Felipe Agüero: “Carabineros asume que los que están manifestándose son sus enemigos y tienen que tratarlos con la máxima violencia”

El máster y doctor en Ciencias Políticas de la Universidad Duke, académico del Instituto de Asuntos Públicos e integrante del comité académico de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, lo deja claro: la reforma a Carabineros es urgente y la debe guiar el poder civil. Agüero, que ha estudiado la institucionalidad de las fuerzas policiales, aborda en esta entrevista los nudos centrales del grave momento que enfrenta la institución y expresa su preocupación por la poca valoración “general, mundial” que hoy se tiene de los derechos humanos.

Por Jennifer Abate C.

—El presidente Sebastián Piñera le pidió la renuncia al general director de Carabineros, Mario Rozas, quien estuvo al mando de la institución durante las múltiples violaciones a los derechos humanos en el contexto del estallido social y sólo un día después de que dos carabineros balearan a jóvenes en una residencia del Sename en Talcahuano. Llamó la atención la elogiosa despedida que hizo el presidente Piñera, quien dijo: “tengo el mayor aprecio, admiración y gratitud por la labor que ha cumplido el general Rozas”. ¿Qué le pareció esta salida?

Me parece largamente esperada y consecuencia de una serie de sucesos conocidos en los últimos días y en el último tiempo, partiendo por la reacción al estallido social. Iba a pasar tarde o temprano, pero es una salida que sigue a la del anterior general director, Hermes Soto, que se fue a raíz del asesinato de Camilo Catrillanca, que siguió a la salida de Bruno Villarroel, al comienzo de este gobierno, producto de otra serie de irregularidades, incluidos los episodios de fraude. Todo esto revela un problema serio en Carabineros, ese es el tema.

No pasa por cambiar a su máxima autoridad.

No pasa por cambiar a su máxima autoridad y como tú dijiste en la presentación de esta pregunta, llama la atención la forma en que se despide el presidente, cómo despide al general en cuestión, porque es completamente inapropiado. Si él realmente le tiene mucho aprecio y mucha gratitud, que se lo exprese personalmente, pero aquí estamos hablando de una responsabilidad pública de un jefe máximo, de un organismo armado y del presidente de la república. El presidente se refiere, además, en el caso de los niños del Sename del sur, a “niños accidentados”, no “a niños baleados por efectivos de Carabineros”, se refiere a la “modernización” de Carabineros, tratando de suavizar lo que realmente corresponde, que es la reforma de Carabineros, que involucra también modernización, pero no se le puede hacer el quite a lo principal, que es la reforma de la institución.

Felipe Agüero, doctor en Ciencias Políticas, académico del INAP e integrante de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile.

—La periodista Pascale Bonnefoy relató en su libro Cazar al cazador el estado en el que estaban las instituciones policiales después de la dictadura. Pascale se enfocó en los cambios que enfrentó la Policía de Investigaciones, con la que en el último tiempo se compara a Carabineros ¿Qué pasó en la PDI que no pasó en Carabineros durante los primeros años de la democracia?

Investigaciones es una institución más flexible, más pequeña, que tradicionalmente ha tenido una dependencia del Gobierno mucho más clara. Hay que tener presente que al comienzo de los gobiernos de la transición se utilizó mucho a Investigaciones en tareas de investigación y de represión de posibles brotes de violencia que empezaron a emerger en ese periodo. Entonces hubo una especial preocupación sobre eso, preocupación que no existió sobre Carabineros y, claro, Carabineros es una organización armada que se define como fuerza armada, viene con ese título desde la dictadura. Aterrizan en el nuevo régimen democrático con grandes poderes, tienen presencia en el Consejo de Seguridad Nacional, tienen atribuciones frente al nombramiento de altas autoridades, como miembros del Tribunal Constitucional, etcétera, etcétera. Para usar las palabras de Franco, que se aplican más en Chile que en España, “las cosas vienen atadas y bien atadas”.

