Cómo se construye una autora: algunas ideas para una discusión incómoda *

Intuyo que ganaríamos mucho si lográramos zafarnos de las imágenes tantas veces narcisistas, las poses vacías con que nos tientan las redes sociales y de las cuales todxs solemos participar. Creo ver por eso una clave en el cuento de Niú: la escritura y la lectura deben preceder al encuentro con la imagen o la presencia física de la escritora y ser el fundamento de la fascinación, el delirio e incluso la destrucción del crítico misógino, y no al revés.

Hace ya casi cien años, Marta Brunet escribió un breve y misterioso cuento: “Niú”, pseudónimo de la protagonista, una poeta de vanguardia (cuya firma revela hasta cierto punto su búsqueda transgresora), que es perseguida obsesivamente por el crítico Marcial Moreno por su afán de (“lujuriosa”) experimentación verbal. Sin embargo, Niú lo invita a su casa. Se convierte en una presencia, en una imagen y en un cuerpo. Un beso de ella deja prendado al crítico. Al beso sigue el desprecio de la escritora y la desesperación de Moreno, quien avizora incluso su propio suicidio.

Esta historia no es ajena a otras en que Brunet reflexiona sobre el destino de las creadoras (doña Batilde, en Humo hacia el sur, da origen a un pueblo entero). Pero aquí, como en ninguna otra, vemos  en acción a una escritora y a un crítico que sucumbe a ella. Considero que hay que pensar esta seducción no como algo solamente físico: no es la belleza física de esta escritora lo que fascina a Moreno, sino su relación contradictoria e intensa con su escritura. Sabedor de la buena recepción de las obras de Niú, Moreno se ha lanzado antes a su negación, con el afán de destrozar sus libros: “busqué analogías, la acusé de plagio poniendo en manifiesto que su originalidad era acentuar hasta el paroxismo lo sensual. No sé qué vértigo me cogió, pero ello fue que uno tras otro fui publicando artículos, cada vez más enconados, más fieramente destructivos. No solo escribía contra Niú: hablaba de ella con insistencia de idea fija. Me llenaba de ira el descoyuntamiento de sus versos, ese superponer las imágenes sin otro nexo que el ardor sexual llameando en cada palabra”.

El vértigo que refiere Moreno no parece ser otro que el de una poderosa misoginia, incapaz de reconocer en la obra de una mujer atisbos de originalidad y valor literario, pero también su rechazo visceral de un lenguaje ajeno y provocador, “descoyuntado”. En este punto, vale la pena referirse al ingreso de la propia Brunet en el mundo literario chileno. Según contaba Alone —sin darse cuenta del alcance de este relato en que se pone a sí mismo como un “descubridor”—, su impulso al leer el manuscrito que le envió Brunet de Montaña adentro, su primera novela (1923), fue correr a la Torre de los Diez para leerlo con Pedro Prado y determinar si ese texto tan bueno no era, tal vez, un plagio ejecutado por la oscura y joven escritora chillaneja con la que se carteaba. Para suerte de todxs, los dos grandes varones de la literatura chilena decidieron que no.

El cuento se convierte, a la luz de esta historia y de tantas otras de su tiempo, en una venganza simbólica de Brunet, una demostración del conservadurismo del crítico, de cara a la desconcertante textualidad de una mujer (una textualidad “nueva” para él, y por lo mismo, ilegible, indomable). Lo desencaja el carácter corpóreo y sensual de su lenguaje, características que el pensamiento moderno atribuyó (peyorativamente) a lo femenino. El encuentro de ambos personajes y el triunfo de ella habla discretamente de algo que tal vez Brunet avizoró: el declive de un quehacer crítico conservador y machista y la instalación, con toda propiedad, de nuevas formas de escritura en el campo literario. Por lo mismo utilizo esta historia casi un siglo después, para reflexionar sobre los problemas que enfrentan hoy las escritoras, contra qué debemos revelarnos y cuáles son los peligros que pueden acechar en nuestra inserción en el campo literario.

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Considero que la responsabilidad del crítico o la crítica debe ser intervenir sobre ese campo en constante reordenamiento. Los esquemas de la sociología literaria de Bourdieu, ideados como descripción del campo literario francés del siglo XIX, no fueron propuestos como modelos fijos, porque evidentemente lo que llamamos “literatura” se reorganiza constantemente, así como también la conformación de lo que tiene “valor” estético o literario. Esta idea me llevó, en gran medida, a intervenir en Twitter hace unos días, porque me parecía que una contribución que se puede hacer al feminismo es proponer una lectura de cuáles son las actuales condiciones para sus luchas. Para ello se deben tener en cuenta los siguientes aspectos: 1) el fortalecimiento salvaje del neoliberalismo y la mercantilización de la vida (y la cultura); 2) el desvanecimiento de la tradición crítica moderna por el creciente cierre de espacios culturales y periodísticos; 3) la interacción y potencia que tienen las redes sociales en la construcción de las imágenes autoriales; 4) la necesidad de que el feminismo logre, más que la inserción de la escritura de mujeres (y habría que abrir, ya, de una vez, el debate a lo que ocurre con las creaciones LGTBIQ+), repensar el sistema literario: ¿queremos “rescatar” la literatura, fenómeno burgués e ilustrado cuyas pretensiones de autonomía hoy revelan su rostro elitista y despolitizado? ¿Podemos pensar la institución literaria de otra manera y con ello, la misma noción de autoría, concepto atravesado de individualismo y dueñidad desde su comprensión a partir del siglo XVIII?

Este texto surge en un contexto particular: el deseo de dar cuerpo a una reflexión iniciada en Twitter, que no quise dejar allí, como tantas pequeñas pugnas que se dan en ese marco. Hace unos días, Montserrat Martorell tuiteó este comentario: “Hay una generación de escritores para los cuales las narradoras no existimos”. Decidí retuitearlo con este texto: “Mucha preocupación de las autoras actuales por ser visibilizadas: en algunos casos recomendaría preocuparse y preguntarse antes por lo que se escribe, y también por promover la lectura de autoras históricamente invisibilizadas. Menos autopromoción”. Confieso que mi intervención arrancó no solo de la lectura de Martorell en ese momento, sino de ciertos malestares que produce en mí el funcionamiento del campo literario chileno, en que los vaivenes del mercado son prácticamente lo único que va quedando de la literatura en el periodismo cultural. Un campo en que escasea el intercambio de ideas, la conversación, la reflexión crítica, y campean los amiguismos, los celos y los individualismos, porque Chile es un país profundamente desigual, en que el Premio Nacional de Literatura, supuestamente nuestro máximo reconocimiento a lxs escritorxs, ha ido adquiriendo prácticamente un carácter asistencialista frente al enorme desamparo en que trabajan todxs lxs agentes culturales, la vergüenza de las pensiones para la gran mayoría de la población y la histórica mediocridad de muchxs de sus ganadores (casi todos hombres), principalmente bajo dictadura. Ya se ha escrito sobre lo burdo que ha llegado a ser, de hecho, que cuando tres grandes poetas por fin han sido nominadas como candidatas al premio, los titulares las hagan “competir” en una absurda disputa.

¿Cuál es mi punto? Martorell inscribe en su comentario algo que difiere de la lectura y la discusión crítica: habla de una “inexistencia”, de un falta de “aparición”, de “nombramiento”, cuestión que advierto no solo en ella, sino también en otras voces de su generación. Mencionaré otros dos ejemplos: el colectivo AUCH!, formado en marzo de 2019 después de una marcha de escritoras de la cual yo misma formé parte, realiza desde hace un tiempo una campaña con el hashtag #conoceautoraschilenas, en que se presenta una breve bio con la foto de las autoras integrantes del grupo, así como de algún o algunos libros suyos y la invitación a seguirla(s) en alguna red social. Otra iniciativa, esta vez individual, es la de María José Navia en Twitter, que bajo el hashtag #366escritoras y con una imagen de la película Mujercitas, de Mervin LeRoy, promueve el trabajo de escritoras de diversos puntos del orbe, una por día.

En todos estos casos, la cuestión en juego es la “aparición” o “existencia” de las escritoras, en estrecha conexión con su figura/imagen. En todos estos casos, las autoras son singularizadas, con estrategias que impiden poner en red sus diversas voces y mirar de manera más orgánica sus contribuciones políticas y estéticas. De hecho, una iniciativa como la de Navia curiosamente consolida más a Navia misma que a las escritoras que pretende resaltar con sus tuits. Un caso similar es el de la colección “Neon singles”, que libera cuentos de 12 autoras en la web, a modo de una antología en línea, en que la autora, editora y antologadora María Paz Rodríguez se incluye a sí misma en la selección (y por lo tanto, cuando promueve a otras, autopromueve su trabajo). Una práctica que me recuerda al gesto narcisista de Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita, cuando en 1935 publican Antología de poesía chilena nueva, con diez autores: desde luego que ninguna mujer (Mistral ya había publicado Desolación) y dentro de la selección, ellos mismos, jovencísimos.

Me parece interesante que al mismo tiempo haya colectivos como la Red Feminista del Libro, creada un tiempo antes que AUCH!, o iniciativas como “Voltajes”, festival de la cadena de la producción del libro en que han participado escritoras, diseñadoras, editoras, traductoras y libreras. Estas instancias potencian la textualidad y el trabajo dentro del campo, antes que la figura autorial. Esto me parece fundamental, y diré por qué, ayudándome del trabajo de la crítica mexicana Nattie Golubov. Ella advierte en su trabajo sobre la construcción de autorías femeninas asociadas a la nueva circulación mediática, y con ello, su complicidad con las estrategias de mercado. La crítica mexicana habla incluso de la “autora/marca”, cuyo nombre se asocia a una imagen corporal. No es raro ver los interminables reportajes y textos periodísticos que aun hoy presentan a las escritoras por estas cualidades físicas, “vendibles”, exaltadas también por agentes, editoriales y otras instancias de intercambio. Golubov ve en esto cierta “desapropiación de las autoras” y esto es lo que produce la reacción de muchas de ellas, cuando no quieren ser asociadas con “literatura femenina” o “literatura de mujeres”. También es obra del mercado y la “visibilización” o “promoción” que autoras con una obra muy escasa o frágil literariamente de pronto aparezcan dictando talleres literarios, sin una trayectoria o un hacer que las consolide más que su “marca”.

No se trata, aquí, de evitar o demonizar, necesariamente, las redes sociales: como invita por ejemplo la investigadora Carolina Gaínza, el tema es más bien intervenir en la cultura digital con una mayor conciencia de sus posibilidades (porque no podemos quedarnos atrás, explica, y dejar que ese nuevo mundo lo controlen ingenieros y tecnócratas… ¿y hombres?). Y de cómo convocar, a través de estas nuevas plataformas, a la lectura y la discusión de ideas, afectos, políticas.

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Como se puede ver, el fenómeno de la autoría es complejo y por eso, si bien considero fundamental que nos agrupemos y que existan AUCH!, Voltajes o la Red Feminista del Libro, es necesario sentarse a pensar, como se hizo en un encuentro realizado en Valparaíso en 2019 por esta última agrupación, qué es lo que buscamos posicionar. Muchas investigadoras feministas están revisando hoy lo que implica, ya que al ser una construcción falsamente “universal” y marcadamente patriarcal (la noción de autor emparenta incluso con la de una figuración divina, siempre singular, que para los románticos se expresó en la figura del “genio”), es uno de los tantos hitos que como feministas debiéramos desmantelar, para tratar de construir algo nuevo. En esa línea recomiendo los estudios de autoría que se están realizando en nuestros países de habla hispana: la misma Golubov, Aina Pérez, Meri Torras, Elena Cróquer y Nora Domínguez, entre otras. Un colectivo como AUCH! se ha fundado en torno al concepto de la autoría y eso marca su articulación. Imagino que entre otras cosas han debido definir a quién se considera “autora” literaria y a quién no. Un tremendo problema, sobre el cual se ha escrito mucha teoría.

