Leyla Selman: “Escribir siempre repara, es terapéutico” 

La dramaturga estrena INTER-ESTELAR en el Centro Cultural CEINA, su primera obra escrita especialmente para una audiencia adolescente por encargo de la directora Aliocha de la Sotta y el Teatro La Mala Clase. La premiada y prolífica autora habla sobre los entresijos de su proceso creativo, sus fuentes de inspiración, su estrecha relación con el director Rodrigo Pérez y sus proyectos futuros. “No siento afecto por lo que he escrito, pero sí mucha fascinación por lo que tengo por escribir y eso es lo que me llena de emoción”, dice.    

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Trenzar y resistir a la violencia

«Ana Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos», escribe Mauricio Barría sobre la obra Confesiones.

¿Cuál es el tiempo de una crítica teatral? Esta pregunta podría resultar extraña si no dimensionamos el hecho de que eso que llamamos “obra” en las artes performativas es una experiencia finita que acontece en un aquí y un ahora, para luego desaparecer. A diferencia de un libro o de una película, incluso de una obra plástica a la que se puede recurrir de forma diferida, de la obra escénica solo resta su recuerdo. Acaso por eso la crítica teatral tiende a ser reactiva, inmediata o urgente. ¿Entonces cuál es el tiempo oportuno de una crítica? Pienso en una frase de Manuela Infante en Estado vegetal, cuando la protagonista dice que la diferencia entre el animal y las plantas es que mientras los primeros viven siempre contra el tiempo, las segundas viven en el tiempo. Tal vez el sentido de una crítica teatral no es simplemente consignar algo que ya fue, sino también traer al presente del lector eso que todavía destella.

Lo que vengo a comentar ocurrió en diciembre de 2022. El 17 y 18 de diciembre, en la sala del Centro de Creación y Residencia Nave, la reconocida antropóloga y actriz peruana Ana Correa, integrante histórica del grupo Yuyachkani, presentó su unipersonal Confesiones, estrenado originalmente en 2013 bajo la dirección de Miguel Rubio. Esta vez, el montaje formó parte del Ciclo Dorsal, una de las actividades que inauguró la nueva dirección artística y ejecutiva del Centro a cargo de Jennifer McColl, quien busca mapear la heterogeneidad de la escena latinoamericana actual. El ciclo convocó a tres artistas de diversas disciplinas, edades y nacionalidades: Mariana Sarmiento, de Argentina; Seba Calfuqueo, de Wallmapu; y Ana Correa, de Perú.

Las tres propuestas partían de lo autobiográfico para desde ahí abrir una mirada crítica sobre diversos sucesos políticos, ecológicos y subjetivos que atraviesan nuestra realidad latinoamericana, dominada aún por formas del colonialismo. En el caso más específico de Mariana Sarmiento y Ana Correa, este ejercicio se convertía en un relato de viaje en el que se intersectaban vida y obra de tal manera, que se diluía la distancia entre lo privado y lo público, haciendo aparecer la heterogeneidad del tiempo en contra de cualquier pretensión lineal. Para armar esta metáfora del viaje, o como lo diría Michel de Certeau, este “lugar practicado” (lugar aquí es sitio y situación), ambas recurren a un formato hoy muy en boga: la llamada perfoconferencia. Un formato que hibrida los gestos y las retóricas corporales, espaciales y dramatúrgicas de una conferencia (académica) o de una clase magistral con los códigos de una puesta en escena ficcional, de tal manera que el fin —que es informar— se trasvierte en incertezas, dudas y preguntas en relación con su verdad. El juego de la perfoconferencia es desarmar el estatuto de la verdad al proponer una pregunta acerca de cómo construimos los relatos, los saberes; cómo lo que aparece en los medios de comunicación, por ejemplo, son también montajes. La perfoconferencia nos devuelve a la metáfora del teatro del mundo, haciéndonos presente el gran espectáculo en el que estamos inmersos. La transparencia de la verdad contrasta con la densidad del cuerpo que toma el lugar del testigo directo, del sobreviviente. El espectador es invitado a tener que tomar una posición (a situarse). En el caso de Confesiones, lo anterior adquiere una especial fuerza puesto que lo que cruza continuamente el relato de Ana Correa es la violencia política acaecida en Perú en los años 80 y 90, y que ella misma sufrió.
Al ingresar a la sala sorprende la economía del espacio. Sobre el escenario prácticamente vacío hay un atril con un micrófono; más atrás, una mesa; a un lado, un telón de proyección y objetos que parecen de utilería. El cuerpo de Correa carga el hilo conductor de la dramaturgia a través de los vestuarios superpuestos que vamos descubriendo a medida que transcurre la obra, ya que los diversos personajes que tomarán cuerpo durante la puesta en escena se encuentran uno dentro de otro.

