Decimos que una Constitución es la ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de las leyes, ya que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política. Es una definición producto de procesos históricos largos y de cambios radicales en las prácticas políticas y los sistemas simbólicos que, para el caso americano, tienen como hito la redacción de los textos fundamentales como nuestra Acta de la Independencia Nacional, firmada en Talca, en el año 1818, cuyo original fue destruido en el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.
En el horizonte de un debate sobre una nueva Constitución creo que es importante no pasar por alto el que ésta es esencialmente el resultado de la práctica política y que es, en esencia, un acto político con resultados materiales: un texto, una carta fundamental. Impugnar este imaginario y las prácticas que lo hacían operativo como sistema fue el centro del proyecto cultural del régimen liderado por Augusto Pinochet. Mi afirmación no tiene novedad, pero creo que es importante retomar una operación en particular dentro de las prácticas políticas del régimen, la de la interpretación histórica de las propias acciones en el momento mismo en que éstas sucedieron. La “clase magistral” que Pinochet diera en la inauguración del año académico de la Universidad de Chile el 6 de abril de 1979 inicia con la declaración de una nueva independencia y una refundación de la nación. No es menor el momento, ni el lugar, ni la institución escogida para hacerlo, puesto que la instalación de la Universidad de Chile no se puede separar del acto fundante de la historia, ya que desde 1844 cada año se inauguraba con la lectura del texto ganador del concurso convocado a construir el relato de la nueva nación.
Pinochet legitima la acción que encabeza insertándola dentro de la noción de tradición histórica, una de “intervenciones militares”, diferenciándola al mismo tiempo de las que precedieron a las Cartas Fundamentales de 1891 y 1924 en tanto declara muerta la tradición democrática de la que formaron parte. Lógicamente, el régimen aprecia la Constitución de 1833 y el Estado portaliano, y considera la del ‘25 “débil”, pues dio origen al sistema de partidos. En tanto protector de dichas tradiciones, el dictador es un “gobernante soldado” que no dejaría a los chilenos entregados al “juego de las oligarquías partidistas que nos condujeron a la crisis”. Esta conciencia de la legitimidad de los propios actos en el marco de una “tradición” permite comprender que no haya contradicción entre ser constitucional y no democrático. Es en ese momento necesario que la Carta Fundamental “consagre y resguarde adecuadamente estos valores”, recuperando la lectura conservadora del instrumento, pero disociado de su propia realidad: “preservará la esencia democrática que ha caracterizado a nuestra república”. Y sería salvífica, pues no se trataría de un “ensayo teórico o ideológico más, sino una necesidad de supervivencia como nación libre y como Estado soberano”.
Es necesario detenerse en el peso denso de tales afirmaciones para la reflexión que propongo: el lugar del discurso en la transformación de las estructuras simbólicas públicas existentes sobre la política, las que hoy son parte de nuestras opiniones sobre una nueva Constitución. La que nos rige resulta de este programa dictatorial que se instaló como estructura de las nuevas prácticas y, finalmente, es nuestra herencia inmaterial, pues su instalación fue sistémica y sistemática. Cada subtítulo de la “clase magistral” de Pinochet es un mandamiento: resguardo de normas adecuadas y hábitos políticos sanos; la democracia como un medio, no un fin; el sufragio universal como un elemento que no agotaría la expresión de la voluntad nacional; necesidad de una democracia vigorosa para autoprotegerse (del marxismo); resguardo de una seguridad amenazada por la subversión y el terrorismo; defensa del progreso económico y social: objetivo de la democracia; freno a la demagogia; rechazo al libertinaje periodístico; tecnificación de las determinaciones políticas; un Estado neutral en lo doctrinario.
