Durante su visita a Santiago para participar en el seminario Resonancias trasandinas: Memorias de futuro, el sociólogo y académico argentino abordó los puntos de encuentro y los aprendizajes que dejaron en Chile y Argentina las dictaduras militares.
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Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia, encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. Hay ahí residuos del fascismo clásico, perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Detecto elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica. Y hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.
Por Grínor Rojo
Primero, una definición. Se han dado muchas, pero la que a mí más me acomoda es esta: el fascismo es una movilización popular que, con más o menos éxito, abarca a una mayoría transversal de la población dentro de un territorio determinado (de ordinario, el territorio de la “nación”), con un líder carismático a la cabeza y apelando a tres variables ideológicas esenciales: el odio de raza, el odio de clase y el odio de cualquier ejercicio de la sexualidad que no sea el masculino normativo. Estas variables son las fuerzas movilizadoras y por detrás de su actualización suelen asomar el uniforme de las fuerzas armadas y el dinero de unos empresarios que se sienten amenazados por el “caos social y económico” reinante y que dejan por eso de jugar a la democracia. Al fascista en ciernes se le promete defenderlo, no importa cuáles y cuán despiadados sean los métodos —de ahí las violaciones de los derechos humanos, la persecución, la tortura y el asesinato: entiéndase bien que la del fascista de profesión es una guerra a muerte, y con un enemigo al que ha definido en esos términos no cabe esperar contemplaciones—; defenderlo de que los “otros”, los que no son como él, porque son de diferente color, de diferentes ideas y de una sexualidad “anormal”, no vayan a hacerse cargo del poder y, por lo tanto, de su vida
Como se sabe, el modelo clásico se estableció en Italia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial (muchos historiadores prefieren pensar hoy día en que esa fue una sola guerra, entre 1914 y 1945, con una especie de intermedio entre 1919 y 1938). En Italia, cuando la frustración de las masas era enorme y su presión sobre los siete gobiernos liberales que hubo entre 1919 y 1922 resultaba insostenible, esas masas adhirieron primero a la izquierda socialista, y luego a su desprendimiento comunista, desde enero de 1921, cuando Gramsci funda el partido. Pero pronto fueron arrastradas por el discurso revanchista, nacionalista y agresivamente antibolchevique de Benito Mussolini (a la revolución rusa el fascismo la demoniza como una bestia sedienta de sangre), quien se convierte en primer ministro el 29 de octubre de 1922. En Alemania, entre tanto, gobierna la socialdemocracia de Weimar, entre 1919 y 1933, pero el país viene saliendo de una derrota y una humillación, ésta la del tratado de Versalles que le rebanó gran parte de su territorio ancestral. No solo eso, ya que Alemania se encuentra literalmente en el suelo y el hambre hace allí de las suyas. En ambos casos, hay transformaciones que se requieren urgentemente y que podrían materializarse en cualquier momento. En esa circunstancia, los ricos le ofrecen financiamiento al fascismo para que obstruya esas transformaciones posibles y el fascismo les ofrece a cambio de ello protección.
Respecto del cuándo, los factores en abstracto son tres. Primero, debe prestarse atención a la existencia de una masa transversal de agraviados y a la incapacidad de los sectores de izquierda (por cualesquiera sean las causas, desde la represión a la crasa ineptitud) para responder a sus agravios. En segundo lugar, a la existencia de una derecha que ya no puede sostenerse recurriendo a sus recursos propios, que tiene miedo y tira así sus coqueteos democráticos por la ventana y se fascistiza. En tercer lugar, a unos gobiernos liberales o socialdemócratas, que están en el poder y que creen poder dejar las cosas como están, solo que introduciendo dentro de ellas algunas mitigaciones, sobre todo políticas, sociales y culturales. Me refiero aquí a la administración del Estado por parte de los autodenominados gobiernos “de centro”, los que aseguran que es posible conducir la nación en su crisis manteniendo al capitalismo como la economía rectora, pero aminorando sus estropicios, ya que saben muy bien que esos estropicios no son erradicables. Sin embargo, ellos estiman que van a poder contenerlos mediante una batería de analgésicos. La razón de esta creencia es política, me refiero a la sacralidad que reviste para estos líderes la democracia representativa, cuya sobrevivencia se encuentra indisolublemente matrimoniada, según han concluido, con la economía capitalista. En cuarto lugar, el fascismo define a sus enemigos cuidadosamente porque lo fortalece su diferencia con ellos, el que sus enemigos sean como son y el que ellos tengan la (por lo general, supuesta) fuerza que tienen. Hablo de: los extranjeros aborrecibles, preferiblemente los de otra “raza”, que conspiran contra la “identidad nacional” y les “quitan” sus trabajos a los compatriotas (en Italia, los comunistas extranjerizantes, antipatriotas y prosoviéticos. En Alemania, los judíos y los gitanos); los marginales, que por lo general son delincuentes; y, finalmente, los de un sexo inferior y/o indeseable: las mujeres que no quieren ser mujeres como corresponde, pues desdeñan la “familia”, quieren ser independientes y abortar cuando se les dé la gana, y los de las “llamadas” diversidades sexuales, todos estos pervertidos.
