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Hilar géneros, hilar destinos

Heidrun Breier, actriz alemana formada en Hamburgo, es un caso excéntrico en nuestro circuito teatral. Al llegar a Chile fundó la compañía Un mundo teatro junto a Daniel Muñoz, con la que realizaron importantes montajes como Historias de familia, de Biljana Srlbjanovic (2001); Sor María Ignacio lo explica todo para usted, de Christopher Durang (2002), o Cocinando con Elvis, de Lee Hall (2005). En 2007, Breier se lanzó a la dirección con Blackbird, de David Harrower, y se consolidó el año siguiente con Filóctetes, de Heiner Müller, con la que obtuvo un Altazor por mejor dirección. Luego vino Bajo hielo, de Falk Richter (2009); El rey del plagio, de Jean Fabre (2010), Tranquila, eres mía (2014), de su propia autoría; Delirio, de Falk Richter (2014), Banal, de Mauricio Barría (2015), y Demasiado cortas las piernas, de Katja Brunner (2018), entre otras.

Autores contemporáneos de gran complejidad, textos que están al límite de lo tradicionalmente dramático y temas de actualidad con miradas menos habituales han sido los sellos de su ejercicio como directora. No sin dificultad ha logrado un reconocimiento en el medio teatral chileno por las particularidades de su poética, en la que se destacan dos aspectos: el primero, la importancia que le da al sonido como lenguaje, tanto en el uso de objetos como en la experimentación con la voz coral. Lo segundo, es el trabajo que realiza con los actores. La sutileza en la composición actoral, la precisión que busca en la interpretación, la capacidad de ver dimensiones de los personajes y de los actores son rasgos de esta poética, que bien podríamos definir como una dirección centrada en el poder de la actuación. Por otra parte, su fino sentido del relato, de los tiempos y de los ritmos de la escena la han convertido en un referente. El trabajo de Breier, a fuerza de insistencia y persistencia, ha logrado un lugar destacado en la escena contemporánea. 

Las amantes (1975) es una de las primeras novelas de la premio Nobel austríaca Elfriede Jelinek. Como en el resto de sus obras, Jelinek despliega su ácida mirada sobre la sociedad pequeño-burguesa enmarcada en un feminismo radical. En su escritura, lxs sujetxs están siempre al límite, pero no en un sentido transgresor; por el contrario, están poseídos por el conformismo mediocre de la vida pequeño-burguesa que solo desean reproducir. La incapacidad de convertirse en sujetos resulta una excelente metáfora de la alienación que el capitalismo social ha ejercido sobre estas existencias. 

Al ingresar a la sala Antonio Varas del Teatro Nacional Chileno, lo primero que vemos es una máquina impresionante, un conjunto de poleas y árboles de transmisión que giran y levantan delantales en un movimiento armonioso, que contrasta con la prisa que mueve a los personajes. Al frente, hay una larga mesa de montaje al estilo fordista, que de tanto en tanto despliega su coreografía serial y rutinaria. Movimientos en horizontal y en vertical cubren la escena como una composición maquinal. No es común que escenario y escenografía se acoplen de manera tan natural. Esta instalación resulta ser una prótesis que le va muy bien a la sala, donde nada sobra y nada falta. 

El espacio creado por el diseñador teatral Rodrigo Basaez se convierte, así, en la metáfora más prístina del asunto central de la obra. La vida de estas mujeres se encuentra atada a una dependencia fatal, una servidumbre maquínica, como la llamarían Deleuze y Guattari; una vida condenada a un dispositivo productivo que no solo determina sus proyectos y aspiraciones sociales, sino también la manera en que imaginan su condición de mujeres. Una máquina cuyo signo es la repetición sin fin de lo mismo. Como dice la obra en su inicio: “las mujeres reciben un destino”, y sean cuales sean las decisiones que tomen, la máquina siempre las ajustará a su designio. 