La retórica de conferencia o clase magistral resulta simple. El cuerpo de la actriz entra en un juego inmediato con nosotros, los espectadores. Lo que sucede sobre el escenario es básicamente la escucha de una historia que se complementa con imágenes proyectadas y con registros de las obras citadas a la manera de un documental. Un relato en el que Correa es persona y personaje a la vez.

De este modo, la actriz enlaza su historia personal con la de sus personajes, y estos con la de su país. Pero no se trata de poner en paralelo o establecer un continuo de causas y efectos; por el contrario, lo que sucede es la conformación de un tejido de trenzas que se van urdiendo y superponiendo, confundiendo los hilos narrativos. Contar es trenzar, y Ana Correa nos invita a experimentar acaso la situación escénica más antigua de nuestra humanidad: el recital de un mito, el acontecimiento de la comunidad en el relato. Así, la puesta en escena consistirá en materializar este tejido en el que las diversas capas de situaciones se desjerarquizan, para hacer presente que todo lo que nos sucede y lo que les sucede a otros está irremediablemente comprometido. Cada momento de la obra se trenza de una manera similar. Correa parte comentando una experiencia cotidiana, siempre vinculada a un acontecimiento de violencia de su país (violencia de la que es testigo u objeto), y este movimiento termina por materializar un personaje que resulta ser algo más que un constructo ficcional, pues es, en realidad, una resonancia de la propia Ana Correa. Pero este juego no termina, pues pronto vemos que ella se deshace de un antiguo vestido dejando ver el siguiente, como si desterrara capas de una memoria, como si cambiara pieles que habitan ahí, siempre en el presente. Y, nuevamente, la trenza.

Tramar el ir y venir de una historia, pero también de una vida, de lo personal a lo colectivo, de lo pequeño a lo grande, de lo íntimo a lo público. Correa trenza las historias para hacernos comprender que todo está vinculado con todo, que los acontecimientos de la gran historia y de las pequeñas vidas están irremediablemente comprometidos. Cuando Correa teje una historia, trama y hace acontecer en el presente la diversidad de espacios y tiempos que nos constituyen. El tiempo de nuestro pasado reciente, el atávico recuerdo de una memoria antigua o la imaginación deseante de un posible provenir son presencia en la trenza, que es nuestra experiencia colectiva. De este modo, el montaje desplaza la cuestión autobiográfica y la pregunta por su verdad (todo aquello encarnado en el cuerpo vivo de Ana Correa) por una constatación inquietante: que las vidas están atadas por una reciprocidad fatal de cuya responsabilidad no podemos huir, pero sí eludir.

Tal vez el sentido de la crítica es dar cuenta de ese destello. De hacer venir lo que se retira, de invertir el sentido progresivo y lineal del tiempo y pensar para atrás, desde atrás, desde las espaldas, un pensamiento dorsal.

Hilar géneros, hilar destinos

«Su fino sentido del relato, de los tiempos y de los ritmos de la escena la han convertido en un referente. El trabajo de Heidrun Breier, a fuerza de insistencia y persistencia, ha logrado un lugar destacado en la escena contemporánea», escribe Mauricio Barría sobre el trabajo de la directora chileno-alemana, que estrenó Las amantes en el TNCH.

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Por qué volvemos al teatro (una y otra vez)

Este teatro no está vacío, premiada por el Círculo de Críticos de Arte 2021 en la categoría Mejor Dirección —y que hasta el 11 de junio se presenta en el Teatro UC—, es una reflexión pospandémica en torno a la experiencia del teatro y a aquello que nos hace regresar a las salas para ser testigos de un acontecimiento. Protagonizada por María Izquierdo, Camila González Brito y Josefa Cavada, la piezase pregunta por las razones que hacen que algo ingrese al relato histórico del teatro: tal vez una obra se recuerda porque se vibró con ella, pero ¿qué hace que la recordemos o no?

