«Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental», escribe Lucía Stecher sobre Debimos ser felices, de la uruguaya Rafaela Lahore.
Por Lucía Stecher
¿Cómo recordamos, qué recordamos, cuándo y por qué recordamos? ¿Me acuerdo realmente de lo que viví o más bien de lo que me contaron? ¿Dónde empieza mi historia, cómo se entrelaza con la de mi familia, cómo se trenzan las memorias compartidas? ¿Qué mundo reconstruyen las fotografías, los olores, las palabras, las imágenes? ¿Cuánto del pasado sigue vivo en el presente, de cuántas formas es posible releer el pasado? Debimos ser felices (Montacerdos), de la escritora uruguaya Rafaela Lahore, se articula en torno a una serie de recuerdos personales y familiares de la protagonista, que muestran el carácter construido, frágil, personal y colectivo de los esfuerzos por reconstruir nuestras memorias. Ya en la portada aparece uno de los soportes fundamentales para los procesos de evocación: la mirada detenida en fotografías del pasado. La foto de la portada es comentada por la joven narradora de la novela en dos de las viñetas que componen el libro.
Debimos ser felices Rafaela Lahore Montacerdos, 2020 154 páginas
O más bien: lo que comenta es la escena en que su madre mira la fotografía y pronuncia con tristeza la frase que da título al libro: “Debimos ser felices”. En esa foto aparecen los tres personajes principales de la historia que leemos, la narradora cuando niña, su madre y su abuela. El ambiente playero que las rodea y las miradas risueñas de las tres contrastan con la cita de la madre, que tiñe la escena con un sentimiento totalmente distinto al que insinúa la imagen. De la interpretación de esa foto y la nota suicida de su madre que la protagonista encuentra entre sus papeles —“Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio”, es la oración que abre la novela— parten en gran medida los esfuerzos de reconstrucción del pasado que despliega la narradora de este libro.
En Debimos ser felices un conjunto de viñetas de extensión relativamente corta presentan los recuerdos y reflexiones de la protagonista, quien con un tono contenido y un lenguaje pulido evoca su pasado, el de su madre y el de su familia materna. Al leer esta novela me acordé de Camanchaca, de Diego Zúñiga, en el que un narrador también joven emprende un viaje con su padre, a lo largo del cual va enhebrando memorias, relatos e historias que en forma fragmentaria le permiten reconstruir su vida. En ambos libros destacan la mirada y el lenguaje despojado con que se reconstruye un pasado personal y familiar que en muchos momentos parece pesar demasiado sobre el presente de sus protagonistas.
En la novela de Lahore se yuxtaponen fragmentos de diversos orígenes temporales y espaciales; el pasado y el presente se confunden y conjugan, se muestran transitorios, inconclusos, susceptibles de ser transformados por nuevas memorias y relatos. Los tiempos verbales dan cuenta de esa inestabilidad: a veces se cuenta en presente una escena de la infancia, mientras un recuerdo más cercano es narrado en pretérito; la protagonista cuenta, como si las hubiera presenciado, historias que ha ido recogiendo de otros familiares. Escenas mínimas, memorias cotidianas que por algún motivo logran escapar del olvido, se entretejen con el recuerdo de momentos decisivos: la muerte del abuelo, de cada uno de los tíos, mudanzas importantes. Entre medio, encontramos las escenas en que la narradora se dirige, siempre susurrando, a su madre, quien pasa periodos tirada en la cama sin fuerzas para hacer nada: “Mamá, susurro, pero ella no responde. Las celosías están cerradas, blindando el día y ella está acostada dándome la espalda, tapada con una frazada de lana (…). Mamá, susurro de nuevo. No contesta, pero no insisto. Ya me acostumbré a que se quede así, sin hablar, como si el silencio fuera otra forma del cansancio”.
La protagonista busca en la historia de su familia materna señales que le permitan comprender la depresión de su progenitora. En el origen podría estar, por lo menos en parte, la figura de Amantino, el padre violento que también tenía ideaciones suicidas, que llamaba a sus hijos por apodos —a la madre de la narradora le decía “la loca”—, que no reconocía a sus otros hijos porque creía “que un hombre no debía andar desparramando el apellido”. Esa frase la repite más adelante un tío de la protagonista en relación con sus propios hijos, lo que muestra la reproducción de una cultura de abandono paterno. En cambio, entre la abuela, la madre y la hija se establece una relación de protección y cuidado, la que sin estar exenta de conflictos ni ambigüedades constituye el principal sostén afectivo de las tres. Son los recuerdos de distintas visitas, de viajes, de miradas, regalos y cariños los que a lo largo de distintas viñetas dan cuenta de este tejido afectivo fundamental. En muchas de ellas el mundo nos es presentado desde la perspectiva de una niña que vive entre Montevideo y el campo uruguayo, que observa el modo en que sus parientes se relacionan con la naturaleza y los animales y que establece, como se suele hacer en la infancia, asociaciones curiosas, que llevan en sí una fuerza particular. Quizás la más llamativa es la asociación entre las moscas, la vejez y la muerte. En una escena de su infancia, en que sus tías conversan, la niña fija su atención en las moscas pegadas a sus cuerpos: “no entiendo por qué no las espantan, por qué las dejan quedarse sobre sus pantorrillas limpiándose las patas. Callada, mientras me como las uñas, siento que la vejez es eso y me da un poco de vergüenza”. Más adelante, cuando ve a su tío Braulio muerto y con la cara rodeada de moscas, concluye que “la muerte es tener moscas sobre la cara”.
Ese mundo que se recuerda y reconstruye es también un lugar que la protagonista de algún modo necesita dejar. Para crecer tiene que diferenciarse de su madre depresiva, mudarse a vivir sola aunque su abuela se lo reproche. Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental. La culpa se cuela entre los deseos y la necesidad de autonomía. Por momentos, la distancia parece ser la única salida; en otros, aparecen los acercamientos susurrados, la preocupación y la ternura. En un tono totalmente carente de sentimentalismo y melancolía, la protagonista al final parece aceptar la dificultad de su madre para ser feliz, y en la carta que cierra el libro da cuenta de la importancia del trabajo de escritura para comprender la historia que las une y al mismo tiempo encontrar caminos para construir otro relato de su propia vida.
«La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales», advierte la escritora mexicana Vivian Abenshushan en este ensayo incendiario, publicado hace unos meses en la Revista de la Universidad de México.
Por Vivian Abenshushan
Estoy agotada. No soy una máquina. No puedo escribir. —Alejandra Santillana.
Lo sentimos en el cuerpo, lo escuchamos en las conversaciones, lo leemos en los muros de conocidos y desconocidos, lo sabemos: no podemos más. Y, sin embargo, nos derrumbamos sólo una milésima de segundo para luego seguir de pie, produciendo. Nuestro derrumbe es el tiempo que dura el reenvío de un sticker (el gatito tecleando desesperadamente sobre una laptop), que es en realidad un llamado de auxilio. Si lo pensamos un segundo más, en lugar de la queja, terminaremos agradeciendo a los cuatro vientos el privilegio de tener un trabajo. No uno, decenas de pequeños trabajos pulverizados. De compromisos, actividades, proyectos. De ideas para salir al paso. De toneladas de mensajes en el chat, correos que se acumulan y pendientes que se intensifican. De fechas de entrega. De más repartos en menos tiempo (según las exigencias de las apps). De informes, demandas, deudas. De exámenes por corregir y mermeladas por preparar (estamos probando nuevos giros para la subsistencia). Inhalo, exhalo. Existimos, después de todo. En nuestras mónadas metropolitanas, separades unes de otres, armades de cubrebocas y gel, existimos. Durante la conmoción global provocada por la pandemia de COVID-19, en medio de las muertes sin duelo, los despidos masivos y la economía de campamento, decir ¡estoy viva!, parece ya mucho decir. Pero alguien, en algún lugar, entre un Zoom y otro, distraídamente se pregunta: ¿es esto, en verdad, una existencia? Por primera vez en el día, ese alguien puede respirar profundamente, abrir el plexo solar. Decide desconectarse. Se trata de un soplo crítico que agita el territorio.
No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. —Peter Handke.
El agotamiento de los cuerpos se ha difundido por la superficie sensible de la humanidad como un grito multitudinario. ¿Qué dice? ¿Quién escucha? ¿A quién interpela? No se trata de un grito nuevo, pero algo en él se ha exacerbado. Es el impasse de la nueva normalidad, una percepción corporal de que todo ha cambiado para seguir igual. O peor. Antes de la pandemia vivíamos ya en un mundo imposible, con jornadas de trabajo interminables y fechas de pago que podían variar de modo indefinido, en condiciones de empleo terriblemente débiles. Antes de la pandemia sabíamos que las categorías de trabajo fijo, derechos laborales y salario regular eran restos de otro mundo guardado en los anaqueles de la historia. Sabíamos también, gracias a Isabell Lorey, que la precariedad no es una condición marginal ni excepcional ni una tragedia pasajera que le sucede a unas o a otres, sino una forma de gobierno, es decir, una forma de docilidad inducida a través de una percepción de inseguridad permanente. Mediante la precarización, escribe Lorey, somos gobernades y seguimos siendo gobernables. Porque no se trata sólo de una forma de poder y explotación potencial, sino de un dispositivo de reproducción de modos de existencia, una forma de subjetividad. La precariedad es el cuerpo que lo puede todo aunque esté a punto de venirse abajo. Es la disponibilidad total, la capacidad para surfear entre distintas tareas y responder a todos los mensajes de WhatsApp, sin derecho a ninguna vida distinta a la que permite el tiempo de producción. Es saberse descartable, intermitente, con el terror solitario de enfrentar un desalojo por no pagar el alquiler. Es, sobre todo, la gestión empresarial, económica y política de ese terror: la renuncia del precariado a todas sus esferas de autonomía (incluidas las horas de sueño) en aras de un trabajo temporal y mal pagado. ¡Es que es eso o nada!