Hoy, en América Latina, cuando se está constituyendo entre nosotros un modelo de fascismo “fascistoide”, que además ha estrechado vínculos con la internacional de igual pelo (con el Vox español, entre otros grupos, y con personajes de tan execrable catadura como Álvaro Uribe, Keiko Fujimori, Andrés Pastrana y varios más), creo que necesitamos estudiarlo y para eso distingo un par de escenarios, los que si bien son diferentes están conectados. El primero es extralatinoamericano. Estoy pensando en la crisis generalizada del capitalismo contemporáneo y de su sistema de dominación. En los últimos cincuenta años, el capitalismo mundial ha ido perdiendo cada vez más terreno, lo que lo ha llevado a ensayar una estrategia de reacumulación que consiste no en cambiar sino en seguir haciendo lo mismo de siempre pero más y mejor. El nombre genérico de esa estrategia económica es “neoliberalismo” y fue desarrollada teóricamente primero por el gran adversario de John Maynard Keynes, el austríaco Friedrich von Hayek, y posteriormente, entre los años cincuenta y setenta, por los economistas de la Escuela de Chicago, Milton Friedman, Arnold Harberger y los demás. Su primera puesta en práctica parece haber sido la del Chile de Pinochet, la que, aunque madrugadora, no fue la decisiva. La realmente grande fue la de las políticas económicas de los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña en los años 80. Ellos son los que metieron el pie a fondo en el acelerador. Desmantelaron lo que aún quedaba en pie del “Estado de bienestar” keynesiano, les bajaron los impuestos a las grandes empresas, las facultaron además para meterse en el medioambiente y dañarlo y pusieron en la calle y reprimieron a millones de trabajadores.
Tuvo (y tiene aún) aquella puesta en práctica de la teoría económica neoliberal dos patas: una es la renovada privatización de los medios de producción y la otra es su globalización. La primera se apoya en la premisa de que el interés individual es el único que está en condiciones de hacer crecer a las comunidades y que por lo tanto debe otorgársele preferencia, allanándole el camino de la mejor manera (por ejemplo, pasando leyes antisindicales y beneficiando a las grandes fortunas porque son las que “crean trabajo”). Como su consecuencia necesaria, esta premisa involucra un abandono del sentido social de la actividad económica. Por ejemplo, constituye una herejía hablar en este contexto de la función social de la propiedad de la tierra o del agua. O sea, nada de discursear sobre cosas como la reforma agraria o de que el agua es un derecho humano, de que la tierra sea para los que la trabajan y el agua para todos los que la necesitan, etcétera.
Y la segunda premisa consiste en la unificación de la productividad del mundo en un solo sistema dentro del cual las transnacionales que provienen de (aunque no necesariamente se estacionan en) los países metropolitanos y más fuertes son las que se encargan de la producción de los bienes elaborados, aquellos que requieren de una alta tecnología, en tanto que las que actúan en los países periféricos y más débiles se ocupan de la producción de materias primas y alimentos (o, en el mejor de los casos, de bienes elaborados pero de baja tecnología). Con un agregado: en los países centrales se encuentran los centros que manejan la dimensión financiera del sistema.
Nada de esto ha sido fácil, sin embargo. Cierto que ha incrementado las fortunas a nivel mundial de forma obscena (leo en un artículo de Onofre Alves Batista Júnior y Fernanda Alen Gonçalves da Silva que, “según el Crédit Suisse de 2014, aproximadamente 0,7% de la población mundial, 35 millones de personas, se apropiaron de 44% de la riqueza mundial, mientras el 69,8%, 3,282 mil millones de personas, con patrimonio menor a 10 mil dólares, posee apenas 2,9%»), pero eso al costo de varios tropiezos, como las debacles financieras de 2007 y 2008, y de un malestar que crece como una mancha de aceite. En cuanto a esto último, basta observar la frustración en el corazón del imperio. Me refiero a la frustración de los estadounidenses, para quienes el salario mínimo se mantiene estancado en 7.25 dólares por hora desde 2009, pero no así los precios de los alimentos, la vivienda, los servicios, etcétera. Por otra parte, no existe en Estados Unidos una izquierda capaz de canalizar el descontento. La izquierda estadounidense es académica y de cortos alcances. Pero el descontento popular está vivo y un fascistoide, de las hechuras de Donald Trump, ha sabido apropiarlo y productivizarlo. Ha tocado para eso todas las cuerdas consabidas y sacándoles el máximo provecho a las tecnologías mediáticas. Ha hablado y actuado contra los inmigrantes, contra los negros, contra los pobres (delincuentes, claro), contra las mujeres, contra los homosexuales.
En América Latina, el descontento con el modelo neoliberal era visible ya a fines del siglo pasado y dio origen al ciclo histórico del llamado “socialismo del siglo XXI”. Este se extendió a lo largo de una decena de países y su apogeo duró un poco más de diez años. En 2010, presidía Venezuela Hugo Chávez; en Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva; en Ecuador, Rafael Correa; en Argentina se había producido ya el relevo posterior a la muerte de Néstor Kirchner, habiéndolo reemplazado en la presidencia su esposa Cristina Fernández de Kirchner; en Uruguay, José Mujica; en Bolivia, Evo Morales; en Paraguay, Fernando Lugo; en El Salvador, Mauricio Funes; y en Nicaragua, sobreviviente de la ofensiva de los “contra” y de vuelta en el poder en 2007, después de un interregno de diecisiete años, Daniel Ortega. En 2019, ese proyecto “progresista” era un edificio en ruinas. Hugo Chávez, muerto en 2013, fue sucedido en Venezuela por Nicolás Maduro, presidente desde la desaparición de su mentor y a quien hoy asedia una crisis económica de proporciones; Rafael Correa cumplió su mandato en la presidencia ecuatoriana en 2017 y lo sucedió Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, quien se transformó en su adversario y verdugo, y todo eso para que el banquero Guillermo Lasso entrara en el Palacio de Carondelet este mismo año 2021; también, cosa increíble, Luiz Inácio Lula da Silva fue a dar mañosamente a la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fue destituida. De lo que en Brasil vino después, la derecha corrupta de Michel Temer y la extrema derecha, aún más corrupta, de Jair Bolsonaro, más vale no hablar.