A mi comentario en Twitter, Montserrat Martorell respondió que su afirmación surgía en un marco muy concreto, un taller realizado con un escritor que mencionó a una sola autora en dos horas de clases. La aclaración (que obedece a una experiencia que lamentablemente seguimos viviendo, y que espero ella haya podido resolver con el profesor del taller, aunque sé que no es fácil), va seguida de otro mensaje que me parece más interesante, al menos desde el punto de vista que estoy analizando. Martorell explica: “El tuit hacía referencia a la generación de escritores nacidos en los 30-40. Lo especifiqué más abajo. No me refería a nuestra generación. Todas las escritoras somos todas las escritoras. Independiente de nuestro tiempo”. Obviando el hecho de que efectivamente pensé, con el comentario original, que se refería a su generación (el “nosotras” podía abarcar muchas cosas), lo que más llama mi atención es la frase que iguala a las escritoras, independientemente de sus contextos históricos. En el momento contesté que la frase me parecía una suerte de escudo protector que cancelaba la verdadera discusión que necesitamos tener. Sabía que éste podía ser el punto más incómodo de mi intervención en Twitter y probablemente también en este ensayo. Y es que lo sigo pensando: no, no “todas las escritoras somos todas las escritoras”. Si bien reconozco la riqueza que puede haber en un “por mí y por todas mis compañeras”, frase que se alza de cara a la violencia sufrida por las mujeres, intolerable en todas sus expresiones, y que considero de gran valor la sororidad femenina (lamento, de hecho, que las escritoras hayan tenido que realizar su trabajo en un profundo aislamiento intelectual, en contraste con la permanente fraternidad masculina que a punta de golpecitos en la espalda ha trazado publicaciones, premios y reconocimientos profesionales) este “escudo” no podía, no puede convencerme para la literatura, ni para pensarnos como escritoras. Si queremos mantener viva la reflexión crítica en torno a la literatura (de todos modos lo pregunto: ¿queremos eso?) y cuestiones como su valor estético y político, no se puede pensar en “las escritoras” como un grupo homogéneo y sin historia. Eso también nos “invisibiliza”. La frase es un peligro para el feminismo literario, porque puede encubrir la mediocridad y el anhelo meramente individualista de ser considerado en el mercado: “todas somos iguales y debemos protegernos”. A esta frase de Martorell se sumaba, de hecho, el gesto de etiquetar a AUCH! en otra de sus respuestas, convocando de este modo al colectivo. Quizás buscaba voces que pudieran unirse a ella en la discusión.

No podemos obviar que el feminismo ha sido (malamente) apropiado por diversas formas narrativas y visuales, con fines diversos, y por eso no todo “da lo mismo” o es igual (los productores de Fábula, por ejemplo, son expertos en estas pésimas apropiaciones). Me imagino que al interior de los colectivos que he mencionado se discutirá qué feminismos orientarán la acción, porque tampoco da lo mismo uno u otro. De hecho, hay cierto feminismo que biologiza y esencializa el ser mujeres, excluyendo, marginalizando y silenciando las experiencias trans. En el ámbito de la escritura, nada más, me pregunto si por ejemplo las poetas, cuyo trabajo nunca es suficientemente reconocido, se identifican con la frase de Martorell, o con el trabajo realizado por AUCH!, donde entiendo que predominan las narradoras. De hecho, hoy es fácil que se hable de un “boom” de narradoras, pero nadie “visibilizó” en su momento la emergencia poética que se vivió en el Chile de fines del siglo XX y comienzos del 2000, con poetas como Carmen Berenguer, Elvira Hernández, Rosabetty Muñoz, Malú Urriola, Nadia Prado, Marina Arrate, Verónica Zondek, Verónica Jiménez, Alejandra del Río o, un poco después del 2000, Gloria Dünkler, Paula Ilabaca, Gladys González, Julieta Marchant y Luz María Astudillo, por mencionar algunas.  ¿Por qué? Porque la poesía, evidentemente, no tiene el mismo valor “comercial” de la narrativa, y es donde hasta hoy se urden las más fuertes resistencias del lenguaje a su domesticación y su mercantilización. Sumemos a estas fracturas otras muchas que sufrimos en un país con los niveles de clasismo y discriminación que hay en Chile. ¿Todas las escritoras somos todas las escritoras? Puede ser tentador pensarlo, pero me parece que no es así.

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No se trata aquí de poner a narradoras contra ensayistas, o poetas, o dramaturgas o aquellas muchas creadoras que aúnan prácticas artísticas diversas. Pero sí de introducir ciertas precauciones y principios de realidad en la discusión, poniendo atención en los privilegios y los lugares desde los cuales emergen las voces de un colectivo, como podemos ver que ha sido problemático en la historia misma de los movimientos chilenos. El tiempo que vivimos, de profunda agitación social, también reclama hacerse cargo del problema. Por eso es que no se puede deshistorizar ni descontextualizar el trabajo de las escritoras, ni sus luchas en común, ni sus diferencias. El mismo feminismo no es uno solo y considero que desde la vereda literaria debemos ir mucho más allá de un feminismo liberal, que restringe la pelea a una cuestión de “cupos”, o de “visibilización” y que le hace el juego, apuntado por Golubov, a la domesticación capitalista de las fuerzas intelectuales y creadoras. Con esto no quiero demonizar, tampoco, a agrupaciones como AUCH! —sé que llevan en paralelo a su estrategia de promoción literaria (central en la conformación de este grupo que “visibiliza” a autoras muy recientes) otras importantes y generosas iniciativas—, pero sí abrir una conversación sobre los límites y premisas de su activismo, cómo se ha pensado “lo literario” en el grupo y si ha dado espacio a formas de visibilización que impliquen actividades de lectura y discusión, donde se esté repensando la conformación de la política y el espacio literario desde sus mismas bases.

La tentación de caer en el concepto de “promoción” es grande, dado el know-how que articula los financiamientos culturales, con sus formularios y postulaciones a fondos creados en los años 90, que para poder funcionar, reclutan anualmente evaluadores que provienen del mismo campo literario en que todos “compiten”, generando de esta manera enormes injusticias. ¿No habría que cambiar, junto con la Constitución, todas esas formas de institucionalidad cultural espurias, en vez de adaptarse a ellas? En un elocuente ensayo incluido en Tsunami, publicado en México en 2018, Vivian Abenshushan avanza en esta línea, cuando invita a repensar las pedagogías de la crueldad a las que nos ha acostumbrado el quehacer literario masculino, con sus prácticas competitivas y violentas, que reproducen el sistema literario, dice ella, “como orden patriarcal”, con su “alfabeto de la humillación”.

Ante mi intervención en Twitter, algunas personas quisieron recordarme —entiendo que con la mejor voluntad de contribuir al debate— el ocultamiento, silenciamiento y ninguneo sufrido por las mujeres en la vida pública. Lo sé, y el feminismo viene bregando contra eso desde sus orígenes. Pero se podría decir que hoy la situación ha cambiado un poco: se crean editoriales con liderazgos y miradas cifradas en la valoración de la escritura de mujeres, se levantan ferias y espacios dedicados solo a su trabajo, en las universidades se las estudia y —ojo— el mercado intenta también sacar provecho de ellas. Creo que por lo mismo hoy no se puede decir que las nuevas autoras no sean difundidas. Entonces, ¿por qué no discutir cuáles son hoy realmente sus problemas más urgentes, me imagino que aún anclados en las micropolíticas discriminatorias del día a día? Por otra parte, me parece que la deuda con nuestras antecesoras es demasiado grande todavía. Muchas no han sido rescatadas hasta hoy, porque hay que decirlo, Bombal, Brunet y Mistral son solo la punta del iceberg, y a eso hacía referencia también mi comentario en Twitter. No podemos seguir construyendo nuestra relación con el pasado desde una noción de “excepcionalidad”, sino que hay que leer, como invitan los trabajos de Natalia Cisterna y otras académicas, la inscripción de estas subjetividades en el denso tramado cultural de su tiempo.

Por diversos motivos he estado leyendo cuentos, novelas, crónicas y autobiografías que no han sido reeditados desde que vieron la luz, muchas veces con una distribución muy limitada. El listado es enorme y quiero mencionar solo algunos nombres que seguramente muchxs no han oído, como los de Vera Zouroff, Gabriela Lezaeta, Marina Latorre o Carmen Smith, entre otras. Algunas fueron autoras de varios libros y sin embargo no han sido leídas, porque en su tiempo las ignoraron y porque no están entre aquellas que han recibido nuestra atención reciente, como María Elena Gertner, Elena Aldunate, Rosario Orrego o Delie Rouge. Creo que les debemos un trabajo que traspase los límites de la investigación académica y que, más allá de recoger sus nombres y estampar sus imágenes (que es a lo que puedo limitarme en este ensayo), busque entender y explicarnos cuál fue el lugar de sus historias en el tramado literario chileno de su tiempo y cómo pueden interpelarnos hoy como lectoras. Lo digo porque he tenido experiencias muy sorprendentes, sobre todo con escritoras jóvenes. En una Feria del Libro de Santiago, hace unos años, moderé una mesa sobre el cuento latinoamericano, en que participaban una escritora mexicana, otra colombiana y una chilena. Les pregunté cuáles eran sus herencias y genealogías de mujeres cuentistas. Solo la chilena señaló que ella “no leía mucho”, sin manifestar interés por la pregunta que las otras dos contestaron detalladamente. Me parece que ése es un antiintelectualismo muy típico de discursos que, buscando singularizarse y desmarcarse de lo que consideran la “academia”, finalmente solo trabajan para la despolitización y empobrecimiento del debate crítico. Me pregunto si esto ocurrirá de la misma manera en otros lugares del mundo.

María Moreno escribió el año pasado en Página/12 una columna donde expresa muy bellamente algo que echo en falta en Chile. Habla de sí misma (de una foto que la retrata), pero sobre todo de esas genealogías que menciono antes: “En su mente —aunque falle cada vez más en recordar nombres propios, esos fallos son efímeros y coyunturales porque en realidad ella es un archivo humano modesto pero fiel— hay nombres de mujeres a las que llama células madres, árbol del compost, arcadia de los sueños”. Enredadas en ese compost, las palabras de nuestras antecesoras sobreviven para hablarnos de sus mundos y utopías. ¿No les debemos algo más de atención?

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Vuelvo a las narradoras, porque es el ámbito que mejor conozco y desde donde emerge el breve intercambio de comentarios que se produjo en Twitter hace unos días. La verdad es que Latinoamérica vive un momento muy singular, ya que por fin han logrado hacerse presentes y circular textos de sólidas escritoras nacidas a partir de los 70. Celebro sus escrituras, donde hoy se están jugando las ideas más arriesgadas, originales y valiosas estética y políticamente: Claudia Hernández, Rita Indiana, Verónica Gerber, Guadalupe Nettel, Margarita García Robayo, Fernanda Trías, Valeria Luiselli, Claudia Ulloa, Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Selva Almada, María Gaínza, Fernanda Melchor, Laia Jufresa, Ena Lucía Portela son solo algunas de estas escritoras a las que se suman las chilenas Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Lina Meruane, o algo más jóvenes, Alia Trabucco, Carolina Melys, Mónica Drouilly y Claudia Apablaza. Considero que es cierto que, pese a su actual visibilidad, siguen siendo minoría en los debates, los festivales, las ferias, las mesas de conversación, las adjudicaciones de proyectos, las antologías y premiaciones. Nadie quiere negar este problema y en este sentido, no deseo “cancelar” el feminismo, como opinó otra tuitera. Por lo mismo, considero que, como nunca, debemos trabajar para reconstruir historias de injusticia literaria que sirvan para el presente y para el futuro. Para que nunca más.

