Elisa Loncon y los caminos que se abren para la democracia del siglo XXI

La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Por Claudio Alvarado Lincopi

No es un develamiento decir que Elisa Loncon es una de las personalidades más importantes de 2021, aunque me atrevería a sumar también que será de las más sobresalientes del ciclo histórico que se abre. Las numerosas condecoraciones de las principales universidades del país o los reconocimientos internacionales que la situaron entre los personajes más influyentes del año recién finalizado, han sido formas de expresar las incontables energías que irradia Elisa en la reconfiguración de los sentidos culturales y políticos para las décadas venideras en nuestro país y en parte del globo.

Desde los primeros instantes como figura pública de interés general, cuando pronunció aquel emocionante discurso inaugural como presidenta de la Convención Constitucional, Elisa Loncon se ha ido constituyendo en una figura histórica que será impostergable para relatar en el futuro los sucesos políticos que hemos habitado durante el último tiempo. Y estos sentidos históricos, desde Elisa, se enarbolan como un nuevo proyecto societal que busca ampliar los marcos de comprensión del sistema político, económico y cultural.

Y esto es un remezón de siglos que todavía no logramos calibrar del todo. Con Elisa Loncon se gesta una fractura improbable, desde donde emerge algo impensado antes del 18 de octubre y sus múltiples efectos: cómo los pueblos indígenas, pero por sobre todo las mujeres indígenas, pueden conducir destinos, y más aún, desde allí edificar nuevos contornos para nuestra democracia.

Las mujeres indígenas, por décadas, si no siglos, condenadas tanto a la marginalidad como a la petrificación, ausentes en las tomas de decisiones y ubicadas como pretéritas figuras étnicas, hoy emergen como posibilitantes de nuevos tiempos, unos donde lo inverosímil se vuelve probable, donde es dable considerar que desde los márgenes sociales y epistémicos pueden edificarse parte crucial de los sentidos comunes del nuevo ciclo histórico. Quizás por ello Elisa Loncon fue incansable con el llamado al diálogo entre diferentes, quizás en esos gestos de escucha se logren oír por fin las profundidades ocultas, esas que Elisa ha convocado cuando nombra a mujeres, territorios, pueblos, regiones, disidencias, jóvenes, niños y niñas.

Elisa Loncon. Foto: Alejandra Fuenzalida.

La condición proyectual de estos llamamientos a grupos heterogéneos permitió reubicar en el centro del debate la pregunta por los miembros de la comunidad política. La presidenta saliente de la Convención Constitucional se encargó durante su administración de ampliar los horizontes de posibilidad de la democracia, abriendo un cuestionamiento cultural y político señero para nuestros tiempos: ¿quiénes pueden imaginar el país del futuro?

Elisa Loncon ha sido insistente en situar las exclusiones históricas ante esta pregunta, y aquellas insistencias causaron irritaciones y enojos entre quienes fueron definidos en su momento por Elisa como los privilegiados de la historia. Naturalmente, las heridas que no han sido sanadas duelen al ser tocadas, pero ha sido vital pasar por ellas, develar las cicatrices que ha dejado el devenir del país, y lograr edificar lo común también y fundamentalmente desde los y las excluidas. Aquí emerge un principio ético que Elisa Loncon ha logrado situar con profundidad en su mandato.

Y no se trata simplemente de inclusiones; las palabras y las acciones de Elisa no respiran desde la vieja promesa republicana, muchos menos de los actuales deseos multiculturales, es decir, no se gestan solo como ensanche de los márgenes de la comunidad política, ahora incluyendo y reconociendo como ciudadanos a los marginados de 200 años, pero manteniendo los centros de hegemonía masculina y eurocéntrica. No, las nociones instaladas caminan más bien por repensar los sentidos hegemónicos de nuestra sociedad, por debatir los centros gravitantes que le dan sentido a nuestra realidad desde las experiencias y saberes que los “otros” de la historia han acumulado y proyectan para el siglo XXI. Por ello Elisa habla de buen vivir, de superar el extractivismo, de profundizar la democracia desde las regiones, entre otros temas. 

