A propósito del avance de los neofascismos en América Latina y del necesario debate organizado por el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (CECLA), titulado “Neofascismos en América Latina y los desafíos para la izquierda”, resulta urgente reflexionar en torno a un tema que cada vez es más atingente a la luz de ciertos fenómenos y cifras locales conocidos en el último tiempo.
Ya a mediados de los años 90, el filósofo argentino Ernesto Laclau, partidario de lo que denominó la “democracia radical” —en tanto la prolongación de principios de igualdad a esferas cada vez más amplias de las relaciones sociales—, planteaba que no estábamos en la etapa en que los partidos políticos eran los únicos agentes de cambio social. Para él, vivíamos en sociedades cada vez más fragmentadas en las que no había una lógica que lleve a la homogeneización social, sino a lo contrario: “Organizaciones feministas, organizaciones de los gays, formas de lucha de las poblaciones contra formas concretas de opresión están constituyendo todo un tejido institucional mucho más complejo que la clásica idea de representación a través de los partidos”, explicaba Laclau. “Mi única salvedad —proseguía—, es que hay una cierta visión antipartido, por ejemplo, en ciertas formas de posmodernismo que yo no comparto, porque si bien el rol de los partidos se ha relativizado en un sentido, y no pueden ser los partidos concebidos como el único agente de cambio histórico, los partidos siguen cumpliendo su función, y esa función no puede ser negada”.
Hoy, cuando una izquierda ha sido cuestionada ética y políticamente, y otra nueva pareciera querer asomar, el peso de voces como las de Laclau, provenientes ya sea de la cultura, del pensamiento crítico o la creación, resultan vitales tanto para resignificar los discursos como para los múltiples pliegues de las memorias que conforman las claves identitarias de esas izquierdas.
Izquierdas que, por ejemplo, deben hacerse cargo de una mayoría de chilenos que se considera “más blanco que otras personas de países latinoamericanos” y que percibe a las personas migrantes como “más sucias” que la población local, de acuerdo con un estudio del INDH publicado en su informe anual de 2017, y que agrega que el 68,2 por ciento de la población responde afirmativamente cuando se le pregunta si está de acuerdo con medidas que limiten el ingreso de inmigrantes a Chile.
Izquierdas que deben saber que, según un estudio del año 2018 de la Universidad de Talca sobre prejuicio y discriminación racial en Chile, el 70,7 por ciento de la población cree que tener apellido mapuche puede perjudicar en la búsqueda de empleo o ascenso en la empresa, y que un 52,8 por ciento no considera la posibilidad de tener ancestros mapuche.
Izquierdas que deben asumir la irrupción de los feminismos, sus denuncias contra el acoso y violencia sexual, así como sus demandas de equidad, educación no sexista y transformación social, entre otros tópicos de un movimiento que por su potencia y transversalidad resulta histórico.
Y si hablamos de los derechos de las disidencias sexuales, es importante que esas izquierdas se hagan cargo de que en estos primeros meses de 2019 ya hay cerca de una quincena de casos de violencia contra la comunidad LGBTIQ; y que de acuerdo al informe anual del Movilh de 2018, los casos de denuncias por homofobia y transfobia se incrementaron en un 45 por ciento durante 2017, con 484 episodios de odio conocidos públicamente. Y que de más de 450 mujeres provenientes de distintos lugares de Chile que se declaran lesbianas o bisexuales, el 76 por ciento admitió haber sido acosadas por su orientación sexual.
A esto podemos sumar la “Encuesta T” de la Asociación Organizando Trans Diversidades (OTD) que apunta a que de 315 casos, un 55 por ciento de las personas encuestadas declararon haber tenido algún intento de suicidio, la mayoría entre los 11 y 18 años.
Porque es en este terreno, en el de la intolerancia, la xenofobia y la circulación de los discursos de odio, donde se nutren los neofascismos locales. Un terreno que esas izquierdas, junto a los movimientos sociales, a una opinión pública respetuosa de los derechos humanos, y a una academia comprometida con la democracia y los valores republicanos, no pueden ceder.
Las cifras son voces de víctimas, voces de alarma que no debemos soslayar.