Decir “normas adecuadas y hábitos políticos sanos” es un ejemplo magistral de la persuasión convencida de su carácter neutro. Ciega ante su carácter doctrinario, establece que “nos encontramos aquí ante la necesidad de incentivar la formación de una mentalidad distinta, en la cual la acción política de la persona no esté sometida a la influencia de intereses diferentes al bien común”. El carácter de mandamiento de los asertos permite despojar a las palabras de su peso teórico y filosófico. Los buenos hábitos, en complemento, se entienden como una operación de erradicación de las herramientas culturales que pudieran debilitar al ciudadano al hacerlo deliberativo (sin filosofía, sin medios de comunicación libres, sin educación cívica). El éxito de tal operación se expresa hoy en la incapacidad de letrados y no letrados para afirmar las diferencias que existen entre decir bien común, lo público y los bienes públicos. Lo leemos y escuchamos diariamente, en particular respecto de una necesaria reforma al sistema educacional, el elegido para instituir la nueva mentalidad.
Habían transcurrido 34 años de la Revolución de 1891 cuando se reclamó una nueva Constitución y se dio paso a la de 1925; 48 años transcurrieron entre 1925 y 1973. Hoy nos encontramos a 36 años de la promulgación de la Constitución de 1980. No es un mal hábito político generar un debate sobre la legitimidad de la voluntad popular, los derechos humanos como principios fundamentales del pacto social y el veto al uso de la fuerza, sin miedo y con confianza, pues el siglo XX ha muerto. Toda mentalidad puede cambiar si se activa la capacidad de poblar nuestros imaginarios de nuevos fundamentos, en el libre uso de nuestra capacidad de deliberar y de hacernos responsables de nuestras acciones en el mundo que hemos creado.
De visita en Chile a propósito del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance”, el connotado artista, fundador junto a Pedro Lemebel de Las Yeguas del Apocalipsis, habla sobre sus proyectos actuales y la necesidad de encontrar nuevas formas de increpar al poder desde el arte.
Por Ximena Póo | Fotografías: Felipe Poga
Montados sobre una yegua aparecen Francisco Casas y Pedro Lemebel (1952- 2015) por Las Encinas. Es 1988 y la Universidad de Chile, intervenida por la dictadura, insistía en sus resistencias y también en sus retiradas. Hoy, a casi tres décadas de ese día, quienes los vieron llegar o aquellos que tuvimos noticias de esa performance no podemos olvidar e imaginamos. Imaginamos aún desde las explanadas de la resistencia y también desde las puertas cerradas de las retiradas. Acción y política, artes visuales, cuerpos y deslindes de una historia larga y un relato corto es lo que hoy Francisco Casas nos vino a recordar, cuando se remece la memoria.
En los extramuros del X° encuentro “eX-céntrico: disidencias, soberanías, performance” –organizado entre el 17 y 23 de julio por el Instituto Hemisférico de Performance y Política de la U. de Nueva York, fundado por Diana Taylor, la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones y el Departamento de Teatro de la Facultad de Artes de la U. de Chile, en colaboración con el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes–, Casas expuso en la galería Metales Pesados Visual lo que es hoy: su travestismo del siglo XXI.
Su cuerpo estuvo ahí, en calle Merced, conversando con amigos y con poca prensa, pero también estuvo en las pantallas que cuelgan de las paredes blancas de este espacio ubicado en un territorio de moda, en pleno barrio Lastarria. En esas pantallas, “Pancho” Casas –el mismo que en 1987 fundó, junto a Lemebel, el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis– se conectaba con el agua mostrando su última performance, Ese’eja (2011), resultado de una residencia en el Amazonas peruano, donde hizo un viaje en balsa por el río Tambopata con una cámara Bolez de 16 mm. Navegó desde los glaciares de Puno hasta el río Madre de Dios, rodeado por los bosques donde el grupo Ese’eja alguna vez construyó su vida.