Podrían sumarse a los tres casos anteriores otros cuatro: el de El Salvador, un país al que las pandillas (las “maras”) le fijaban el rumbo hasta no hace mucho, concretamente hasta el ascenso a la presidencia del publicista Nayib Bukele, quien se dice que ha logrado contenerlas; el caso paraguayo, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un “golpe parlamentario”, y donde en la actualidad gobierna una derecha grosera, la de Mario Abdo Benítez, un apologista del antiguo dictador Alfredo Stroessner; el argentino, donde Cristina Fernández de Kirchner perdió en 2015 la elección presidencial frente al empresario futbolero y devoto neoliberal Mauricio Macri y donde Alberto Fernández está ahora mismo tratando de resolver el desmadre económico que Macri le dejó, y el de Nicaragua, donde Daniel Ortega parece haberse decidido a emular su antiguo rival el Tacho Somoza. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú. Del socialismo del siglo XXI solo se mantenía en funciones el boliviano Evo Morales, quien sería el último en caer, en un golpe de Estado que tuvo lugar el 10 de noviembre de 2019.
Era la contraofensiva neoliberal, la reacción contra la tendencia redemocratizadora que representó el tan bullado socialismo del siglo XXI.
Es decir que la tentativa latinoamericana de comienzos del siglo XXI para hacer frente a la reinvención planetaria del capitalismo, se frustró, que los proyectos de transformación de entonces fracasaron y que los gobiernos progresistas que los impulsaban desaparecieron. No desaparecieron el descontento y las aspiraciones de la gente a una vida mejor, sin embargo. Los políticos progresistas hicieron mutis del primer plano, eso es cierto, pero las personas seguían queriendo tener una vida decente. Los políticos mascaban su derrota y alguno de ellos trató de enmendarla mostrando buena conducta, pero las grandes mayorías continuaban tan mal como o peor que antes. Más bien, peor, porque los neoliberales que estaban de regreso venían con sangre en el ojo y no tardaron en sustituir el asistencialismo de sus antecesores por la explotación sin cortapisas, combinando la potencia de su ideología con los adelantos tecnológicos y con lo peor de las tradiciones domésticas. La aplicación de las recetas del neoliberalismo, vigente en Chile hasta hoy en plenitud y a medias en otros lugares, mejoró los indicadores macroeconómicos (¿sabía usted que ahora me lee que el ingreso per capita que se proyecta para Chile en 2022 es de 30.000 dólares? ¿Cuánto gana usted anualmente?), pero las condiciones de vida del pueblo no mejoraron. En su Panorama Social 2020, la CEPAL informa que entre 2014 y 2019 aumentaron en América Latina la pobreza y la pobreza extrema, de 27,8 por ciento en 2014 a 30,5 en 2019 y de 7,8 a 11,3, respectivamente.
Y así es como un pueblo maltratado, para cuya voz la vieja izquierda había prestado en el mejor de los casos solo una mitad de la oreja, empezó a escuchar otras voces: escuchó a Piñera en Chile, en 2010 y de nuevo en 2018, a Iván Duque en Colombia, en 2018, a Jair Bolsonaro en Brasil, en 2019, y a Guillermo Lasso en Ecuador, en 2021. Todos esos son giros a la derecha, algunos más y otros menos pronunciados. El peor es el de Bolsonaro, un payaso macabro, culpable de la ruina económica del Brasil y responsable de por lo menos un tercio de los seiscientos siete mil fallecimientos por covid-19 ocurridos en ese país hasta el día en que escribo, hasta este 30 de octubre de 2021. A él se le puede tildar, inequívocamente, de neofascista. El neofascismo latinoamericano actual no tiene a un mejor representante.
¿Y en Chile?
Repaso el programa presidencial del candidato José Antonio Kast y, además de descubrir su ignorancia (sus alusiones a la deconstrucción y a Michel Foucault son para la risa), encuentro en él la confluencia de tres matrices ideológicas. En primer lugar, hay ahí residuos del fascismo clásico (avalados tal vez por la historia familiar y la educación del candidato), perceptibles en su nacionalismo monolítico y en el consiguiente rechazo del otro, racial, de clase o de género. Los datos concretos son conocidos: el pueblo chileno es uno solo y desciende del conquistador español, que aquí se mestizó: “el chileno, que asume la herencia del mundo cristiano occidental mestizo, se comporta entre sus semejantes con la lógica de pertenecer a un mismo pueblo, una misma aldea, una sola gran familia, superando, a pesar de lo que se diga, clases sociales y diferencias geográficas” (esta es, dicho sea de paso, la tesis del historiador Sergio Villalobos y también la de Augusto Pinochet). Ergo: en Chile no existen los indios, a los que el programa de Kast prácticamente no menciona, y el conflicto en la Araucanía se reduce al terrorismo y la delincuencia a los que hay que tratar como tales. También debe contenerse la inmigración y aquellos pocos inmigrantes que consigan entrar al país, será porque fueron seleccionados con lupa. Correlativamente, el respeto por la autoridades, especialmente las uniformadas, es algo que debe reinstalarse en la ciudadanía de la manera más decidida y contundente, sin melindres humanitarios (autorización a la policía para hacer uso de la que ellos consideren “fuerza necesaria”, “más cárceles para Chile”, queda “clausurado” el Instituto Nacional de Derechos Humanos, el que será reemplazado por otra entidad “transversal dedicada a la defensa efectiva de los Derechos Humanos de todos los ciudadanos”, Chile se retirará del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y se ampliarán “las atribuciones del Estado de Emergencia”) ni en gastos (nuevos equipos, armas y tecnología de punta, mejores sueldos, etcétera). El Ejército intervendrá asimismo en los conflictos civiles sin restricciones. Además, se derogará la Ley de Exonerados Políticos. El programa no aclara si las condenas de los residentes en Punta Peuco van a ser revisadas, pero por otras declaraciones del candidato concluyo que eso es algo que también está en su agenda.