Serie “Ready Maid” (2017), de Bruna Truffa. Pieza de cerámica esmaltada blanca y oro. Fotografía: Patricia Novoa Crédito: Gentileza de la artista.
***
No hay mejor clima que la crisis para persuadirnos de que no hay otra opción que la precariedad. La garantía de un mínimo de seguridad en medio de la inseguridad generalizada. Lo único que ha ocurrido durante la pandemia es que la crisis sanitaria global, bajo sus condiciones de aislamiento y el miedo ante lo incalculable, ha intensificado las formas de perversidad y abuso laboral. La nueva normalidad no es otra cosa que el momento fundacional de un nuevo grado de control y regimentación capitalista. Es un más allá del trabajo de tiempo completo, algo más que el intento de empezar otro ciclo de hiperexplotación y expansión de los mercados a través de la renovada cibernética social. Bajo el lema que ya pregonan los empresarios por doquier: “¡El trabajo en línea llegó para quedarse! ¡Bienvenida la optimización de recursos! ¡La uberización del empleo es la alternativa! ¡Toda crisis genera una oportunidad!”, se expresa algo más que una nueva reestructuración del trabajo posfordista, esa mutación radical a la que asistimos desde hace cuarenta años y que se ha convertido en el escenario que hoy damos por sentado: globalización, flexibilidad, disolución de la organización sindical, desplazamiento del trabajo material a fábricas con mano de obra barata o trabajo esclavo, atomización del trabajo inmaterial con el celular como oficina full time, apoteosis del consumo, gobierno psíquico del algoritmo, etceterísima. Si antes de la pandemia la fábrica ya estaba en todas partes, incluida la química de nuestro cerebro, ¿qué hay de nuevo ahora? Se trata de la propensión capitalista a colonizar y debilitar extensivamente los últimos rincones de la vida. Sobre todo de aquella vida que había descubierto en su fragilidad un forma de potencia, la posibilidad de fraguar precisamente una vida otra (una vida-en-común), agrietando sensiblemente esos mecanismos de gobierno y esas conductas gobernadas.
No es necesario que con el cansancio se pueda dar comienzo a nada, porque de por sí él ya es un comenzar. Su dar- comienzo es una enseñanza. Dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar de hacer. —Peter Handke.
No quisiera omitir aquí esa grieta, ese umbral. Hacerlo sería omitir demasiado. Sería:
omitir la fuerza afirmativa y vitalizadora entrelazada con la revuelta, la alegría del cuerpo colectivo luchando por mantener con vida la vida misma, aun en su gemido de muerte,
como ha escrito Amador Fernández-Savater en Habitar y gobernar, un libro que he leído como un faro durante la pandemia. No hablar de las insurrecciones en curso sería volverme cómplice aquí, en este escrito, de la política del encierro, del “no hay alternativa”. Por eso, no olvido que una semana antes del gran confinamiento, miles de mujeres asistimos, en México y en el mundo, a la marcha multitudinaria del 8M llenas de vitalidad y de rabia. Recuerdo que, junto a mis amigas, cuerpo a cuerpo, escribí sobre una telita: “El deseo de cambiarlo todo”, ni más ni menos. Se trata de la frase con la que Verónica Gago ha descrito la fuerza telúrica de la lucha de las mujeres en su libro La potencia feminista. En ese deseo habíamos encontrado un modo de hacer de nuestra vulnerabilidad una fuerza en rebelión. Al día siguiente, convocamos a la huelga feminista, abriendo una gran conversación colectiva sobre quiénes podían parar y quiénes no, sobre el trabajo invisible de los cuidados, sobre la fábrica permanente. ¿Cuál es tu precariedad, cuál es tu huelga? ¿Parar significa también parar los flujos del capital en internet? ¿Nos desconectamos? Ésas eran algunas de nuestras interrogantes. Sabíamos que no hay salida individual a los problemas colectivos, que no se puede parar a solas. Recuerdo también que unos meses antes, desde Chile, nos llegaban las noticias del llamado de los estudiantes de secundaria a evadir masivamente los torniquetes del metro, una revuelta popular contra el aumento de los precios del transporte que involucró, más tarde, a millones de personas en una serie de movilizaciones que iban de Arica a Punta Arenas. Las reivindicaciones sociales más diversas se sumaron hasta desembocar en la demanda de una nueva Constitución, fundada en los derechos sociales, laborales e indígenas y abocada a la redistribución del ingreso.
Umjetnik radi (Artista trabajando) (1978), Mladen Stilinovic. Fotografía en blanco y negro 8 x (30 x 40 cm). Crédito: Cortesía de Branka Stipančić, Zagreb.
Esos estallidos rompían el predominio aparente del “aspecto servil del gobierno de los precarios” y nos daban pistas sobre la insurrección por venir. Pero entonces llegaron el virus y la crisis sanitaria, que implicaron también un congelamiento del cuerpo colectivo a escala mundial. ¿Qué hacemos ahora? Parar, eso hicimos. Durante unas semanas, detuvimos todo. Y entonces la crisis, junto con otros usos del tiempo, se abrió como un umbral. Ahora que escribo desde la extenuación de la normalidad restaurada, confieso que siento una extraña nostalgia por aquel primer momento, que parece lejanísimo, cuando el virus irrumpió con la fuerza del acontecimiento. Una fuerza anárquica de metamorfosis, escribió Emanuele Coccia, que llegó a desordenarlo todo, a romper la linealidad no sólo de la trama del capital, sino de nuestra aparente inmunidad humana. A pesar de la incertidumbre, o quizá gracias a ella, ese periodo supuso una emergencia, en el sentido de lo que apremia y duele en la contingencia, pero también de lo que germina, de lo que surge desde el subterráneo como capacidad para imaginar los mundos que vendrán. Esa emergencia cobró la forma de una serie de preguntas radicales sobre nuestro lugar en la comunidad de lo viviente y el tipo de relaciones otras que necesitábamos profundizar con el planeta, antes de que el culto al crecimiento ilimitado lo hiciera colapsar. Parecía que la forma del capitalismo imperante había perdido toda credibilidad.
“La crisis enseña a ver los dispositivos de normalización como opresiones a destituir”, ha escrito Diego Sztulwark en La ofensiva de lo sensible, refiriéndose a la crisis argentina del 2001, que podría ser la crisis financiera del 2008 o la crisis sanitaria presente: todos ellos momentos de “engendramiento de estrategias capaces de extraer vitalidad de un medio árido, mortífero”. Ante la vida amenazada, se tejieron redes de apoyo mutuo, se abrieron foros de pensamiento radical, se escribieron montones de ensayos disidentes. Pero antes de que esas sensibilidades en emergencia llegaran a multiplicarse, el neoliberalismo (ya desacreditado) comenzó a pergeñar la intensificación de su proyecto, llamando a la restitución de la normalidad (nueva) que neutralizó la potencia de la crisis, es decir, todo lo que la llegada del virus había desvelado sobre las desigualdades imperantes. Incluso durante el primer confinamiento, una actividad trepidatoria y loca se abalanzaba sobre nosotres en internet, como una especie de respuesta despavorida ante el horror vacui de la pausa global. El ocio intensificó sus formas de consumo y trabajo transmutándose en su propia negación: un negocio. ¡El algoritmo entró en éxtasis!
Cuando las notas periodísticas comenzaron a hablar de un nuevo fenómeno, el cansancio social, no hubo tiempo siquiera para preguntarse: ¿a dónde se fue ese intervalo fértil de elaboración de saberes que había traído consigo el virus? Se fue al cansancio, un lugar que hace difícil actuar. La nueva normalidad es corrosiva, una corriente subterránea de debilitamiento extremo, depresión clínica y ansiedad. La fatiga vuelta estado de excepción permanente es el lugar más solitario de la desafección política, una dimensión somática de la crisis a la que nadie presta atención. ¡Ánimo! ¡Tú puedes! Como explica Mark Fisher, lo que ha hecho el realismo capitalista es persuadir a les trabajadores de que las fuentes del estrés se encuentran en su interioridad, su inadaptación al medio, su falta de flexibilidad o resiliencia, su procrastinación desorganizada, y no en las estructuras de la violencia económica. Todo quiere reconducirnos a los ideales de fluidez y funcionalidad, desde el mindfulness hasta los quince minutos de cardio, curas mediadas por el mercado que nos devuelven a la estabilidad.
La fatiga es el dolor físico que impide la continuación del trabajo. De ahí su peligrosidad. ¡El cansancio es subversivo! Desequilibra la máquina universal, su apariencia de todo bajo control. Mis contracturas, las tuyas, nos hablan del mundo sensible, donde la vida es frágil, no omnipotente. Politizar el malestar empieza por tocar el cansancio propio y el de les otres y, también, por mirar críticamente las docilidades que incorporamos a través de los modos de vida neoliberales. ¿Cómo disolvemos los envoltorios que nos mantienen como sujetes del rendimiento? ¡Abriéndole espacio al cansancio! Porque el cansancio es la expresión de un límite, el límite material del cuerpo. Y los cuerpos son irreductibles a los flujos del capital. En lugar de acallar el síntoma, en lugar de confinarlo en la clínica o la farmacia, la urgencia política es escucharlo, dice Sztulwark. Estos cansancios requieren ser compartidos, no privatizados.
