece la heterotopía de la nave, con sus propias y crueles reglas, cerrada, atravesada de jerarquías y castigos, en que estos hombres, apenas humanos, desarrollan, en condiciones mínimas, sus afectos, sus lealtades, el deseo de vivir y de morir.

La escritora Paulina Flores. Crédito: Paloma Palominos

La diferencia entre las dos partes de la novela (Marcela y Miguel vs. Lee) es sorprendente. Es tentador pensar qué hubiese ocurrido si, como relata Flores en una entrevista, hubiese desarrollado las treinta historias de los tripulantes del Melilla para dejar a un lado a sus protagonistas chilenos. ¿Cómo habría sido esta novela si hubiese albergado solo el imponente relato del barco, en que una gran escritora logra, después de mucha investigación, asomarse y crear la atmósfera impresionante de la otredad? ¿Será verdad que un novelista es, sobre todo, alguien que oye voces, y será por eso que al indagar en la historia lejana de Lee logra ser la médium de todas esas experiencias erráticas y deslumbrantes?

Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos. Marcela, en cuyo departamento encontramos la poco sorprendente imagen de un espejo quebrado, resulta una especie de alter ego autorial: una mujer joven, algo desencantada, que desea ser directora de cine. Pero algo falla en su historia de amores y desamores, aburrida, plana, sin mayor interés. Aunque se enfatiza mucho la inteligencia y singularidad del personaje, resulta bastante banal. La narración pasa la aplanadora por las circunstancias más dramáticas de su historia familiar, en que asoma la violencia. Hay, además, en estas partes de la novela, numerosos errores, por ejemplo un enfrentamiento de Marcela en la calle con un grupo de Fuerzas Especiales, en el marco de una protesta, que queda trunco. Los diálogos, sin mayor interés, se combinan con frases poco afortunadas –“Ella tenía lo esencial en cuanto a simetría”—, como si una brújula se hubiese roto, como si de pronto su autora hubiese perdido la sutileza que la caracteriza en otros momentos de su texto.

Lo más remarcable en el encuentro de Marcela y Miguel con Lee es, una vez más, la figura del coreano: él es el silencio contra el cual padre e hija construyen sus propios discursos, proyectando sus afectos como en un lienzo en blanco. La distancia lingüística es una vez más un motor narrativo importante y muy sagaz de parte de Flores, quien intenta incorporar también algo de esto al lamentable y forzado pasaje sobre la violencia estatal en Wallmapu, tema contingente y de enorme peso en la política chilena actual, pero que se narra con torpeza y didactismo; la descripción del satun o ceremonial curativo de ese pueblo y la posterior represión policial parecen demasiado ingenuos y poco trabajados al lado del relato del Melilla.

Esa dolorosa belleza del relato extraterritorial reaparece en una escena de Marcela y Lee en el cementerio de Punta Arenas. Es posible sentir allí el viento que barre con lo conocido y abre líneas de fuga, situando a los personajes lejos de todo. Lee reza por dos compañeros que no lograron llegar a puerto con él. Sus cadáveres han sido hallados también en el mar, sin sus ojos, devorados por los peces: “Marcela pensó en las cuencas de sus ojos vacías (…). No en un sentido morboso, sino en el espacio cóncavo; como los agujeros de una carretera que ya nadie usa o los cráteres de la luna; la posibilidad de hundirse en aquellos huecos, esa sensación. Parecía extraño que siguieran ahí, a la espera de algo más, de ser llenados”. En el contacto con los muertos retorna el mundo acuático, tan bellamente narrado por la autora: “Ella vio sus párpados lisos y algo en la cuenca de sus ojos. Podría haberse tratado de una mantarraya, una criatura que permanece bajo la superficie, rondando”.

