En las redes sociales nos acostumbramos a los linchamientos y a una crueldad que, difícilmente, nos atreveríamos a expresar cara a cara. Estos espacios virtuales son tan reales como el mundo tangible: los flechazos duelen igual y, más importante, enrarecen la opinión pública y contribuyen a una realidad indignada y reactiva.
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«Al desnaturalizar fenómenos propios de la era digital (…) se destapa un horror adyacente a la digitalidad, que no responde a las fantasías apocalípticas de la ciencia ficción, sino más bien a la inquietud que nos genera desconocer qué existe al otro lado de la pantalla», escribe Rayén Díaz, estudiante de Teoría e Historia del Arte de la U. de Chile.
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La viralización en redes sociales de crudas fotografías y videos de los ataques israelíes en Gaza ha reabierto el debate sobre el poder de las imágenes, sus usos, y la posición que asumimos frente a ellas. En este ensayo, la escritora Alia Trabucco examina los campos de la visualidad y el lenguaje como lugares en disputa.
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Nos hemos acostumbrado a convivir con el horror y el morbo, vueltos moneda corriente por los algoritmos. Pero esas imágenes escabrosas que circulan son signos de alerta ante un horizonte en que lo despiadado tiende a normalizarse. Frente a esto, se hace necesario pensar en nuestros límites emocionales y afectivos.
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Los medios sociales reinauguran un viejo simulacro: el de un espacio público total. Pero lo hacen a sabiendas de que la promesa de inclusión, de participación y deliberación no puede sino verse defraudada. Una sociedad que juega en estos bordes puede seguir sigilosamente un camino oscuro hacia el autoritarismo.
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«Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?», escribe Ana María Castillo sobre el etiquetado de cuentas de periodistas en Twitter como “medios gubernamentales” y otros desafíos de las redes sociales.
Por Ana María Castillo
La discusión sobre el poder de las redes sociales en el debate democrático es de largo aliento. Se ha argumentado sobre la opacidad de los algoritmos que controlan lo que se muestra en las secciones de novedades en cualquiera de las plataformas; es un hecho que no siempre vemos todo lo que publican nuestros contactos, es difícil acceder a publicaciones anteriores, se nos ofrece contenido de personas a las que no seguimos y una larga lista que describe nuestra relación cotidiana con dispositivos y plataformas.
Siguiendo al filósofo tecnocrítico Éric Sadin, los algoritmos de recomendación son una caja negra imposible de penetrar, pero transparente al mismo tiempo: escasamente nos damos cuenta de que está operando y solo nos llama la atención cuando nos aparece el aviso publicitario de ese artículo que googleamos ayer, ¡pero a un mejor precio!
A partir de las miles de características deducidas de nuestras interacciones, likes, intereses y relaciones, los algoritmos construyen perfiles de consumidor/a que permiten hacernos llegar información personalizada con productos y servicios que están diseñados para mejorar nuestra calidad de vida; siempre a través del consumo, por supuesto.
Pero ¿qué pasa cuando la economía de la atención se entrelaza con la información para la toma de decisiones?
Desde 2006, con el uso de Fotolog en Chile, podemos observar la importancia de las redes para la configuración de movimientos sociales. En el mundo las prácticas de comunicación digital para el activismo están documentadas en detalle desde 2010 con la Primavera Árabe y las primaveras que siguieron. La primera candidatura de Barack Obama para la presidencia de los Estados Unidos fue la consagración de las redes sociales como instrumento para alcanzar a los votantes más activos en el mundo digital. Esa candidatura representa la oficialización del uso de redes para la campaña electoral y produjo transformaciones que complejizan la conversación: aparece, por ejemplo, la definición de persona indecisa, susceptible de ser convencida a través de contenido publicado en línea.
Otros aspectos que también han sido considerados entre los potenciales efectos negativos de las redes han sido las cámaras de eco y las burbujas informativas. Pero fue el bullado caso de Cambridge Analítica en 2016 lo que se ha posicionado en el análisis mediático como el ícono de la potencial intervención de grandes empresas de comunicación en las decisiones políticas alrededor del mundo.
Desde entonces es más frecuente hablar de desinformación en internet y sus matices, tales como la caracterización de usuarias y usuarios como blancos de propaganda indiscriminada, propaganda política mal identificada o influencers como figuras de propaganda soterrada. Estos elementos contribuyen a la radicalización y polarización de las conversaciones en redes como se ha visto en los discursos de odio, muchas veces generando entornos hostiles para la interacción, pero fructíferos para plantear temas de conversación o posturas consideradas noticiosas.