Ha hecho falta que todo tipo de pantallas se interpusieran entre nosotros y el mundo para restituirnos el incomparable brillo del mundo sensible, el asombro ante lo que está ahí. Tiqqun.
Conspirar (respirar con otros) se volvió literalmente imposible durante el confinamiento. Pero hoy sabemos que con cubrebocas y aire libre, las posibilidades del contagio disminuyen. Quizá sea el momento de volver a conspirar al aire libre y cuidarnos desde ahí (convocar a pequeños grupos de estudio, reconstruir formas de autonomía en común, emplazar a deambulaciones urbanas o boscosas, bailar a la intemperie). Salir de nuestras ratoneras en la Babilonia de la información para imaginar las otras formas-de-vida que esta crisis invoca. Tejer las redes que nos permitan decir que en el cansancio no estás sola y que la culpa no era tuya. O decirle en la cara al emprendedor interior, al jefe tiránico y al realismo capitalista: no es no. La conspiración (por ahora especulativa) puede tomar como señal el vagabundeo de Rebecca Solnit y extenderse hasta la colectiva Precarias a la Deriva. Caminar con otres es llevar al cansancio de paseo, ensanchar la fatiga desde donde sanar juntes. La insurrección rampante, la insurrección por venir, podría comenzar por volver al bosque del que venimos. Tender una emboscada. En un acto masivo a cielo abierto, todes les que no encajamos o no queremos encajar, arrojaremos nuestros celulares a una gran pira, para luego trepar a los árboles y permanecer ahí, en posición vegetal o pajarística, con la persistente voluntad colectiva de no hacer nada.
«Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente», escribe Iván Pinto sobre la última película de Claudia Huaiquimilla.
Por Iván Pinto
A dos años del estallido y en un presente convulsionado por sus efectos políticos, una película como Mis hermanos sueñan despiertos arroja una determinada conciencia narrativa que hace eco de la situación del país. Se trata del segundo filme de Claudia Huaiquimilla luego de Mala junta (2016), una de las películas más celebradas de la década pasada, que abordó desde un lenguaje directo y un sólido realismo dramático la realidad de dos adolescentes que se movían en los márgenes urbanos y rurales del Chile contemporáneo, con el telón de fondo del conflicto en el Wallmapu.
Como en aquel filme, Huaiquimilla vuelve a centrarse aquí en la vida de dos adolescentes que viven el desamparo, concentrándose ahora en el relato de dos hermanos, Angel y Franco, quienes se encuentran en un centro de reclusión del Sename. El tema no es menor: se trató de un asunto interpelado directamente por las movilizaciones de 2019 a la luz de los diversos casos de abuso acontecidos en estos recintos y que habían hecho noticia en los últimos años.
Ángel y Franco buscan salir adelante al interior del centro, en un contexto adverso que dificulta la reinserción. Ángel, el mayor, cuenta con el apoyo motivacional de una tutora —interpretada por Pali García— y se enfoca en dar la Prueba de Admisión Universitaria. Franco, por su parte, desconfía de esa posibilidad y parece particularmente afectado por el abandono de su madre. Mientras cada uno lucha por sobrevivir en el día a día, es el ambiente opresivo del espacio y la institución el que se instala como una densa capa que doblega cuerpos y voluntades.
La película, a diferencia de Mala junta, enfatiza menos las acciones que el clima psicológico de los menores en el centro. Un lugar árido y absorbente donde la pesada rutina apenas se ve acolchonada por tranquilizantes administrados a diario. En ese contexto, Huaiquimilla se enfoca en las interacciones sociales. Por un lado, el vínculo entre los hermanos, una especie de pacto indisoluble, en el cual Ángel no querrá dar ningún paso sin que su hermano lo acompañe. Por otro, la relación al interior con sus compañeros: una suerte de comunidad afectiva parece darse en resistencia a la dura cotidianeidad a la que son expuestos.
Mis hermanos sueñan despiertos contiene en su tratamiento una recreación empática del clima solidario de los adolescentes reclusos, combinando actores y no-actores desde un coa y un habla realista, verosímil, fluido. Uno de sus fuertes es la construcción de los diálogos, constituidos en base a personajes que se comunican, interpelan, dialogan, comparten. Este intento por “representar” el universo desde una forma cercana es parte de un esfuerzo constante del filme, partiendo por la investigación propia del proceso de guion, con la que se quiso dotar de realismo y verosimilitud a la cinta, hasta la banda sonora, que incluye el rap que hizo un chico recluso y que cumple un rol importante en el desarrollo de una escena.
Mientras sus vidas se mueven en un frágil hilo de supervivencia, el antagonista real de los hermanos no es tanto un personaje externo o el espacio físico de la cárcel como una determinada sujeción mental y afectiva. Esto último es importante: el enfoque de Huaiquimilla se centra en el aspecto de una violencia más abstracta, que remarca la condición psicosocial de sus personajes. Por sobre una mirada a los excesos y vejámenes ocurridos en la vida real, la crítica de la película apunta a una violencia sistémica y estructural, una especie de círculo opresivo del cual no se puede salir. Frente a eso, el escape posible para los personajes son los sueños o la subversión.
El mundo onírico aparece a lo largo de todo el metraje. Huaiquimilla alterna una secuencia de imágenes de los protagonistas en lo que podría ser un espacio idílico, un lugar imposible que ancla al espectador en la contracara feliz de una realidad asfixiante. Este espacio “por fuera de lo real” conduce a una especie de redención simbólica para un grupo de personajes que no tienen salida.
La subversión, por su parte, aparece junto a Jaime (Andrew Bargsted, que actuó en Mala junta), quien atrae a los personajes a una suerte de impulso nihilista. Será precisamente él, luego de varios acontecimientos trágicos al interior del recinto, el que acelere las acciones que desencadenan el filme hacia un fuego incandescente movido por la rabia contra la institución.
El esfuerzo de “representación” de un otro —en este caso, menores reclusos— nos retrotrae a los nudos más complejos de este eje, a saber: la posibilidad (o no) de la “toma de la palabra” del otro, pregunta densa y de larga contestación al interior de las batallas más cruciales del cine social y político, así como de largos debates sobre subalternidad, lenguaje y representación. En este aspecto, el filme se acerca más bien a determinadas opciones alegorizantes que hicieron del cine de Costa Gavras, Pontecorvo o incluso Ken Loach una opción específica dentro de las tradiciones del “cine de izquierda”, como es el “cine de mensaje”. Esto se grafica en la cinta con la escena final, donde el sacrificio es propuesto a modo de cierre, buscando en la impotencia del espectador un llamado a la acción. Una catarsis “dura” que construye mártires en vez de complejizar representaciones.
Ese enfoque parece hacer caso de un determinado lugar para la ficción en el seno mismo del clima postestallido social, acaso, el llamado del cine a cumplir esta función redentora por vía de operaciones concretas de identificación emocional, narración y montaje. No es que esto no pueda hacerse, pero al retrotraernos a Mala junta, esas ambiciones eran menos rígidas y más focalizadas en las situaciones y contradicciones de los propios personajes, dejando que las acciones permitan al espectador sacar sus propias conclusiones. Un tipo de realismo que prescindía de ese esfuerzo didáctico y que acá está subrayado con algo de mesianismo y buena consciencia.
Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente —Visión Nocturna, Tarde para morir joven, Princesita o la reciente El cielo está rojo— y que en Mis hermanos sueñan despiertos no solo es un afecto colectivo, sino también lo que lleva todo a la asfixia o la autoinmolación. Un camino trágico y sin salida frente al cual solo es posible soñar o huir, y no esperar que algo cambie.
Mis hermanos sueñan despiertos Chile, 2021 85 minutos Dirección: Claudia Huaiquimilla Guion: Claudia Huaiquimilla, Pablo Greene Elenco: Iván Cáceres, César Herrera, Paulina García Productora: Inefable, Lanza Verde
Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia.
Por Laura Lattanzi
La exhibición de la serie Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile en la plataforma audiovisual con mayor cantidad de suscriptores en el mundo, Netflix, tiene sin duda un impacto social y político a considerar. Efectivamente ha generado una visibilidad extendida sobre uno de los fenómenos más perversos de la historia chilena reciente: la instalación y desarrollo de una colonia de origen alemán en donde se produjeron abusos y violaciones a menores, tráfico de armas, adiestramiento de paramilitares, torturas y asesinatos; todas prácticas que tuvieron su entramado más activo durante la dictadura cívico-militar.
Este impacto es un detalle que podríamos considerar en primera instancia efectivo en cuanto a la visibilización que genera una apertura del debate sobre lo ocurrido en la sociedad civil. Sin embargo, no podemos solo concentrarnos en la cantidad de visionados: se hace necesario atender también a los elementos narrativos y estéticos que la serie propone. Y esto no es un ejercicio meramente formal o referencial al campo del cine o la cultura en general, sino que nos permite explorar los factores que operan directamente sobre los discursos —los tradicionales, los emergentes— y sobre nuestras miradas. Se trata entonces de profundizar en sus puntos de vista.