“Pancho” Casas vive y trabaja en Lima, Perú, desde 2013. Y no extraña nada de Chile, o por lo menos se empeña en que todos lo crean. Su biografía académica y artística es extensa, sujeta a vacíos y demandas por coherencias. Estudió Literatura en la Universidad Arcis entre 1984 y 1987, y realizó una maestría en Literatura y Psicoanálisis en la Universidad de Chile en 1988. Su nombre remite a vestidos largos, tragedia en los ‘70 y ‘80, opulencia en los ‘90, mundos felices, contradictorios, bizarros, combatientes, amorosos, a luchas de subjetividades y egos. Su nombre remite a mundos críticos, lumpéricos, obreros, burgueses. Su nombre es un continente que nos conecta con un Chile que aún, aunque cueste creerlo, muchos no quieren ver por conservadurismos obscenos o bien porque el ruido del arte convertido en moda no deja oír (ni ver). Los mismos que, es probable, no quieran tocar a esta América Latina de fronteras difusas y tercermundistas que autores como él nos lanzan a la cara.
Casas, autor de Sodoma Mía (poesía, Editorial Cuarto Propio, 1991), Yo, yegua (novela, Editorial Seix Barral, 2004), Romance de la inmaculada llanura (poesía, Editorial Cuarto Propio, 2008), Romance del arcano sin nombre (poesía, Chancacazo, 2010) y Partitura (novela, Chancacazo, 2014), camina por Lima, por su Barranco literario, libre. Y se empeña en decirlo al reconocer la densidad cultural de Perú, donde ha sido profesor de crítica cultural en la Escuela de Arte Corriente Alterna en Lima y hoy curador de la galería de arte Ginsberg (así de beat). Le gusta recordar que ha sido invitado como artista, escritor y conferencista a la Universidad de Berkeley, la Universidad de Chile, la Universidad de Nueva York, la Universidad Autónoma de México, el Centro Wilfredo Lam de La Habana, el Instituto Latinoamericano de Cultura (ILA) de Roma, el Museo Reina Sofía, Madrid, y recientemente al Museo MALI de Lima y a la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Francisco Casas. Fotografía: Felipe PoGa.
Y le gusta recordar que “cuando con Pedro Lemebel pensamos la performance Refundación de la Universidad de Chile decidimos entrar a la Facultad de Artes, en Las Encinas, montados sobre una yegua que se llamaba ‘Parecía’, que era como Rocinante de El Quijote”. Y hoy recuerda así para esta Universidad crítica, compleja, política.
“Parecía” (así se llamaba) era una “yegua carretonera que la habíamos rentado en una feria de Peñalolén. Apenas podía caminar esta yegua y a Pedro le costó mucho subir porque les tenía miedo a los caballos. Pensamos esta entrada no solamente por la dictadura y los campus tomados por los militares; estaba Federici de Rector. La Facultad de Artes existía a duras penas con toda la censura que había”. Así, montados desnudos y abrazados, decidieron que en este acto la Universidad se refundaría desde un lugar que los interpelaba, un lugar simbólico y material por donde entrara la clase obrera homosexual.
La disrupción se producía entonces al interior de los puntos neurálgicos de un espacio de Educación Superior donde la discriminación a la homosexualidad no daba tregua en medio de la represión política. Además, cuenta mientras en el Parque Forestal el invierno convoca nostalgias, “esta censura –también universitaria– había aumentado mucho más cuando llega el Sida a Chile”.
Casas, atropellando análisis y praxis, recuerda que “en ese instante decidimos refundar la Universidad de Chile, inventar otra forma de Universidad de Chile a la manera de Pedro de Valdivia cuando entra a Santiago. Entonces era como sexualizar también la figura de ‘Don’ Pedro de Valdivia arriba de un caballo. Además, desde otro lugar más lejano, que era tema de risa y conversaciones, se construyó una metáfora que aludía a Lady Godiva, esta mujer a la que la obligan a pasear desnuda por las calles del pueblo para luego morir apedreada luego de que le han inventado mentiras sobre su vida”.