Las grandes empresas de comunicación han probado diversas estrategias para disminuir el impacto de los discursos de odio de fuentes individuales, pero sin alterar el sistema de economía de la atención que tantas ganancias proporciona. Las acciones a gran escala han sido relativamente tímidas: se centran en quitar visibilidad a los discursos de odio y a contenidos dañinos para la salud de la ciudadanía (por ejemplo, en el caso de la pandemia por covid-19). Sin embargo, estas prácticas alcanzan un punto de inflexión cuando se censura contenidos, se bloquea cuentas y se etiqueta a medios y personas asociadas a algunos gobiernos.
Pasó durante la revuelta social en Chile en 2019, pero el tema alcanzó más notoriedad en enero de 2021, luego de que Twitter suspendiera la cuenta del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien luego acusara a la empresa de querer “proveer una plataforma para la izquierda radical”. Afirmación paradójica considerando que lo ocurrido en nuestro país solo meses antes afectaba a cuentas de medios independientes y personas que alertaban sobre violaciones a los Derechos Humanos por parte de las entidades represoras de la manifestación popular.
Ahora la misma empresa que eliminó la cuenta del expresidente etiqueta las cuentas de medios gubernamentales y afiliados a ciertos estados, según los siguientes parámetros:
- “Cuentas de gobierno fuertemente involucradas en geopolítica y diplomacia”
- “Entidades de medios afiliadas al Estado”
- “Personas, como editores o periodistas de alto perfil, asociados con entidades de medios afiliadas al Estado”
La lista de países etiquetados puede ser modificada de acuerdo a lo que la empresa considere necesario, de manera unilateral, como corresponde a la lógica de cualquier multinacional.
La situación es compleja teniendo en cuenta el frágil bienestar informativo de países como Chile los que deben enfrentar, además de las falencias de los medios de comunicación identificados como tradicionales y masivos, la influencia que tienen las corporaciones en la definición de información. Se manifiesta hoy en la articulación noticiosa sobre Rusia y Ucrania, pero como afirman los parámetros antes citados: las reglas del juego son modificables según le parezca a la empresa.
Podemos aplaudir rápidamente el bloqueo de desinformación proveniente de Rusia o el cierre de la cuenta de Trump por promover acciones antidemocráticas, pero, al segundo, debemos subir la guardia: ¿quién está decidiendo sobre la circulación de la información necesaria para la toma de decisiones?
Por supuesto que internet es una herramienta invaluable para la generación de conocimiento y la visibilización de comunidades tradicionalmente marginadas, la integración de personas con capacidades diferentes, la expresión de personas con neuro-divergencias o, simplemente, la expansión de horizontes para personas en comunidades aisladas. Pero, como plantea Eli Pariser en su texto El filtro burbuja de 2013, también es necesario preguntarse sobre las barreras que las propias compañías ponen a todos esos beneficios. Éstas son generalmente asociadas al territorio y otras características propias de la economía de la atención: somos valiosas en tanto consumidoras/es de contenidos generados en las mismas plataformas, siempre y cuando proveamos datos suficientes para continuar alimentando a los algoritmos.
Entre las comunidades marginadas son especialmente destacables los movimientos por un internet feminista, los que promueven la redistribución del poder de las grandes compañías de tecnología en favor de las mujeres y otras comunidades tradicionalmente invisibilizadas y abusadas. Plantean, además, la actual dependencia y vulnerabilidad de las infraestructuras y la necesidad de pensar el aparato de comunicación en su totalidad, mucho más allá de los bloqueos específicos o de mayor escala, como los destacados en este texto.
Podemos argumentar, entonces, que lo que experimentamos al intentar navegar en internet y específicamente en redes sociales es el resultado de una tecnología patriarcal y extractivista, que depende de nuestros datos, pero nos quita poder sobre ellos; que no decide por nosotros directamente, pero solo nos ofrece lo que le parece prudente y necesario para mantener el equilibrio –a todas luces precarizado– del derecho a la comunicación. El etiquetado de medios y periodistas con fines político-morales es otra manifestación de lo que sostiene y caracteriza a las grandes empresas tecnológicas: la tensión entre sus propios intereses de crecimiento y expansión, versus la protección y bienestar de la ciudadanía.
Quién vigila a quién: las redes sociales en tiempos de crisis
Las semanas de protestas en Chile vuelven a poner en discusión el uso de plataformas como Twitter y Facebook en medio del estallido social, más allá de su utilidad para organizarse o difundir información. Vladimir Garay, Director de Incidencia y Comunicaciones de la ONG Derechos Digitales, habla sobre cómo este contexto político obliga a debatir en torno al papel de las tecnologías en democracia.