La serie-documental tiene seis episodios, que recorren los inicios de la colonia en Alemania hasta la actualidad. La primera parte relata los inicios de Paul Schäfer como evangelizador y consejero de jóvenes en su país, donde comienza a formar la colectividad. Al ser demandado legalmente por abuso de menores en Alemania, decide escapar, y gracias a sus vínculos con el embajador chileno, quien le facilita tres mil hectáreas del fundo El Lavandero, en la región del Ñuble, la comunidad se traslada a Chile. Una vez acá, comenzará la construcción y puesta en marcha de la colonia, la que se presentará como una sociedad benefactora de raíz cristiana promotora de un modo de vida austero, pero que en realidad era sostenida por el trabajo esclavo y prácticas de máximo control, torturas y abuso —sexual, psicológico— de sus miembros.
La segunda parte de la serie (capítulos tres y cuatro) se centra en la época de la Unidad Popular, cuando se instaura un miedo y rechazo al comunismo entre los colonos, y en la dictadura militar, durante la cual la colonia será un agente activo del terrorismo de Estado, incluso como espacio de detención y tortura. Los últimos dos capítulos relatan el período de la postdictadura y cómo se logro perpetuar el poder con la complicidad y los favores de políticos que permitieron continuar con estas prácticas nefastas en democracia hasta la detención de Paul Schäfer en Argentina, la que se logra gracias al testimonio de jóvenes que lograron escapar de la comunidad.
Uno de los grandes hallazgos que tiene la serie es la recuperación de un material de archivo inédito que grabaron los mismos colonos en distintas épocas. A partir del montaje de estas imágenes podemos acceder a la vida cotidiana de la colonia, a los discursos de su líder adoctrinando en una particular interpretación del cristianismo. También podemos recorrer las miradas de los niños alemanes y chilenos, observar su devoción. La presencia de Salo Luna resulta fundamental como narrador que articula el relato con una presencia y voz atrapantes para la cámara, lo que otorga emotividad a la vez que sitúa y/o genera contrapuntos con las imágenes de archivo. Luna va contextualizando desde lo nacional —las redes políticas, jurídicas y militares que se tejen con la colonia—, lo local —la población aledaña de la que él era parte— y lo interno, dando así cuenta también de la orfandad y el terror que hay en esas miradas.
A medida que avanza el relato, se van delineando algunos énfasis que adquiere el punto de vista de la narración. En primer lugar, podemos mencionar cómo la serie se centra sobre todo en la figura del líder, Paul Schäfer, presentado como un personaje carismático perverso, y si bien en varias partes se menciona la participación de políticos y actores de poder (tanto en Alemania como en Chile) en la instalación y desarrollo de la colonia, muchas veces este enfoque parece ser reducido por la caracterización de la comunidad como una “secta” liderada por un hombre extravagante. Esto puede observarse también en la gráfica de portada de la serie, dominada por la figura-retrato de Schäfer, o incluso en la primera declaración que hace Salo Luna, quien dice que juró vengarse de él. Esta insistencia en centrarse en la figura de una personalidad persuasiva, sumada a la consideración de la colonia como una “secta” —que además ha llevado a varios comentaristas a vincular esta serie con otras producciones documentales de Netflix, como la dedicada a Osho, Wild Wild Country— puede, por momentos, matizar las complicidades institucionales (político, militares, judiciales) que permitieron y favorecieron la permanencia de esta comunidad por décadas.
Otro elemento que ha resultado polémico es el de la centralidad que adquieren los testimonios de los miembros de la colonia (tal como mencionan los exniños chilenos víctimas en su declaración pública del 14 de octubre de 2021). En la serie hay una prevalencia de las voces de los colonos, en algunos casos se trata de victimarios que se encuentran condenados por los graves crímenes que cometieron, y en otros de colonos alemanes que se presentan como víctimas y victimarios de lo sucedido, en tanto participaron activamente en algunas de sus acciones, pero siendo ellos también abusados física, sexual y psicológicamente.
En este sentido, se instala una zona opaca en donde algunos/as de quienes formaban parte de Colonia Dignidad se posicionan como víctimas, ya que también sufrieron los abusos de la colonia, pero son victimarios al haber reproducido, justificado y, en algunos casos, actuado a favor de las operaciones que allí se cometieron. Esta opacidad parece colarse en la puesta en escena de estos testimonios: los colonos aparecen en sus casas, en donde los elementos del decorado (muebles, papel mural) denotan una suerte de continuidad de la vida austera, cerrada de la colonia, así como también las poses y miradas que se establecen entre ellos, que destacan por sus gestos contenidos, reprimidos y a la vez desorientados. El ambiente, por momentos, se tiñe de un aire ominoso. También es interesante mencionar la figura de las mujeres colonas cuyo testimonio va ganando presencia a medida que avanza el relato, apareciendo en primera instancia como las esposas que escuchan con distancia y recogimiento, para luego dar cuenta de su vida activa en la comunidad. Destacan también otros testimonios, como el de Roberto Thieme, líder del grupo de extrema derecha Patria y Libertad durante la Unidad Popular, quien desde una oficina con grandes vidrios en lo alto de un edificio habla de manera abierta y altiva sobre su paso por la colonia y sus visiones sobre la dictadura en Chile.
Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como a veces pretenden quienes dicen que hay que “mostrar sin parcialidades” lo sucedido, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia.
Observar estas imágenes nos recuerda las palabras del ensayista Georges Didi-Huberman, quien menciona cómo una imagen arde cuando se acerca a la realidad: “arde del deseo que la mueve, de la direccionalidad que la estructura, por el enunciado con el que carga”. Ver Colonia Dignidad produce una incomodidad, un desasosiego; celebramos la recuperación y sobrevivencia de las imágenes, por un lado, pero por otro no podemos dejar de posicionarlas, juzgarlas y estremecernos frente a ellas.
Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile Dirección: Birgit Rasch, Cristián Leighton y Gunnar Dedio Alemania/Chile, 2021 Una temporada de seis episodios En Netflix
«Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese ‘Avellaneda’ le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor», dice Lorena Amaro sobre la autora de Souza.
Por Lorena Amaro
Un texto que comienza con el hallazgo en el metro de un hombre igual a Jorge Luis Borges y termina con un sueño en que el escritor revela la presencia de Dios en el sonido de un estanque, remarca tal vez demasiado su filiación borgeana. No solo el Doppelgänger tiene en nuestro idioma una reminiscencia borgeana, sino también muchas de las ideas que desarrolla Nina Avellaneda en esta singular novela, Souza (Komorebi Ediciones). Así, por ejemplo, la de la posibilidad de poseer la memoria de otros, motivo que Borges explora en más de un texto y que aquí se merodea, porque el protagonista, un obrero chileno llamado Souza, puede hablar en portugués fluido sin haber estado nunca fuera de Chile, y conocer a Ellis Regina —y mucha música brasileña de los 70—, sin tener idea de cómo entraron a su vida. El protagonista de la historia es, asimismo, un personaje como Funes, ese campesino al que un golpe en la cabeza lo orilla a una vida memoriosa, extraordinaria y monótona a la vez. Souza es también un hombre de trabajo con una habilidad inusual y una intimidad inesperada. Pero a esta serie de intertextos, algunos bastante obvios, se incorporan otros elementos, más subrepticios, que me parece que, con menos estridencia, vinculan esta narrativa con estéticas más desafiantes, anómalas e incomprendidas, tal vez menos transitadas por lxs escritorxs chilenxs, como la de Clarice Lispector.
Los personajes de Avellaneda, básicamente Souza y su amiga Luiza, una actriz alcoholizada y quince años mayor, que en su madurez avizora el fracaso y la soledad, recuerdan en mucho a los personajes lispectorianos, sobre todo a la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, muchacha nordestina de destino trágico e insignificante, cuya vida es manejada por un narrador metaliterario que la ama, pero que no vacila en propinarle a su personaje toda suerte de giros crueles y violentos. Souza tiene también este tipo de narrador que reflexiona sobre el destino de sus personajes, totalmente anudado a su escritura: “Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte: ¿Qué tengo que hacer hoy? la respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza. (…) No sé escribir de otro modo, lo lamento tanto, abandonaría a mis personajes en la cabeza de cualquiera que pudiera ofrecerles un destino de romance, pero es imposible, cuando los separo de mí desaparecen”. Modelarlos es interrogarse sobre la identidad: varios dobles se cruzan en la narración, vulnerando esa identidad que aparece cuestionada también en el oficio de Luiza, la actriz, aquella que puede proyectar múltiples identidades.
Souza y Luiza son protagonistas de “vidas mínimas” y he aquí que se marca una diferencia con el narrador lispectoriano: mientras Macabea es sometida a un desenlace trágico, el único posible para ella, Souza y Luiza son liberados, emancipados. Avellaneda los modela a contrapelo de las convenciones sociales y novelescas: los encuentros y desencuentros de Souza y Luiza son como aquel viejo “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Este parece ser el empeño de este breve libro: ir a contrapelo de las normas y crear un espacio narrativo inesperado, poético, susurrante, en que Souza, un obrero, una figura hoy despojada incluso de su relato romántico y revolucionario, vinculado a una forma de vida precaria, subsistente, es testigo no solo de su propio desdoblamiento, sino que también, a despecho del canibalismo neoliberal que busca suprimir su subjetividad, realiza la hazaña cotidiana de observar su entorno, sorprenderse, conmoverse: “a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite”. El texto rompe las ideas preconcebidas sobre una vida obrera, ligada al trabajo físico, para mostrar, por lo mismo, su dimensión ascética, su carácter repetitivo y eventualmente contemplativo.