En cuanto a las mujeres, su obligación es retornar al seno de la “familia”, que es el lugar que a ellas les corresponde según el orden natural. Nada de Ministerio de la Mujer ni cosa parecida, por lo tanto. Y ni nombrar una ley de aborto, ni siquiera la muy moderada de Michelle Bachelet, a la que habrá que derogar y, aunque otra vez esto sea algo que el programa no especifica, sería consecuente que esa derogación se hiciera metiéndola en un mismo paquete con la leyes antidiscriminación (Ley Zamudio) y de identidad de género (que, alejándose del naturalismo, define el ser hombre o mujer no como un condicionamiento biológico, sino como una “convicción personal e interna”) Finalmente, los desviados sexuales no tienen por qué ser amparados legalmente. Nada de matrimonio homosexual o de adopción homoparental. En suma: acabar así con la mentira de “los mal llamados ‘enfoques de género’ no menos que con “las ‘causas’ relativas a pueblos indígenas”.
En segundo lugar, detecto en este programa elementos que provienen del tradicionalismo oligárquico chileno, del señorialismo, cuando el líder carismático fascistoide se metamorfosea y se convierte en una figura patriarcal mitológica, que conocemos bien, la del bondadoso dueño de fundo, el que les da de comer y protege a sus siervos y al que estos admiran y celebran (“¡buena, patrón!”). Se une a eso un catolicismo ultramontano, que a mí me parece más a la derecha que el del papa actual y que se traduce en una abogacía fanática a favor de la educación privada católica. Desde un trato económico especial para esa clase de educación hasta el reforzamiento de la presencia religiosa en todo el aparato público y, en particular, en las escuelas públicas. La separación entre la Iglesia y el Estado, el Estado laico, que en Chile tiene un siglo y medio de vida, se elimina así de una sola patada. Valentín Letelier ha de haberse dado vueltas en su tumba.
Por último, el programa de Kast hace suyo el ideologismo neoliberal, aun al riesgo de una contradicción con su fervor nacionalista, sumándose de esta manera a la defensa planetaria del capitalismo en esta hora de su reconstrucción.
El programa al que le acabo de entresacar algunos de sus aspectos más notables, y esto no hay que perderlo de vista, es un legado. La principal inspiración del neofascismo de José Antonio Kast no es otra que la del plumario favorito de Pinochet, Jaime Guzmán Errázuriz, quien parece haberse escapado del cementerio y estar haciendo sus rondas una vez más. En sus años de estudiante en la Universidad Católica, Kast entabló con Guzmán una relación discipular y su programa presidencial recupera hoy yo diría que el noventa por ciento de las ideas del fundador de la UDI. Puede que la única diferencia sea la vertiente franquista de Guzmán vis-à-vis la alemana de Kast. Pero ese es un dato menor. Incluso el giro que se produjo en el pensamiento económico de Guzmán en los años sesenta, correlativo al que se produjo entonces en la economía franquista, desde el corporativismo económico al capitalismo sin más, tiene un eco en Kast y, como ya lo dije, contradiciendo su nacionalismo, ya que una economía desnacionalizada, globalizada y a cargo de las transnacionales, es un componente inextirpable de este programa que sin embargo es tan requetecontra chileno.
Foto en imagen destacada: Isac Nóbrega.
Tal vez un simulacro
Por Lina Meruane
Tal vez recién ahora estemos empezando a comprender que el fascismo sólo se había dormido y resbalado de sus múltiples sillones presidenciales a lo largo del continente, a lo ancho del planeta; al caer volvió a despertar, se quitó la gorra militar y los bototos, se desempolvó el trasero, se puso una chaqueta, se apretó el nudo de la corbata, se sacudió el pelo lleno de canas y se instaló detrás de las cortinas a hacer de las suyas: influenciar (cuando no comprar) a los políticos de turno, dictar la continuidad de las políticas neoliberales y seguir propagando sus ideas a través de unos medios que continuaba controlando, a la espera de un momento más propicio, soñando volver a tomarse el sillón, esta vez por las urnas.
Pero tal vez no debamos llamar fascismo a esto que estamos viendo aparecer. Ya no se trata de la misma derecha fascista que conocimos y sufrimos y creímos definitivamente derrotada cuando los militares volvieron a sus regimientos y se precipitó la marea de gobernantes que prometían, usando la plataforma de un populismo de izquierdas –un populismo inclusivo–, trabajar por y para el pueblo y unir el continente para fortalecerlo ante las agendas usureras del capitalismo planetario.