Por Florencia La Mura | Fotografías: Felipe Poga
El salto de torniquetes coordinado a través de redes sociales por escolares fue la mecha que prendió el estallido social actual. Pero la discusión en torno a si estas tecnologías ayudan a articular los movimientos sociales no es nueva: las manifestaciones de 2011 de la Primavera Árabe o del Occupy Wall Street, en Nueva York, ya plantearon la discusión en torno a cuán importantes son las redes sociales en estos contextos de protesta. Para Vladimir Garay, periodista y Director de Incidencia y Comunicaciones de la ONG Derechos Digitales, esta visión responde a una mirada poco crítica sobre su uso: “Esta crisis en Chile demuestra cuáles son los márgenes ideológicos y los potenciales problemas que tienen estas tecnologías”, explica. Porque así como es posible coordinar distintos tipos de manifestaciones mediante estas plataformas, además de registrar violaciones a los derechos humanos, también pueden jugar en contra a través de ciertas censuras de contenidos y posibles riesgos de seguridad vinculados a prácticas como el reconocimiento facial o el monitoreo de redes sociales.
—El término “objetividad” tiende a usarse bastante al momento de informar, y eso también corre para hablar de internet como un “espacio neutral”, cuando en realidad detrás de toda empresa hay poderes económicos y políticos operando. ¿Cómo entender esto, específicamente en el contexto que se encuentra Chile?
Las redes sociales tienen esta idea de que son plataformas donde la información puede circular libremente, un discurso que es muy inocente. Hace unos años se decía que instauraban una horizontalidad total, que como todas las personas y entidades tenían el mismo acceso a internet y a plataformas, significaba que esos contenidos competían en igualdad de condiciones, desde una mirada muy economicista y liberal, lo que no es cierto. Hubo un discurso así en torno a la Primavera Árabe, donde se presentaba a las redes sociales como causantes de las revueltas. En el fondo, se usó para hacerle promoción a las empresas de Silicon Valley, por lo que hay que mirar con reticencia esa postura.
Si bien las redes sociales han sido una herramienta muy útil a la hora de organizarse, expresarse y también para documentar imágenes de violaciones a derechos humanos, hay que ver cómo influye la arquitectura misma de la tecnología. El mismo diseño de las plataformas y las normas que la rigen, muchas de ellas automatizadas, promueven ciertos discursos y dificultan otros. Lo vemos en cuentas de Instagram que se dedican a compartir registros de las protestas: muchos están siendo removidos o censurados porque las normas de uso impiden la divulgación de imágenes explícitas de violencia, que en términos generales me parece correcta, pero en el marco de la protesta social toman valor por ser el registro de una violencia estatal. El modo en que está pensada la plataforma no considera que una policía represora genere ese tipo de daño, y esas imágenes se vuelven no aptas, paradójico a cómo estas mismas plataformas se publicitan como grandes catalizadores de cambios sociales. Esta crisis nos demuestra cuáles son los márgenes ideológicos y potenciales problemas que tienen estas tecnologías.
—Las redes sociales han servido para viralizar y difundir información, pero a modo general los gobiernos no suelen considerar las demandas que circulan en estas plataformas. ¿Se puede entender internet como un nuevo espacio serio de discusión pública, donde se planteen temáticas que lleguen a la agenda política?
La distinción entre aquello que ocurre dentro y fuera de internet es cada vez menos clara. Las redes sociales se han convertido en un escenario más de la protesta, y se ve en cómo la gente habla sobre el tema, las imágenes que suben, ya sea en tono de denuncia o de solidaridad. Si es posible articular demandas y que puedan llegar a la agenda política, me parece que sí, pero es un espacio tan amorfo como puede serlo cualquier espacio físico en el cual ocurre una conversación o un cabildo. Es un espacio valioso, desde donde se recogen ciertas demandas, pero hay que tener cuidado, porque a diferencia de lo que ocurre en un espacio físico, son susceptibles de ser distorsionadas. Estoy pensando en ejercicios como el de Chilecracia. Frente a la fachada de una discusión abierta, democrática y horizontal, lo que puede haber es un ataque de grupos de interés que están intentando sobrerrepresentar una opción. Hacer eso en una discusión cara a cara es más complicado. Creo que sí, internet puede ser un espacio de discusión serio, pero hay que tomárselo con una serie de cuidados previos y con ánimo crítico de esas soluciones tecnocráticas que piensan que esta problemática política puede ser resuelta a través de un par de algoritmos. Chilecracia es una muestra de eso, te obliga a tomar decisiones entre cuestiones que no son dicotómicas, como el alza de un sueldo mínimo y una nueva Constitución. ¿Por qué no tener las dos?
—En ese sentido, y considerando las conversaciones que han surgido sobre una nueva Constitución: ¿crees que las redes sociales e internet podrían aportar al debate en torno a cómo articular este movimiento social?