Pero desde los gobiernos de la Concertación hubo poca iniciativa o poco impulso o energía para tratar a Carabineros con un ánimo de reforma. Faltó el impulso y Carabineros hizo sentir su poder muy fuertemente y estableció una suerte de chantaje: “a nosotros ustedes no nos pueden tocar por la misma razón que no pueden tocar a las otras ramas de las FF.AA. Cuando nos necesiten porque hay una manifestación en el centro, en alguna parte, bueno, vamos a dejar que las cosas corran solas, sin policías”. Eso es muy grave.

Claro, el orden público es una necesidad.

Exactamente, eso es un chantaje de muy mala leche.

¿Es usual que una fuerza de orden y seguridad tenga el rango de fuerza armada?

No, no es usual, sobre todo en países que se jactan de tener un sistema sólidamente democrático. Carabineros está acostumbrado a ser una fuerza armada, una fuerza militar, y entonces tiene una idea distorsionada, no tiene idea de lo que debe ser una policía que funcione como un servicio. Cuando Carabineros va a una manifestación, lo que corresponde es que Carabineros proteja el derecho de los manifestantes a expresarse, a ejercer su libertad de expresión. Carabineros se entiende a sí mismo como una fuerza que tiene que reprimir, eso lo vimos expresado en su más clara versión con los sucesos de octubre y todos los que siguieron después, pero que venían de antes.

La institución de Carabineros ha estado involucrada en hechos gravísimos que van desde malversación de fondos públicos a violaciones a los derechos humanos. Hemos escuchado hablar de intervenir, reformar, refundar, disolver a Carabineros. ¿Con cuál de esas alternativas se queda usted?

Reformar. También puede ser refundar, sin que refundar tenga la connotación de terminar definitivamente con algo completamente y empezar otra cosa. No es sólo cambiar normas, también hay que cambiar procedimientos, cambiar la formación. La verdad es que se trata de cambiar toda una cultura y es muy difícil en organizaciones que son tan grandes, complejas, tan burocratizadas, con tanto pasado, un pasado en el que hay generaciones de generaciones socializadas en una forma de hacer las cosas, una forma de protegerse unos a otros antes de dar paso a la verdad. La reforma tiene que ser muy drástica, debe tener medidas de corto plazo, pero es una reforma de largo plazo, un proceso de cambio de largo plazo.

¿Cuáles deberían ser los hitos de esas reformas? ¿Cuáles son los nudos más problemáticos de la institución de Carabineros?

Para hacer una reforma, lo primero que hay que preguntarse es: ¿con qué se va a comenzar? ¿Con qué va a seguir la reforma? ¿Cuáles son los pasos inmediatos, intermedios y de largo plazo? Es decir, que haya transparencia, de tal manera que seis meses más adelante uno pueda evaluar qué se hizo y qué no. Bueno, ninguna de esas cosas está.

¿En qué tiene que consistir esta reforma? Son varias cosas que van en distintos niveles, más o menos al mismo tiempo, pero yo diría que un nudo muy importante son los mecanismos de control de todas las actividades de Carabineros, de las actividades financieras, donde hay gran autonomía y donde hay grandes recursos. Tiene que ser un control interno, pero sobre todo externo, no hay controles internos buenos en Carabineros. Eso es de perogrullo: las propias instituciones deben tener sus propios mecanismos de control claros y bien establecidos. Estos procesos tienen que hacerse desde el comienzo con una muy fuerte presencia del órgano político civil, aquí tiene que haber una persona muy cercana al poder neurálgico político civil y rodeada de una comisión civil que esté muy encima de estos mecanismos de control.

¿Cree que hay una correlación entre la impunidad que en muchos casos ha existido a la hora de enfrentar la violación de los derechos humanos durante la dictadura y la formación que reciben hoy los jóvenes carabineros? Los protocolos de la institución se ajustan a los estándares en materia de protección de los derechos humanos, pero en la práctica sucede otra cosa.