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Jaime Lorca: «El teatro es una necesidad, una vacuna contra los males del mundo»

El actor y director de la compañía Viajeinmóvil estuvo de gira en España, montando con objetos y muñecos Otelo y Lear, sus versiones de los textos de Shakespeare. Este año cumple una década a cargo del Anfiteatro Bellas Artes, donde exhibe su trabajo y el de otras compañías cobrando “a la gorra”, lugar que se convirtió en la primera sala en abrir sus puertas luego de la primera cuarentena. «La gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro y de la comunión real con el público», dice.

Por Denisse Espinoza A.

Son las 16 horas en Chile del viernes 14 de mayo, dos días antes de las elecciones, y el director teatral y actor Jaime Lorca (1960) prende su cámara y se conecta a esta entrevista desde Madrid por Zoom. Desde inicios de mes está cumpliendo lo que hoy se podría considerar una hazaña para el medio cultural local, paralizado por la pandemia: una gira internacional con su compañía Viajeinmóvil, presentando dos de sus obras ícono: Otelo y Lear.

Te vas a perder las elecciones del domingo, ¿es algo que no te interesa?, le pregunto.

—Claro que sí, me importan mucho las elecciones, pero para ser sincero, más me importa el teatro y llevábamos demasiado tiempo sin poder hacerlo.

Jaime Lorca. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Menos tiempo que el resto, al menos. El 10 de octubre de 2020, el Anfiteatro Bellas Artes, la sala que dirige Lorca desde 2011, fue la primera en abrir sus puertas tras 29 semanas cerrada debido a la crisis sanitaria. Lo hizo con un aforo muy reducido, de solo 50 personas, que incluía equipo técnico, producción, compañía y público. Así estuvieron con una cartelera con montajes de diversas compañías dedicadas al teatro de objetos y marionetas, el sello de esta sala, hasta que en marzo todo volvió a suspenderse por la nueva cuarentena impuesta.

El teatrero no se quedó de brazos cruzados y esta vez decidió reactivar una invitación que había recibido el año pasado para hacer una gira a España con su compañía a distintas localidades, incluida laSala Max Aub de Naves del Español en Matadero, Madrid. Allí, Lorca constató que las condiciones para la cultura en Europa distan bastante de la realidad chilena.

—El teatro español es lo máximo. Estamos como reyes haciendo esta temporada fantástica, con un equipo técnico enorme, con todas las condiciones sanitarias apropiadas, y tampoco exageran. La sala tiene un aforo grande, del 75%, y es obvio, porque la gente está sentada, separada con una mascarilla, no están en un restaurante comiendo, no están tocando otras cosas que las personas tocaron —cuenta.

Salir de Chile no fue fácil. Debió reunir una cantidad enorme de permisos e incluso perdió unos pasajes porque le faltaba una carta de autorización del consulado chileno que lo hizo perder el vuelo a último minuto. El salvavidas vino de España.

—Nos mandaron un salvoconducto que cuando vuelva a Chile lo voy a enmarcar, porque dice que el Ministerio de las Culturas español nos invita a realizar “actividades imprescindibles para el buen funcionamiento de la Nación»; imagínate, así consideran al teatro aquí. Y bueno, todo esfuerzo ha valido la pena para volver a la “presencialidad”, como le dicen ahora. Porque para qué vamos a estar con cosas, la gente se engaña haciendo teatro por Zoom, eso va contra la esencia misma del teatro. Para mí eso no es teatro —afirma.

La primera función de Lear tras la cuarentena fue emocionante. Tras acabar la obra y en medio de los aplausos, Jaime Lorca —que además de codirector (junto a Tita Iacobelli, Christian Ortega y Nicole Espinoza) encarna al personaje del rey loco creado por Shakespeare— dijo unas sentidas palabras e invitó al público a que empinara una copa imaginaria para brindar por ese ansiado reencuentro y para que los aplausos nunca más vuelvan a desaparecer. “El aplauso tiene un valor muy especial y no tiene que ver con la vanidad o el ego. En La Tempestad de Shakespeare, el aplauso despierta a los artistas que dejan de ser personajes; para mí es eso, pero también la comunión entre el público y quienes están en el escenario”, dice Lorca.