Solo a modo de ejemplo, quiero recordar una de estas historias, que sorprende por su cercanía. En diciembre de 2006, hace tan solo 13 años, La Tercera publicaba un texto que hoy despertaría la indignación feminista, pero del que en ese momento nadie, a excepción de Lina Meruane, aludida en el texto, escribió al respecto. La publicación, anónima, formó parte de una artificiosa polémica levantada por entonces, entre “diamelitas” y “bolañitos”:

 “No tienen nada que ver con las religiosas Carmelitas, pero son igual de fervorosas. Las llamadas «diamelitas» son un grupo de escritoras que comparten su pasión por Diamela Eltit —entre ellas Lina Meruane, Andrea Jeftanovic y Nona Fernández— y que en agosto pasado impulsaron la campaña para que la autora de Los Vigilantes ganara el Premio Nacional de Literatura. Pese a que sus esfuerzos fueron infructuosos, ellas se mantuvieron fieles a su maestra. Tanto, que recientemente pusieron en aprietos a la editorial Planeta, al entregar una novela escrita por cada una, al más complejo estilo «diameliano». Pero no esperaban que su más dura competencia viniera de la misma Diamela Eltit, que durante esos días también entregó un manuscrito a Planeta. Y la casa editorial no dudó: frente a cuatro «diamelitas», siempre es preferible la original”.

Este cobarde anónimo hace evidente que no se avanzó tanto desde la crítica de Brunet hasta el 2000. Se plantea en este texto nuevamente la marca de la “copia” y de la falta de “originalidad” para la literatura de mujeres. Hoy nos puede parecer absurdo y delirante, sobre todo al considerar las importantes trayectorias que han tenido precisamente las escritoras aludidas en la nota. Pero parecía natural, hace 13 años, decir que se vinculaban entre ellas “fervorosamente”, como si leerse unas a otras fuese una cuestión de fe, humildad y cierto fanatismo. Parecía natural que tuvieran que “competir entre sí” para ser publicadas (como hoy ponen a competir a nuestras poetas). Y parecía natural que se “filtraran” estas noticias y se escribiera algo así, con total impunidad.

Hay que seguir rescatando la historia. Hay que cuidar el espacio de las autorías: no solo de mujeres, pero principalmente las nuestras, porque nuestros cuerpos y gestos han sido históricamente mercantilizados. Debemos cuidarnos de la transa neoliberal que todo lo fagocita y lo adelgaza. No hay que entrar en las carreras locas con que nos tientan las ideas exitistas. No hay que apurarse en publicar por publicar (algo que me ha parecido ver en muchxs autorxs jóvenes). Hay que escribir para ser leídas y discutidas. Hay que pensar, por lo mismo, en lo que se escribe y concentrarse en eso, más que en ser “promovidas”.

Echo de menos más textos. Echo de menos más columnas, más ensayos, más discusiones. ¿No hay medios para su difusión? ¡Intentemos crearlos y sostenerlos, no sería la primera vez!

Me asomé a las redes sociales y ahora a un espacio de opinión pública no para decir que no se lea a las mujeres. Por el contrario: quiero que se las lea, y mucho. Me interesa más lo que escriben mis contemporáneas que lo que escriben sus compañeros y de hecho preparo desde hace un tiempo un libro sobre el tema. Y es que éste es el punto: ¿por qué no anteponemos la escritura a la “promoción” de la imagen autorial? Intuyo que ganaríamos mucho si lográramos zafarnos de las imágenes tantas veces narcisistas, las poses vacías con que nos tientan las redes sociales y de las cuales todxs solemos participar. Creo ver por eso una clave en el cuento de Niú: la escritura y la lectura deben preceder al encuentro con la imagen o la presencia física de la escritora y ser el fundamento de la fascinación, el delirio e incluso la destrucción del crítico misógino, y no al revés.


* (Agradezco a todas las escritoras, investigadoras y amigas que me han ayudado, con su conversación, sus ideas y afectos, a elaborar estas ideas “incómodas”, algunas de las cuales me rondaban hace tiempo).


Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres: 30 años de rebeldía feminista

Fue la organización que trajo el concepto femicidio a Chile, cuando ni cultural ni jurídicamente se reconocían los asesinatos de mujeres como crímenes por motivos de género. A través de la reflexión permanente, la Red Chilena ha reconocido y nombrado diversas manifestaciones de la violencia contra las mujeres, como el castigo y el suicidio femicida. En esta entrevista, Lorena Astudillo, abogada y una de las voceras de esta organización, habla sobre los 30 años de la Red Chilena y se refiere a los desafíos que enfrenta el movimiento feminista en la actualidad. “Hay que historizar el movimiento y poner en cuestión la ética feminista”, asegura.

Por Bárbara Barrera

«Querer saber se parece a la rebeldía», escribía Julieta Kirkwood en Ser política en Chile (1986). La socióloga y activista feminista sostenía que “el hacer feminista muchas veces se separa de lo que su saber descubre y descrifra”, e insistía en la necesidad de vincular la acción y la reflexión. Ese principio feminista ha regido el actuar de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres desde sus inicios, cuando nacía como Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual en 1990, junto con la apertura democrática.

En el fragor de la demanda feminista por democracia en el país y en la casa en plena dictadura cívico-militar, el problema -históricamente privado- de la violencia contra las mujeres se volvió público. A partir de entonces y con la promesa de la democracia, diferentes organizaciones de mujeres a lo largo de Chile decidieron articularse y crear la Red, tras compartir las experiencias de violencia que atravesaban sus vidas.

Para la abogada feminista y vocera de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres, Lorena Astudillo, el hecho de que las mujeres reconocieran la violencia intrafamiliar, que no la concibieran como un problema privado e interpelaran a la institucionalidad, es uno de los mayores aportes del feminismo. “Las feministas señalaron que este es un problema político, y a mí me parece que eso es un avance enorme y es de las feministas”, asegura.

Lorena Astudillo, abogada y vocera de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres. Crédito de foto: Red Chilena.

La reflexión permanente al interior de esta organización hizo que tempranamente profundizaran en el problema de la violencia contra las mujeres, identificando que no sólo se trataba de violencia doméstica en el marco de relaciones de pareja, sino de una violencia ejercida en el marco de un sistema patriarcal y que se manifiesta de diferentes maneras. A partir de dicha reflexión, el año 2009 la organización decidió modificar su nombre a Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.

El posicionamiento en Chile de la marcha del 25 de noviembre, Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres, y de la campaña “¡Cuidado! El machismo mata”, que el pasado 6 de agosto conmemoró su 14° lanzamiento, marcan dos de los principales hitos al interior de esta organización, al igual que el haber traído el concepto de femicidio –desarrollado en 1976 por la activista feminista sudafricana Diana Russell, recientemente fallecida–  y haberlo instalado en Chile cuando los crímenes contra mujeres por motivos de género no eran reconocidos ni en el orden cultural ni en el jurídico.

Desde el pacto de la transición, hasta la marcha del pasado 8 de marzo cuando más de 2 millones de mujeres salieron a marchar en una nueva conmemoración del Día Internacional de la Mujer, la historia de la Red Chilena atraviesa los últimos 30 años del movimiento feminista en el país, marcado por hitos como la primera legislación de Violencia Intrafamiliar en 1994 y la promulgación de la Ley de Divorcio en 2004.

“Las feministas salían a buscar firmas al Paseo Ahumada, cartas y cartas con firmas. Hoy día nos parece muy extraño, pero había una férrea oposición al divorcio, para las mujeres hace algunos años el vínculo matrimonial era un compromiso culturalmente muy potente. Por lo tanto, mientras seguías casada con ese hombre, seguías teniendo este vínculo casi obligatorio y él seguía pretendiendo que se involucraba en tu vida. Yo diría que el divorcio fue algo potente por lo simbólico, por lo que representaba para las mujeres el matrimonio y lo que representaba romper con ese vínculo totalmente”, cuenta la abogada feminista.

Otro de los principales hitos en los últimos 30 años del movimiento feminista chileno fue el denominado “pildorazo”, masiva manifestación en contra del Tribunal Constitucional que amenazaba con prohibir no sólo la píldora de anticoncepción de emergencia, sino también anticonceptivos erróneamente tildados de “abortivos”. Lorena Astudillo recuerda que “cuando se fue al Tribunal Constitucional la marcha por la píldora del día después fue enorme, tremenda, y no hay que olvidar que el ministro del Interior era Harboe y fue él quien mandó el guanaco y a los pacos a reprimir duramente a las mujeres y fue en un gobierno, supuestamente, de izquierda”.

En 2001 la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres, junto a la Corporación La Morada y el apoyo de ONU Mujeres, desarrollaron la primera investigación “Femicidio en Chile”, publicada en 2004. El reconocimiento de este tipo de crímenes trajo consigo las primeras marchas contra el femicidio. Al respecto, la abogada señala que “las feministas no teníamos un acuerdo sobre si queríamos que la legislación recogiera conceptos nuestros para luego devolverlos a la pinta de ellos, como si esa fuera la verdad, porque eso es algo que suele pasar”. Pese a ello, sostiene Lorena Astudillo, el reconocimiento social, cultural y jurídico del femicidio fue algo muy importante.

La Red en la marcha del 25 de noviembre de 2019. Crédito de foto: Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.

La Red Chilena ha creado conceptos para nombrar manifestaciones específicas de la violencia contra las mujeres, como es el caso del suicidio femicida, que en la actualidad ha sido muy utilizado por organizaciones feministas y la opinión pública a partir de la historia de Antonia Barra. El concepto “continuo de violencia” también ha sido posicionado por la Red. ¿Cuándo empiezan a hablar de este último concepto y por qué?

La reflexión permanente y constante ha hecho que desde la Red nos anticipemos a muchos conceptos que comienzan a ser utilizados después, y esto es solamente reflexión y recoger las experiencias de las compañeras de todo el país. Así como nosotras nos adelantamos, por ejemplo, a hablar de una educación no sexista, a conceptualizar la violencia como algo mucho más amplio, a traer el concepto femicidio, a hablar de suicido femicida, yo diría que del continuo de violencia estamos hablando aproximadamente desde 2011-2012, entendiendo que la violencia no son episodios que una vive, sino que nos atraviesa a lo largo de la vida cuando, por ejemplo, desde antes de nacer te asignan colores simplemente porque ven en una ecografía que tienes vagina o pene, hasta adulta mayor, cuando eres tratada de “abuelita”, “mamita”.

¿Y a qué se refieren con que la violencia contra las mujeres es un problema estructural?

Una vez que nosotras nos dimos cuenta de que esto era un continuo, dijimos ‘bueno, pero esto va acompañado de algo’.Y analizando nosotras, yo diría que hace unos cinco o seis años atrás, empezamos a hablar de estas estructuras, de que la violencia es estructural y que el patriarcado tiene bases sólidas. Desde ahí nosotras también empezamos a darnos cuenta de cómo la estructura en la que está construida la sociedad se basa en la idea del sometimiento y la discriminación de las mujeres. De todas maneras, todavía nos falta reflexión acerca de la violencia estrucutral, hemos escrito, pero sentimos que todavía nos falta más, que se requiere más conversación feminista.

– La Red Chilena ha sido protagonista de los últimos 30 años del movimiento feminista en Chile. A partir del “retorno a la democracia” podríamos hacer un análisis de la relación entre la institucionalidad y las mujeres en Chile. ¿Qué creen que significó para las feministas el pacto de la transición, que muchas feministas lo han calificado como un “pacto patriarcal”?