Y tal vez debimos prever que ese halo rosado que cubrió el mapa latinoamericano a inicios de este siglo no iba a durar: hubo altos pero también hubo bajos en esos gobiernos que apostaron a revertir el racismo, la pobreza y la creciente desigualdad provocada por décadas de neoliberalismo. Los problemas económicos no fueron pocos y la oposición de las élites, enorme. Algún líder de esa izquierda desconfió de las élites que tenía alrededor o de la veleidad de sus propias bases o se enamoró del trono y no quiso abandonarlo y se alargó en el poder, desconociendo el pacto de la alternancia y, sobre todo, la necesidad de abrirle paso a los sucesores.
Tal vez sea cierto, pienso con tristeza, que algunos se dejaron llevar por ese poder al que nunca habían accedido, que no estuvieron a la altura de sus promesas, que tuvieron que transar en espacios políticos históricamente turbios donde siempre hubo transacciones ilícitas. Que fue por ahí que salieron sus contendores, a difamarlos, a denunciarlos por hacer las mismas cosas que ellos mismos habían hecho. Sea como fuere, sin que lo avizoráramos se invirtió la marea y en su reflujo apareció una derecha distinta, una derecha que había comprendido ciertos trucos del populismo y estableció el suyo propio –un populismo excluyente que asociamos con el fascismo por falta de mejores términos.
Tal vez no debiéramos usar esa palabra equívoca para nombrar lo que se nos viene encima: una derecha tan racista, clasista, nacionalista y desvergonzadamente misógina como la de antaño, aunque no golpista. Una derecha que fue fraguando discursos de odio, que fue alimentando a su base de inquina y de desprecio por los otros que no eran sus iguales. Todo eso mientras creíamos que estábamos pudiendo reconocer a los demás en su diferencia y cuidar el modo de nombrar a los demás deshaciéndonos del insulto y la humillación, es decir, creyendo, acaso ingenuamente, que habíamos aprendido el valor de cuidar del otro que vive, trabaja y sueña entre nosotros y como nosotros. Ahora comprendemos que estábamos equivocados, equivocadas: alguien estaba concitando el odio a nuestras espaldas.
Eso es lo que llevaba años haciendo, por ejemplo, la derecha en los pueblos y los campos y hasta en los rincones más desolados (y armados hasta las muelas) de los Estados Unidos. Tal vez ese trabajo previo explique que Donald Trump, haciendo estallar ese odio, subiera en las encuestas y se tomara la presidencia (sin el voto popular pero con un gran margen de votantes blancos de la derecha conservadora, supremacista, religiosa). Y de un momento a otro, a grito pelado, a golpes incesantes de tuiter, cambiara las reglas del juego político e hiciera lo que quisiera respaldado por el partido que lo había hecho presidente. Como un espejismo pesadillesco y sureño algo similar ha sucedido con Jair Bolsonaro, un deslenguado diputado de derechas que aprovechándose del trabajo sucio hecho por otros se convirtió en el nuevo presidente de Brasil.
Y si digo que tal vez fascismo no sea la palabra adecuada es porque lo que conocimos como fascista era un movimiento idealista de entre-guerra, modelado sobre las virtudes de un pasado que se oponía a las dos utopías racionalistas y materialistas lanzadas hacia el futuro: la comunista y la capitalista. El fascismo europeo del siglo pasado era contrario tanto a la arenga transnacional comunista como a las ansiedades privatizadoras del sistema capitalista que tanto defienden Trump, Bolsonaro y tantos líderes de la derecha recalcitrante. Siguiendo resumidamente ciertas hipótesis del historiador Christopher Browning, veo, con él, que hay “preocupantes similitudes pero igualmente preocupantes diferencias” entre la actualidad estadounidense (y tal vez muy pronto la brasileña) y el fascismo del pasado. Menciono las más estremecedoras para marcar esos parecidos pero también las claras desviaciones capitalistas que no son las del fascismo de antaño. En común hay varias. El aislacionismo en política exterior y la estigmatización de los aliados. La exaltación del nacionalismo blanco, del hombre blanco (ario, anglosajón, criollo) y a veces también de la mujer blanca. Una misoginia validada por algunas de esas mujeres. El cierre de fronteras y el acoso a la migración. La negación de todo principio humanitario. La valorización del orden por sobre la ley. Y con ciertas variaciones están el asesinato “preventivo” del hombre negro, la criminalización del hombre negro, el masivo encarcelamiento y la esclavización del hombre negro en prisiones privadas de alto rendimiento, así como la conveniente supresión del voto negro. La redistribución de los distritos de votación. Los pactos con la empresa privada para que financien, ya legalmente, los partidos que luego los recompensarán. Los ataques a la prensa libre y la manipulación de los hechos. La normalización y la propagación de discursos del odio. La destrucción de las instituciones, los fundamentos y las normas democráticas que existen para mantener un equilibrio entre los poderes del Estado. Son todas parte de la agenda de una derecha cada vez más feroz y “alternativa” que consiente el totalitarismo sin comprender (o tal vez comprendiéndolo, ciertamente aplaudiéndolo) que eventualmente el presidente pueda prescindir del partido y hasta de la gente que lo apoya.