Este no es un tema de dar cursos de derechos humanos, de decir “a partir de mañana, en la academia de formación se van a multiplicar por dos las horas que se dan en derechos humanos”. Eso no sirve, el proceso tiene que ir acompañado de procedimientos y protocolos que están recién en revisión, todavía no existe claridad respecto de cuándo y a qué distancia y cómo se utilizan ciertos armamentos, en fin, todo lo que vimos. Tiene que entrenarse el uso práctico de esos protocolos. Esto es una combinación de normas con prácticas, con entrenamiento y con formación.

Hemos visto cómo Carabineros asume que los que están ahí manifestándose son sus enemigos y tienen que tratarlos con la máxima violencia y herirlos lo más posible, vemos cómo a las personas detenidas se les golpea, cómo se les pasa la motocicleta encima. Carabineros comparte cuestiones con el resto de las FF.AA., como el hecho de que la formación en DD.HH. es muy pobre, muy pobre, en algunos casos casi inexistente, a veces se hace un curso en derecho internacional humanitario como si fuera un curso en derechos humanos. Hay mucho que reflexionar, socializar y transparentar en esta cuestión de la formación.

Las y los especialistas plantean que es necesaria la separación del resguardo del orden público de la función que cumplen las Fuerzas Especiales. ¿Coincide usted con ese análisis?

No lo sé, no es un área específica de mi experticia, pero sí puedo decir que la policía tiene que especializarse mucho más en sus distintas unidades, deben ser fuerzas al mismo tiempo expertas y cercanas a la comunidad a la que sirven. Además, hay otras cuestiones importantes de la reforma. Por ejemplo, los expertos que discuten esto en términos comparados están proponiendo que se avance hacia un escalafón único, no esta distinción tan chilena…

Tan clasista.

Tan clasista, de oficialidad y suboficialidad. Una oficialidad más blanca y una suboficialidad menos blanca. Un escalafón único permite que haya modelos de carrera funcionaria, policial, que estén basados en el mérito, en el entrenamiento, en la formación, que todos tengan la posibilidad de acceder a esos tramos superiores. En Carabineros se ve esta diferencia de escalafones que también se ve en el cumplimiento de penas: cuando se ejerce acción disciplinaria interna, los que reciben penas más grandes son los de los escalafones inferiores y no los de los escalafones superiores, que tienen mayor responsabilidad.

—En América Latina y en países que han vivido dictaduras militares como el nuestro, ¿se han realizado procesos de democratización de las fuerzas de orden y seguridad? ¿Que nos dice la experiencia internacional al respecto?

Sin duda que se han realizado en los países que han transitado de dictadura a democracia, que son más cercanos a nosotros en el tiempo, pero son de distinto calibre, de distinto nivel. Por ejemplo, la primera ola de democratización en el sur de Europa, me refiero a España, Grecia, Portugal, hizo su transición en los años setenta, cuando empezábamos a entrar en la dictadura. Ellos hicieron reformas tanto militares como de las fuerzas de orden público de distinto calibre, de distinta duración, con distintas resistencias, todos encontraron resistencias, pero pudieron desarrollar reformas que se llevaron a cabo con persistencia en el tiempo, que tuvieron el apoyo de las principales fuerzas políticas y han tenido éxito. Distinto es el caso de las dictaduras en América Latina, donde los gobiernos autoritarios fueron dictaduras militares y todas las fuerzas militares salieron con grandes prerrogativas al empezar la democracia.

En el caso de América Latina, eso ha sido más difícil y ha habido reformas de avance y retroceso. En el caso de Perú, Argentina, creo que han tenido más avances, pero con grandes problemas en las fuerzas de seguridad, incluidos los grandes problemas de corrupción. Todos estos han sido casos en los cuales la tortura ha sido un elemento de continuidad, puede que no sea la gran tortura política tipo Estadio Nacional, pero sí la tortura de los calabozos, es decir, la falta de respeto al derecho a la integridad física que se vive en distintos ámbitos.

Para terminar, ¿cuál es su evaluación general de la situación de protección de derechos humanos en nuestro país?