Yo diría que el significado es diverso. Existía mucho en los 90 esta idea de las institucionales y las no institucionales. Algunas de verdad pensaban que este pacto podía aportar, así lo sentían sobre todo las feministas que estaban en partidos políticos. Pero también había compañeras feministas que les parecía que no se podía hacer ningún tipo de pacto, que no podía caerse en la utilización permanente de los partidos políticos porque, efectivamente, este pacto patriarcal lo que buscaba era nuevamente una utilización permanente de las mujeres, ofreciéndoles caramelos de vuelta, como lo fue el Servicio Nacional de la Mujer, haciéndolas sentir que ahora sí iban a estar incluidas, pero condicionando el apoyo, condicionando algo que nunca debió haber sido condicionado. Pero me parece que hoy día, 30 años después, nosotras podemos hacer esa reflexión. Es fácil mirar para atrás y decir que en realidad fue un pacto patriarcal. Efectivamente lo fue y ya hemos aprendido que siempre es así, por lo tanto, no confiamos en esa institucionalidad. Pero había una sensación distinta en esa época, pensando que iba a ser imposible derrocar la dictadura, y se encuentran con esto que fue una esperanza.

¿Creen que se lograron avances en términos institucionales y/o judiciales durante los gobiernos de la Concertación? Te lo pregunto porque ustedes son bien críticas respecto a lo que ha significado, por ejemplo, la Ley de Violencia Intrafamiliar que se promulgó en 1994 y reformó en 2005.

La institucionalidad se ha quedado atrás de una manera horrible, pero las mujeres hemos avanzado de manera distinta. Julieta Kirkwood avizoró este despertar de consciencia y siento que las mujeres hemos tenido este despertar, por eso el 8 de marzo fuimos 2 millones en la calle. La institucionalidad no ha querido avanzar porque no le conviene que las mujeres sean sujetas de derecho por muchos aspectos: porque la estructura social es patriarcal y se basa en la dominación de las mujeres, porque que nosotras tengamos este despertar de consciencia significa cambiar todas las estructuras y eso implica cambiar el modelo económico, las prácticas actuales y la jerarquización de la institucionalidad. Y ahí es donde se hacen los que sí y los que no, como que nos dan un poquito y después pareciera que hemos avanzado porque hay una Ley de Violencia Intrafamiliar, pero hace un cuarto de siglo que se comprometieron a hacer una ley integral y todavía no la tenemos. Hoy día están discutiendo una ley integral cuando otros países, que se obligaron al mismo momento de Chile, ya están corrigiendo los errores que cometieron en esas leyes integrales.

¿Cuál es la lectura que hacen desde 2016 con el movimiento Ni una menos en adelante y todo lo que se empezó a fraguar ahí en términos de mujeres irrumpiendo nuevamente en el espacio público, con demandas cada vez más amplias respecto a la violencia contra las mujeres?

El año 2016 viene a ser la explosión de todo lo que ya se había gestionado a través del feminismo y que no se notaba. El trabajo permanente de las feministas comienza a mostrarse en distintos lugares porque las feministas estamos en todas partes; estuvimos en las marchas de las y los estudiantes, en las marchas de las AFP, con los movimientos sociales. Me parece que ya en 2016 se había hecho este trabajo de hormiga de ir repartiendo conocimiento feminista y esto se conjugó con agresiones a nivel mundial que fueron muy impactantes. Las feministas fuimos poniendo los conceptos y a las mujeres ya les hacían sentido cuando aparecen estas violaciones colectivas en Argentina y Brasil.

– Al interior de la academia existe una insistencia por hablar de violencia de género, en vez de hablar de violencia contra las mujeres. ¿Por qué ustedes como organización nunca han hablado de violencia de género?

Compartimos esta idea de que el género es como sacarle la cafeína al café para hablar de violencia contra mujeres, como suavizarlo para que así nadie se sienta y convoque a más gente. Nosotras no tenemos que descafeinar nada, las cosas nos gusta nombrarlas como son. El género, además, abarca los diversos géneros y nosotras hablamos de violencia hacia las mujeres porque en eso trabajamos y porque el género nos invisibiliza, ¿dónde estamos las mujeres ahí? Cuando se quiere hablar de violencia hacia las mujeres debe ser nombrada como tal, porque tiene motivaciones específicas que son el machismo y la estructura patriarcal en la cual está enraizada nuestra sociedad, por lo tanto, para poder erradicarla tenemos que basarnos en sus motivaciones y recoger la experiencia de las mujeres.

¿Cómo definirías el momento actual? Vemos un movimiento feminista que no ha dejado de manifestarse y luchar contra la violencia hacia las mujeres, tanto en el contexto de pandemia como en casos que han sido pésimamente abordados en términos mediáticos como el de Ámbar Cornejo.

El momento actual es un momento donde el concepto feminista se ha vuelto muy masivo. Me parece muy bien que seamos millones, pero creo que requiere una responsabilidad porque el feminismo es reflexión y acción, sí o sí. Tenemos la responsabilidad de estar permanentemente reflexionando y cuestionando con otras, porque en esta masividad del feminismo también puede ser que llegue solamente el concepto y el resto quede vacío, y ahí nos encontramos con aberraciones como Jacqueline Van Rysselberghe diciendo que es feminista porque ella se siente con el patudo derecho de decidir lo que es feminismo. Es una falta de respeto enorme hacia las feministas. Es lo mismo que yo dijera ‘si ser UDI significa que apoyo el matrimonio homosexual y que puedan adoptar, y que las mujeres podamos abortar cuando queramos, entonces soy UDI’. Así, así de patudas son. Tenemos que poner los contenidos del feminismo para que mujeres tan patudas y tan irrespetuosas como la Van Rysselbergue o la Zalaquett no salgan a pensar que por el solo hecho de tener vagina, y porque ellas creen que hay que ser buenas con las mujeres, son feministas.

«Tenemos la responsabilidad de estar permanentemente reflexionando y cuestionando con otras, porque en esta masividad del feminismo también puede ser que llegue solamente el concepto y el resto quede vacío».

¿Qué les han parecido los cambios de ministras de la Mujer y Equidad de Género? En un principio tuvimos a Isabel Plá, después a Macarena Santelices que finalmente dejó el cargo tras ser sumamente cuestionada en su gestión, y en la actualidad a Mónica Zalaquett.

Tenemos que reconocer que este es un gobierno de derecha. Un gobierno, además, liderado por Sebastián Piñera, por lo tanto, sus ministras y ministros representan lo que él es. A mí no me sorprende que ponga a Santelices, a la Plá o a Zalaquett. Cuando decían ‘no tenemos ministra’, nosotras tampoco compartimos esa idea porque habiendo gobierno de derecha, tampoco la íbamos a tener, y habiendo gobiernos de la Concertación, tampoco la tuvimos mucho porque ellas se deben a su partido político. Sabemos que esta institucionalidad nos falla a las mujeres porque primero es más servil al partido político y al gobierno que las puso en ese lugar, y después, dentro de lo posible, y de lo que el partido político y el gobierno les permite, comienzan a recoger lo que las mujeres podríamos estar demandando.

– ¿Por eso la Red no se posiciona del lado de ningún partido político?

Los partidos políticos tienen una estructura que es patriarcal, son jerárquicos, y nosotras pensamos en la horizontalidad, que así debieran ser las relaciones y los partidos políticos están muy distantes de tenerlas, luchan por un poder y luego se instalan en ese poder para seguir replicando prácticas patriarcales. Sí reconocemos el trabajo de algunas compañeras feministas, si así lo eligen y así lo deciden, que militan en un partido, por supuesto que ellas pueden aportar mucho más que otra mujer que no es feminista en esos espacios.

– ¿Cuáles son los desafíos para las feministas en esta coyuntura? ¿Cuáles son las cosas o espacios que habría que disputar?

Para nosotras la articulación entre mujeres es esencial y hoy día la pandemia así lo ha demostrado. Las instituciones no han llegado, pero las feministas ya estábamos dándoles apoyo a otras compañeras. Me parece que ir a disputarle algo a la institucionalidad es difícil porque la institucionalidad es la que tiene las lucas y la que tiene la capacidad de llegar a todo Chile. Ahora, yo diría que dentro de los desafíos que podríamos tener como feministas es justamente reunirnos, hay una historicidad del movimiento feminista que me parece que hay que recoger y conocer porque el feminismo no partió ahora. No podemos no tomar en cuenta estas prácticas feministas que han mantenido el feminismo vivo en Chile. Entonces creo que esos son los desafíos que nos hacen falta: historizar el movimiento y también poner en cuestión la ética feminista. Hay una ética que no podemos saltarnos como feministas y que debiéramos discutir entre todas en qué consiste, cómo va a ser este trato entre feministas, cuáles van a ser nuestras prácticas feministas para hacernos cada vez más fuertes.

A 10 años de su muerte: Fogwill y los poetas chilenos

El autor argentino, conocido por novelas como Los pichiciegos y los cuentos de Muchacha Punk, comenzó publicando poesía en los 70. Desde entonces, estableció un diálogo con la poesía local que estuvo presente hasta sus libros finales. Acá, recordamos citas y parodias a Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gonzalo Rojas y Raúl Zurita, cuando se cumple una década desde el fallecimiento de Fogwill el 21 de agosto de 2010.

Por Javier García Bustos

“Decime Fogwill como Sócrates, Platón y Aristóteles”, solía repetir en broma y en serio, el escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill, quien murió hace una década, debido a un enfisema pulmonar, a los 69 años, el 21 de agosto de 2010, en Buenos Aires.

“Cada escritor tiene su máscara y arma su pose”, decía Fogwill, adicto al tabaco y a los cigarrillos Marlboro y que como un mantra repetía que escribía “para no ser escrito”.

Fogwill siempre tuvo un pie en Chile. Viajaba regularmente a Santiago desde 1967, tanto por sus negocios en la publicidad y en el marketing como por sus amistades: uno de sus interlocutores era el poeta y librero Sergio Parra, socio de la librería Metales Pesados.

Para Fogwill fueron décadas cruzando la cordillera. Así fue como la tradición poética nacional quedó estampada en varios de sus escritos: múltiples voces desdobladas en sonetos, textos breves, largos poemas en verso libre o poemas en prosa. 

Retrato de Fogwill armado con hilos y realizado por el colectivo argentino Mondongo.

“Creo que Neruda es un poeta esterilizante”, señalaba Fogwill, quien escribió su primer poema a los 8 años. “Si uno se queda pegado a (Nicanor) Parra, te puedes transformar en un gran poeta. Si uno se queda pegado a Huidobro, puede ser un gran poeta y llamarse Borges. Pero si uno se queda pegado en Neruda, no queda nada. Termina como Víctor Heredia, o como los malos cubanos”, agregaba quien también se interesó por la obra de Raúl Zurita, Diego Maquieira, Bruno Vidal y que en sus audiófonos oía con devoción las letras de Violeta Parra.

Fogwill, conocido y elogiado por novelas como Los pichiciegos y los cuentos de Muchacha Punk, comenzó publicando a los 38 años. Su primer libro fue el poemario El efecto de realidad (1979) aparecido en su propio sello: editorial Tierra Baldía. Al año siguiente dio a conocer Las horas de citas (1980). Pero fue en su entrega inicial donde estableció un diálogo con la poesía chilena.

Uno de los primeros poemas se llama Reconocimiento de Pablo Neruda. Allí Fogwill se pregunta sobre el poeta Premio Nobel: “¿Pensaba sus poemas con zooms y travellings/ tratando de que el fondo de su voz los representase/ sin ser apercibido por el lector/ sediento de las claves de su denota?”. Luego, en otro poema, cita a Huidobro: “Y tantos buscadores/ de sol, de fuego, vida, fuerza o gracia”.

Mientras que en un extenso poema titulado Precio de la memoria, incluido en su libro Canción de paz (2003) “Quique”, como también lo llamaban sus cercanos, apuntó imágenes de Chile. “Ahora en Santiago, el primer mundo/ se derrama al revés, contra el deshielo./ Sube de Providencia hacia Las Condes y hace un rodeo por Vitacura”, anota Fogwill y sigue refiriendo a la realidad local con sarcasmo: “Gracias mi concentrada transa y su latente/ tercera vía empantanada en el Mapocho”.    