En los últimos capítulos se retoma la historia del Melilla hasta llegar al punto de partida de la novela, ese 6 de diciembre en que recogen a Lee agónico de las frías aguas de Magallanes: “Está vivo, se dijo, pero no resopló con tranquilidad, sino por el contrario: la sonrisa que creyó distinguir en la boca del náufrago (…) hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda”. Quien llegue hasta el final de este relato descubrirá por qué Lee sonreía. Una épica marina alucinante, que poco tiene que ver con la historia de Marcela, más cercana a lo que Diamela Eltit ha llamado “narrativas selfie”, de las que Flores podría desmarcarse.

Isla Decepción
Seix Barral, 2021
362 páginas
$15.900

Sacralidad y profanación

“Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino”, escribe Patricia Espinosa sobre Trama, antología de Eugenia Brito.

Por Patricia Espinosa H.

Eugenia Brito tiene una amplia y sólida obra poética que justifica plenamente la aparición de Trama, antología realizada por la propia autora. Su itinerario de libros publicados comienza en 1984, en plena dictadura. No es un hecho menor escribir bajo amenaza, donde la escritura era la posibilidad de parecer culpable de insurgencia. Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino.

La antología Trama se divide en ocho segmentos donde se seleccionan poemas de cuatro de sus libros: Vía pública (1984), Filiaciones (1986), Emplazamientos (1992), Dónde vas (1998) y “Veinte pájaros”, texto publicado en la revista boliviana El Zorro Antonio en 2015.  Si bien toda antología queda siempre a criterio del compilador, se echa de menos la presencia de poemas publicados en sus libros Extraña permanencia (2004), Oficio de vivir (2008) y A contrapelo (2011).  Esta inclusión permitiría tener una visión mucho más integral de la escritura de esta gran poeta.

Brito asume en su escritura una política donde emerge una voz en crisis, inserta en el horror, que necesita decir deconstruyendo la lengua, la escritura, yendo más allá de los límites de lo enunciable.  En el presente las y los escritores/as  intentan tematizar la crisis, olvidándose de la sintaxis. Esta disociación implica una despolitización de la forma.  Por tanto, el privilegio contenidista y la subordinación de la materialidad de la palabra. Brito, en cambio, ha sabido desde siempre que escritura y crisis van de la mano y que, por lo mismo, la poesía es un territorio privilegiado para la confluencia de una estética de la confrontación, el testimonio y la denuncia.

La poesía de Brito es experimental, de vanguardia, siempre, no solo en un contexto de dictadura, sino también en la posdictadura. En ambas temporalidades, la poeta va siempre más allá de la convención del género y del decir, sin abandonar jamás su preocupación rigurosa por el lenguaje y los modos de decir. Esta continuidad está anclada en la reelaboración constante de una escena donde la violencia contra seres marginados, fundamentalmente mujeres, es lo protagónico. La violencia como signo permanente permite la construcción de una alegoría nacional que nos remite al acontecer continuo de una realidad apocalíptica, una degradación que no cesa, donde solo quedan fragmentos esparcidos de viejos mitos y creencias.

Si tuviera que comparar los primeros libros de la autora con su producción de fines de los años 90 en adelante, diría que la gran diferencia es haber dejado atrás cualquier esperanza. Brito elabora un trayecto creativo donde solo queda en pie la derrota y, por supuesto, la escritura.

En Vía pública —el volumen iniciático, el germen de su escritura— es posible advertir con exactitud el proyecto estético de la autora. Debo agregar que no es común que un primer libro sea capaz de dar cuenta con tanta destreza de un trabajo artístico donde confluirán las obsesiones que Brito ha desarrollado en la totalidad de su obra.  Me refiero con esto a temáticas como la mujer, la ciudad, la violencia, la represión, el desamor, la religiosidad, la muerte, el suicidio y, por supuesto, la patria.  