Es que cuando Elisa Loncon habla de las nuevas formas de ser plural busca construir renovados razonamientos para el diálogo democrático, construyendo los pilares para afirmar un proceso postergado por siglos de colonización y que es horizonte básico para avanzar en el encuentro de nuestras heterogeneidades y conflictos: que las voces marginadas por la historia se vuelvan inteligibles.

Esto último parece fácil, pero es el problema que hasta hoy arrastra nuestra sociedad. Los pueblos indígenas, por ejemplo, no gozan todavía del oído abierto de las élites; la mayoría de estas últimas no logran o no quieren comprender las razones que activan los pueblos en sus reflexiones y acciones colectivas. Y como élite, no me refiero solo a quienes controlan poder económico, sino también a sectores políticos y culturales, incluso progresistas, que buscan incluir sin polemizar las estructuras de lo común. 

Allí Elisa Loncon ha abierto, con política y pedagogía, un camino que esperamos sea fructífero, donde el racismo que acusa irracionalidad, flojera, incluso espasmos de barbarie, logre ser arrinconado como expresión de un pretérito Chile, para avanzar en el reconocimiento y el diálogo simétrico de nuestras heterogeneidades.

Todo lo anterior, por cierto, no ha sido en Elisa solo palabra etérea. Sus acciones como presidenta de la Convención Constitucional fueron permanentes en buscar aquella inteligibilidad entre diferentes, ella fue vital en la construcción de vías para una convivencia democrática plural en un espacio de alta fragmentación política.  

Hoy, cuando atravesamos tensiones cruciales para los tiempos venideros, tales como el vínculo entre los pueblos y los territorios postergados, o las desigualdades y brechas de género, o la crisis climática y el extractivismo, o la precarización general de la vida, figuras como las de Elisa Loncon se vuelven cruciales e impostergables, liderazgos de amplitud democrática y que apuestan por una convivencia simétrica de la heterogeneidad, junto con proyectar horizontes de sentido fundamentados en los derechos humanos y de la naturaleza, son motores que dan esperanza a un siglo que a ratos parece aciago.

Además, en estos ánimos democratizadores que impulsa Elisa, es imposible no reflexionar sobre lo que ella, junto con convencionales como Rosa Catrileo o Adolfo Millabur, representa para avanzar en encuentros plurinacionales entre la sociedad y el Estado de Chile y el pueblo mapuche. Una relación que por décadas ha estado fraguada desde el Estado bajo políticas criminalizadoras y de focalización sobre la pobreza, hoy se abre bajo una oportunidad inédita hace siglos: establecer diálogos de carácter plurinacional para encontrar un camino de convivencia.

Con todo, la figura de Elisa Loncon, que por estos días cierra su presidencia de la Convención Constitucional, todavía es inagotable. Creo que lejos de pasar a una segunda línea del debate público, sus reflexiones seguirán siendo cruciales en los meses y años venideros, que se avecinan como un ciclo democratizador donde la política lejos estará de lecturas binominales, y cada vez más se sostendrá en una pluralidad de voces que hoy más que nunca son insustituibles e impostergables. 

O’Higgins, los araucano-mapuche y el ejército de Chile

O’Higgins, desde un indigenismo criollo de tinte republicano, tenía una perspectiva asimilacionista: por una parte, glorificaba a los mapuche, y por otra, percibía en ellos una condición que requería “civilizarlos”. Un doble discurso que se proyecta hasta hoy en estatuas, calles, malls y pueblos que honran a los araucano-mapuche, mientras que en la realidad se les ha dado un tratamiento que no se condice con esos homenajes. Lo mismo ocurre con la creación de la Brigada de Operaciones Lautaro, que utilizando el nombre del toqui, dispara en la zona de Arauco a sus nietos, bisnietos y tataranietos.