Es una pregunta grande. Creo que estamos en una época complicada para los derechos humanos. En el caso específico de Chile, tenemos una situación muy crítica a propósito de episodios que han ocurrido en todo el proceso que hemos vivido en el último año. Pensemos que todavía hay mucha gente detenida producto de las manifestaciones y que no han tenido atención, aparte de los institutos más especializados, ni la atención mediática necesaria, y que continúan allí detenidos sin resoluciones.

Son situaciones, por supuesto, en las que ha habido avances, uno ve los informes que se han ido haciendo periódicamente y hay avances, está más formalizado, hay más control, hay más coincidencia, pero al mismo tiempo se vive todo esto en una circunstancia de crisis de los derechos humanos a nivel, yo diría, general, mundial, hay también retrocesos porque se valoran menos por parte de fuerzas políticas importantes, con mucho peso. Hay una crisis cultural en ese sentido, hay que ponerle mucha atención. Uno ve a Estados Unidos y también a Europa, los riesgos están siendo muy fuertes para la expresión de la diversidad, de la pluralidad.

Esta entrevista fue emitida el 20 de noviembre de 2020 en el programa Palabra Pública, letras para el debate, que transmite todos los viernes la Radio Universidad de Chile.

Barbarie supremacista

Por Claudia Zapata

Un rewe en llamas en las afueras de la Municipalidad de Victoria. La imagen quedará en mi memoria como símbolo de una de las jornadas más vergonzosas de nuestra historia reciente, protagonizada por grupos de civiles que, de manera orquestada y como respuesta al llamado de una organización de ultra derecha, atacó a los comuneros mapuche que se encontraban en esa sede municipal realizando una toma en apoyo a los huelguistas de hambre que llevan tres meses sin ser oídos por el Gobierno. Escenas similares de violencia se produjeron en Curacautín, donde el desalojo violento de los comuneros, a punta de piedras, botellazos y palos (también se escucharon disparos), estuvo acompañado de gritos festivos cuando la operación iniciada por ellos fue concluida por las Fuerzas Especiales de Carabineros: “El que no salta es indio” y “El que no salta es mapuche”, era lo que se oía.

La quema de un símbolo sagrado y las menciones directas al Pueblo Mapuche en los gritos de la turba, no dejan lugar a dudas de que lo que se vivió la noche del 1 de agosto en Curacautín, Victoria, Ercilla y Traiguén, fue una jornada de violencia racista. Mientras ocurrían los hechos, el poeta Jaime Huenún comparó a los agresores con el Ku Klux Klan, algo que, por vergonzoso que sea, no está lejos de la realidad, incluso, pienso que en algún punto lo ocurrido esa noche fue peor, porque el KKK opera con el rostro tapado, sabiendo que pese al supremacismo blanco que tiñe la historia de Estados Unidos, deben huir de algo. Aquí en cambio, el ataque fue a cara descubierta, durante un toque de queda y sin siquiera llevar la mascarilla que exigen las normas sanitarias para enfrentar la pandemia, pero peor aún, a vista y paciencia de la policía, que como muestran los numerosos videos que circulan en las redes sociales, ocuparon por largo rato una posición observante (¿debería decir que la prensa no reparó en este hecho? Debería, pero la historia es tan repetida que hasta produce pereza insistir en ella).

Esa noche me topé con la transmisión en vivo que hicieron las mujeres desde la toma en Victoria. Lo que en un principio era confusión fue dando paso a una secuencia de terror en la que se sucedían insultos, gritos y sonidos estruendosos de piedras, vidrios quebrados y balazos. Va a ser muy difícil olvidar ese “El que no salta es mapuche” que vociferaba la turba mientras golpeaba el furgón de Carabineros que tenía en su interior a los comuneros detenidos. La rabia dio paso a la tristeza, un sentimiento compartido por miles que no dábamos crédito a lo que veíamos y escuchábamos. También asomó la decepción, resumida en frases como “Chile no despertó”, que empezaron a circular desde entonces.