Luiza y Souza viven en dos márgenes sociales: ella, como actriz, como artista que necesita alimentarse de experiencias estéticas para hallar fuerza y levantarse cada día; él, como obrero que admira en Luiza ese centro que es el teatro: “El teatro es mi vida, le dijo una o dos veces. Y él pensó en la suya. No hay un centro en la mía, acaso sea la vida misma. Entonces como contrapunto para dialogar, se explicó en voz alta: vivir es mi vida”. Como escribe Carlos Henrickson en su hermosa reseña de esta novela, dando absolutamente en el clavo, “la distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro”. El personaje rompe así con la idea discriminatoria de que es el capital cultural lo que puede convertirte, finalmente, en un sujeto de reconocimiento.
Observar. Emanciparte. Ver a tu propio doble saltando hacia el vacío. Lejos de una sobreabundancia de narraciones demasiado nítidas y efectivas, Souza invita, con más aciertos que desaciertos, a tantear el sueño y el silencio: “Y si dejáramos de hablar. Si hiciéramos el recorrido de cada día desprovistos del lenguaje articulado. Y si eso resultara un alivio. Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa. / Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano (…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro descreo. Cuando escucho pienso. / Conversar, pensar con otro. Y en silencio, qué sucedería en ese pacto. Qué sería el silencio si dejáramos de hablar”.
Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese “Avellaneda” le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor. Aunque puede pulir un poco más sus digresiones (“De pronto me embiste una sensación que viene a cuajar un trabajo que no logro saber en qué momento exacto he hecho ni cómo”), la suya es una propuesta narrativa inusual y prometedora, con la potencia del delirio, que aparta al lenguaje de los surcos establecidos y permite asomarse, con mirada oblicua, a los confines de la experiencia contemporánea.
“Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia”, escribe Mauricio Barría sobre La violación de una actriz de teatro, de Carla Zúñiga y dirigida por Javier Casanga.
Por Mauricio Barría
2018 quedó en nuestra memoria como el año de la revolución feminista. Lo que comenzó como aisladas denuncias de abuso en algunas carreras universitarias, muy pronto se extendió a la mayoría de los centros educacionales en Chile y contagió a otros espacios sociales y laborales con un gran impacto mediático. La fuerza de esta movilización puso en evidencia las practicas naturalizadas de violencia y discriminación que la sociedad patriarcal ha ejercido contra las mujeres, al mismo tiempo que le permitió a muchas de ellas hacerse de valor y romper con el ciclo ininterrumpido de la impunidad, denunciando públicamente a sus acosadores y haciendo visibles los pactos de silencio de quienes hacían vista gorda de lo que sabían. De todo esto no se libró el campo cultural.
La violación de una actriz de teatro es el último texto de la destacada dramaturga Carla Zúñiga, quien vuelve a unirse al director Javier Casanga luego de que se disolviera la compañía La Niña Horrible. Una dupla que ha logrado producir una poética singular, en la que se conjuga el uso recursos melodramáticos con lo paródico de una estética drag queen. En este sentido, Historia de amputación a la hora del té (2014), La trágica agonía de un pájaro azul (2016) y El amarillo sol de tus cabellos largos (2018) son ejemplos notables.
En esta oportunidad, la compañía quedó conformada por solo dos actrices, Coca Miranda y Carla Gaete. Se suma el sobresaliente trabajo de diseño escénico de Sebastián Escalona, José Carrera y Elizabeth Pérez, y la música de Alejandro Miranda.
Lo primero que llama la atención de la obra, estrenada en el amplio escenario principal de Matucana 100, es el estilizado espacio. El vacío de la caja es atravesado de manera oblicua por una suerte de delgada pasarela que corta en secante su lado derecho de forma completamente asimétrica. La pasarela, además, rebasa el borde del escenario, introduciéndose como un artefacto violento en la platea e impidiendo el uso de las tres primeras corridas de butacas. Las actrices se disponen según marca la diagonal; nuestra percepción se disloca de la frontalidad habitual y somos obligados a mirar con sesgo. Entre pasarela de desfile de moda o corredor, galería o muelle, el espacio tiene algo de lugar de pasaje, un largo umbral de paso.
El montaje propone un acercamiento al tema de forma directa si nos detenemos en la anécdota del argumento: la protagonista es una actriz consolidada (Coca Miranda), de mediana edad, que se ha visto arrastrada por las circunstancias a tener que vivir de hacer teatro por Zoom. Estamos en plena temporada virtual de un remontaje de un éxito teatral. Esta situación parecerá el primer detonante de su colérica actitud y su decisión de no realizar la función de ese día. La acompaña la productora de la obra (Carla Gaete), una colega también, pero que como es habitual en nuestro campo teatral, se ha dedicado a esta área de gestión. Al principio, la actriz parece estar hastiada de tener que hacer funciones en este formato “computacional”, pues siente estar traicionando la auténtica condición del teatro como arte vivo. Sin embargo, comenzamos a percatarnos de que su malestar es bastante más profundo. Entonces, se cuenta que una imagen, un fantasma, visita a esta actriz. El fantasma —el retorno de lo reprimido— termina por manifestarse cuando confiesa a su compañera que ha sido víctima de una violación por parte del director, y que eso sucedió cuando la obra, con tablero vuelto, era exhibida en una prestigiosa sala teatral. El momento de la confesión genera una inflexión, un giro de la trama en 90 grados, y de ahí en adelante la cuestión se torna compleja: poco después, la productora confesará haber sido víctima del mismo hombre ante la mirada de la propia actriz.
Si bastara con describir la anécdota literaria de un montaje, sería correcto decir que hasta ahí la referencia es directa. La actriz representa una actriz que ha sido objeto de violación, sin embargo, el poder de esta obra reside en la misma operación del espacio: la oblicuidad de la enunciación, el permanente desvío de la misma. En efecto, Coca Miranda propone un personaje que está continuamente en un límite entre la parodia de la diva y la representación real de una mujer abusada. Lo que ahí ocurre no se lee en la superficie de la actuación, lo inquietante es eso que el texto hace emerger: la turbación desgarrada de una mujer que, tras haber sido violentada, se ha protegido mediante una enmarañada fantasía escénica que juega confundiendo la verdad de los hechos, haciéndolos pasar por sueños.
La parodia no es transparente, en este caso, pues asoma desde su espalda la cicatriz sangrante de un recuerdo. En este sentido, el trabajo con la parodia alcanza un nivel de precisión y contención magníficos. No hay una palabra ni una escena que sobre, todo está dicho de forma aritmética. El juego de la repetición constante, el recurso del rodeo, la aparente inmovilidad de la trama que tiende a romperse cuando de tanto en tanto llama por celular el director, dan cuenta, a mi modo de ver, de lo que trata realmente La violación de una actriz de teatro. El juego de la culpa —reversión tan habitual en mujeres que han sufrido abusos— es instalado con sutileza y evidencia al mismo tiempo. El personaje, desde su distancia paródica, tensiona esta escena de la confesión, que podría fácilmente caer en un sentimentalismo melodramático y compasivo, lo que desactivaría la denuncia.
El texto y la puesta en escena, que son mutuamente indisociables, logran colocarnos en la zona indiscernible de la verdad y la falsedad más absoluta que opera en ambos personajes. Juego de miradas, la violación como la escena primaria de estas mujeres que se debaten entre la doble urgencia de tramar una fantasía culposa para huir, y la necesidad de salir de ella para reconstituirse en sujetos. Si bien la ficción nos sitúa en un supuesto camarín doméstico, estas actrices en realidad no están representando actrices, más bien son cuerpos que portan una problemática extensible a muchas otras mujeres. Un juego prismático de realidades que es lo que llamamos una dramaturgia de la oblicuidad, una estrategia de supervivencia.
La obra trasunta una profunda reflexión sobre el dolor, no tanto al vinculado a la acción misma del abuso, sino a la de la impotencia de reaccionar ante este. Pero ellas no son víctimas: Carla Zúñiga logra desplazarlas de este lugar común a través de una parodia lúcida. Estos cuerpos tratan durante una hora de entender por qué callaron, por qué replicaron la actitud cómplice con su perpetrador ante el abuso de otras mujeres cometido por el mismo hombre. Cómo somos capaces de construir pequeños teatros mentales para autoconvencernos de la verdad de una situación. Al final, la verdad brota, porque está inscrita en el cuerpo. No es posible huir de lo que nos ha pasado, pero tampoco el agresor queda impune para siempre. Aunque cubierta por todo un aparataje teatral, la verdad brota como un leve destello de luciérnaga.
La violación de una actriz de teatro Dirección: Javier Casanga Dramaturgia: Carla Zuñiga Elenco: Coca Miranda, Carla Gaete
«¿Un cuerpo equivocado? , de Constanza Valdés, nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado».
Por Patricia Espinosa H.
“Cuando reviso mi vida y me detengo en cosas de mi personalidad, veo pequeñas migajas de un camino que siempre estuvo ahí para que yo lo transitara. Por eso entiendo mi historia como una transición premeditada que no podía dejar de ocurrir, y por eso también me involucré en el activismo y la política. Nuestras historias individuales de vida tienen una responsabilidad con el mundo y la comunidad, y debemos ser resistencia en todos los espacios” (17). Este párrafo condensa gran parte de lo que es ¿Un cuerpo equivocado? (La Pollera), de la abogada, activista y candidata a diputada Constanza Valdés (1991). Estamos ante la historia de vida de una feminista trans que ha experimentado la violencia en sus diversas manifestaciones y que ha logrado transitar hacia la política y el servicio comunitario, levantando un discurso sobre la igualdad y la denuncia a un sistema excluyente de toda diversidad.