Primera función de Lear después de la primera cuarentena en Santiago, 10 de octubre de 2020. Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

Hace una década, en 2011, el actor se paraba por primera vez en ese escenario, dando nueva vida al Anfiteatro Bellas Artes, ubicado al costado del edificio que alberga la pinacoteca nacional y que por esa época estaba abandonado y convertido en un basural. Lorca recuerda que tuvo por lo menos ocho reuniones antes de que el director de entonces, Milan Ivelic, se convenciera en prestarle el espacio para desarrollar su proyecto dedicado al teatro de marionetas y animación. “Incluso contraté a un arquitecto para presentarle un proyecto de cómo íbamos a techar el anfiteatro, que era prácticamente un hoyo relleno de basura, con el escenario roto y podrido debido a las lluvias. Pasamos por un sinfín de prejuicios un año entero, y siempre recibimos un no como respuesta”, recuerda el actor.

Hasta que ese año su compañía Viajeinmóvil se adjudicó un proyecto Fondart, para justamente instalar una carpa en el Parque Forestal y desarrollar la segunda edición de su festival La rebelión de los muñecos, que continúa hasta hoy. Con esa última carta bajo la manga, Lorca volvió a la oficina de Ivelic, esta vez con los recursos en mano, y le propuso instalar la carpa dentro del anfiteatro. Esta vez aceptó. “Después el hombre se dio cuenta de que había juzgado mal cuando nos vio cómo transformamos el lugar. ‘Yo no sabía que la gente de teatro era tan tenaz’, me dijo un día mientras tomaba café desde la escalera. Se suponía que nos íbamos a quedar lo que durara el festival, pero aquí nos ves hasta hoy”, dice Lorca.

Paradójicamente, esa misma carpa que 10 años antes cubrió el anfiteatro y le dio al director la oportunidad de gestionar su propio espacio, fue desmontada ahora para poder cumplir con los protocolos de actividades al aire libre, durante la pandemia, y así volver a funcionar. Por estos días, y para celebrar el aniversario, Lorca prepara una nueva transformación. Instalará una carpa transparente y descapotable, quitará sillas y las reemplazará por plantas que separarán a las personas, transformando la sala en un verdadero invernadero. También planea volver con una nueva edición de La rebelión de los muñecos que espera sea presencial.

—Donde no haya cuarentenas y se pueda llevar las obras, ahí estaremos, y también estamos preparando un nuevo estreno, un clásico —adelanta.

Han habido otras compañías que no han tenido la misma suerte que ustedes en la vuelta a los escenarios. Como el caso de la obra Orquesta para señoritas, dirigida por Álvaro Viguera en el Teatro Nescafé de las Artes, que tuvo un foco de covid-19 y terminó con varios miembros del elenco contagiados, dos de ellos fallecidos, el actor Tomás Vidiella y el estilista Patricio Araya. ¿Qué opinas de ese caso y del juicio público que sufrió el equipo?

—Es el riesgo que se corría y pudo habernos pasado a nosotros también. Yo la primera función de Lear no la disfruté tanto, justamente porque estaba muy estresado con cumplir todos los protocolos sanitarios; era como la prueba de fuego, como la PSU de las compañías en pandemia. La verdad me parece muy ruin culpabilizar. Al contrario, yo les saco el sombrero, creo que esa gente hizo un acto de amor tratando de volver a comunicarse con el público. Hay que entender que el teatro es una necesidad de las personas y que lo que pasó es una desgracia, pero también era una posibilidad de la que todos estaban conscientes.

Antes de enfrentar la pandemia, con el poco apoyo gubernamental a los artistas, Chile venía de una crisis social que también afectó al mundo cultural. ¿Cómo viviste tú y tu compañía el estallido social?

—Nosotros la vimos venir mucho antes, porque el Anfiteatro es un lugar geográfico estratégico, un cruce de caminos donde se ven esas brechas, los de arriba bajan y los de abajo suben, se juntan clases sociales, razas. Después del estallido se armaron muchas conversaciones y debates sobre cómo tenía que ser la creación ahora, cuál es el teatro que tocaba hacer y hasta los cantantes de pop se preguntaban cuál era la música y las letras que tenían que componer, y yo no puedo estar más en desacuerdo con todo eso. Para mí, la creación es la única parte que nadie te puede tocar, es lo que haces porque a ti te resuena, es algo misterioso y nadie puede obligar a los artistas a trabajar en ciertos contenidos. No hay que pasarse de bueno porque eso también termina siendo muy acomodaticio, porque, claro, ahora es el estallido y mañana los osos pandas y luego las ballenas. Me cargan los buenos y los optimistas, en este mundo estamos cagados por los optimistas, es tan fácil ponerse del lado de los débiles y lo cierto es que, si todos fuéramos buenos, la sociedad estaría en otro lugar, donde quizás no sería necesario siquiera hacer teatro.