En uno de sus títulos finales de poesía, Últimos movimientos (2004), Fogwill sostiene que “Se necesitan poetas gay, poetas/ lesbianas, poetas/ consagrados a la cuestión del género,/ poetas que canten al hambre, al hombre” y saca al baile al Premio Reina Sofía 1992 y Premio Cervantes 2003, Gonzalo Rojas. “Que florezcan diez maos en el pantano/ y en la barranca un Ele, un Juan,/ un Gelman como elefante entero de cristal roto,/ o un Rojas roto, mendigando/ a la Reina de España”.

En el mismo libro, Últimos movimientos, hay dos poemas sobre Vicente Huidobro. Uno es El bronce de Huidobro y se refiere a una estatua derribada del autor de Altazor. “Puro creacionismo: la forma de su cuerpo/ sumándose a esa lava,/ de cobre y estaño”. El otro poema es El adjetivo, que hace referencia al Arte poética, de Huidobro.

El desenfadado, genio y bromista de Fogwill elabora una especie de respuesta al poeta muerto en 1948, en Cartagena. “Sí: si no da vida mata./ Pero cuando da vida engaña/ al entendimiento/ a la razón/ a los sentidos// Y al sentido de todos los sentidos/ La poesía no es el motivo del poema”.

Un ejemplar que reúne su trayectoria ligada a la poesía es el grueso volumen Poesía completa, publicado por editorial Alfaguara en 2016. Allí están los versos del poeta treintañero hasta reproducciones de textos escritos a máquina por Fogwill. Incluyendo el inédito título Gente muy fea. Como dijera entonces del ejemplar Beatriz Sarlo: “Lejos de lo políticamente correcto, está Fogwill, maestro de la ironía, el desprecio y la invectiva”.

En el poemario Gente muy fea vuelven a ver guiños, imitaciones, parodias y golpes contra poetas chilenos. Es el enfrentamiento de Fogwill con la tradición y el paisaje literario nacional. El argentino regresa sobre Neruda y luego va por Raúl Zurita.

En Veinte poemas de amor veinte, Fogwill reversiona los citados versos del poeta nacido en Parral: “Estás como distante, y mi voz/ toca los hilos de tu proximidad./ Callada: lámpara de los servicios/ públicos de la mujer./ Y el pubis/ enrollado en un verso.// Y la mujer mujer mujer mujer que pare, escucha/ ‘Yo no lo quiero amada’, estos versos tan tristes/ titilan en el agua podrida de la prostitución”.

En Gente muy fea está también el título El poema de Lagos. Allí Fogwill se refiere cuando el Premio Nacional de Literatura 2000 le dedicó un poema al expresidente Ricardo Lagos en su libro Poemas militantes. “Caupolicán pequeño y triste,/ estadista cantando por Zurita.// Se va enredando, enredando/ la hiedra del progreso/ en las paredes de Santiago.// Y va dejando, dejando/ su musgo más amargo/ entre las piedra de la memoria./ (…) Se espera el resplandor./ Un resplandor que nunca llega”, anota Fogwill haciendo un guiño en sus versos a la letra de Volver a los 17, de Violeta Parra.

Cuestión de géneros: la arremetida de las mujeres en el Premio Nacional de Música

A la eterna discusión sobre si el galardón debe dividirse entre género docto y popular, hoy se suma con fuerza la crítica sobre el escaso reconocimiento que han tenido las mujeres con sólo tres premiadas en 28 entregas del premio: Margot Loyola (1994), Elvira Savi (1998) y Carmen Luisa Letelier (2010). Otras mujeres de la música entran al debate.

Por Denisse Espinoza

El consenso es total sobre una deuda que ya no se puede pagar. La compositora, soprano y directora de orquesta Sylvia Soublette, quien hiciera un trabajo capital rescatando las óperas del siglo XVII y XVIII que la moda había descartado, además de formar y apoyar a generaciones de cantantes líricos, debería haber ganado el Premio Nacional de Música. Sin embargo, el pasado 29 de enero, la madre del director de orquesta Maximiano Valdés, falleció a los 97 años sin lograr jamás traspasar el umbral de eterna candidata al galardón. “Renuncié”, decía hace unos días el filósofo y musicólogo Gastón Soublette a La Tercera. “No puedo ser jurado del premio porque se farrearon a mi hermana que era una figura importante en la historia musical de Chile, y no se lo dieron”, resumió explicando sus razones de por qué se bajó del jurado de este año.

No hay duda de que la historia ha sido ingrata con las mujeres que han decidido dedicar su vida a la música en Chile. Sylvia Soublette no es la única, la compositora Leni Alexander, la pianista Rosita Renard o incluso la cantautora Violeta Parra también fueron ignoradas a la hora de acceder al podio oficial del canon.  En estos últimos 75 años el premio se ha entregado 27 veces y sólo 3 ha recaído en mujeres: la cantautora Margot Loyola (1994), la pianista Elvira Savi (1998) y la cantante lírica Carmen Luisa Letelier (2010). La historia parecía volver a repetirse cuando a mediados de julio una nota en El Mercurio, aseguraba que en las candidaturas de este año sólo figuraban hombres y la mecha terminó de encenderse con los comentarios de Juan Pablo González, representante de los rectores de universidades privadas en el Consejo del Fondo de la Música que en sus redes sociales publicó “Por favor, nombren mujeres músicas chilenas de más de 60 años del mismo nivel de estos seis postulantes. Si hay que buscar “culpables” debemos buscarlos en la década de 1960 cuando debieron formarse y surgir, más que ahora ¿no?”.

Las candidatas al Premio Nacional de Música 2020.

El panorama desolador, sin siquiera una candidata mujer la vista, movilizó rápidamente a diferentes agrupaciones entre ellas a la Coordinadora por la Visibilización de la Mujer en el Arte en Chile (Covima), que además de presentar una carta pública denunciando discriminación de género y poca transparencia en el proceso de las postulaciones, confirmó este lunes su apoyo oficial a cinco candidatas mujeres: Mireya Alegría, primera directora de orquesta chilena, respaldada por Anfolchi, (Asociación Nacional del Folklore en Chile) y taller Calahuala; Isabel Fuentes, intérprete de arpa y guitarra chilena postulada por la Agrupación Musical Las Primas; Lucía Gana, cantante lírica y docente presentada por Thomas Hardy; Nora López, respaldada por SELAE (Sociedad de Escritores Latinoamericanos y Europeos), el Ducato di Abbiate-Grasso, el Marchesato di Arluno, la SIM (sello de la música italiana ); y Cecilia Pantoja, la Incomparable, cantante de la nueva ola que es presentada por Matriafest. Se suman además otras campañas independientes de la cantautora Isabel Parra, apoyada por el Museo Violeta Parra, la compositora e investigadora Carmen Lavanchy, presentada por el músico Winston Moya y la cantante Ruth Godoy, respaldada por la Asociación Latinoamericana de Canto Coral Chile y Extensión de la UMCE.

“Nuestro principio fundamental es generar redes de cooperación y no incentivar una dinámica competitiva, lo que ha sido un arma histórica para mantener a las mujeres individualizadas, sin redes de apoyo y sin la posibilidad de poder organizarse para defender y reivindicar sus derechos fundamentales”, explica la compositora y productora Milena Viertel, quien junto a Lorena Vergara, Maria José Jiménez y Karina Martínez Cáceres integrantes de Covima Chile, decidieron apoyar varias candidaturas de mujeres a la vez.

En total, hay ahora ocho mujeres que equilibran la balanza frente a los ocho varones que también postulan este año: el compositor Alejandro Guarello, el guitarrista Luis Orlandini, el director y fundador de Inti Illimani, Horacio Salinas, el compositor pionero de las tecnologías musicales Gabriel Brncic, el cantautor Patricio Manns, el pianista Roberto Bravo, el compositor sinfónico Hernán Ramírez y el director y percusionista Guillermo Rifo.

El doble mérito de las mujeres

Existe una opinión transversal sobre que el camino de las mujeres es mucho más difícil que el de los hombres sobre todo en el campo de la música docta. Así como también existe el consenso de que este panorama ha ido cambiado en los últimos cinco años, impulsado especialmente por el movimiento social feminista. La discriminación, eso sí, aún es fuerte en áreas específicas que han sido tradicionalmente dominadas por los varones, como es la composición y la dirección de orquesta. “Si yo estudié composición en el siglo XX y aún estaba el dicho de que la mujer no compone, ni me imagino cómo debiese haber sido antes”, comenta la compositora, académica de la Universidad Alberto Hurtado (UAH) y directora del colectivo Resonancia Femenina, Valeria Valle. “El exilio de las mujeres suele ser bastante sutil, se dice que “ella eligió irse”, pero nadie se pregunta por qué se fue, y eso suele ser porque los espacios no son gratos, porque te tratan mal, porque con ironía se deslizan comentarios inapropiados contra la presencia femenina, poniendo en duda el talento o la capacidad de las mujeres para este trabajo, en composición abunda”, agrega.

Valeria Valle, académica de la Universidad Alberto Hurtado (UAH) y directora del colectivo Resonancia Femenina.

La compositora y académica de la Universidad de Chile Eleonora Coloma coincide en ese diagnóstico. “En estos dos últimos años ha habido una especie de revolución, algo que empezó hace unos cuatro años, una inquietud que vino desde los propios alumnos y alumnas que empezaron a preguntar por qué siempre había más referentes masculinos que femeninos, si es que acaso no existían más mujeres autoras. Luego vino el movimiento feminista que nos golpeó fuerte”, cuenta Coloma, quien justamente el año pasado se convirtió en la primera mujer en integrar el claustro de composición de la Casa de Bello. “En estos últimos años me empezaron a hacer más entrevistas, a invitar a más festivales, a programar mis obras, a hacerme encargos, cuando siempre había hecho mis conciertos en salas pequeñas, en el circuito alternativo de danza y teatro. Entonces no me puedo hacer la lesa, porque desde 2002 que soy docente de danza, que está en el séptimo piso de la Facultad, y recién en 2019 me hacen bajar al sexto piso e integrarme al Departamento de Música tras la movilización feminista, entonces algo pasó”, lanza la compositora.

Violaine Soublette, directora de Interpretación Superior de la UAH.

La directora de Interpretación Superior de la UAH, Violaine Soublette, advierte que aunque el campo de la composición y la dirección ha sido mucho más vetado para las mujeres, el canto también tiene sus propias complejidades y exigencias. “Siempre fueron más reconocidas las mujeres, porque claro, una soprano nunca va a poder ser sustituida por un hombre, hay roles femeninos que tienen que ser interpretados por mujeres, pero junto con ello también se creó el mito en torno a las cantantes, las llamadas divas, figuras como Maria Callas o Renata Tebaldi tuvieron grandes carreras, pero fueron castigadas en su vida personal. Hay una serie de imposiciones con respecto a la apariencia, al físico, que en el mundo de la ópera hoy incluso son aún más duros, porque con el auge de la imagen digital ves más de cerca a las cantantes, entonces ahora se exige que sea bella, delgada y parecida a su personaje”, dice Soublette. “Yo te diría que la mujer siempre tiene que demostrar el doble y en el caso de mi tía Sylvia Soublette fue así, porque como compositora en la época que le tocó vivir, las mujeres sencillamente estaban dedicadas a las llamadas labores del sexo. Me acuerdo que siempre mi abuela nos contaba que le había dicho a Gabriel Valdés, antes de casarse con mi tía Sylvia, que se olvidara de que ella iba a estar encerrada en la casa criando a los hijos, porque su vocación era la música por sobre todo. Entonces claro que en esas circunstancias el mérito de ella fue doble”.