Hasta ahí la cercanía con el pasado fascista que tal vez no sirva para entender hacia dónde vamos. Hay “preocupantes diferencias”, advierte el mismo Browning, diferencias que importa examinar. Porque si el fascismo europeo celebró las políticas antidemocráticas que estaba llevando a cabo entonces, hoy no parece hacer falta esa celebración. Lo que hay hoy –y tal vez este sea un mejor concepto– es lo contrario, la utilización de la democracia como escudo legitimador de un nuevo totalitarismo. Es decir, la aparición de una democracia “vacía” de la que no queda más que el armazón, una democracia eufemísticamente llamada “de baja intensidad” como la que se ha instalado en Estados Unidos, Rusia, Turquía, Hungría, Filipinas, y yo agregaría Israel, y hacia la que se dirigen Brasil (cuyo presidente no ha asumido todavía) y tal vez Argentina, cuyo presidente tiene a Trump de modelo, y Chile, si nuestro país continúa violentando a la comunidad mapuche tras el uso ilegítimo pero “legal” de la ley antiterrorista, y manipulando criminalmente la verdad de los hechos.
Estas democracias falseadas, estos simulacros de democracia amparados en la mentira ya no necesitan que la oposición desaparezca, sobre todo si esa oposición ha sido cómplice del establecimiento y mantención de la trama neoliberal (como ha señalado el cientista político Rodrigo Karmy para el caso chileno) y si esa oposición está dividida o desarticulada, como suele encontrarse la oposición tras una derrota electoral. A estos regímenes les sirve tener de enemiga a la oposición, culparla de todo, declararse víctimas de sus ataques (Bolsonaro subió su puntaje gracias a una puñalada paradójicamente enviada por “orden de Dios”). Sobre todo les sirve para legitimarse, a estos nuevos regímenes, mantener elecciones que los aseguren en el poder. (Esto ya lo habían entendido los dictadores latinoamericanos de antaño, hasta Pinochet, mi ejemplo más cercano, buscó legitimarse por la vía electoral). Para lo mismo parece estar sirviendo hoy la prensa opositora (que en Chile siempre ha sido precaria y es, hoy, casi inexistente): controlar la prensa, censurarla como antes, se ha vuelto innecesario: esa prensa puede ser explotada con fines políticos, asegura Browning. Acusarla de engañosa levanta las iras de la base mientras la marejada de noticias (en efecto) mentirosas y de hechos (en efecto) manipulados, provenientes de presidentes-mentirosos-en-serie han contaminado de tal manera el flujo de información que la verdad se ha vuelto irrelevante para formar opinión pública.
Dentro de esa irrelevancia, de la oposición, de los medios, de la democracia como la conocimos, se levanta una violencia sin precedentes. Porque como señala Karmy en unas líneas contundentes: “la violencia que quiere ser legítima es aquella que se realiza en y como democracia”. Y es precisamente esa violencia la que está devorando lo que todavía queda en pie.
Fascismo latinoamericano
Por Grínor Rojo
Yo estoy cada vez más convencido de que lo que llamamos fascismo es una tendencia permanente de los seres humanos y de su historia. En lo que toca a Occidente y, con más precisión, en lo que toca a la historia del Occidente moderno, estuvo ahí desde el día uno. El Maquiavelo que en la Florencia del quinientos aconseja al Príncipe y le dice que lo que debe hacer para asegurarse de que tiene al Estado bajo control es “ganar amigos, vencer o con la fuerza o con el fraude, hacerse amar y temer por los pueblos, hacerse seguir y reverenciar por los soldados, eliminar a quienes pueden o deben ofenderte, innovar el antiguo orden, ser severo y agradable, generoso y liberal, eliminar la milicia desleal, crear otra nueva, conservar las amistades de reyes y príncipes de manera que tengan que favorecerte con cortesía o atacarte con respeto” es un buen ejemplo. Ese Maquiavelo, para quien la política consistía en el logro y la retención del poder a no importa qué precio, era un fascista de tomo y lomo. Y de ahí en más.
En la América Latina del siglo XX hubo fascismo clásico en los ‘30 y en los ‘40. Más o menos grande en la Argentina, en Brasil y en México, y de mediana intensidad en Chile, en Perú y en Bolivia (para no hablar sobre los dictadores centroamericanos y caribeños, por ejemplo, sobre la condecoración a Mussolini por parte del Jorge Ubico en Guatemala ni sobre el bigotito a la Hitler que luce el dominicano Trujillo en algunas de sus fotos más conocidas). Postfascismo clásico hubo en Paraguay con la dictadura de Stroessner, que duró hasta 1989, y en el justicialismo argentino de la segunda época, el que se viene abajo con la revolución del ‘55. Perón, que dio refugio a cinco mil nazis escapados de la guerra y que se fue al exilio en el ‘55, escogió un itinerario sugerente: partió primero al Paraguay de Stroessner, luego a Panamá, donde tenía amigos de su misma persuasión desde hacía mucho, en seguida a la Venezuela de Pérez Jiménez, de ahí a la República Dominicana de Trujillo, para rematar en la España de Franco en 1960, donde estuvo viviendo hasta noviembre de 1972.