Desde mi perspectiva, Brito es nuestra gran poeta de la metrópolis. Su escritura, por tanto, es como señala Adrienne Rich, localizada. En Vía pública, Brito así dice: “parto de mi ciudad y de sus voces/ veladas” (Tramas 89). Voz que afirma posesión y constata otredades veladas. El velo, recurrente en su escritura, me lleva hacia otro término, aún más constante en la poesía de Brito, quien así señala: “Los que habitan afuera/ me han dicho/ que van a cubrir de gasa toda la ciudad” (Tramas 16), “Sucede que la gasa me partió el alma en dos” (Tramas 17), “El sueño del abandonado/ corta al desnudo el velo de sus sienes/ en la ciudad cubierta de gasas/ El cuerpo se esfuma entre cenizas (Tramas 53). Gasa es un término que en la escritura de Brito asume la condición de dispositivo, que permite entrever lo real, sin clausurar la visión, sino que dejando atisbar indicios de lo que hay tras ella. Brito, por tanto, acude al término gasa para dar cuenta de una representación velada de la realidad, una realidad también enferma, en duelo perpetuo.

Su mirada focaliza y se emplaza, así queda manifiesto en su poema “Metro de Santiago de Chile”,  donde visualiza este sitio como un “altar” de los “parias” (Tramas 23) para luego agregar: “La máquina, la máquina seduce con este socavón/ que a tanto esclavo oprime y es esbelta la franja/ que los guarda. Dulce la promesa de su respiración” (Tramas 27). Leo acá un acierto simbólico impresionante. La poeta reconoce el carácter de fetiche del Metro, lo cual desde hoy nos permite vincularlo con las posibles motivaciones de la quema del Metro durante octubre de 2019. En el segmento de esta antología “Las alucinaciones de Metro”, también del libro Filiaciones, la autora propone un punto de vista entre una tercera y una primera persona que remiten a una escena. Se trata de un cuerpo de mujer y una voz que se pregunta por lo que es, por aquello que le dicen y por lo que oye. La esteparia es el nombre de esta voz femenina que no duda en reconocerse cautiva (Tramas 48).

Otro símbolo importante en la escritura de Brito es la Virgen. La divinidad, ubicada en el cerro que domina toda la ciudad, aparece como una lejanía que la voz lírica femenina confronta denominándola “Madre”. En el segmento de este libro titulado “A la poderosa madre de Chile”, la hablante establece un contrapunto con la figura material, el monumento, pero también apela a un universo simbólico que permite la convergencia y el distanciamiento entre dos sujetas. Así, la poeta nos dice: “Cómo suben hasta tus genitales/ madre/ cómo te lavan los hijos/ madre/ cómo me lavaron a mí/ madre/ que ya no me oigo de tan acurrucada” (Tramas 39).  La voz lírica acusa haber sido lavada/purificada en su genitalidad, al igual que la Virgen; aun cuando ambas han sido violentadas, una permanece en su sacralidad y la otra, en el lugar de la profanación. La Virgen se ciega, acusa esta escritura, ante la agresión que experimentan sus fieles, sin embargo, tal como aparece en el poema “Alucinaciones del Metro”, la hablante ruega a la Virgen-Madre: “No me traiciones, madre, / aulló. / Sosténme, no me dejes que me han herido los pies estos fantasmas” (Tramas 49).  Destaco el enunciado intercalado “aulló”, que remite a una tercera persona, una voz panóptica, cercada por la apelación desesperada a la figura divina.

Brito escribe a partir de una sintaxis tan quebrada como la realidad.  Elabora escenas oscuras,  dolorosas, siempre ligadas a una corporalidad y a un contexto de violencia. La mujer errante que transita balbuceando su historia, la mujer que emite un discurso posromántico al amante desaparecido, la mujer que asume la voz de las hermanas Quispe, de los desaparecidos y torturados, remarca su “falta”, aquello que le han restado. Para contrarrestar la disolución, en el libro Emplazamientos (1992), la sujeta señala: “Deshacer la realidad vista por el espejo/ ¿qué me dicen del hueco?” (Tramas 67). Estos versos permiten abordar parte de la poética de Brito: deshacer o deconstruir la realidad, que se disemina, que no es una. Asumiendo, además, la existencia de un “hueco”. De tal manera, es posible asociar oquedad con genitalidad material, corpórea, la cual configura como: “hueco genital” (Tramas 85), “el genital hundido” (Tramas 86), “esta genitalidad tan débil y violenta, mi magra y terrible boca corporal” (Tramas 114). Genitalidad hundida (en oposición a protuberante como el genital masculino) que clama escritura y se impone como un deber.