¿Había motivos para sorprenderse? Sí, porque la humanidad que portamos siempre debería remecerse frente a la injusticia, no hay ingenuidad en ello. Pero al mismo tiempo, un mínimo conocimiento de la historia de este país, en especial de la construcción del territorio nacional y de las grandes fortunas, arroja pistas para leer el presente y comprender que lo ocurrido la noche del sábado no carece de explicación, incluido su elemento más perturbador, que fue el protagonismo de los civiles en estas peligrosas acciones de odio.

Esos grupos, integrados por sujetos de sectores populares y medios, se identificaron en esta oportunidad con los intereses de la Asociación para la Paz y la Reconciliación en la Araucanía (APRA), un grupo de ultraderecha que los convocó a confrontar a los mapuche que realizaban las acciones de toma. Lo que se movilizó allí fue un racismo enquistado en una región donde los “chilenos” -es decir, los no mapuche- son descendientes en gran parte de la soldadesca que dejó la invasión militar del Wallmapu y de los colonos que trajo el Estado desde distintos países europeos con el objetivo de “mejorar la raza”, en una operación eugenésica que incluyó beneficios directos, como tierras e instrumentos de labranza.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche. Lejos de ser un capricho, ese sentimiento es resultado de una política estatal que siempre ha insistido en esa superioridad y no de manera simbólica precisamente (así lo demuestra este episodio, en que ninguno de estos civiles fue detenido).

¿Por qué racismo?, preguntan el despistado, el ignorante y el incrédulo. ¿Por qué ocupar esa palabra tan fea para caracterizar un conflicto como este? La respuesta está en que uno de los productos de esta larga historia es el supremacismo -mestizo, blanco, chileno o lo que sea- que asume distintas formas: indiferencia, desprecio, explotación y, como ahora, violencia directa. Ese desprecio y esa negación no es propiedad exclusiva de los poderosos, tampoco de la región de la Araucanía. Bien en el fondo sabemos que las jerarquías raciales nos recorren como sociedad chilena porque, aunque no lo nombremos de ese modo -el racista nunca se identifica como tal- sabemos que el color y el origen social nos asignan un lugar y un relato sobre nuestras posibilidades.

Era muy difícil que ese origen bélico y de políticas supremacistas para poblar el territorio expropiado a los mapuche no dejara su impronta en la conformación de la sociedad regional de la Araucanía, cuya principal característica es que sus habitantes, pese a ser también despreciados por la oligarquía económica y política durante igual período de tiempo, han internalizado una idea de superioridad frente al pueblo mapuche.

Parte de lo que asomó como reacción frente a estos hechos fue la ira frente a ese racismo popular encarnado por personas incapaces de advertir su morenidad y su insignificancia frente a los grupos de poder con quienes se identifican. Se les ha dicho de todo, especialmente que no son blancos. Incluso han salido al ruedo argumentos científicos o seudocientíficos (la investigación de turno de alguna universidad lejana) que nos encaran cuestiones como la sangre o el genoma. “Todos somos mapuche”, parecen indicar esos estudios (dudo que digan eso exactamente), y así, transformada en consigna, la frase circula como forma de solidaridad, pero de tan corto alcance que a poco andar se diluye en una amplitud poco útil para confrontar un racismo que no nos afecta a todos de la misma manera.

Siempre es una ganancia recordar que la blanquitud es una construcción ideológica y situada, incluida -agregaría yo- la de las de las clases altas, pues salvo excepciones, ningún blanco de estas tierras pasa la prueba de la blancura en otras sociedades donde imperan códigos raciales distintos, en los cuales ser chileno y latinoamericano marca, de por sí, una distancia. Como sea, el combate al racismo necesita alejarse de este tipo de argumentos, pues de lo contrario, se obstaculiza la visión del problema de fondo, que no es el color ni la cultura, sino los procesos históricos de dominación colonial y sus secuelas. Porque este es un problema de vencedores y de vencidos, no de “sangres”: es el vencedor el que impone sus códigos; es el vencedor quien racializa; es el vencedor el que destina esfuerzos para construir la ideología de su superioridad.