A través de los cinco capítulos de este volumen ensayístico, la autora expone un testimonio personal, para luego progresivamente ingresar al territorio de la crítica teórico-cultural en torno a aspectos jurídicos de la identidad de género en el Chile de hoy.
Desde su identidad y derecho de habla, y sin ambigüedades, la autora denuncia un espacio público transfóbico. Su prioridad será siempre establecer una potente interpelación que apunte a desbaratar un entramado hegemónico que ejerce una violenta coerción a nivel cultural, jurídico, social y educacional contra las personas trans.
La zona autobiográfica del libro nos permite ingresar a la violencia familiar, escolar y universitaria relatada con un énfasis íntimo, cercano, donde resulta imposible no sentir empatía y rabia por cada una de las agresiones que Valdés experimentó y experimenta. Sin embargo, el aspecto más llamativo de este segmento es el hecho de no detenerse en las responsabilidades individuales, sino acentuar las responsabilidades estructurales, dejando en claro que se trata de un problema socio-cultural que solo podría cambiar mediante leyes y educación.
De ahí que la autora otorgue gran relevancia al activismo —“los cambios no provienen espontáneamente” (22)—, lo que hace que su discurso esté constantemente tensionado entre este y la teoría, herramienta o arma fundamental para el desmontaje contrahegemónico. “Callar no es una alternativa” (23), señala poco después, impulsando la necesidad de buscar maneras de expresar desacuerdos, pero también democratizar espacios y dar representatividad a quienes han sido históricamente marginadxs: “nuestra historia y nuestras luchas las construimos nosotres” (23), apunta al cierre del primer capítulo, conformando así un lugar de habla y crítica, pero también una identidad: el de las personas trans.
En los capítulos siguientes, el libro se orientará a la exposición de diversos conceptos teóricos. A partir de una enorme vocación pedagógica, la autora se propone enseñar, asumiendo con paciencia que hay carencias y errores conceptuales que deben aclararse para conseguir un gran cambio cultural. No es usual que la teoría ocupe un sitio más importante que el ego intelectual de quien la emite. Esto incide en privilegiar al sujeto emisor más que al destinatario. Si este último/a comprende o no, es su problema. Pues bien, en esta ocasión Valdés transgrede todas esas formulaciones excluyentes y expone la teoría con ductilidad, con un impulso generoso, que permite asimilar conceptos y evitar errores frecuentes en el uso de ciertos términos, incluso en la academia.
¿Un cuerpo equivocado?: Identidad de género, derechos y caminos de transición Constanza Valdés La Pollera, 2021 126 páginas
Su ruta teórica posee dos conceptos clave: trans e identidad de género. El término trans “agrupa a todas aquellas personas cuya identidad de género es distinta del sexo/género asignado al momento de nacer. Dentro de este gran paraguas están incluidos los hombres y mujeres trans, las personas trans no binarias, las personas de género fluido, y todas aquellas identidades que son distintas del sexo/género asignado al nacer” (29). Respecto a la identidad de género, Valdés denuncia cuatro principales mitos y prejuicios sobre la identidad trans: “Las personas que son transexuales nacieron en un cuerpo equivocado” (26). Este equívoco se sostiene en “una noción binaria de sexo/género” y en “la idea de que la genitalidad, el sexo asignado al momento del nacimiento” (ibíd.) legitimaría solo la identidad de género binaria y la patologización de cualquier otra identidad. El segundo mito es: “una persona trans solo puede conocer su identidad de género después de los dieciocho años” (ibíd.). De acuerdo a la autora, este mito refuerza el adultocentrismo y segrega a los menores de edad en su condición de sujetes disidentes. El tercer mito dice que “la transexualidad es una patología” (27), vinculando transexualidad con enfermedad mental; finalmente, el cuarto mito dice: “las personas trans solo transicionan, o lo hacen en razón de su orientación sexual” (28).
Resulta valioso que la autora refuerce una postura antiesencialista; esto significa que no puede haber una homogenización del ser trans ni menos una única vivencia trans. La diversidad y el antiesencialismo se arraigan a la escritura de Valdés, permitiendo con ello escapar de una caracterización identitaria excluyente que limite la experiencia de vida de un sujete expuesto a la constante violencia.
El eje argumentativo global del volumen es la afirmación de una identidad de género en todas las personas, una vivencia de cuerpo. De acuerdo a ello, será posible afirmar que no existe nadie que carezca de una percepción respecto a su propio género. A lo anterior, hay que agregar que el sexo asignado al nacer no tiene una correlación obligatoria con el género (ibíd.), salvo en un mundo que impone como norma la heterosexualidad y la cisgenericidad.
Las instituciones, por tanto, son las principales responsables de la exclusión y discriminación de personas trans. Consiente de las dificultades que enfrenta y ha enfrentado para lograr cambios, Valdés no abandona jamás su actitud pedagógica y su energía activista. De ahí que se agradezca que se enfoque no solo en las personas trans, sino también en una diversidad de marginadxs por la ley y la sociedad.
Queda claro después de leer estas páginas que el camino para conseguir la no-discriminación es muy largo.
¿Un cuerpo equivocado? es un libro importante que nos aproxima a la colectividad trans desde una voz en primera persona generosa no solo en el relato de su vida como mujer trans, sino en su discurso teórico sólidamente fundado, el que sin duda aporta en demasía a comprender los fundamentos discursivos y experienciales de la identidad transgénero.
Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha por nuestros problemas de comprensión, pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe, dice el académico y lingüista Guillermo Soto. Hablar claro no significa simplificar lo que decimos, sino admitir que la metáfora de la democracia como una plaza pública no funciona si no nos entendemos. Por eso, plantea, la Constitución deberá satisfacer el «derecho a comprender» estando escrita «de la manera más clara que sea posible».
Por Guillermo Soto Vergara
A todos nos ha pasado: la letra chica; la frase que ahí, donde la leemos, no tiene su sentido usual; la acusación vaga contra otro que nos hace pensar lo peor de él (ya sabemos: «piensa mal y no errarás»). El lenguaje es un instrumento de comunicación, reza el tópico, pero puede servir también para lo contrario: confundirnos, bloquearnos el entendimiento, llevarnos a creer otra cosa. En el extremo: engañar y mentir. Pero no hace falta llegar al extremo ni asumir mala intención del hablante para que los efectos sean graves. Cuando el paciente no entiende lo que le dice el doctor o cuando el ciudadano no comprende una norma que afecta su vida cotidiana, la cosa no anda bien. Se ha hecho costumbre culpar al que lee o escucha. «Le falta comprensión lectora», decimos, seguros de que la última prueba estandarizada del caso reafirmará que los chilenos no sabemos leer (así, sin más especificación, desde el Condorito hasta un tratado de física cuántica). Pero con frecuencia el problema está del lado del que escribe: oraciones extensas que vuelven sobre sí mismas llenas de barroquismos, frases ambiguas, incoherencias, imprecisiones, etcétera. El resultado es previsible.
De las clásicas cualidades del estilo, la precisión y la claridad son esenciales para la vida moderna, tanto en lo hablado como en lo escrito. No se trata de exigencias de una estilística añeja. El ciudadano debe, en general, entender las normas que rigen su vida social, los fallos de los tribunales a que acude y los mensajes que emanan de los organismos públicos. El auxilio del experto es importante, por supuesto, e imprescindible para muchas tareas, pero el lenguaje oscuro excluye, pone una barrera entre el Estado y los ciudadanos que puede terminar afectando el funcionamiento mismo de la democracia. Tampoco ayuda la falta de claridad en campos como la salud o aun en el comercio. Enfrentado a textos enrevesados, incomprensibles, el ciudadano no sabe qué hacer, se frustra, puede llegar a sentirse engañado, «pasado a llevar», como decimos tan gráficamente en nuestro país.
El académico y lingüista Guillermo Soto es miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua.
Hablar claro no es simplificar lo que decimos. No se resuelve con dibujos y globos que pongan en fácil los mensajes como si los adultos no fueran capaces de comprenderlos. Podemos distribuir cartillas con animalitos de colores, pero eso (que también tiene su sentido) no nos libra de la necesidad de expresar con claridad y precisión los mensajes públicos originales. Las personas tienen derecho a comprender.
En los últimos años, distintos órganos del Estado han venido impulsando un proyecto de lenguaje claro en el ámbito jurídico. Entre ellos, la Corte Suprema, la Contraloría y la Cámara de Diputados. Es un proyecto bienvenido, que se suma a la preocupación por el uso no discriminatorio del lenguaje y que probablemente vaya ampliándose a otras áreas de la vida social. La socorrida metáfora que equipara lo público a una plaza en la que todos somos admitidos y deliberamos en libertad, presupone que podamos entendernos. Si esa condición no se cumple, la plaza puede ser apenas un espejismo.
Este año, Chile ha iniciado el proceso de discusión de una nueva ley fundamental. La Convención Constitucional tiene por delante una tarea difícil pero necesaria: proponer al pueblo, en vez de la Constitución que nació en dictadura, otra generada en democracia. Creo que todos estamos de acuerdo en que esa Constitución tiene que resguardar los derechos de las personas y propiciar una sociedad inclusiva y no discriminatoria. No estoy seguro de que deba incluir en su articulado, explícitamente, el derecho a comprender. Sí estoy convencido de que la propia Constitución debe satisfacer ese derecho. Para ello, tendrá que estar escrita de la manera más clara que sea posible. Por lo que sabemos, la Convención ya ha dado pasos en ese sentido.