Esa performance señera, antecedida y seguida por decenas de otras, densificaría la alianza que él y Lemebel tenían con el feminismo, la resistencia frente a la dictadura y la deconstrucción del patriarcado al transgredir la figura icónica de Pedro de Valdivia representada en “esta estatua horrenda que está en la Plaza de Armas; una estatua que no está en un pedestal, está sobre el piso, y por tanto es más amenazante que si estuviera arriba. Y, curiosamente, esta estatua se ubica en la misma esquina donde durante la época colonial estuvo la horca, donde se hacían los juicios públicos, lo que no deja de ser interesante”.
Pedro de Valdivia todavía está entrando a la ciudad, insiste al pensar en la colonia. “Mirando esta estatua (en Plaza de Armas), dijimos con Pedro: ‘hay que refundar la Universidad de Chile, pero vamos a tomar ese modelo’. Esto rara vez lo había dicho, es raro, pero ahora que recuerdo, con Pedro solíamos pasar mucho tiempo sentados en la Plaza de Armas y no dejábamos de mirar y mirar”.
En mayo, de paso en Chile, “Pancho” Casas volvió a sentarse en alguna banca de este espacio que los alcaldes y alcaldesas de turno suelen intervenir y que se ha peruanizado, dominicanizado, colombianizado para buena ventura de una parte del país que puja por construirse en y desde las diferencias. “Al volver experimenté un impacto visual, mi recorrido por la Plaza de Armas fue ahora realmente increíble”, dice, e imagina que “Chile cree que eso no le está pasando”.
El giro travesti
Cruzando el estereotipo, Casas se internó en el Amazonas para la performance Ese’eja y sus estrategias de transformación giraron. “Pedro Lemebel y yo trabajamos el travestismo como una forma de enfrentarse a los poderes”, como cuando, durante la proclamación de Patricio Aylwin como candidato a la presidencia de Chile para encabezar la transición, desplegaron el lienzo “Homosexuales por el cambio”, “una forma violenta en ese tiempo de visualizar un cuerpo que estaba oculto”. Era una forma de manifiesto en una época que requería esa habla. Pero el travestismo, dice, “hay que llevarlo a otros lugares” y se fundamenta en la tesis de la simulación que hay, por ejemplo, en Ensayos Generales sobre el Barroco, de Severo Sarduy.
“El travestismo va ahora en otros cuerpos, cuerpos menos garantizados, como el de los indígenas o en las migraciones; me preocupan los temas ecológicos, que son temas políticos, críticos”. En ese contexto, esta performance se conecta con el hecho de que grandes territorios del Amazonas están siendo devastados por la minería formal e informal. “Toda la minería informal, ilegal, financiada por las grandes mineras, está devastando, por los relaves, la selva entera; es lo mismo que pasa en Chile. Yo llamo un poco la atención sobre eso y su impacto en la contaminación del agua, las especies nativas y los humanos que van desapareciendo. Para eso yo me relacioné con tribus no contactadas. Tuvimos que pedir muchos permisos para ir a ese viaje. A medida que vas bajando ves el río contaminado entero y ves lo que pasa con sus habitantes”.
Por eso quiso travestirse en esos cuerpos, como el del indio yanomani, de Juan Downey, que da vuelta la cámara y por eso sigue travistiéndose, pero esta vez desde ese lugar. “Yo doy vuelta la cámara; yo ya me vestí de mujer y hoy eso no tiene ningún sentido, porque hay que hacerse la pregunta sobre de qué tipo de mujer te estás vistiendo, de la tonta, la de clase alta, la llena de joyas, la explotadora del mismo hecho de ser mujer que traiciona su propia femineidad, la burguesa detestable. Entonces el travesti ocupa ese lugar común y es hora de cuestionarlo. Yo doy un poco vuelta la tuerca y mi travestismo es hacia atrás, atrás, atrás”. Tan atrás como pudo llevarlo la ayahuasca al finalizar el viaje en la balsa río abajo.