Las amantes narra la historia de tres mujeres nacidas en un pequeño pueblo cuya existencia está atada a la de una fábrica de ropa interior femenina. Jelinek expele ironía desde el primer instante. Habitualmente ligadas a la identidad femenina, las figuras del hilado y el tejido han representado el lugar de un cierto poder, de la capacidad de tejer relaciones, vidas y de construir el tejido que constituye una comunidad. La idea misma de destino asociada a las hilanderas en el mundo griego —las Moiras— luego se replica en la figura de Penélope, quien vive hilando y deshilando un tejido mientras espera el regreso de Ulises. Esta imagen aparentemente negativa esconde, sin embargo, un reverso emancipador: en Penélope reside el poder de urdir la memoria y de re-cordar los afectos, esto es, de tramar el tiempo. Pero en este montaje, las figuras del hilado y el tejido han devenido en una dolorosa ironía, en la que estos personajes son al mismo tiempo objetos y sujetos de opresión. Ellas intentan escapar de un destino imponiéndose otro: creen subvertir la servidumbre maquínica de la producción sometiéndose a otra sujeción, en este caso, la de la maquina reproductiva del matrimonio y la maternidad. 

El montaje se sostiene desde la brillante y pareja actuación de cinco actores. Resulta acertada la decisión de la directora de poner cuerpos masculinos para desempeñar roles femeninos. El delicado trabajo de cada uno de ellos consigue con una buena dosis de humor y actuaciones paródicas traspasarnos el tono de la escritura de Jelinek. La parodia es el recurso escogido por Breier para materializar la ironía de la autora, una parodia que escarba en el imaginario de la novela rosa y lo que impone en cuanto a construcción de género. La actuación logra una interesante mesura, sin caer en los estereotipos habituales cuando se representan cuerpos transgenéricos o se tiende a replicar una estética travesti. Mesura y no exageración es lo que permite que la parodia logre su efecto exento de todo cinismo. Pero es un efecto, el mismo tiempo, inquietante, pues no hay aquí una representación en un sentido estricto: estos cuerpos no hablan a nombre de alguien, no hay una pretensión siquiera de interpretar un cuerpo o un carácter femenino. La técnica que propone la dirección implica un distanciamiento. No hay un juicio de parte de ellos, pero sí el empeño de defender la posición del personaje. En este sentido, más que interpretar, los actores muestran el personaje, lo presentan encarnado en ese cuerpo, pero en todo momento notamos la fisura de esa “representación”. 

Mostrar para señalarnos la complejidad que portan los roles, mostrar para hacernos sentir cómo los espectadores juzgamos desde marcos perceptuales preestablecidos las conductas de los personajes, devolviéndonos la tarea de decidir si ellas tienen o no una opción. Al final, nosotros quedamos a la intemperie al hacernos cargo de la intemperie absoluta en la que están estas mujeres. 

Otro recurso notable es el trabajo coral. Más que cinco cuerpos, son cinco voces encarnadas y entrelazadas. Destacan la precisión en las polifonías y contrapuntos, la sincronía entre gesto y voz, el ritmo vertiginoso que logran los textos. Todo lo anterior cierra con la propuesta sonora, que es correalizada por el compositor Pablo Aranda. Imposible no mencionar el trabajo dramatúrgico, que realizó la misma directora. Es notable la capacidad de síntesis y de descubrir la dramaticidad inherente a estos textos narrativos. Breier no agrega textos, ella compone como un sampler los materiales que existen, recombinándolos cuando es necesario o dejándolos actuar en su forma original, con lo que logra un resultado inédito, al igual que la performance de un DJ.

Las amantes: una obra escrita hace más de 40 años y que hoy es capaz de perturbarnos como si hubiese sido escrita hoy; una propuesta teatral que vuelve a poner en valor el slogan: el futuro será feminista, o no será. 

Las amantes

Adaptación de la novela Las amantes, de Elfriede Jelinek 

Dirección y adaptación teatral: Heidrun Breier

Elenco: Felipe Zepeda, Guilherme Sepúlveda, Eduardo Herrera, Gonzalo Muñoz Lerner y Carlos Ugarte