Por Bernardo Subercaseaux

*

Somos los nietos de Lautaro tomando la micro/para servirle a los ricos
—David Añinir, Mapurbe, 2004

En 1883, en la contienda final de la mal llamada “pacificación de la Araucanía”, episodio que culminó décadas de despojo y empobrecimiento, uno de los cuerpos  gubernamentales que participó fue el batallón Caupolicán, que había actuado en la Guerra del Pacífico. Se asiste así a una paradoja: un batallón cuyo nombre honra simbólicamente a un héroe mítico de los araucanos, se enfrenta y dispara contra mapuche reales. Esta contradicción, que en alguna medida se prolonga hasta el día de hoy, data desde la Independencia e implica, por una parte, una glorificación idealizada de los araucanos vía sus héroes emblemáticos, y, por otra, marginación, exclusión y maltrato.        Los criollos independentistas —José Miguel Carrera, Bernardo O’Higgins y Ramón Freire, entre otros— se concebían herederos legítimos de los araucanos, cuyo coraje relatado en La Araucana operó como imaginario en campañas contra los realistas. Simbolizaban el nuevo mito patrio, y de allí que varios de los primeros  nombres de esa época aludan a esta identificación, entre otros, el primer diario oficial del Estado Chileno, El Araucano.

O’Higgins, como jefe militar, ya en 1814, arengaba a sus soldados a pelear como lo habían hecho Lautaro, Galvarino y Caupolicán. En marzo de 1819, dictó un Decreto  señalando que los araucanos debían ser considerados ciudadanos chilenos, con los mismos derechos  que todos los nacidos en el país; ciudadanía simbólica que nunca fue real. Más bien se trataba de un intento por atraerlos a la causa republicana, causa que, como ha señalado la historiografía, les fue ajena.

Entre los patriotas, O’Higgins fue quién tuvo mayor conocimiento y familiaridad con el mundo araucano. Estudió en el Colegio de los Naturales de Chillán, construido por los jesuitas y regido por los franciscanos desde 1786. Allí convivió con los hijos de los caciques de la zona y aprendió los rudimentos del mapudungun. En una carta de 1837 a su secretario, recuerda que sus “primeros camaradas de juego fueron los araucanos”, y “la historia que primero conocí fue la de los héroes y sabios de ese pueblo inconquistable”. Enviado por su padre a estudiar a Londres cuando todavía como hijo natural se apellidaba Riquelme, O’Higgins se presentó en la casa de Francisco de Miranda identificándose como un heredero de Lautaro. El patriota venezolano, a quien  rememora en sus cartas como “el Apóstol de la emancipación”, creó la Logia Lautaro, además de otra Logia con un nombre inolvidable: la Logia de los Caballeros Racionales.

Cuando O’Higgins fue forzado a abdicar y debió salir al exilio, un cacique le  ofreció acogerlo: “cuando no tengas otro auxilio —le escribió—, cuenta con tus araucanos” (Jorge Pavez Ojeda: Cartas mapuche: Siglo XIX). A pesar de esta proximidad, O’Higgins, desde un indigenismo criollo de tinte republicano, tenía —como todos los patriotas— una perspectiva asimilacionista. Por una parte, los glorifica, y por otra, percibía en ellos una condición que requería “civilizarlos”. Un doble discurso que se proyecta hasta hoy día en estatuas calles, malls y pueblos que honran a los araucano-mapuche, mientras que en la realidad se les ha dado un tratamiento que no se condice con esos homenajes, pues el afán de “civilizarlos” no respondía (ni responde hoy) a las demandas de independencia y libertad, que son precisamente los valores que se les ensalzan.