Y aunque los tiempos sin duda han cambiado, la violinista de 28 años Ninoska Medel, cuenta que también para ella fue difícil comenzar una carrera como directora; ahora ve los frutos de ese esfuerzo. Entre 2018 y 2019 estuvo al mando de la Orquesta Sinfónica Juvenil en la región de Aysén y ahora dirige la Orquesta de Mujeres de Chile. “Como no existe la carrera de dirección en Chile, la única forma es estudiar de forma particular y a mí me costó mucho que me aceptaran. Estuve años intentando que el maestro David del Pino me hiciera clases, pero siempre estaba reacio, hasta que finalmente me aceptó como alumna. No lo culpo a él, porque evidentemente es más cómodo tomar alumnos varones, cuando se viaja, por ejemplo, el gasto es menor porque pueden compartir habitación, pero en el caso de las mujeres no, porque puede ser mal visto, hay todo una serie de prejuicios externos que afectan”, explica Medel, quien es además directora asistente en la Orquesta Sinfónica Estudiantil OSE de la Fac. de Artes, de la U. de Chile. “De todas formas, las discriminaciones siguen hasta hoy, pero todo está más camuflado, los profesores se abstienen de hacer comentarios que antes no filtraban. Me acuerdo mucho de estudiantes de composición que en la toma de 2018 contaban que habían profesores que les decían que las mujeres no eran buenas para componer y que tampoco lo necesitaban porque ya eran capaces de parir. O intérpretes que frente a concursos para acceder a plazas en orquestas, que son con cortina para que el jurado elija sin ver, se siguen aconsejando no ir con tacos, no toser ni hablar para que no sepan que eres mujer, porque simplemente no te van a contratar”, agrega.

Ninoska Medel está al mando de la Orquesta de Mujeres de Chile y es directora asistente de la Orquesta Sinfónica Estudiantil (OSE) de la Fac. de Artes U. de Chile.

Fue justamente esto lo que le sucedió a la violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile, Lorena González. “En 2002 gané el concurso para ser concertino del Municipal y no me lo quisieron dar. Así fue por muchos años en varios concursos donde estaba mi nombre, pero luego gané el Luis Advis y el Premio de la Crítica y tengo otros siete premios fuera, pero me costó. Pienso que ahora hay más movimiento, pero el reconocimiento no ha cambiado en absoluto. Es muy difícil que en un país como éste donde no hay una mentalidad cultural, las cosas cambien tan rápido, van a tener que pasar muchos más años para que haya un cambio efectivo y por eso mismo decidí abrir en paralelo mi propia escuela”, cuenta González, quien además de ser docente en el Magíster de Violín de la Universidad de Chile, dirige desde 2018 la academia Fammusic, donde prepara intérpretes para concursos internacionales de alto nivel, y donde hace clases junto a otras mujeres: la soprano Patricia Cifuentes, la cellista Elisa R. Sádaba y la pianista Paulina Zamora.

Eleonora Coloma, compositora y académica, única mujer en el claustro de composición de la U. de Chile.

Sin embargo, también concuerdan sobre que no es posible culpar sólo a los varones de hoy por una cultura machista completa que se ha ido sosteniendo desde el principio de los tiempos. Así lo cree la compositora Eleonora Coloma. “Existe una perspectiva patriarcal imperante que obedece a toda una manera de concebir la institucionalidad del arte que es heredera de una manera de mirar el mundo que es del siglo XIX, y que es absolutamente decimonónica, en que tenemos como estándares de lo que es bueno, una sola forma. Creo que ese es el problema de fondo. O sea a mí me parece bien cualquier iniciativa que implique equidad, pero la verdad es que me da lo mismo si quien gana el premio es mujer, hombre o trans o de cualquier otra disidencia. He estado muy contenta cuando hombres, profesores míos lo han ganado, como Cirilo Vila que incluso lo merecía desde mucho antes. El problema es que no se amplíe la perspectiva de las personas que deben obtenerlo, más allá del género o del sexo que sean”, dice la académica de la U. de Chile.

¿Qué se premia cuando se premia?

Más allá del tema de la paridad, hay muchos otros debates que siempre rondan al máximo galardón local de la música. Si debería pasar de ser bianual a entregarse cada año, si debería estar dividido por categorías, la más nombradas son la docta y la popular, aunque algunos mencionan también el género folclórico como un ineludible. También si es que debería primar el éxito de la carrera personal por sobre el aporte a la formación de generaciones jóvenes, o si debería predominar el factor edad, y así aprovechar de homenajear y compensar económicamente en vida a un artista, aunque a veces ya no estén del todo activos en la escena.

Para la doctora en musicología y directora del Instituto de Música de la UAH, Daniela Fugellie, todos estos temas merecen repensar el premio desde su raíz. “Mientras los criterios estipulados por el premio no sean claros nunca se va a llegar a un acuerdo. Hay que preguntarse qué es lo que se quiere premiar y por qué. Estamos en el siglo XXI y es necesario pensar hasta qué punto a nuestra sociedad le sirve canonizar a determinadas figuras para la historia de la música cuando claramente hasta ahora hemos fallado en eso”, plantea la docente e investigadora de la música docta contemporánea. “Los compositores que yo estudio y que enseño, mis alumnos nunca los han oído hablar ni en el colegio. O sea nadie sabe quién es Pedro Humberto Allende, o muy pocos conocen la obra de Carlos Isamitt o Fernando García, entonces para qué”, critica Fuguellie, abriendo la interrogante sobre cuál es la difusión efectiva que se hace entre la población de los Premios Nacionales luego de premiarlos. Al parecer tan rápido como se premian, se olvidan. Y lo cierto es que muchos también han disfrutado poco tiempo del reconocimiento tanto simbólico como económico que significa el premio. Así sucedió con el pianista Vicente Bianchi, quien tras haber sido 18 veces postulado, terminó recibiendo el galardón apenas dos años antes de morir, en 2018.

“Al final el premio termina siendo un homenaje a la trayectoria y es sabido que por lo general se lo dan a personas de avanzada edad, o sea ni pensarlo a alguien menor de 50 años. Creo que eso podría cambiar si a su vez cambia lo otro, porque al final todos estos premios se convertirán sino en caridad. No puede ser que nuestros artistas jubilados pasen hambre y no tengan una vejez digna”, opina Ninoska Medel. En ese sentido, el premio significa sin duda un gran apoyo económico, ya que además de un diploma, el ganador recibe $6.576. 457 (reajustados según el IPC) y una pensión vitalicia mensual de 20 UTM.

Lo que además logró Bianchi, reconocido por ser el gran orquestador de la música chilena, fue poner al género popular nuevamente en el ruedo de los ganadores. Un debate que nunca se añeja y que para la mayoría de las entrevistadas es esencial. “Separar los géneros es esencial porque no se pueden medir con la misma vara, o sea no tienen nada que ver una cosa con la otra y no son comparables, imagínate en 30 años más poner a competir a Félix Cárdenas que ha hecho un gran trabajo con las orquestas latinoamericanas acá en Chile frente a la Anita Tijoux, no tienen el mismo alcance en el público”, plantea Valeria Valle, quien el año pasado recibió el prestigioso premio a la innovación de la música docta Classical NEXT en Rotterdam, por su proyecto Resonancia Femenina, un colectivo que justamente busca ampliar la vitrina de las mujeres dentro de ese campo musical.

Daniella Fugellie, doctora en musicología y directora del Instituto de Música de la UAH.

Con ella coincide también la periodista y especialista en música popular Marisol García, quien ve el tema de separar los estilos aún más prioritario que el tema del género. “Una alternancia para premiar los estilos docto y popular puede quedar como un acuerdo tácito, que quizás no requiere de cambios formales en las bases ni en la convocatoria pues confío en que puede irse dando por lo evidente que es la necesidad ya incontenible de que así sea. Sí veo más urgente revisar los cupos de los jurados, que a mi juicio incluyen una sobrerrepresentación de la academia en desmedro de otras áreas y oficios de constante y profundo trabajo con la música chilena, como quienes la graban, la arreglan, la difunden en salas y auditorios”, dice la autora del libro Canción valiente 1960-1989. Tres décadas de canto social y político en Chile.

Este año, además de Consuelo Valdés, Ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, quien preside la mesa, está el rector de la Universidad de Chile, Ennio Vivaldi, Aliro Bórquez, rector de la Universidad Católica de Temuco y representante del Consejo de Rectores, Andrés Maupoint Álvarez, profesor asociado de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, miembro de número y representante de la Academia Chilena de Bellas Artes, Juan Allende Blin, compositor y último galardonado con el Premio Nacional de Artes Musicales. Además por primera vez se suman dos especialistas en el área: Carmen Luisa Letelier, cantante, académica y Premio Nacional de Artes Musicales 2010 y Rodomiro Huanca, cantor y músico tradicional y Premio a la Trayectoria Margot Loyola 2019, quien reemplazó a Gastón Soublette.

Para Marisol García la paridad de género dentro del jurado y los postulantes es más relevante que en el caso de los premiados: “Creo en las candidaturas de equilibrio paritario, no hay razones para que así no sea, y menos en Chile. Es innegable que la disparidad de género en las postulaciones ha sido llamativa hace años. Pero no considero el otorgamiento de premios como un espacio para turnos ni consideraciones ajenas a su sentido y sus bases, que en este caso claramente es la de evaluar trayectorias”, agrega.

Lo cierto es que resulta imposible a estas alturas que las mujeres puedan alcanzar en número a los premiados varones, no resultaría justo además que por la falta de antes ahora venga una avalancha de premiadas para solo rectificar una cuota obligatoria. Lo que es evidente es que el levantamiento de candidaturas de mujeres tiene sobre todo un sentido testimonial, reivindicativo, un intento por seguir visibilizando a tantas creadoras que a pesar de su talento y empuje nunca lograron tener el lugar que se merecieron en vida y que antes de premiar, sin duda es necesario primero conocer y situar. “Las mujeres siempre han sido parte de la vida musical, siempre ha habido mujeres, el tema es que esa parte ha tendido a no narrarse en la historia de la música y ahí la tarea sigue siendo bastante grande”, dice la investigadora Daniela Fugellie. “La musicóloga Raquel Bustos ha escrito dos libros sobre las mujeres en la música en Chile y por supuesto hay muchos artículos, pero todavía hay mucho que hacer por reescribir una historia que las integre al relato y que no las ponga simplemente en el nicho de las mujeres”, agrega.

Alejandra Urrutia, directora de la Orquesta de Cámara del Teatro Municipal.

Así lo piensa también la directora Alejandra Urrutia quien en 2018 marcó un hito al convertirse en la primera mujer en ser titular de la Orquesta de Cámara del Teatro Municipal. “A mí me gusta poner mi atención donde podemos ver que las cosas están cambiando. Creo que cualquiera que sea consciente necesita ser parte de la puesta en escena de una nueva narrativa. No llegaremos a un futuro inclusivo sólo observando la ausencia de igualdad. La gente no puede ver lo que no puede ver. Necesitamos más historias de éxito, más perfiles públicos de mujeres chilenas sorprendentes en todos los campos, incluyendo a la música: Verónica  Villarroel, Cristina Gallardo-Domas, Marcella Mazzini, Frida Conn o jóvenes como Catalina Vicens o Paula Elgueta”, dice.

La responsabilidad de la esperanza

Por Victoria Guzmán

“Lo más maravilloso del mundo es, por supuesto, el mundo mismo”.
Robert Zemeckis

“El mundo es demasiado para nosotros”.
William Wordsworth

“Todos somos astronautas de una nave espacial llamada tierra”.
Buckminster Fuller

No fue sólo la pandemia. Llevamos por lo menos desde octubre del año pasado identificando el veneno. Asignando nombre, causas y consecuencias a los problemas. Pero también apuntándonos con el dedo; buscando culpables. Con el estallido social, el binarismo se fue acentuando a medida que los ambientes se enrarecían. O estás con nosotros, o estás contra nosotros, parecía ser el mensaje imperante en todos los espacios. A ratos, casi podías escuchar el tejido social rasgándose en la noche.