Pero vamos a la cosa más actual. Primero fueron las dictaduras anticomunistas o, mejor dicho, las dictaduras anti cualquier cosa que oliera a progresismo, las que, espoleadas por los Estados Unidos de la Guerra Fría, se estrenan con el golpe contra Jacobo Árbenz en Guatemala, en 1954. Ese golpe fija un pattern. Organizado por la CIA a solicitud de la United Fruit Co., con respaldo popular en Estados Unidos (poseídos a la sazón los estadounidenses por la histeria mccarthysta), sumó internamente a la oligarquía guatemalteca, a la jerarquía eclesiástica, a los grupos medios anticomunistas y a un sector de los militares. La CIA forma entre tanto en Honduras un ejército, al mando de un coronel desafecto, que había recibido entrenamiento previo en Fort Leavenworth, en Estados Unidos, Carlos Castillo Armas. Ese ejército cruza la frontera el 18 de junio del ‘54, al tiempo que pilotos estadounidenses bombardean la ciudad capital. Debutaba de ese modo un pattern que la CIA iba a replicar posteriormente en otros países latinoamericanos, en Cuba en 1961 (donde fracasó), en Brasil en el ‘64 (éste el primero de los golpes de postguerra en Sudamérica, donde los marines estadounidenses estuvieron listos para desembarcar pero no lo hicieron porque el gobierno de Goulart colapsó sin su ayuda) y en Chile en 1973 (nótese que el bombardeo aéreo de La Moneda, en septiembre del ‘73, no fue novedoso en absoluto, aunque deba reconocerse que a diferencia de lo acaecido en Guatemala, fueron pilotos chilenos los que tuvieron el indigno honor de conducir los Hawker Hunter que lo ejecutaron).
Casi coincidiendo con la caída de los socialismos “reales” y con el retroceso de la izquierda mundial en los ‘80, desvaneciéndose de esa manera y a todo vapor el “peligro comunista”, aparece en el horizonte un nuevo objetivo: el desmantelamiento de lo obrado por el Estado de bienestar, el modelo económico vigente en el mundo y en América Latina desde la gran depresión, y su sustitución por un modelo capitalista globalizado. Este desmantelamiento se debe a la crisis del capitalismo. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin en Estados Unidos al patrón oro para el dólar, a lo que se añadió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, las dificultades del capitalismo internacional no han hecho otra cosa que multiplicarse. Entre 1982 y 1989 sobrevino la llamada “crisis de la deuda”, la que aun cuando impactó a los países latinoamericanos principalmente, amenazaba internacionalizarse desestabilizando con ello a la totalidad del sistema; en 1997 se desató en el sudeste asiático el dominó de las devaluaciones, ominosas también para las operaciones del capitalismo, reproduciéndose a todo lo largo y ancho del globo terráqueo; luego se produjo el caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero dentro de un grupo de grandes bancos estadounidenses que se declararon en quiebra; el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española; el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo; así como el de 2015-2016, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos pudimos experimentar en el caso del cobre y los venezolanos, mexicanos y ecuatorianos en el del petróleo. Tales son sólo los hitos mayores de una curva descendente que ha durado más tiempo del que los capitalistas están dispuestos a tolerar.
Dado este estado de cosas, ellos hacen lo que siempre han hecho en circunstancias análogas: se embarcan en una campaña de reacumulación del capital, expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del globo que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio (creación de nuevas necesidades, exacerbación del consumo, etc.).
Por cierto, esta nueva coyuntura necesita para implementarse “científicamente” de una ortodoxia teórica, que es la que proporciona la ideología (ellos dicen “ciencia económica”) “neoliberal”, y los “adelantados” en la materia fuimos los chilenos. Tan adelantados fuimos que incluso la empezamos (la empezaron) a implementar antes de que el Consenso de Washington fijara las medidas que debían tomarse: disciplina fiscal, reordenación de las prioridades del gasto público, reforma tributaria, liberalización de las tasas de interés, tipo de cambio competitivo, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización de las empresas estatales, desregulación para distender las barreras al ingreso y salida de productos, estimulándose de ese modo la competencia, y derechos de propiedad garantizados. En efecto: cuando los de Washington emitían estas recomendaciones, en 1989, en Chile ya se estaban realizando. A punta de bayoneta, es claro. El ladrillo, la biblia de los neoliberales chilenos, se escribió y circuló confidencialmente durante el periodo de Allende y el líder de los Chicago boys, Sergio de Castro, fue designado asesor del Ministerio de Economía tres días después del golpe, el 14 de septiembre de 1973. En abril de 1975, mientras Pinochet se sacaba de encima por las buenas o por las malas a los últimos generales nacionalistas, de Castro ascendió a ministro del ramo, cargo que ocupó hasta 1976 cuando el dictador lo sacó de Economía y lo puso en Hacienda, esta vez hasta 1982. Cada uno de estos ascensos del ínclito de Castro en la escala del poder fue acompañado por un crecimiento y una entronización mayor de los miembros de su equipo en el gobierno. En 1992, en el prólogo a una edición de El ladrillo que financió el Centro de Estudios Públicos, él lo recuerda así:
“El caos sembrado por el gobierno marxista de Allende, que solamente aceleró los cambios socializantes graduales que se fueron introduciendo en Chile ininterrumpidamente desde mediados de la década de los 30, hizo fácil la tarea de convencerlos [a los militares] de que los modelos socialistas siempre conducirían al fracaso. El modelo de una economía social de mercado propuesto para reemplazar lo existente tenía coherencia lógica y ofrecía una posibilidad de salir del subdesarrollo. Adoptado el modelo y enfrentado a las dificultades inevitables que surgen en toda organización social y económica [sic], no cabe duda que el mérito de haber mantenido el rumbo sin perder el objetivo verdadero y final corresponde enteramente al entonces Presidente de la República.
Los frutos cosechados por el país, de los ideales libertarios que persiguió ‘El Ladrillo’, son, en gran medida, obra del régimen militar. En especial del ex Presidente de la República don Augusto Pinochet y de los Miembros de la Honorable Junta de Gobierno. Nosotros fuimos sus colaboradores”.