Si algo se ha ganado en esta jornada triste, es que nuestras pretensiones históricas de blanquitud han quedado al descubierto en esa agresión brutal hacia el Pueblo Mapuche, también que algunos y algunas estamos dispuestos a discutirlo. No obstante, el argumento biologicista para enfrentar ese debate entraña un riesgo equivalente a caminar por el borde de un precipicio. Que la sangre de nuestras venas sea mapuche, española, alemana o marciana poco importa para aquellos con quienes el racismo se ensaña, en este caso, un pueblo que confronta esa ideología y sus efectos materiales recordando la historia de usurpación de la que han sido objeto desde hace 140 años.

El pesimismo que a muchos nos invadió la noche del 1 de agosto dio paso, al menos para mí, a una reflexión más pausada que obliga a asumir que estos grupos racistas existen desde hace mucho. Se trata de los convencidos militantes del supremacismo chileno, a quienes por ningún motivo debemos dejarles espacio. No es prudente minimizar su existencia, ni mirarlos con excesiva distancia; sino permanecer vigilantes al mismo tiempo que interrogamos nuestras prácticas, concediendo a este problema un lugar prioritario en los debates públicos. Porque estamos ad portas de iniciar un proceso inédito en la historia de este país, que es la posibilidad de participar en la elaboración de una nueva Constitución Política. Conviene, por lo tanto, no olvidar que la constitución actual es la fuente jurídica fundamental de esa chilenidad exclusiva y excluyente que exacerban los supremacistas, y aprovechar la coyuntura para pensarnos de otro modo. El momento constituyente será un espacio para disputar el campo popular e impedir que el fascismo y el racismo experimenten avances. Eso es política y la política es irrenunciable.

Protestas post pandemia: ¿Estallido 2.0?

Si no se realizan cambios estructurales al actuar de Carabineros en las calles frente a las manifestaciones sociales, es muy probable que ocurra un nuevo estallido. Tal vez no de forma masiva o en un solo territorio, pero los hechos de protesta por las condiciones políticas, sociales y económicas se harán sentir en las calles de una u otra forma. Las condiciones políticas que permitieron la apertura de un nuevo espacio de diálogo se ven reflejadas en el acuerdo político que nos llevó a un itinerario de cambio constitucional. Esta agenda no puede quedar empantanada por la pandemia; muy por el contrario, las transformaciones urgentes de la carta constitucional que permitirían construir un nuevo contrato social deben estar en la agenda de debate. 

Por Lucía Dammert

La pandemia tendrá consecuencias económicas y sociales profundas para América Latina. Si bien aún los pronósticos cambian de forma diaria, las visiones de la CEPAL o el Banco Mundial reconocen un retroceso de entre una a dos décadas en los logros de la lucha contra la pobreza y la desigualdad. 

Chile no es una excepción. A mediados de mayo de 2020 más de 459 mil trabajadores enfrentan suspensión de sus contratos, más de 17 mil reducción de sus jornadas, lo que impacta directamente sobre aquellos que tienen trabajos más precarios. Según datos del INE, el desempleo al mes de abril de 2020 alcanzó a 8,3% de hombres y 9,9% de mujeres, lo que se suma a una tasa de ocupación informal que se situó en 26,3%. La información aparece de forma constante con un mensaje claro: los que menos tienen sufrirán más por la consecuencias de la pandemia. 

Referirnos a las bases del estallido del 2019 parece algo lejano en el tiempo. Mucho ha cambiado en menos de un año, pero también mucho ha quedado igual o se ha magnificado. La pandemia presenta tasas más altas de infectados en las comunas más pobres, la pobreza extrema, que llegaba a 1,4% de la población, podría moverse, según estimaciones, entre 2,3% y 2,6%. CEPAL pronostica también que la pobreza que afectaba a 9,8% de la población el 2019, afectará a entre 12,7% y 13,7% en el mediano plazo. 