El llamado es a ser agentes de cambio desde nuestro privilegio de estudiantes de una universidad prestigiosa y pública, y a poner nuestros conocimientos y habilidades al servicio de la comunidad. Estos son los principales retos que debemos enfrentar: el desafío de la organización, el desafío de la democratización de las luchas, el desafío del impacto territorial.
Por Bascur Cruz
Octubre de 2019 fue el comienzo de una bola de nieve cargada del peso de nuestra historia, del dolor de las familias chilenas, de la rabia del estudiante con deudas de por vida. Este efecto siguió creciendo con el esfuerzo de quienes luchan por un país justo y equitativo con miras al progreso social y el respeto a las diversas identidades que existen en el territorio. En estos últimos meses, vimos cómo la mayoría de las políticas públicas que conocíamos —las AFP, la Ley de Pesca, el Servicio Nacional de Menores, el acceso a la educación y un largo etcétera— significaban grandes pérdidas para la sociedad en términos de calidad de vida, posibilidad de desarrollo y justicia social. Pero esto es más problemático aún para los grupos históricamente oprimidos, que ni siquiera tienen las posibilidades de cambiar las cosas por su propia cuenta, pues se ponen un blanco en la espalda si es que intentan pelear contra el sistema.
Con el inicio de la Convención Constitucional se dio un gran paso hacia el camino del cambio social, la renovación del paradigma político y la continuación de la lucha por la equidad y justicia social. Las fórmulas de participación en la creación de este nuevo Chile nos invitan a ser parte de estos espacios de renovación. La cultura disidente nos invita a contrariar la norma hegemónica que nos oprime y nos obliga a interactuar con un sistema que tanto mal nos hace. El hecho de plantearnos como jóvenes que buscan salidas a los problemas actuales nos pone en una posición particular frente a los procesos socio-políticos, y desde ahí tenemos que hacernos cargo de los desafíos que esto significa, para intentar estar a la altura de ellos y encontrar soluciones efectivas a lo que hoy nos perjudica.
Como estudiantes debemos pensar y actuar teniendo siempre en consideración la sociedad en la que queremos influir. Debemos tener la capacidad de ser un factor de cambio y de sumarnos a las luchas que mueven al país. Esto va de la mano con el levantamiento de nuestras propias peleas por los derechos de todes. La transversalidad del apoyo a las causas sociales debe ser un pilar fundamental de nuestras convicciones.
Como universidad pública, debiéramos tener requerimientos mínimos respecto de nuestra influencia en la sociedad. Lo que como Universidad de Chile hagamos en este contexto tendrá un impacto, independiente de si es algo que hayamos buscado o no. Es por esto que debemos ser responsables y transitar un camino que nos lleve a proteger a la población, estableciendo líneas de trabajo en pos de los derechos humanos de todes e instalando dentro de nuestras principales banderas de lucha la protección del derecho a la educación gratuita y de calidad. Nosotres, como estudiantes, tenemos la obligación de levantarnos ante las injusticias, pero este deber no nace de la idea de que somos quienes salvarán a la sociedad de todos sus males. Somos quienes motivarán el despertar del resto de las personas con las que compartimos suelo por un sentimiento de comunidad y de humanitarismo. Dicho de otra forma, como estudiantes debemos ser parte de los procesos que vengan, debemos ser una base del cambio, pero no por nosotres mismes, sino por todes. Esto toma más sentido aún cuando lo pensamos como una declaración de principios, como una proyección de ideales básicos para el desarrollo de la sociedad y de sus individualidades. La reconquista del espacio público viene de la mano de la lucha social.
El llamado es a ser agentes de cambio desde nuestro privilegio de estudiantes de una universidad prestigiosa y pública, y a poner nuestros conocimientos y habilidades al servicio de la comunidad. Estos son los principales retos que debemos enfrentar: el desafío de la organización, el desafío de la democratización de las luchas, el desafío del impacto territorial. El llamado es a organizarse, a ser fuente de cambio, a luchar por un respeto transversal de los derechos humanos y a ir en contra de cualquiera que se interponga en estas labores.
Pocas ensayistas como Remedios Zafra se han adelantado tan bien a estos tiempos. Desde hace más de una década, la filósofa española viene advirtiendo sobre las formas en que el trabajo está fagocitando la vida y entrometiéndose en nuestros cuartos propios conectados, esos espacios público-domésticos llenos de pantallas y ruido a los que el teletrabajo terminó por confinar a muchos. La autora de El entusiasmo y Frágiles habla sobre la manera en que el capitalismo se ha radicalizado, sobre precariedad y autoexplotación, pero también sobre las formas en que millones de personas, cansadas de sus vidas invivibles, están provocando, sin saberlo, un cortocircuito.
Por Evelyn Erlij
En 2010, cuando predecir una pandemia sonaba a fantasía, cuando faltaba una década para que el trabajo invadiera la vida con el auspicio de WhatsApp y las reuniones se hicieran en pantuflas vía Zoom, Remedios Zafra (Zuheros, 1973) publicó un libro que hoy pone la piel de gallina. En él planteaba un futuro cercano en el que pasaríamos cada vez más tiempo detrás de una pantalla para trabajar; un mundo sin párpados en el que veríamos y seríamos vistos todo el tiempo; una vida reducida a los pocos metros cuadrados de una habitación propia que, a diferencia de la de Virginia Woolf, ya no sería un espacio de libertad, sino de nuevas formas de esclavitud. “No resulta baladí que este movimiento de «vuelta a casa» propiciado por Internet y las formas de relación y trabajo inmaterial ocurra análogamente a las periódicas puestas en crisis de la movilidad por la vulnerabilidad a la que el desplazamiento veloz expone a los cuerpos y al planeta”, advertía en Un cuarto propio conectado.
Entre las causas posibles que asentarían lo que hoy llamamos “teletrabajo”, Zafra mencionaba atentados, agentes climáticos adversos o alguna “enfermedad globalizada”, eventos que impondrían “nuevas exigencias de imaginación política y económica derivadas de un sistema capitalista que se debate entre repetirse y reimaginarse, pero no dispuesto a ceder”, advertía. Lo cierto es que la pandemia, este mal de dimensiones planetarias, confirmó su tesis: el trabajo desde casa terminó haciendo más eficientes las formas de producción; muchas empresas ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja sin horarios y cada cual pone su propio internet al servicio del empleador. La ansiedad y el cansancio se han exacerbado, y si la línea entre el trabajo y la vida antes era difusa, hoy es imposible distinguirla. En otras palabras, el capitalismo no cedió: se volvió incluso más agresivo.
Remedios Zafra. Gentileza de la autora
“El sistema no solo no ha frenado, sino que ha dado una nueva vuelta de tuerca. Al teletrabajo ya normalizado después del experimento hiperproductivo de los confinamientos, se suma la vida-trabajo hilada con viajes, desplazamientos y presencialidad que llevan al agotamiento y al hartazgo de muchos”, explica Zafra desde España, meses después de publicar Frágiles, un ensayo en el que estudia lo que define como “la nueva cultura ansiosa” del trabajo a la luz de la crisis del coronavirus, que ha expuesto como nunca la vulnerabilidad de los cuerpos, pero también los vicios de las prácticas laborales y la autoexplotación. El libro es una suerte de continuación de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital —ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2017—, obra que la instaló como una de las principales pensadoras en torno a la cultura contemporánea, la creación e internet.
Ese texto fue un remezón: Remedios Zafra diagnosticaba una industria cultural impulsada por un entusiasmo fingido de sujetos dispuestos a sacrificar sus vidas a cambio de pagos simbólicos —reconocimiento, aplausos, likes— o de esperanza de vida pospuesta —“haré esto gratis porque algún día dará réditos”—. Un entusiasmo que serviría de motor para trabajos culturales, creativos e incluso académicos; tareas pasajeras que consumen energía y tiempo, que quizás suben la autoestima, pero que no aseguran ni dinero ni un buen vivir. “Como si la pareja «pobreza y creación» actualizara, en un giro y engarce temporal, aquella época anterior a la invención de la imprenta en la que, sugería Smith, «estudioso y pordiosero» eran palabras casi sinónimas”, escribió en ese ensayo angustiante que sacó ronchas e hizo, incluso, que se le acercaran varios precarios a reclamarle por hacerlos tomar conciencia de sus “vidas poco vivibles”.
Frágiles, de hecho, nace en parte como una respuesta a una de esas quejas, un impulso que la lleva a hacer un diagnóstico más extenso sobre cómo el trabajo en el siglo XXI —y en especial luego del coronavirus— va secuestrando cada vez más la vida íntima, sobre cómo devora nuestros tiempos de ocio y exige más y más deberes. ¿No son la visibilidad, la autopromoción y la construcción de identidad en redes sociales nuevas obligaciones para ser alguien, tener éxito y existir?
“Cuando escribí Un cuarto propio conectado, la idea que teníamos del teletrabajo abarcaba una gran cantidad de actividades intelectuales, reflexivas, creativas, administrativas y de gestión que podíamos hacer en casa, habitualmente ‘en silencio’ —dice Zafra, que además de ensayista y académica es Científica Titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España—. Uno de los cambios más evidentes ha sido que el cuarto propio conectado en los dos últimos años de pandemia se ha vuelto ruidoso e intrusivo. Las ventanas de interlocución se han multiplicado y muchos normalizan que puedan videollamarnos en cualquier momento, fracturando ese espacio-tiempo que con mucho esfuerzo estábamos configurando como espacio para recuperar la atención perdida y lograr un ‘trabajo con sentido’. De pronto, el trabajo ha explotado en actividades que se concatenan en la pantalla sin apenas transición y descanso”.
