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Hybris

Los medios sociales reinauguran un viejo simulacro: el de un espacio público total. Pero lo hacen a sabiendas de que la promesa de inclusión, de participación y deliberación no puede sino verse defraudada. Una sociedad que juega en estos bordes puede seguir sigilosamente un camino oscuro hacia el autoritarismo. En ese sentido, quizás la mejor forma de representar este momento sea la vieja figura de la hybris, ese sentimiento violento, inspirado por la pasión y el orgullo, que augura malas noticias. 

Por René Jara

A riesgo de repetir un diagnóstico conocido, no podemos sino constatar la profunda erosión que experimenta la esfera pública desde hace décadas. El proyecto de formación de un tal espacio imaginado de discusión y crítica, que es un producto propio del desarrollo de una publicidad burguesa en la óptica de Jurgen Habermas, aparece hoy más que nunca como un proyecto inconcluso, pese al avance de la democracia y de las proezas de la técnica. Ni los autores más críticos del concepto y de los límites normativos que esta noción impone, como la propia Nancy Fraser, podían augurar el nivel de decaimiento en que yace hoy la palabra pública, con todas sus derivaciones y quebrantos.

Parte de este declive se explica por el surgimiento de nuevos formatos de comunicación, que han venido a revolucionar los hábitos informativos, de crítica y de consumo cultural.  Las mal llamadas redes sociales —Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, WhatsApp o TikTok— o los bien llamados medios sociales (social media en inglés) representan uno de los mayores termómetros que permiten estimar la capacidad expansiva de los dispositivos sociotécnicos, sobre todo cuando se atreven a cruzar la cada vez más delgada frontera de lo privado. En efecto, los medios sociales y en general las plataformas comprendieron rápidamente que debían simular la desaparición del espacio de mediación entre las audiencias y el mundo, justamente, para intentar conquistar ese mundo. De esta forma, la realidad que en ellos circula se anuncia como ese espacio más real que lo real, donde acontecen los intercambios significativos claves —encontrar un trabajo, conocer una pareja, estudiar una carrera o aprender una manualidad—, todos ellos experiencias valiosas de nuestras formas de vida y para las que, paradojalmente, parece ser que estamos inhabilitados de apreciar.

Recordemos que hace no mucho estos mismos artefactos portaban promesas esperanzadoras de ser potenciales espacios de intercambio y deliberación. Muy por el contrario, se han comportado más bien como dispositivos sociotécnicos que anuncian un futuro ya realizado: la expansión del dominio de la data y su reducción más burda del genio humano: la inteligencia artificial. La sociedad red que nos auguraba el sociólogo español Manuel Castells en sus libros señeros hoy no es más que una pálida imagen de esa promesa de un espacio dialogante y de deliberación, que al tiempo que penetra de forma capilar los espacios más ocultos de la subjetividad, se muestra incapaz de aumentar los niveles de cohesión e igualdad en nuestras sociedades.

Es así como la aurora de las redes sociales permanece, hoy en día, clausurada. El lenguaje que se expresa en sus contenidos, mensajes, emociones y reacciones no puede representar sino una injuriosa pantomima de la comunicación. Lo sabemos: la información manipulada y de escaso interés público circula más rápido que aquella que se cuida de conformar un argumento. Así también, el espacio que ofrecen estas redes se manifiesta, la mayor parte de las veces, como un cahiers de doleances, un cuaderno de quejas del cual quienes sacan la peor parte son las mujeres, los pobres y, en general, quienes osen discrepar con su lengua franca: el insulto, la caricatura y el odio. Otro tanto lo aporta el bullying,  los trolls, la expansión de la vigilancia, la filtración dolosa de datos personales y el daño reputacional. Es parte del abanico de los peligros del “lado oscuro” de nuestra vida digital, en opinión de Silvio Waisbord. Cuando no es este el caso, mediante el éxtasis del yo es que la estrategia queda consumada. Es en estos espacios donde el narcisismo más simplón domina cualquier forma de aparición. La retórica cede entonces su plaza al storytelling. El hablar franco, a pesar de ser profusamente reivindicado como la condición de posibilidad de un yo expansivo, se transforma en berrinche. Este viene acompañado de los aplausos y vitores de la galería, los que desde su ombligo celebran lo mucho que están de acuerdo con las opiniones de su cámara de eco. No hay entonces posibilidad del otro. Y por añadidura, tampoco de escucha. Menos aún de diálogo. 

Quizás sea esa voluntad expansiva, esa suerte de desmesura, lo que me lleva a pensar que la mejor forma de representar este momento dentro de la implantación de la racionalidad societécnica sea la vieja figura de la hybris. En su configuración mítica, la hybris comporta ese sentimiento violento que se apodera del héroe, inspirado por la pasión y el orgullo. Supone también la ejecución de un ultraje, de una violación, la que se mezcla además con una suerte de arrogancia mal contenida. En ese sentido, la hybris representa el preludio de una tragedia, de una catástrofe que no hemos podido evitar.

El entusiasmo hiperbólico de nuestras sociedades con las redes sociales comulga sistemáticamente con este movimiento de hibridación de los medios sociales, en donde su ámbito de competencia se expande sin mayores resistencias (o no las suficientes). El notorio retroceso del Estado o, más bien, su voluntad inquebrantable de renunciar a jugar un rol histórico en la configuración de este verdadero cambio de época ha pavimentado el camino para la instalación de formas de producción simbólica que funcionan con gramáticas absolutamente obliteradas. No es sorpresa, entonces, que en este contexto sea más bien vano encontrar cualquier indicio de deliberación: el dispositivo ha sido construir para degradar la palabra y el discurso, marcando con ello el compás del triste declive de lo público, como auguró con justicia el sociólogo estadounidense Richard Sennett. 

Los medios sociales reinauguran un viejo simulacro: el de un espacio público total. Pero lo hacen a sabiendas de que la promesa de inclusión,  participación y deliberación no puede sino verse defraudada. Una y otra vez. Una sociedad que juega peligrosamente en estos bordes puede seguir un camino oscuro hacia el autoritarismo, repleto de significantes carentes de sentido.