Con la pandemia y la cuarentena obligatoria, las ollas comunes han regresado a las poblaciones más vulnerables.

El hambre, la sobrevivencia y el frío, así como el trabajo infantil, el abandono escolar y la cobertura médica se instalarán en una agenda social que hace sólo un año reconocía la necesidad de un cambio de modelo en Chile. Ahí donde se puso en duda el lucro con la educación, el negocio de la salud privada y los pésimos resultados del sistema privado de pensiones, ahora se reconocerá la necesidad de mecanismos estatales sólidos y permanentes para brindar estos bienes públicos con un Estado robusto, que sirva a las mayorías y que deje su rol subsidiario. 

La pandemia además ha enfatizado en un tema central del estallido del 2019, la segregación de nuestras ciudades, el abandono de múltiples territorios, la inequidad con rostro de discriminación, maltrato y fragmentación. Vivir en la ciudad no es igual para todas y todos, la presencia de guetos verticales, así como de guetos de pobreza y explotación para la población migrante, son dos caras que por décadas nos negamos a ver. Tal vez estar entre las ciudades más prometedoras o con la mejor calidad de vida para los negocios según rankings internacionales nos impidieron ver el rostro completo de la ciudad que construimos. Esa donde le tememos al distinto y desconfiamos del vecino; donde contaminamos con parque vehicular “del año” y concentramos las áreas verdes en pocas comunas. 

El estallido social del 2019 nos llamó a reflexionar sobre un país que se produce a pesar de estas profundas grietas e inequidades. La pandemia no callará este llamado, por el contrario, es muy probable que lo amplifique, con la evidencia que dejará no sólo en términos de enfermedades y fallecidos, sino también de cuidados y privilegios. Los sectores populares donde se concentró la pandemia y algunos hechos de violencia que ocurrieron en 2019 han sido los primeros en implementar ollas comunes, redes de asistencia ciudadana y mecanismos colaborativos incipientes entre vecinos. Generalmente apoyados por los gobiernos municipales, han enfrentado la precariedad con dignidad, pero también con un claro sentido de abandono que se hizo evidente con los limitados apoyos entregados inicialmente, los llamados al encierro sin reconocer las dificultades del mismo y la situación de la mayoría de los centros de salud ubicados en sus comunas. 

El estallido 2019 tuvo como respuesta inicial un violento accionar policial que no escatimó en usar balines, bombas lacrimógenas y agua con químicos entre otras herramientas de lo que llamamos orden público. La protesta social tiene que ser entendida como un mecanismo legítimo de expresión de necesidades por parte de la población que no se siente representada por los partidos políticos o los gobernantes de turno. Criminalizar su accionar o policializar la respuesta sólo trae más violencia y convierte muchas veces el reclamo en ira. Los informes del Instituto Nacional de Derechos Humanos y de Human Rights Watch muestran señales irrefutables de violación de derechos humanos, así como de un entendimiento institucional del uso de la violencia como una solución rápida. 

La represión policial fue una de las tónicas de las manifestaciones post estallido social del 18 de octubre.

La crisis de legitimidad de Carabineros de Chile marcó la necesidad de una profunda reforma policial, que pusiera énfasis en el verdadero gobierno civil del sector. Por primera vez desde el retorno de la democracia en Chile, el tema policial se analizó desde la integralidad y se pusieron en duda los altos niveles de autonomía, opacidad e impunidad. La pandemia le quitó momentum a este debate, los acuerdos por reformas se han ido transformando en acuerdos legislativos específicos. La certera y proactiva respuesta que han tenido las policías en el marco de la pandemia ha incrementado la confianza y validación de los ciudadanos en las principales encuestas de opinión. Proceso esperable que muestra que el trabajo policial es multifacético y que la ciudadanía, a pesar de las complejidades del pasado, reconoce el rol de una policía que ayuda a la protección. La confianza en momentos de angustia, ansiedad y pandemia no debería entenderse como una carta en blanco para desarrollar estrategias comunicacionales y cambios menores.