Una de las grandes interrogantes es cómo articular las demandas, generar procesos que sean participativos y que la clase política los entienda. Es algo que la gente quiere y donde internet puede aportar. Hay que tomarlo con cuidado eso sí, porque las tecnologías no son neutrales, son falibles, están expuestas a ser explotadas, atacadas, y también influye cómo la gente se relaciona con internet, los distintos usos que hacen de ella a partir de condiciones que son socioeconómicas y culturales. No estoy tan seguro de que internet sea la respuesta: si bien podría jugar un rol, no creo que la solución sea armar cabildos por internet o algo como Chilecracia. La primera prioridad es poder generar algún acuerdo en torno a cómo se canalizará toda esta discusión. Me parece interesante el ejercicio de reunirse y discutir qué país queremos, y es importante que esos ejercicios no sean sólo de educación cívica, sino que puedan tener un cauce político real. Si eso ocurre dentro o fuera de internet, eso se verá después, pero esa opción puede ser más problemática que otra cosa.
—Varios hechos, como que se haya informado que Carabineros vigila a dirigentes sociales, que se están vigilando tuits venezolanos y rusos sobre el movimiento, sumado a que el ministro Blumel pretende “mejorar la inteligencia policial”, dan a entender que el seguimiento a través de la tecnología va en aumento, tal como pasa en el resto del mundo. ¿Qué marco legal sostiene la privacidad de las personas en un contexto donde se vuelve más difícil protegerla?
En situaciones como estas hemos visto que hay una forma de proceder de la policía que raya en un área gris del debido proceso. Se ha visto en casos de persecución a activistas mapuche y se ha repetido en las protestas de las últimas semanas, actos que tienen una legalidad bien dudosa o son completamente ilegales. No existe ninguna manera de obligar a las policías a transparentar cuáles son las actividades, las herramientas y el uso que le dan a éstas en sus investigaciones. Están monitoreando internet, pero no hay ninguna claridad respecto a lo que eso significa. Una cosa es revisar fuentes de acceso abierto, como una cuenta pública de Twitter o un grupo abierto de Facebook, y otra cosa es intentar tener acceso a información que no es pública. Sabemos que hace unos años la PDI compró la licencia del software Hacking Team. No sabemos cuántas veces se usó, en qué tipo de casos y para recolectar qué tipo de pruebas. No hay información sobre eso y es posible que existan graves vulneraciones al debido proceso y a los derechos fundamentales de las personas que no están siendo registradas porque no hay manera de saber que están ocurriendo.
El monitoreo de redes sociales con fines intimidatorios puede tener ribetes de persecución política, como en el caso de Cristóbal Yessen, boxeador y defensor de los derechos de los niños y niñas, que según él fue detenido y torturado por mensajes que ha compartido en Twitter. Otro caso que nos llegó a Derechos Digitales fue uno en que a una persona se le invitaba a declarar voluntariamente en el marco de una investigación a raíz de un mensaje que publicó en Twitter, y nuestra conclusión fue que la citación fue un intento de amedrentamiento. Además, se abren preguntas sobre cómo se establece el nexo entre cuenta y persona, su identidad y su dirección. Es un problema que no sólo ocurre en Chile. Investigando las tecnologías de reconocimiento facial en Latinoamérica, la respuesta que tienen las organizaciones que quieren saber cómo funcionan éstas es que es información clasificada, que por razones de seguridad nacional no pueden ser reveladas. En Chile pasa lo mismo.
—La persecución a través del reconocimiento facial no es nueva. En Las Condes se implementaron drones para “aumentar la seguridad”; lo mismo ocurre cuando se sube material donde son visibles las caras de los manifestantes.
Hay una reflexión interesante en torno al valor que tiene la protesta, como una forma válida de articular demandas y cuáles son las condiciones que permitan que se articule. Tener un espacio público donde no haya tecnologías de reconocimiento es parte de eso. Si hubiese algún sistema de reconocimiento facial implementado en Santiago o en el metro, como hay en el de Valparaíso, probablemente nada de lo que ha pasado en Chile —en cuanto a manifestaciones multitudinarias— hubiese ocurrido. La protesta hubiera sido reprimida y extinguida porque las identidades hubiesen sido reconocibles.
Que la gente quiera documentar lo que está ocurriendo en las calles es muy legítimo, sobre todo porque los medios tradicionales han sido muy reticentes en mostrar abusos policiales, y también para que estos crímenes no queden impunes y las responsabilidades políticas sean asumidas. Es probable que en unas semanas o meses esos videos sean usados como pruebas, pero hay una serie de condicionantes que las pruebas deben contemplar para que sean admitidas y hay que tener ojo con eso, porque en este contexto la autoridad siente un deseo intenso de encontrar responsables. Ese afán es una de las razones por las que los procesos investigativos pueden ser malos y lo hemos visto ya muchas veces.