En la segunda mitad del siglo XIX, los liberales que patrocinaron la mal llamada —insisto— “Pacificación de la Araucanía, liderados por Vicuña Mackenna,  deconstruyeron este doble discurso utilizando los peores calificativos sobre el “indio” para justificar el proceso en curso. “El indio —no el de Ercilla— si no el que ha venido (…) a mutilar con horrible infamia a nuestros nobles soldados no es sino un bruto (…) que adora los vicios en que vive sumergido (…) basta ya de novelas y poemas”, escribió Vicuña Mackenna (Discursos Parlamentarios, vol. II, 1939). Más tarde, a comienzos del siglo XX, retorna el discurso de glorificación idealizada, pero ahora en una matriz biologista y positivista. Se trata del libro Raza chilena (1904), del médico colchagüino Nicolás Palacios, un disparate seudocientífico que inventa una supuesta raza nacional; libro que tuvo, empero, una enorme influencia. ¿Pero qué entiende Palacios por raza chilena? Basándose en las teorías social darwinistas de Gustave Le Bon y Vacher de Lapoulage, a los que cita a menudo (pero que entiende a medias), sostiene que la raza chilena se conformó a través de varios siglos por la conjunción de dos razas de filiación patriarcal y de estirpe guerrera: los araucanos (mapuche) y los godos (conquistadores españoles de ascendencia germánica).

Las condiciones que hicieron posible —según Palacios— la formación de esta raza uniforme en términos sicológicos y físicos, obedecen a consideraciones de genética racial: ambas fueron razas con cualidades estables y fijas durante varias generaciones. La confluencia permitió la constitución de una raza histórica, no contaminada; una “raza de excepción” como es la chilena, escribe. La base étnica fundamental son los araucanos, a quienes Palacios caracteriza por su carácter guerrero e indómito. El fenotipo de esta “raza” es, para Palacios, el “roto” (héroe de la Guerra del Pacífico), al que describe como valiente, guerrero, sobrio, patriota, parco y con sicología varonil, identificándolo con un árbol nativo: el espino. Pletórico de nacionalismo, el libro fue escrito, como dice el propio autor (adelantándose a Zalo Reyes) “con una lagrima en la garganta”. No es casual que otro colchagüino ilustre, que hizo fortuna en el mundo  bélico, haya patrocinado una edición moderna de la obra de Palacios y un monumento al autor en Santa Cruz: me refiero a Carlos Cardoen.

A pesar de lo farragosas y acientíficas de sus ideas (así las calificó un vasco insigne, Miguel de Unamuno); a pesar de que su teoría carece de un correlato real, la invención de una “raza chilena” se convirtió en una idea operante para historiadores como Francisco Antonio Encina, para la autoconciencia histórica del ejército de Chile y en medio de un clima médico favorable a la eugenesia. En Historia del Ejército de Chile, Tomo I (1980-82), volumen realizado por su Estado Mayor en convenio con historiadores de la Universidad de Chile (entonces intervenida), se dice que “la lucha que por espacio de casi tres centurias sostuvo España con nuestros indígenas, plasmó una raza nueva con las características de ambos pueblos”. Según el Estado Mayor, esa raza nueva es la base étnica del Ejército y de la nación. Respecto a la formación del pueblo chileno y de sus virtudes, se sostiene que “el orgullo nacional ha derivado del ancestro indígena”; también “todas las virtudes del soldado chileno (…). La obra de Don Alonso de Ercilla, La Araucana, ha sido fundamental en este aspecto, y sus estrofas han servido de oración a la patria para levantar el espíritu chileno en momentos difíciles”.

El 18 de septiembre de 1973, se publicó un decreto ley en el que se consignó como justificación del Golpe Militar la necesidad de restaurar la identidad histórico-cultural de la chilenidad. Aunque no se menciona el concepto de “raza”, la idea flota en el aire de esa declaración.

Honrando la memoria de Lautaro como estratega, actualmente el Ejército tiene una unidad de elite llamada Brigada de Operaciones Especiales Lautaro. Se dice —no me consta— que la Oficina del Comandante en Jefe del Ejército está presidida no por un cuadro de O’Higgins, sino por uno de Lautaro pintado por Fray Pedro Subercaseaux. Es deseable que no se repita lo de 1883 y que no tengamos que asistir a la paradoja de una Brigada de Operaciones que en su nombre rinde homenaje al toqui, disparando en la zona de Arauco a los nietos, bisnietos y tataranietos de Lautaro.