Eugenia Brito es un referente poético, una escritora comprometida literaria y políticamente, creadora de una estética sobre la violencia y la sujeto mujer, a estas alturas, fundamental para la poesía; además ha sido inspiración para innumerables mujeres poetas. Hace bastante tiempo que su obra merecía una antología como esta.

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Trama
Eugenia Brito
Mago Editores, 2020
166 páginas
$14.000

Masculinidades, duelos e incertidumbre

“La novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales”, escribe Lucía Stecher sobre No es un río, de la argentina Selva Almada.

Por Lucía Stecher

Tres hombres, un bote, un río y el esfuerzo concentrado de la pesca: desde su primera página No es un río, la última novela de la escritora argentina Selva Almada, nos transporta a un universo cuyo ambiente evoca el de la narrativa de Juan José Saer y Horacio Quiroga.

Mediante un lenguaje conciso, preciso y de gran intensidad poética, No es un río invita a una inmersión completa en un mundo en que el río, el monte y sus personajes humanos se transforman en realidades a la vez cercanas y lejanas, reconocibles y extrañas, comprensibles y misteriosas. Con esta novela, Selva Almada, nacida en 1973 en la provincia de Entre Ríos, cierra lo que ha llamado su “trilogía de varones”, que incluye las novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013).

En su último trabajo, publicado en 2020 por Literatura Random House, dos hombres “cincuentones” llevan a pescar a Tilo, el hijo de su desaparecido amigo Eusebio. A través de un relato fragmentario, la voz narrativa va reconstruyendo la historia de tres amigos inseparables, Eusebio, el Negro y Enero Rey. Sabemos pronto que Eusebio murió ahogado en el mismo río en el que ahora pescan su hijo y sus amigos. La amistad entre esos hombres, hecha de silencios, complicidades y también traiciones y venganzas, configura la línea principal de la historia que cuenta No es un río.

El río es el eje en torno al cual giran la vida, la muerte y la historia de esa amistad masculina. La estructura de la novela —sin división de apartados y con una configuración visual que por momentos se acerca más a la poesía que a la prosa— parece replicar el movimiento sinuoso del río, que divide el mundo de la novela en dos: por un lado, está el pueblo en el que viven los amigos, luego el río, el monte y, en la orilla opuesta, la isla. En el presente de la narración, los amigos despiertan las iras de los isleños por matar a tiros una raya gigante y luego botar su cuerpo al río. Se usaron tres tiros cuando hubiera bastado uno, y, lo peor, la muerte de la raya fue totalmente en vano. “No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz… Arrancada al río para devolvérsela después. Muerta.” (77) Aguirre, uno de los personajes de la isla, critica en esos términos el abuso de los pescadores hacia la naturaleza, a la vez que dota a la raya de un aura de misterio que comparte con el río, el monte y toda la vida vegetal y animal que los rodea.

La escritora argentina Selva Almada. Crédito: Literatura Random House

Aunque parezcan enfrentados por sus orígenes y vidas en las riberas opuestas del río, todos los hombres de la novela comparten una serie de rasgos que los muestran más parecidos que distintos. Los vínculos que los unen y los conflictos que los separan tienen más que ver con hechos que con palabras: hacen cosas juntos, hablan poco, se enfrentan a golpes, compiten entre sí por las mujeres. La voz narrativa muestra, sin juzgar, la coexistencia de rasgos machistas y violentos con gestos y sentimientos de ternura y solidaridad. Un mismo personaje, como Aguirre, es a la vez brutalmente violento —con los pescadores— y muy empático —con su hermana—. Con pocas palabras, esta magistral novela construye personajes complejos y matizados, capaces de sentimientos y reflexiones como las de El Negro en la siguiente cita:

Recién salido del monte, el Negro se detiene a tomar aire. Los ve sentados equidistante. Tilo un muchacho como el que fueron. Enero un hombre como él, poniéndose viejo como él. ¿En qué momento dejaron de ser así para ser así?

