En torno al 18 de septiembre ocurren otras efemérides significativas: la de las elecciones que llevaron a la Presidencia de la República, entre otros, a Salvador Allende, Eduardo Frei Montalva y Jorge Alessandri; la del golpe de Estado que marcaría el inicio de una prolongada dictadura y la del plebiscito en que triunfaría la opción de llamar a elecciones presidenciales en vez de continuar siendo gobernados por Augusto Pinochet. Así, la celebración de nuestra condición de país soberano se rodea de evocaciones profundas acerca de la historia de nuestra democracia. Son distintos momentos para evocar, a veces con alegría, otras con dolor, cómo se construye, cómo se pierde y cómo se intenta recuperar una vida en democracia.
Muchos componentes esenciales de una sociedad democrática están ciertamente ligados a factores educacionales y culturales que condicionan a sus integrantes. Sin embargo, sería infundado, además de ingenuo, afirmar que la educación es un antídoto contra las dictaduras. Baste recordar a países que disfrutaban de un muy alto nivel intelectual al momento de caer en regímenes dictatoriales. Pero, si no condición suficiente, la educación al menos sí parece ser condición necesaria para la democracia.
Específicamente en el caso de la educación pública, uno de sus principales valores debe ser, precisamente, contribuir a la formación de ciudadanos responsables en un ámbito de respeto a la diversidad de los seres humanos y de contribución a la cohesión de la sociedad en torno a ideales comunes.
No es de extrañar que en la sucesión de las diversas etapas que configuran la historia de nuestro país en el último siglo, existiera, primero, una correlación evidente entre el fortalecimiento de la educación pública y el de la democracia; en seguida, a partir del golpe de Estado se observa un esfuerzo por anular a una y a otra. Y, más recientemente, hemos visto coexistir llamativas limitaciones e inesperados problemas al intentar restablecer la vida democrática con un cierto desentendimiento para con la responsabilidad de reconstruir la educación pública.
La educación pública pretende formar ciudadanos responsables y autónomos, dos valores difícilmente apreciados por las dictaduras. Estas prefieren inducir una suerte de regresión infantil que haga más tolerable a los adultos el acatar órdenes y el ser marginados de la toma de decisiones. Si la Revolución Francesa vio en la educación pública el medio para transformar a súbditos en ciudadanos, su debilitamiento debería facilitar el proceso inverso. Por otra parte, una convivencia social armónica debería complementarse bien con un tipo de educación, como es la educación pública, que fomente la interacción entre personas diversas en múltiples dimensiones, tales como las relativas a política, religión, etnia, ingresos económicos o cultura.
La celebración de nuestro retorno a la democracia por el plebiscito del 5 de octubre de 1989 y la reflexión que conlleva debería también reflejarse en cómo habremos de seguir conversando de aquí en adelante acerca de la universidad pública. Necesitamos ir más allá del reciente debate sobre educación superior, muchas veces excesivamente limitado a la inmediatez pecuniaria tanto institucional, el financiamiento de las universidades, como individual, la motivación que impulsaría a un joven a cursar una carrera.
La universidad pública precisamente debe destacar por su compromiso definitorio con aspectos esenciales para la comprensión y defensa de la vida democrática. Debe promover el pluralismo en su vida interna y en sus medios de comunicación. Debe no sólo mencionar, sino hacer evidente el concepto de bien común, la idea que una universidad pública nacional o regional vela por el progreso del conjunto de la comunidad a la cual se debe, más allá de intereses de grupos. Debe comprometerse con el progreso del país, desde lo humanista y social hasta lo científico y tecnológico.}
Y la democracia debe cuidarse a sí misma cuidando a sus universidades públicas. Somos espacios de intercambio de ideas a través de nuestro quehacer cotidiano y a través de nuestros medios de extensión. El Estado debe sentir a sus universidades como un aliado para sus objetivos trascendentes, muy especialmente el robustecimiento, la profundización y la ampliación del ámbito de la democracia.