Pero el virus diluyó ese “marzo caliente” tan temido como ansiado, y los meses de confinamiento, por unas semanas, nos unieron bajo una meta común: aplanar la curva, cuidar a quienes nos rodean, hacer lo posible por ayudar. Sin embargo, recientemente hemos visto un rebrote del gol fácil y el golpe bajo, una vuelta a la ironía, la burla y el desprecio por las propuestas que no vienen del bando propio. Y hemos sido espectadores, en tiempo dolorosamente real, de lo mal que le hace a un país y sus comunidades la incapacidad de sus gobernantes de pedir ayuda, de escuchar, y trabajar transparente y colaborativamente.

Creo que la mayoría vivimos días de profunda impotencia y frustración. Algunos se organizan para ayudar; otros queman barricadas para acusar la urgencia del problema; quienes pueden escriben columnas y cartas al director; y unos pocos trafican con el terror, circulando videos en redes sociales que amenazan, por un lado, un nuevo golpe de la derecha dictatorial, y por otro, una inminente subversión de la izquierda que busca quemar todo. Cada uno proyectando sus miedos en el espejo. En ambas advertencias hay semillas de verdad, pero caen en generalizaciones que nos ahogan en disquisiciones binarias, que apuntan a un «enemigo» imaginario, abstracto y simplista, e invisibilizan formas de resolver los problemas que no sean a través de la violencia.

Los cimientos de esta época, hija del modernismo, hace rato se estremecen bajo nuestros pies. El cambio de paradigma se aparece como inevitable, tanto a nivel social, económico y ecológico, como valórico, laboral y legal. En Chile, una tras otra, importantes instituciones han ido perdiendo legitimidad social, base fundamental de una democracia sana: se desmorona la fe en la Constitución, el sistema de pensiones, el sistema de salud, la forma en que elegimos a nuestros gobernantes, cómo construimos y nos movemos en nuestras ciudades, el uso del espacio público, el trato a las minorías. No es algo específico a nuestro país: hace décadas que instituciones inamovibles han vivido un proceso de deconstrucción tal, que no sería extraño preguntarse si siguen siendo lo mismo, o ya algo totalmente nuevo y distinto. El género ya no se considera binario, o ligado indisolublemente al sexo biológico; la familia tradicional y sus rígidos roles han sido profundamente cuestionados; entendemos que los medios de información no son instituciones objetivas o despolitizadas; que la raza no es una cualidad biológica sino que una construcción social. La iglesia católica, antes guía moral, hoy a duras pena resiste sus escándalos internos; la democracia como forma de gobierno ha ido quedando reducida al uso desnudo del poder; y la universidad se interesa más por formar trabajadores modelos que personas con capacidad crítica y analítica.

De a poco, unos antes, otros después, hemos comprendido que existen otras formas de vivir en el mundo de las que la modernidad naturalizó y cimentó – muchas veces con violencia tanto explícita como implícita. Pero no son días fáciles. No es fácil vivir en un tiempo líquido, en que se habla del fin de la historia, de la doctrina del shock, en que vivimos sumidos en un eterno presente a causa de una pandemia global. Entre tanto terremoto, es difícil transitar hacia soluciones, especialmente cuando todavía estamos discutiendo sobre el pasado y barajando ideas tan distintas respecto del futuro. Están quienes se aferran a lo que hay, por muy pobre, insuficiente y dañino que sea. Soslayar el problema, esperar a que desaparezca. Hay otros que ven en quemar y destruir la solución, esperando que del derrumbe, como por acto de magia, nazca una sociedad justa e igualitaria. Solo de leerlo suelto un suspiro. Es una dialéctica agotadora y que nos atrapa: nos quita soluciones, nos despoja de nuestra agencia.

Es una falsa dicotomía, por lo demás. La desesperanza no es inevitable; no somos impotentes. No estamos despojados. Sí, es difícil bajar los brazos (y las armas) y escuchar al otro. Es difícil pensar en medio de una pandemia, en medio del hambre, la injusticia. Es difícil tener fe cuando vemos a los políticos y sus declaraciones, su desconexión absoluta. Cuando vemos (y vivimos) el machismo, el clasismo, el racismo en carne propia. ¿Pero se puede? Se puede.

La peste negra que asoló a Europa en el siglo XIV marcó el fin del oscurantismo de la Edad Media y el comienzo de algo nuevo: el Renacimiento. “Después de la Peste Negra, nada fue lo mismo”, afirma Gianna Pomata, experta en la historia de la medicina. Los efectos de la plaga fueron como un soplo de aire fresco, una bocanada de sentido común. Cuando experimentamos tan brutalmente la fragilidad de la vida, se da una maravillosa respuesta humana: pensar de maneras nuevas. El Renacimiento fue quizás la época de mayor efervescencia científica y artística de la civilización occidental: los artistas recuperaron antiguas técnicas para dibujar, como la perspectiva; los músicos retomaron la melodía; la medicina se sacudió de encima el dogma de la religión. Miguel Ángel, Da Vinci, Palladio, Brunelleschi, Boccaccio, Petrarca, Maquiavelo y Dante Alighieri se convirtieron en los cimientos del pensamiento europeo. Los exploradores italianos ampliaron el mapa de su mundo. Galileo estableció el método científico. Si las crisis tienen el poder de ser el punto de partida de transformaciones radicales, ¿qué efectos podría tener la crisis sanitaria actual?

Cuando experimentamos tan brutalmente la fragilidad de la vida, se da una maravillosa respuesta humana: pensar de maneras nuevas.

Este fin de semana leí una entrevista que hizo Elisa Balmaceda a Yayo Herrera para la revista Endémico. Un tema que tocaron me marcó profundamente: ¿Qué consideramos sagrado? La antropología dice que lo sagrado es aquello que hay que mantener y proteger, pues sostiene -a veces de forma casi invisible- la posibilidad de que una comunidad perdure en el tiempo. Es lo fundamental: el límite que no podemos cruzar, aquello que no podemos profanar. En las últimas décadas el dinero ha ocupado el espacio de lo sagrado. Bajo la lógica del progreso económico como valor absoluto, todo puede ser merecedor de ser sacrificado en pos de las bolsas, las inversiones y los capitales. Cuando lo sagrado es el dinero, justificar el sacrificio de otros bienes se da naturalmente: los bosques, las montañas, los glaciares, los ríos, las personas, la salud.

En tiempos de cuestionamiento y deconstrucción, entonces, tal vez debiéramos empezar por preguntarnos: ¿qué es, para nosotros, la riqueza? ¿Qué tiene, hoy, la calidad de tesoro? ¿Qué entendemos por dignidad, y qué rol debe jugar en una sociedad? ¿Qué es para nosotros el éxito?

¿Qué tendríamos que declarar sagrado para avanzar? ¿Qué sacralidades podemos rescatar y volver a centrar, qué ritos, espiritualidades y afectos?

Es difícil hacer predicciones sobre como será el mundo post-coronavirus, pero me arriesgaré con algunas. Empezando por el turismo: no es descabellado imaginar que vuelos más caros y complejos tendrán un impacto en la facilidad de viajar a otros países (y para qué decir continentes), gatillando un interés por el turismo local. Pues bien: ¿cómo nos afectará, como sociedad, movernos curiosamente por nuestros propios territorios? ¿Cómo nos cambiará valorar nuestra naturaleza, historia, cultura y habitantes? ¿Qué nuevos lazos afectivos surgirán hacia ellos? ¿Cómo será experimentar el efecto nocivo del turismo en nuestras tierras: la gentrificación, la contaminación, la erosión, el exceso?

Sin duda ocurrirán transformaciones quizás sutiles, quizás invisibles, cuando en vez de visitar y venerar viejos museos europeos, nos conectemos con el riquísimo patrimonio que tenemos en nuestro país y en nuestra América. Me pregunto cómo cambiarán ideas preconcebidas sobre nuestro arte, nuestros artistas, nuestra historia y nuestro pasado. Me pregunto cómo será reconectar con la sabiduría de las cosmovisiones de nuestros pueblos originarios, en vez de seguir encandilados con los griegos, los romanos, los europeos. Descubrir los secretos incaicos que pueblan Santiago, por ejemplo: sus templos, sus plazas, sus avenidas procesionales que miraban a la cordillera, honrando la salida del sol y el comienzo de un nuevo día. Asombrarnos con los ritmos sabios del We Tripantu, esa larga noche que contiene en sí el germen de la primavera, y sus ritos afectivos en que las comunidades se reúnen durante el fuego durante la noche, purificándose en el río al romper el nuevo amanecer.

Un tema ineludible es el de la ecología. Espero que tras meses de encierro y pantalla podamos considerarnos no solo como habitantes de este planeta, sino que como parte de ecosistemas vivos, complejos y maravillosos, que requieren cuidado, compromiso y atención. Hemos contemplado, pasmados, cómo las aguas que solían ser turbias hoy son transparentes; con sorpresa cómo los animales – pumas, jabalíes, monos- se pasean libremente por la ciudad. El aire está limpio; el mundo está más limpio. Hemos atesorado la ausencia del rugido del tráfico en la ciudad; la imagen de ciclistas entusiasmados por las calles; el canto de los pájaros, nuevamente audible. En Punjab, India, por primera vez se pudieron ver los Himalaya, después de décadas de estar velados por smog. Las estrellas son, súbitamente, más visibles – más límpidas y nítidas.

Sé que todo lo anterior ha sido a costa de economías colapsadas. Sé que el tráfico, el petróleo y los aviones volverán. Pero me pregunto si la experiencia gloriosa de vivir con menos contaminación, aunque haya sido momentánea, permanecerá en nuestra conciencia como un destino realizable – y un recordatorio de que sí son posibles grandes transformaciones. Lo sagrado da la medida (la mesura) de nuestras acciones: nos señala una hoja de ruta hacia adelante. Si buscamos lo sacro en ideas menos economicistas, tal vez podamos entender que la economía es un subconjunto de la naturaleza, y no al revés. Que somos interdependientes, y que la riqueza de nuestro patrimonio cultural no se reduce a “recursos naturales”, mecánicos y utilitarios. Que hay una banalidad inherente al consumo; que, en realidad, no necesitábamos tantas cosas.

Por otro lado, espero con fiereza que estos días de encierro, en que nos han salvado de la locura libros, películas, música, conciertos, series, dibujos, teatro, sepamos dar un valor real al arte y la cultura. No sólo nos han ayudado a sobrevivir: también han sido herramientas para procesar y pensar esta pandemia. Lo mismo respecto del espacio público y las comunidades. Como señala Zadie Smith en su lúcida colección de ensayos “Feel free», la importancia de las bibliotecas públicas va más allá de los libros; son un espacio en el que no necesitamos consumir para justificar nuestra presencia ahí. Son espacios que permiten encuentros, reflexiones, diálogos. Al igual que los parques; al igual que las universidades. Son las caras, los gestos, los abrazos. Las tardes tocando guitarra, tomando cerveza, y divagando sobre cómo cambiar el mundo. Son los flechazos, las campañas universitarias, las formas de vivir el estrés compartido, las caminatas por el barrio conociendo sus rincones, sus antros, sus plazas.

Esta pandemia puede ser el golpe de gracia a un sistema que ya no se soporta: injusto, desigual, e insostenible. La normalidad ya era una crisis.