Ahora bien, Chile es el único país de la región en que el modelo neoliberal se ha podido implantar plenamente. En ningún otro país de Latinoamérica ha logrado entronizarse como aquí, no obstante los esfuerzos reiterados porque así ocurra. Para dar sólo cinco ejemplos tópicos: en México, desde el mandato de Carlos Salinas de Gortari, entre 1988 y 1994; en Colombia, desde la presidencia de César Gaviria, entre 1990 y 1994; en el Perú, sobre todo durante el periodo que sigue al autogolpe de Alberto Fujimori, entre 1995 y 2000; en Bolivia, desde el fin del cuarto gobierno de Víctor Paz Estenssoro, en el ‘89, y especialmente en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, y hasta el segundo que culminó con su fuga a Estados Unidos en 2003; y en Argentina, en dictadura con José Alfredo Martínez de Hoz, luego en democracia con Carlos Menen, entre 1989 y 1999 (ésa una intentona horrenda, que no sólo no prosperó sino que hundió al país en el peor de los marasmos. En la Argentina, un país productor de alimentos como no hay muchos en el mundo, ¡se registraron en esos años episodios de desnutrición!), y desde 2015 con Mauricio Macri, que lo está haciendo tan bien (o tan mal) como Martínez de Hoz y Menem. En todos estos casos, el proyecto y su fundamentación fueron los mismos: se estaba haciendo en el país lo que había que hacer. Era la “ciencia económica” la que así lo indicaba.
Pero a comienzos del nuevo milenio a los neoliberales le salió al paso el “socialismo del siglo XXI”: Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Lula da Silva en el Brasil, los Kirchner en la Argentina. Atacados ferozmente por todos los flancos y de todas las maneras imaginables, hoy el único sobreviviente es Morales. Bastaron apenas ocho años para que Hugo Chávez, muerto en 2013, fuera sucedido por Nicolás Maduro, presidente de Venezuela desde la desaparición de su mentor y a quien asedia hoy una crisis económica y política gigantesca; para que Rafael Correa cumpliera su mandato en la presidencia ecuatoriana y Lenin Moreno, su antiguo vicepresidente, se convirtiera en su adversario; para que, cosa increíble, Lula da Silva terminara en la cárcel y Dilma Rousseff, su heredera política, fuese destituida; y para que Cristina Fernández de Kirchner se encuentre también a las puertas del presidio. Podrían sumarse a estos cuatro casos otros tres: el de El Salvador, un país con un gobierno de izquierda, pero en el que las pandillas, las “maras”, fijan el rumbo de la vida nacional; el de Paraguay, donde Fernando Lugo fue despojado de su cargo en junio de 2012 con un verdadero “golpe parlamentario” y donde en la actualidad gobierna una derecha cerril; y el nicaragüense, donde Daniel Ortega se aferra al poder de una manera nada envidiable. A la desafiante UNASUR, la esperanza integracionista del bolivariano Hugo Chávez, la habían abandonado hasta abril de 2018 seis de sus socios más importantes: Colombia, Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Perú.
¿Qué pasó? Pasó que con el imperialismo no se juega. En los ‘70 y ‘80, la CIA y sus cofrades latinoamericanos habían hecho uso de las armas sin asco. El resultado fueron más de tres mil asesinados en Chile, más de treinta mil en Argentina y más de doscientos mil en Guatemala. Desde los ‘90 en adelante guardaron las armas (no del todo, no se crea) y apostaron a las potencialidades de un aparato comunicacional al que la revolución de las TIC había fortalecido. Sembraron así la percepción (la percepción, porque no es la realidad) de la corruptela y la inseguridad bajo las administraciones de los dizques socialistas del siglo XXI. Convencieron a la población de que había que tener mano dura con los delincuentes y con los corruptos y que para ello era preciso elegir “hombres fuertes”. Y la población fue a votar por ellos (¡salvo en México!).
Ocurrió así algo parecido a lo que se vio en la Alemania de Weimar. Gobiernos socialdemócratas débiles que prometieron mucho y dieron poco, crisis económica (según la CEPAL, en América Latina la pobreza llegó en 2017 “a 186 millones, es decir, el 30.7% de la población, mientras que la pobreza extrema afectó al 10% de la población, cifra equivalente a 61 millones de personas”), desorden político y social y un demagogo que sale de la nada y que grita que él va a poner orden en ese desmadre. Simultáneamente, un capitalismo de poderosos empresarios que no trepidan en tirar por la ventana el prejuicio según el cual la libertad económica debe acompañar a la libertad política. De nuevo, los brillos chilenos se adelantaron en este viraje. El gran descubrimiento de Jaime Guzmán Errázuriz fue que sus preferencias conservadoras en política y católicas en religión (franquistas en sus orígenes, recuérdese) no sólo podían convivir cómodamente con el programa económico neoliberal, sino que el programa económico neoliberal era el medio más idóneo para hacerlas florecer. Pinochet ha de haberse sobado las manos. Él, que para entonces ya se había deshecho de sus competidores y era el más igual entre sus iguales, no pudo menos que percatarse de que el camino que Guzmán le estaba ofreciendo era el más promisorio. Iba a ser así el suyo el primero de una serie de matrimonios regionales, pletóricos de expectativas retrógradas y que a los padres de la patria les hubieran hecho caer la cara de vergüenza, de una economía neoliberal con un gobierno fascista.