Formado en la Universidad Católica, a fines de los 80, Jaime Lorca fundó junto con dos compañeros de escuela, Juan Carlos Zagal y Laura Pizarro, la compañía La Troppa, que se transformó en una de las más emblemáticas de la escena local, con montajes impecables y sensibles que los llevaron a figurar internacionalmente, sobre todo con la aclamada Gemelos, una versión libre de la novela de Agota Kristof El gran cuaderno, que narra la lucha por sobrevivir de dos hermanos durante la Segunda Guerra Mundial.

Lear (2020). Crédito: Anfiteatro Bellas Artes.

En los inicios, la pasión por los muñecos de Lorca empapó la creación del grupo y las marionetas parte del elenco en el escenario. Sin embargo, las inquietudes artísticas variaron y mientras Lorca mantenía su afán artesanal, Zagal y Pizarro se interesaron en lo que el cine podía aportar en la escena. Finalmente, en 2005 la compañía se escindió. El matrimonio formó Teatro Cinema, y el marionetista Viajeinmóvil.

Has construido tu trayectoria montando obras que mezclan actores de carne y hueso con muñecos. ¿Qué hay en esa relación que te interesa tanto?

—No sé si lo tengo tan claro. Partimos en 1988, con Salmón vudú, usando un muñeco porque nos faltaba un actor. Todavía no nos llamábamos La Troppa y la marioneta era un bocón, era solamente una cabeza que la hizo mi mujer, que es artista plástica, y ahí la escena era sobre un soldado español que había violado a una princesa india y el capitán decide colgarlo, entonces poníamos la cabeza en la soga y quedaba colgado y ese movimiento de péndulo causaba mucha gracia y funcionaba bien. Lo que pasa es que la marioneta es muy efectiva, yo diría que más efectiva en los primeros minutos de una obra que un personaje de carne y hueso, porque esos primeros minutos, que son las circunstancias dadas, son muy difíciles para el actor hacer creer al público. La gente le cree más a una marioneta. Pero lo que yo hago es hacer interactuar a los dos y eso es aún más interesante, porque los pone en tensión. Es algo vivo que le está hablando a algo que está muerto, entonces se produce ese flujo entre lo muerto que va hacia la vida y lo vivo hacia la muerte. Hay un filósofo que se llama Henri Bergson que habla sobre lo muerto como lo mecánico, como una acción que se repite tanto que ya no tiene sentido. Un misógino, un alcohólico y un anticomunista están muertos porque van a responder siempre igual a los estímulos y eso da risa, pero también es trágico. Lo que intentamos es humanizar a las marionetas dándoles movimientos más humanos y menos mecánicos, y eso implica observarnos profundamente a nosotros mismos, pero todo eso tiene sentido con un público que firma este contrato tácito de creer e involucrarse con lo que está viendo. Esa es la gran diferencia del teatro con el cine, por ejemplo, el cine que es tan envasado que puedes comer cabritas y tomar bebida y seguir creyendo sin esfuerzo, porque está todo dado. En el teatro no están las cosas y el público las tiene que completar, el público tiene que trabajar para ver todo lo que se sugiere en el escenario.

¿Qué reflexiones sobre tu quehacer has tenido durante este periodo de crisis social y sobre todo de pandemia en que el trabajo teatral se ha visto tan obstaculizado?

—He ido convenciéndome sobre la importancia que tiene el teatro, la importancia social, es una necesidad de la gente, desde el entretenimiento hasta el aprendizaje. Entretenerse está poco valorado en nuestra sociedad, porque se supone que es un tiempo inútil que dedicas nada más que a entretenerte, pero en el fondo es muy importante. Lo que a mí me gusta, por lo menos, es trabajar con las pasiones humanas y cómo esas pasiones humanas desequilibran a las personas  y las hacen correr riesgos que pueden ser fatales para esas u otras personas, y por un tiempo todo eso queda expuesto hacia un público que puede ver y reflexionar acerca de estos problemas. Hacer Otelo tiene una importancia social, lo hacemos a nuestra manera, porque durante la primera parte la gente se ríe y luego ya se empieza a reír menos.  Como en los consultorios cuando a los niños los entretienen con un dulce y luego los pinchan, así es el teatro, en principio te entretiene y luego te vacuna. A mí me gusta que el teatro sea como una vacuna contra los males del mundo, que tenga un efecto, pero no se note.