Mira hacia la orilla. Las bandadas de mosquitos tiemblan como espejismos sobre el agua. Con las últimas luces del crepúsculo los ve revolotear de a decenas sobre la cabeza inclinada de Tilo, tan en la suya. Los ve también sobre el cuerpo de Enero. Tiene el lomo negro de mosquitos. Lo ve levantar los dos brazos morrudos, moverlos lentos como las aspas de un ventilador, espantarlos con el movimiento sin derramar una gota de sangre. Algo en ese gesto lo emociona. Algo en la imagen de los dos amigos, el muchachito y el hombre, lo emociona. Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por dentro (26-27).

El Negro observa desde fuera un vínculo que lo emociona. También repara en el paso del tiempo —“en qué momento dejaron de ser así para ser así”—, en Tilo que no solo encarna lo que dejaron de ser, sino también la huella del padre y amigo ausente. No son frecuentes estas escenas de contemplación y emoción en el libro; son como pozos escasos pero profundos que aportan a la singular atmósfera de la novela.

La cita anterior también permite asomarse brevemente al estilo de No es un río. Las frases en general son cortas, precisas y descriptivas: trazan a pinceladas el pueblo, el río, el monte y la isla; muestran, con palabras tomadas del léxico local, las acciones y diálogos de los personajes. Ya en la primera página, en la escena de la pesca, la voz narrativa se confunde con la de Enero Rey en las instrucciones que da a sus compañeros: “Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue” (11). Como una letanía, monótona y repetitiva, las órdenes de Enero transmiten el cansancio que deja el esfuerzo prolongado: “Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara” (11).

Para finalizar, quisiera volver al principio, es decir, al título de la novela y todo lo que instala. En primer lugar, parece negar lo que desde las páginas iniciales reconocemos como el escenario principal de los hechos: el río. Pero más adelante vemos que lo que se niega no es el sustantivo sino el artículo: “no es un río, es este río” (76). Lo mismo ocurre con la raya cazada por los pescadores: “No era una raya. Era esa raya” (77). Del mismo modo indirecto, pero sugerente, se refiere un personaje a las hermanas que luego sabemos que habían muerto en un accidente: “No sea zonzo amigo, no ve que ya no son. ¡Ya no son!” (65). La novela articula otro núcleo denso en torno a estas hermanas, que aunque “ya no son”, tienen un protagonismo innegable en sus últimos apartados. Al accidente de Eusebio en el río se suma así el de estas hermanas y cinco jóvenes más. El duelo ya no es solo el de los amigos y el hijo de Eusebio, sino también el de la madre de las chicas, quien sigue esperando que vuelvan, suspendida entre la vida y la muerte en el hipnotismo de la contemplación del fuego que calma momentáneamente su dolor. De este modo, la novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales.

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No es un río
Selva Almada
Literatura Random House, 2020
144 páginas
$6.900

¿Acaso seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?

El incordio entre Hélène Devynck y su exmarido Emmanuel Carrère a propósito de Yoga —novela en la que el escritor habría roto el acuerdo de no mencionarla en sus libros tras su divorcio—, es desmenuzado por Ignacio Álvarez para preguntarse ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? Las reglas de la literatura y la moral son distintas, dice, pero también sospecha: «no parece tan descabellado pensar en una especie de ‘ética de la ficción’ que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado».