¿Crees que la realidad del trabajo es hoy peor que como la imaginaste en 2010?
—Ha cambiado en muchos sentidos, y confío en que siga cambiando para configurar mejores organizaciones de tiempos de vida y trabajo. El escenario se ha hecho más complicado con la vuelta de muchos trabajadores a la presencialidad “sin” restar el teletrabajo que se ha instalado como dinámica normalizada. La problemática exige tener en cuenta varias cuestiones. Por un lado, abandonar la visión acomplejada de que el trabajo es el lugar al que se va y no “la práctica que se hace”, de forma que muchos piensan que la presencialidad es “en todos los casos” la mejor opción, sin valorar que es también la más contaminante y la que suma más tiempos a trabajos que en gran medida podemos desarrollar en casa y que tienen (y deben tener) el mismo reconocimiento. Por otro lado, racionalizar nuestros tiempos de trabajo, aprender a gestionarlos, a exigir horarios y respeto por los tiempos propios y de descanso. Pienso que el teletrabajo es un modo imprescindible y necesario para una vida mejorada y para lograr un mayor compromiso con los demás y con el planeta, pero no puede ser impuesto, sino negociado y personalizado. No puede ser considerado como un extra de tiempo invisible y sumado al presencial.
Durante la pandemia millones de personas han renunciado a sus trabajos, ya sea por una toma de conciencia de la explotación laboral, por la crisis del cuidado infantil o porque las ayudas gubernamentales han permitido correr el riesgo. En inglés lo llaman The Big Quit y Paul Krugman cree que esto es una gran reformulación del capitalismo. ¿Cómo ves esta situación?
—La veo con esperanza, porque el capitalismo contemporáneo se apoya en la desarticulación colectiva y en el espejismo de éxito individual sobre la desaparición de un suelo de garantías sociales que contribuye a normalizar la precariedad hiperproductiva sin mayor respuesta que la queja solitaria. No contaban con que la queja es contagiosa. En este sentido, la pandemia ha sido el “gran interruptor” que ha permitido a muchos frenar y tomar conciencia. De la fragilidad de los cuerpos de manera dura y cotidiana, pero también del sinsentido de una vida que nos hace infelices cuando nos dociliza y convierte en engranajes de la máquina.
Da la impresión de que el capitalismo, en vez de reimaginarse durante la crisis, se radicalizó.
—El capitalismo siempre busca sacar partido de las coyunturas, pero en este caso no ha valorado el hartazgo de quienes se han visto frágiles y han empezado a moverse en otro sentido. Lo que ha ocurrido en Estados Unidos con la gran dimisión es ilustrativo de este otro tipo de contagio no esperado por el sistema y que sitúa, por una vez, a los empleadores sin instrumentos para actuar. Porque cuando una persona abandona un trabajo que considera precario, injusto u opresivo puede que no movilice más allá de su dignidad, pero tiene la fuerza simbólica de generar preguntas en el de al lado. El contagio social también se da como forma de movilización y activismo. Y en este caso es más llamativo, puesto que la herramienta predictiva del capitalismo se basa en lógicas algorítmicas (sostenidas en estadísticas sobre “lo ya vivido”) y no ha podido prever la situación. Cierto que para que ese ejercicio de contagio tenga lugar se precisa un dejar de mirar al frente (la pantalla) y volver la mirada a quienes están al lado.
En ese sentido, la vulnerabilidad nos convierte en una comunidad: podríamos crear lazos entre frágiles. ¿Ves algún potencial político ahí?
—Pienso que todo movimiento colectivo posible requiere un paso necesario que es la toma de conciencia. A partir de ahí cambiar ese mantra capitalista que refuerza al individuo como alguien individualista productivo y no pensativo, obliga a un pensarse como un “pensarnos”. Lo que no está claro es si ese encuentro comunitario se materializará de manera activa (como en una suerte de Workers Lives Matters) o pasiva, como está ocurriendo con la dimisión, que hasta ahora es la seña de identidad de este nuevo cambio. El freno que ha supuesto confinarnos viendo (o experimentando) la enfermedad y la muerte ha acentuado nuestra percepción como seres vulnerables. Lo que cabría esperar es que dicha percepción pueda ser articulada desde una renovada solidaridad social que nos permita imaginar otras formas de vivir y trabajar. Formas que están por definir, pero algo tenemos claro: las actuales no nos sirven.
***
En los primeros meses de la pandemia, Remedios Zafra solía citar el ejemplo de Isaac Newton para explicar el potencial que podía tener esta crisis para fortalecer la concentración creativa: en 1665, una epidemia de peste obligó al científico a encerrarse por un período largo en su granja, gracias a lo que pudo enfocar su atención y hacer algunos de sus descubrimientos más importantes. El tiempo que ha pasado desde que el covid-19 irrumpió en la cotidianeidad prueba que, a la larga, ocurrió lo contrario: a falta de espacios públicos y vida social, las pantallas se convirtieron más que nunca en la forma principal de interactuar con el mundo exterior. La ensayista lo venía diciendo hace años en libros como Ojos y capital (2015): vamos en camino a una nueva idea de lo real, donde la visibilidad es garantía de existencia y valor, y donde los ojos son el nuevo capital. Así nace otra desigualdad: la de los no-vistos, los que no existen en el mundo conectado, los que no tienen acceso a internet o educación digital.
“El precio de la desconexión total es un precio al que solo se pueden enfrentar los ricos o los valientes —explica la autora—. Quizá la complejidad y el reto de todo esto radique en aprender a gestionar la desconexión no como algo radical y definitivo (que solo alentaría formas de oscilación y polarización) sino como parte de un aprendizaje de emancipación y libertad, tomando el control de nuestros tiempo y vidas, sin renunciar a su potencia transformadora para socializarnos y generar comunidad, conocimiento y un mundo mejorado”.
Dices que vivimos en un mundo-vertedero ávido de aquí y ahora, “en una época que no puede aguantar más sobreproducción ligera, más residuo”, detrás de pantallas-escaparates sin párpados que nos anestesian y nos hunden en el basural audiovisual generado por los excesos del capitalismo de la información.
—La precariedad contemporánea se caracteriza por normalizar lo descartable. Categorías como aceleración y exceso definen un mundo excedentario en información y datos pero también en ruido, donde se incentiva una producción rápida que por lo tanto es, en la mayoría de los casos, un hacer “sin alma”, “sin sentido”, sin la posibilidad de profundizar en las cosas. Tiene que ver con el predominio de lógicas de valor que priman lo “acumulativo” frente a lo narrativo, que busca integrar la complejidad.
Mientras más precarios los trabajos, mientras más inestables, más necesario es agradar, sonreír, ser simpático. También hablas de la cultura de la culpa, muy enraizada en la cultura laboral de la autoexplotación. ¿Cuánto del trabajo contemporáneo se juega en los afectos?
—Es un tema que me parece clave. En El entusiasmo esta es una de las ideas sobre las que se sostiene la reflexión: que en un contexto de precariedad normalizada, donde la mayoría están formados y tienen expectativas, el sistema se vale de la instrumentalización de su entusiasmo para contratar a los que están dispuestos a dar más por menos e incluso a dar las gracias. Ser elegidos entre una multitud de desempleados y considerar que el trabajo precario o a veces ni siquiera pagado es el premio es una perversión absoluta pero real del sistema.
Ocurre además en tanto el trabajador se convierte también en imagen y marca de sí mismo en las redes y sabe que el “parecer” será esencial como carta de presentación. El asunto de los afectos por el que me preguntas tendría mucho que ver con lo que en Frágiles denomino un sujeto “desapasionado” que se entrena en el agrado y el aparentar como manera de sobrevivir en un entorno hostil donde pesa más el parecer que el ser. Es un rasgo claro de la cultura feminizada por el patriarcado, donde “el agrado” ha sido entrenado y alentado en las mujeres como forma de docilización. Ahora pasa algo similar con los trabajadores.
Has dicho que el trabajo intelectual debe ayudar a pensarnos en la complejidad de la época, pero que la velocidad y el exceso terminan por neutralizar ese pensamiento crítico. ¿Qué consecuencias tiene vivir bajo esa contradicción?
—Vivimos un tiempo que menosprecia el trabajo reflexivo. El trabajo cultural y humanístico es denostado como trabajo prescindible y menos productivo. Alentar que no necesitamos pensamiento es sucumbir a la idea de un mundo complaciente y domesticado. El trabajo cultural e intelectual no es más o menos útil, es necesario, imprescindible diría. De él esperamos que logre perturbar y zarandear conciencias, que despliegue sus argumentos críticos frente a formas de poder y opresión simbólica que se normalizan. Pero ocurre que contextos como los universitarios o culturales están también afectados por la mercantilización del conocimiento y la burocratización o apagamiento precario de muchos de sus trabajadores. Quienes trabajamos en estos contextos y tenemos los privilegios de ser vistos y leídos tenemos que alertar de esta situación y pensar solidariamente en maneras de empatizar y crear lazos, de generar resistencia a la mercantilización del saber.
Esto no puede ser una sentencia, hay posibilidad de intervención. Cierto que esto nos hace vivir con constantes contradicciones, pero pienso que cuando somos conscientes de ellas, pueden operar como base y estímulo de nuestro pensamiento. De hecho, lo que advertimos como contradicciones en muchos casos no es más que la capa visible de la complejidad.