Sin cambios estructurales en la forma en que se enfrenta la protesta social, es muy probable que ocurra un nuevo estallido. Tal vez no de forma masiva o en un solo territorio, pero los hechos de protesta por las condiciones políticas, sociales y económicas se harán sentir en las calles de una u otra forma. Las condiciones políticas que permitieron la apertura de un nuevo espacio de diálogo se ven reflejadas en el acuerdo político que nos llevó a un itinerario de cambio constitucional. Esta agenda no puede quedar empantanada por la pandemia; muy por el contrario, las transformaciones urgentes de la carta constitucional que permitirían construir un nuevo contrato social deben estar en la agenda de debate. 

La debilidad estatal no sólo se ha visto reflejada en la carencia de un sistema de atención de salud primaria que permita una cobertura adecuada para toda la población, sino también en la ausencia de espacios de protección. Se trata de una situación que ha consolidado espacios grises, donde grupos informales o criminales cumplen roles de protección y asistencia dirigidos a personas de alta vulnerabilidad. La ausencia del Estado es un escenario extremo que se observa en algunos contextos, en la mayoría de los barrios populares de Chile, donde el Estado está presente sólo en términos policiales, muchas veces reactivamente o con programas sociales que entregan bonos pero no construyen redes sociales. El estallido en los lugares donde el Estado juega este rol ambivalente (represión/abandono) sin duda tendrá expresiones y narrativas muy distintas para las que debería estar preparado el aparato estatal. Preparado no sólo con nuevos carros blindados o cámaras policiales de cuerpo, sino con la presencia efectiva de los sistemas de protección social. Post pandemia preocupa el abandono escolar, el consumo problemático de drogas y alcohol, los problemas de salud mental no tratados, entre otros múltiples factores que son reconocidos por su vinculación con el aumento de la violencia. No es clara cuál será la agenda de inversión en ninguna de estas áreas.

En el futuro cercano tendremos que acostumbrarnos a una “nueva normalidad”, nos han dicho los encargados de la agenda sanitaria. Una normalidad que traerá cuidados especiales, distanciamiento social e incluso restricción de algunas prácticas que nos eran cotidianas. En nuestro contexto, avanzar con una efectiva reforma policial que evidencie que no habrá impunidad por la violencia utilizada el 2019, así como mostrar preocupación por la construcción de una legitimidad policial basada en la confianza y la percepción de trato justo es un elemento fundamental para evitar el posible escalamiento de violencia en el futuro. Mantener un cronograma de debate nacional, con verdadera y diversa participación en el marco constitucional, es muy relevante. El cronograma electoral tendrá que ser discutido en el marco de lo acordado; pensar en una alternativa política que elimine el plebiscito de ingreso, la definición del mecanismo o el plebiscito de salida podría ser entendida como un retroceso en los logros de la movilización ciudadana. 

En la nueva normalidad, el derecho a la protesta deberá ser asumido por la sociedad en su conjunto. La protesta sin respuesta política puede terminar en violencia debido a la frustración o a los intereses de algunos grupos. Está en las manos de los principales líderes sociales y políticos la tarea de involucrar a la sociedad, reconocer los problemas estructurales, avanzar en la agenda de transformación y de inclusión. Así, el estallido 2.0 no debe ser visto como una amenaza, sino como un recordatorio de que la búsqueda de dignidad en la forma en que se desarrolla el país no es un evento episódico, sino un reclamo estructural que llegó para quedarse. 

Carlos Huneeus: “Carabineros ha llegado a un grado de autonomía incompatible con la democracia”

El académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, ex embajador de Chile en Alemania entre 1990 y 1994, y director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, CERC, analiza la sumatoria de escándalos de corrupción en las Fuerzas Armadas, los montajes policiales como la Operación Huracán y el reciente asesinato de Camilo Catrillanca por agentes del GOPE de Carabineros.

Seguir leyendo