Por Ignacio Álvarez

Los hechos son los siguientes: Emmanuel Carrère publicó el año pasado su nueva novela, Yoga, en donde cuenta, entre otras cosas, un episodio de depresión severa que lo llevó hasta la internación y el electroshock, y el fin de su matrimonio con la periodista Hélène Devynck. Ese divorció implicó, además de los daños emocionales, una cláusula en la que el escritor se comprometía a no hablar de ella ni mencionarla en los libros que en adelante fuera a publicar. El acuerdo no solo es curioso e infrecuente, sino francamente difícil de cumplir para alguien, como Carrère, cuya trayectoria ha consistido en contar su propia vida (El Reino) o bien la vida de los demás (El adversario, Limónov, su biografía de Philip K. Dick). En Yoga hace una especie de revisión de ese modo de escribir, y termina subiendo su apuesta al máximo. Allí declara lo siguiente: “Tengo una convicción, una sola, relativa a la literatura, bueno, al género de literatura que yo practico: es el lugar donde no se miente. Es el imperativo absoluto, todo lo demás es accesorio, y creo haberme atenido siempre a ese imperativo. Lo que escribo es quizá narcisista y vanidoso, pero no miento”. Como cualquier lector de novelas puede adivinar, todo termina mal. Devynck leyó una primera versión de Yoga y, pese a las prevenciones de Carrère, ejerció su derecho a suprimir algunas partes del texto. El escritor se quejó amargamente de ello en una entrevista que le hizo Vanity Fair, y en la réplica publicada en el número siguiente Devynck hizo una pregunta que me ha dejado pensando largamente durante estas semanas: “¿Acaso no tengo derecho a separarme y seré, hasta la muerte, el objeto de las fantasías de mi ex marido?”.

El escritor Emmanuele Carrère. Foto: María Teresa Slanzi.

La pregunta se puede plantear de una manera un poco menos personal: ¿qué derecho tiene un escritor o una escritora para hablar sobre los demás en sus obras? ¿Pueden esas personas evitar ser mencionadas? ¿Tienen el derecho a rectificar la versión de sí mismos con que se los pinta? ¿Ante qué tribunal podrían alegar un tratamiento injusto?

Supongo que desde el derecho o desde la ética existen respuestas rápidas y sencillas para estas cuestiones. Como expuso en Twitter hace unas semanas la editora Andrea Palet, los hechos no le pertenecen a nadie, y menos a sus protagonistas. Todos podemos entregar nuestra propia versión de las historias que conocemos y nos interesan, incluso o especialmente si no las hemos vivido. Ese es el fundamento de la historia y del periodismo, después de todo. Un tercero cuenta lo que primeros y segundos no pueden o no quieren decir.

Pero las respuestas que vienen desde el derecho y desde la ética no terminan de responder a la pregunta de Hélene Devynck: “¿seré hasta la muerte el objeto de las fantasías de mi exmarido?”. Para los estudios literarios de los años noventa, la época en la que estudié la licenciatura, creo que la respuesta sería, más o menos, la siguiente: sí, lo serás hasta la muerte. Y por una sencilla razón: porque en el momento en que un escritor o una escritora comienza a contar un hecho verídico, en realidad está cambiándolo de registro. Ya no es más un hecho sino una versión del hecho, y en esa versión se ha colado inevitablemente —felizmente, diría mi profesor de teoría literaria de esa época— la ficción. La respuesta para Hélène Devynck sería, más o menos: no se preocupe; sabemos que eso que su exmarido cuenta en las novelas sobre usted no se refiere a usted en realidad, se refiere a una ficción suya, y todos lo entendemos así. Ese mismo profesor, quizá, nos explicaría que el mecanismo de ficcionar hechos verídicos permite el despliegue de la imaginación más allá de las ataduras de los hechos reales. Buena parte de las mejores novelas de los últimos años se fundan en él. Diría Vila-Matas y diría Bolaño. Diría Perec. Hasta diría Borges, el abuelito de Vila Matas y de Bolaño, e incluso diría que grandes novelas del siglo XX, vistas en retrospectiva, no son otra cosa que autoficciones de esa misma clase: ¿acaso Aniceto Hevia no es el álter ego de Manuel Rojas, por ejemplo? ¿No reconocemos todos, de alguna manera, a Louisa May Alcott en Jo, a Rubén Darío en el poeta de El rey burgués, a María Luisa Bombal en la protagonista de La última niebla?