¿Por qué nadie se viste de Aretha Franklin?”, se pregunta mientras sigue reflexionando sobre ese travestismo de mujer que hoy, y tal vez por ahora, ha dejado de lado al poner a la intemperie las categorías sobre clase y género naturalizadas por el neoliberalismo.
En Perú, relata, “no hay discriminación hacia los chilenos; amo la cultura peruana, a la poeta peruana Blanca Varela, amo todo. Chile reniega de la densidad cultural que existe en Perú”. Renegar es no querer enfrentar para encontrar. Así es como surge la alianza con Blas Isasi y entran al Pacífico con las letras rojas estampadas, sangrantes, en sus torsos desnudos: Roto y Cholo entran al mar en 2014. Y sobre ellos escribe la buena amiga de Casas, Diamela Eltit, bajo el título Las otras pa-t-rias.
Fotografía: Felipe PoGa
La censura no existe, mi amor
“Es imposible que haya censura”, dice y suelta una carcajada que antecede a la mirada fija, al desaliento de tanto caminar. La censura, piensa en medio del ambiente afrancesado que se levanta como coquetería chic frente al Museo de Bellas Artes, “se puede inventar para vender y hacer escándalo, pero la censura no existe porque no le interesa al sistema. En nuestra época, en los ‘70 y ‘80, había una censura que era peligro de vida. Ya lo vivimos”.
Y es que, concordamos, “uno de los grandes triunfos del neoliberalismo es que el otro ya no interesa y, por lo tanto, no hay censura; si alguien dice que ha sido censurado es que hubo una mala negociación de su parte porque no entendió el mercado. Es decir, negoció mal la edición, la exhibición. A nadie le interesa censurar porque hay otras formas de anular mucho más brutales. La censura no existe, mi amor”. No existe, sentencia, porque “te dicen ‘usted haga lo que quiera mientras llene bien el formulario’, y eso es lo que hacen muy bien los fondos de cultura, que lo han entendido así; el sistema lo ha entendido muy bien”.
El primer acto de censura en democracia que existió en Chile fue, recuerda, a Las Yeguas del Apocalipsis, y eso lo registró Carmen Luz Parot en “Censurados. Cuando se proclama a Aylwin en el Teatro Cariola, en 1989, está toda la prensa internacional y nacional, una sola fotografía se pudo rescatar, pero nada más. No hay nada más que eso”. Pedro y Francisco no estaban invitados a ese encuentro, pero ahí llegaron, con pluma, tacones y lienzo. “Cuando Ricardo Lagos va pasando, yo lo agarro y Pedro Lemebel lo besa en la boca. Todos los flashes se dispararon, pero no hay ninguna fotografía de eso”.
El ejercicio del poder tiene sus códigos y él se pasea por ellos con y sin disfraz. “Guarda el vestido de novia”, le dijo alguna vez la Presidenta Michelle Bachelet, cuando “ni la izquierda quiso dar apoyo al matrimonio homosexual”. “He tenido la oportunidad de entrar a instancias de poder a pesar de mí mismo”, dice quien tampoco deja de lado a los amigos, aunque les estampe mensajes desatados: “Ahora Carmen Berenguer se enojó conmigo porque no la quise apoyar con una carta para el Premio Nacional de Literatura; es que no apoyo a nadie, porque no creo en ese premio”. Cuando viaja aprovecha de ver a Carmen, la “tercera Yegua”, y a Diamela Eltit y Nelly Richard, a Sergio Parra y a Adolfo Bimer, un artista joven “que es como un hijo”, pero no visita a muchos más.
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Ha pasado más de un año desde el anuncio de la creación de un canal de televisión cultural y educativo para nuestro país. A pesar de que su implementación ya se está discutiendo en el Congreso, no hay muchas certezas sobre sus contenidos, formas y líneas editoriales, lo que ha levantado dudas y suspicacias, pero también ha dado espacio a expectativas e ilusiones.