Por último, espero que esta pandemia de una vez por todas nos haga conscientes de la profunda desigualdad de nuestro país. Espero que tras ella ya nadie pueda, con un mínimo de responsabilidad, decir que no conoce las condiciones en que viven grupos de personas: la pobreza, la violencia, el hacinamiento, la necesidad, el hambre. Espero que nos empuje a construir nuevos paradigmas para una nueva época: nuevos monumentos, sistemas y leyes. En que se valoren los procesos, las digresiones, las derivas.

A finales de marzo, cuando la crisis sanitaria se extendía por Chile, muchos compartieron un sombrío mensaje: «nosotros somos el virus». Pues no. Tenemos la capacidad de cometer las peores atrocidades. Pero también el poder de encarnar grandes actos de belleza, de generosidad, de solidaridad. Como escribía con tanta lucidez Mariana Matija: “cuando nos despreciamos, despreciamos una parte de la naturaleza y nuestra propia capacidad de proteger(nos) y también de regenerarla(nos).” Reforzar la idea de que somos una plaga sólo nos permite revolcarnos en el veneno. Nos roba nuestra potencia transformadora; la indiferencia neutraliza ese impulso por cambiar las cosas. Lo entiendo. Estamos cansados. A ratos es más fácil aceptar el estatus quo: requiere poco esfuerzo hundirse en las aguas espesas de la desesperanza. En cambio, movilizarnos hacia cambios sí que requiere trabajo. Es estar ahí para las conversaciones difíciles; es practicar el acto radical de escuchar y comprender; es abrazar lo distinto; es ceder poder cuando es necesario; reconocer el valor de experiencias que son ajenas, y los conocimientos y sufrimientos que éstas engendran. Aceptar la complejidad, por frustrante que sea. La complejidad de nuestras emociones, de nuestros ecosistemas, de otros seres humanos, de la crisis, de las soluciones que se requieren. La complejidad del dolor de otros.

Solo despierta el que ha soñado, como decía Pedro Prado. Tenemos la responsabilidad de la esperanza. De avanzar de las distopías presentes a posibles utopías; de dejar atrás el veneno que ya identificamos y empezar el proceso de nutrición; de pasar de centrarnos en el problema a dibujar las soluciones. Dejar de tener miedo a las ideas del otro. Si no entiendes cómo alguien podría creer algo a tus ojos tan estúpido, es más probable que esto sea una falta de comprensión de tu parte, que una falta de razón suya. Una buena democracia no es una donde escasean los problemas; es un sistema de gobierno en el que los políticos y demás actores pueden canalizar los intereses y tensiones que cruzan a la sociedad. Es muchísimo más fructífero salir de lo binario en que unos ganan y otros pierden: reconocer los puntos válidos de quienes no están en nuestro bando. Pasar de oídos sordos que prefieren “ganar” una discusión en vez de, bueno, tenerla. Dar paso a una escucha atenta, intencional. Repensar esta sociedad enferma implica un esfuerzo de imaginación y creación ciclópeo, colectivo.

Esta pandemia puede ser el golpe de gracia a un sistema que ya no se soporta: injusto, desigual, e insostenible. La normalidad ya era una crisis. Podemos empezar por plantearnos el horizonte de lo posible. La crisis hoy es sistémica, y eso requiere una multiplicidad de respuestas que estén a la altura. Un horizonte ético que nos conmueva y seduzca. Las grandes crisis traen profundos cambios sociales, para bien o para mal: la historia nos ofrece lecciones mixtas. La plaga de Atenas llevó a un largo período de desorden e inmoralidad, de desconfianza en la democracia. Pero las guerras mundiales aceleraron la integración de la mujer en el espacio y discurso público. La pandemia será como una especie de ácido, disolviendo y liquidando. Pero también, una oportunidad para reformular a partir de ello. Pomata describe las pandemias como «un acelerador de la renovación mental […] escuchamos más, quizás. Estamos más listos para hablar entre nosotros». El futuro es lo único ineludible. ¿Manos a la obra?

Barbarie supremacista

Por Claudia Zapata

Un rewe en llamas en las afueras de la Municipalidad de Victoria. La imagen quedará en mi memoria como símbolo de una de las jornadas más vergonzosas de nuestra historia reciente, protagonizada por grupos de civiles que, de manera orquestada y como respuesta al llamado de una organización de ultra derecha, atacó a los comuneros mapuche que se encontraban en esa sede municipal realizando una toma en apoyo a los huelguistas de hambre que llevan tres meses sin ser oídos por el Gobierno. Escenas similares de violencia se produjeron en Curacautín, donde el desalojo violento de los comuneros, a punta de piedras, botellazos y palos (también se escucharon disparos), estuvo acompañado de gritos festivos cuando la operación iniciada por ellos fue concluida por las Fuerzas Especiales de Carabineros: “El que no salta es indio” y “El que no salta es mapuche”, era lo que se oía.

La quema de un símbolo sagrado y las menciones directas al Pueblo Mapuche en los gritos de la turba, no dejan lugar a dudas de que lo que se vivió la noche del 1 de agosto en Curacautín, Victoria, Ercilla y Traiguén, fue una jornada de violencia racista. Mientras ocurrían los hechos, el poeta Jaime Huenún comparó a los agresores con el Ku Klux Klan, algo que, por vergonzoso que sea, no está lejos de la realidad, incluso, pienso que en algún punto lo ocurrido esa noche fue peor, porque el KKK opera con el rostro tapado, sabiendo que pese al supremacismo blanco que tiñe la historia de Estados Unidos, deben huir de algo. Aquí en cambio, el ataque fue a cara descubierta, durante un toque de queda y sin siquiera llevar la mascarilla que exigen las normas sanitarias para enfrentar la pandemia, pero peor aún, a vista y paciencia de la policía, que como muestran los numerosos videos que circulan en las redes sociales, ocuparon por largo rato una posición observante (¿debería decir que la prensa no reparó en este hecho? Debería, pero la historia es tan repetida que hasta produce pereza insistir en ella).

Esa noche me topé con la transmisión en vivo que hicieron las mujeres desde la toma en Victoria. Lo que en un principio era confusión fue dando paso a una secuencia de terror en la que se sucedían insultos, gritos y sonidos estruendosos de piedras, vidrios quebrados y balazos. Va a ser muy difícil olvidar ese “El que no salta es mapuche” que vociferaba la turba mientras golpeaba el furgón de Carabineros que tenía en su interior a los comuneros detenidos. La rabia dio paso a la tristeza, un sentimiento compartido por miles que no dábamos crédito a lo que veíamos y escuchábamos. También asomó la decepción, resumida en frases como “Chile no despertó”, que empezaron a circular desde entonces.

¿Había motivos para sorprenderse? Sí, porque la humanidad que portamos siempre debería remecerse frente a la injusticia, no hay ingenuidad en ello. Pero al mismo tiempo, un mínimo conocimiento de la historia de este país, en especial de la construcción del territorio nacional y de las grandes fortunas, arroja pistas para leer el presente y comprender que lo ocurrido la noche del sábado no carece de explicación, incluido su elemento más perturbador, que fue el protagonismo de los civiles en estas peligrosas acciones de odio.

Esos grupos, integrados por sujetos de sectores populares y medios, se identificaron en esta oportunidad con los intereses de la Asociación para la Paz y la Reconciliación en la Araucanía (APRA), un grupo de ultraderecha que los convocó a confrontar a los mapuche que realizaban las acciones de toma. Lo que se movilizó allí fue un racismo enquistado en una región donde los “chilenos” -es decir, los no mapuche- son descendientes en gran parte de la soldadesca que dejó la invasión militar del Wallmapu y de los colonos que trajo el Estado desde distintos países europeos con el objetivo de “mejorar la raza”, en una operación eugenésica que incluyó beneficios directos, como tierras e instrumentos de labranza.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche. Lejos de ser un capricho, ese sentimiento es resultado de una política estatal que siempre ha insistido en esa superioridad y no de manera simbólica precisamente (así lo demuestra este episodio, en que ninguno de estos civiles fue detenido).

¿Por qué racismo?, preguntan el despistado, el ignorante y el incrédulo. ¿Por qué ocupar esa palabra tan fea para caracterizar un conflicto como este? La respuesta está en que uno de los productos de esta larga historia es el supremacismo -mestizo, blanco, chileno o lo que sea- que asume distintas formas: indiferencia, desprecio, explotación y, como ahora, violencia directa. Ese desprecio y esa negación no es propiedad exclusiva de los poderosos, tampoco de la región de la Araucanía. Bien en el fondo sabemos que las jerarquías raciales nos recorren como sociedad chilena porque, aunque no lo nombremos de ese modo -el racista nunca se identifica como tal- sabemos que el color y el origen social nos asignan un lugar y un relato sobre nuestras posibilidades.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche.

Parte de lo que asomó como reacción frente a estos hechos fue la ira frente a ese racismo popular encarnado por personas incapaces de advertir su morenidad y su insignificancia frente a los grupos de poder con quienes se identifican. Se les ha dicho de todo, especialmente que no son blancos. Incluso han salido al ruedo argumentos científicos o seudocientíficos (la investigación de turno de alguna universidad lejana) que nos encaran cuestiones como la sangre o el genoma. “Todos somos mapuche”, parecen indicar esos estudios (dudo que digan eso exactamente), y así, transformada en consigna, la frase circula como forma de solidaridad, pero de tan corto alcance que a poco andar se diluye en una amplitud poco útil para confrontar un racismo que no nos afecta a todos de la misma manera.

Siempre es una ganancia recordar que la blanquitud es una construcción ideológica y situada, incluida -agregaría yo- la de las de las clases altas, pues salvo excepciones, ningún blanco de estas tierras pasa la prueba de la blancura en otras sociedades donde imperan códigos raciales distintos, en los cuales ser chileno y latinoamericano marca, de por sí, una distancia. Como sea, el combate al racismo necesita alejarse de este tipo de argumentos, pues de lo contrario, se obstaculiza la visión del problema de fondo, que no es el color ni la cultura, sino los procesos históricos de dominación colonial y sus secuelas. Porque este es un problema de vencedores y de vencidos, no de “sangres”: es el vencedor el que impone sus códigos; es el vencedor quien racializa; es el vencedor el que destina esfuerzos para construir la ideología de su superioridad.

Si algo se ha ganado en esta jornada triste, es que nuestras pretensiones históricas de blanquitud han quedado al descubierto en esa agresión brutal hacia el Pueblo Mapuche, también que algunos y algunas estamos dispuestos a discutirlo. No obstante, el argumento biologicista para enfrentar ese debate entraña un riesgo equivalente a caminar por el borde de un precipicio. Que la sangre de nuestras venas sea mapuche, española, alemana o marciana poco importa para aquellos con quienes el racismo se ensaña, en este caso, un pueblo que confronta esa ideología y sus efectos materiales recordando la historia de usurpación de la que han sido objeto desde hace 140 años.

El pesimismo que a muchos nos invadió la noche del 1 de agosto dio paso, al menos para mí, a una reflexión más pausada que obliga a asumir que estos grupos racistas existen desde hace mucho. Se trata de los convencidos militantes del supremacismo chileno, a quienes por ningún motivo debemos dejarles espacio. No es prudente minimizar su existencia, ni mirarlos con excesiva distancia; sino permanecer vigilantes al mismo tiempo que interrogamos nuestras prácticas, concediendo a este problema un lugar prioritario en los debates públicos. Porque estamos ad portas de iniciar un proceso inédito en la historia de este país, que es la posibilidad de participar en la elaboración de una nueva Constitución Política. Conviene, por lo tanto, no olvidar que la constitución actual es la fuente jurídica fundamental de esa chilenidad exclusiva y excluyente que exacerban los supremacistas, y aprovechar la coyuntura para pensarnos de otro modo. El momento constituyente será un espacio para disputar el campo popular e impedir que el fascismo y el racismo experimenten avances. Eso es política y la política es irrenunciable.