Tras esa defensa que, es cierto, tiene algo de caricatura, hay un argumento que no se puede despreciar. La literatura tiene reglas distintas de la moral, y mantener esa separación es clave para que las ficciones literarias puedan existir. Cuando discutíamos ese punto en clases se solía citar el juicio de 1857 en torno a Madame Bovary, una novela que el fiscal Ernest Pinard consideraba una afrenta a la conducta decente y a la moralidad pública. El defensor de Flaubert, Jules Senard, intentó en su defensa una estrategia que llamó “incitación a la virtud mediante el horror del vicio”. Sí, es cierto que en esta novela se relatan hechos reprensibles, pero solo lo hacemos para corregir el actuar real de las personas. Un argumento más viejo que el hilo negro: lo usa Choderlos de Laclos en Las relaciones peligrosas, Lucio en El asno de oro y hasta Rabelais en Gargantúa. La eficacia de esa defensa depende, sin embargo, de un detalle crucial: debe existir una distinción muy clara entre ficción y realidad. El vicio narrado solo existe en las páginas del libro pues, de ocurrir en la realidad, absolutamente todos —el fiscal, el defensor y hasta el propio Flaubert— se verían en la obligación de denunciarlo y castigarlo. Solo los vicios ficticios, inexistentes para el mundo real, pueden y deben quedar impunes.

El caso de Yoga es sutilmente diferente, sin embargo. Hay una novela, sí, y también hay un comportamiento que avergüenza o que podría merecer reproche. Lo que no hay es una clara diferencia entre la realidad y lo que podemos llamar ficción. Sobre esa confusión constitutiva del presente se han escrito ríos de tinta, pero no es necesario recurrir a los tratados sobre el posmodernismo para explicarla. Basta con pensar en nuestra propia experiencia cotidiana. Los usuarios de las redes sociales suelen decir que nadie es tan inteligente como en Twitter, tan simpático como en Facebook ni tan guapo como en Instagram, y con ello quieren decir que cada expresión de nuestra personalidad dice una verdad parcial, una mentira a medias de nosotros mismos. Que vivimos versiones ficcionadas de nuestro yo, autoficcionadas casi siempre, otras veces fuera de nuestro control. Cuando Hélène Devynck reclama estar condenada a encarnar las fantasías de su exmarido, creo yo, reclama que una parte no menor de su identidad terminará fuera sus mecanismos normales de control (ella misma, el azar) y se convertirá en el patrimonio de alguien más, alguien de quien, precisamente, se quiere alejar. Emma Bovary no puede temer que Flaubert la siga imaginando, pues existe solo como personaje ficticio. Hélene Devynck teme, con razón, que las ficciones reales tejidas a su alrededor devoren lo que ella es.

No ha cambiado la literatura. No ha cambiado el modo en que los escritores se acercan a ella. Lo que ha cambiado, me parece, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes. En ese desajuste se está escribiendo la literatura del día de hoy, una literatura que ha terminado por convertirse en realista a pesar de sí misma. Casos como el de Yoga nos muestran sus primeras incomodidades. Puedo equivocarme medio a medio, pero sospecho que la siguiente jugada le corresponde a los autores y las autoras de ficciones literarias, que estarán obligadas a encontrar formas nuevas de contar. Por de pronto, no parece tan descabellado pensar en una especie de “ética de la ficción” que incluya, por ejemplo, el derecho a dejar de ser ficcionalizado. ¿Girará hacia una radical inverosimilitud, ahora que todo lo verosímil se confunde tan fácilmente con la verdad?

Exagero, claro. Generalizo a partir de un caso particular. Todavía la mayor parte de los textos literarios que leemos siguen y seguirán las convenciones más clásicas de la narración literaria. La pandemia, por otro lado, nos recuerda a cada momento que las cosas que están más allá de las palabras siguen existiendo, porfiadas, y siguen oponiéndose a nuestro deseo. Pero tengo la seguridad de que algunas autoras, algunos autores, algunos proyectos, algunas novelas y memorias están escribiéndose en este mismo momento desde esta esquina aproblemada de la literatura del presente.

Yoga
Emmanuel Carrère
Anagrama, 2020
336 páginas
$20.000