A pesar de su fama mundial, de ser uno de los grandes sex symbols del siglo XX y de actuar en películas de cineastas legendarios como Visconti, Mellville o Antonioni, Alain Delon siempre se consideró un marginal, un outsider que empatizaba con los antihéroes melancólicos y atormentados que solía interpretar. Aunque su belleza lo condenó eternamente a las páginas de farándula, su muerte —ocurrida el 18 de agosto pasado— nos recuerda que, detrás de las polémicas y más allá de los adjetivos para describir su físico, lo que quedan son sus películas.
Por Yenny Cáceres | Fotografía principal: AFP
“Vamos, lánzate, muévete”. Esas fueron las palabras de René Clément, director de A pleno sol (1960), a Alain Delon. Quizá otro director hubiera cortado la escena, pero Clément la dejó para la posteridad. No pasa mucho. En apariencia, nada que tenga que ver con la historia que nos están contando, la primera adaptación al cine de la novela El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith. No pasa mucho, pero, de una manera sutil, pasa de todo.
Delon, en la piel de Tom Ripley, deambula por un mercado de pescados en un pueblo italiano. Lleva la camina blanca abierta, la chaqueta en una mano y en la otra, un cigarro. Conversa con los pescadores, saborea un bocado que le ofrecen. Casi al final, tiene el pelo desordenado y el ceño fruncido, la mirada felina y uno ojos azules, demoníacos, que parecen lanzar destellos. La música de Nino Rota es el eco de una nostalgia atávica, que no logramos descifrar, como también nos resulta incomprensible ver tanta belleza reunida en un solo hombre.
Son casi dos minutos de cine puro, de un homenaje a Delon en vida y cuando apenas tenía 25 años.
Delon ha muerto, pero el misterio Delon nos persigue. 90 películas y 62 años de carrera no son suficientes para explicar el magnetismo de su figura. Estrella del cine europeo, un “monumento francés” como lo definió el presidente Emmanuel Macron, pero también un hombre de otra época. Gaullista, amigo de Jean-Marie Le Pen —el padre de la extrema derecha francesa—, y homofóbico. Su vida personal, con romances y polémicas varias, siempre estuvo bajo los focos. Hacia el final, las peleas entre sus hijos coparon las portadas, al igual que su amor por los animales. Pidió ser enterrado en su casa, junto a los 45 perros que tuvo durante toda su vida.
Su muerte, a los 88 años, marca el fin de una época, de la que Delon fue testigo y protagonista. Era condenadamente guapo, pero también era un actorazo. Eso es lo perturbador de Delon. Trabajó con algunos de los más grandes cineastas: Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni, Jean-Pierre Melville, Clément, Joseph Losey. Detrás de las polémicas y más allá de los adjetivos para describir su físico prodigioso, lo que quedan son sus películas. Y qué películas.
Bastaría su rol en A pleno sol para entrar a la historia del cine. Su Tom Ripley se siente fresco, pero también concentra esa fascinante ambigüedad del personaje, aún vigente, como lo prueba el reciente éxito de Ripley, la serie de Netflix, con Andrew Scott como protagonista. Todo un mérito para alguien que recién estaba empezando su carrera y que, como le gustaba recordar a Delon, era un actor por accidente.
“Yo caí en el cine. Yo he puesto mi naturaleza y mi personalidad al servicio del cine. Yo podría haber sido deportista o cualquier otra cosa muy diferente”, dijo Delon a Cahiers du cinéma en 1996, cuando la Cinemateca francesa le dedicó una retrospectiva. Era la primera vez que la mítica revista francesa lo entrevistaba. Fue una conversación franca, de tres horas, en que solo se habló de cine y en que Alain Delon, la estrella, quedó en un segundo plano, para dar paso a Delon, el actor a secas. Sobre esa retrospectiva, dijo una frase que hoy resuena al revisar su legado: “Yo he precisado que se trata de un homenaje a mi carrera, no a mí”.
Nunca superó la temprana separación de sus padres, cuando tenía cuatro años. Fue una infancia solitaria, que forjaría su carácter y sus futuros papeles en el cine. Cuando tenía 17 años, para escapar de su familia, se alistó en el ejército. Ese paso por Indochina, según Delon, le enseñó todo en la vida. A diferencia de Jean-Paul Belmondo, su compañero de generación y némesis, que se formó en el Conservatorio de Arte Dramático de París, Delon no tenía estudios formales.
Bromeaba cuando recordaba su primera incursión haciendo teatro, bajo la dirección de Visconti, a inicios de los 60, junto a consagrados del teatro francés, y Romy Schneider, nacida en una familia de actores de teatro. “Yo venía del ejército, y antes, de la charcutería de mi padrastro”, decía Delon, que por su larga trayectoria recibió una Palma de Oro (2019) en Cannes y un Oso de Oro en la Berlinale (1996).
Es un actor que se forja en terreno, frente a las cámaras y la mirada atenta de René Clément, a quien Delon consideraba su maestro y un gran director de actores: “Clément dirigía a sus actores de la misma manera que [el director de orquesta Herbert von] Karajan a sus músicos: los paraba, los hacía volver a empezar, un poco más, un poco menos… Clément me decía: lo que amo de ti, es que llenas los espacios”.
En El eclipse (1962), de Michelangelo Antonioni, Delon despliega esa asombrosa manera de habitar los espacios. En la escena de la Bolsa, en Roma, es uno más entre los frenéticos corredores de bolsa. Junto a Monica Vitti forman una pareja lanzada a una aventura existencial, en que la arquitectura y, justamente los espacios, refuerzan esta crisis del hombre moderno.
Pero es Visconti quien aprovecha al máximo el potencial del actor francés. Si en Rocco y sus hermanos (1960) vemos su deslumbramiento ante este talento en bruto, en El gatopardo (1963) construye un fresco político y de época en que Delon es una pieza clave. Un engranaje en que todo es un desborde de sensualidad, desde la dirección de arte hasta la música y, por supuesto, el Tancredi de Delon, acompañado por Claudia Cardinale. “En El gatopardo, cada plano fue compuesto como una pintura, hasta el más pequeño detalle”, contaba Delon.
En El samurái (1967), Delon encuentra el papel de su vida. El cineasta Jean-Pierre Melville escribe el guion pensando en él, y no se equivoca. En este asesino a sueldo, solitario y taciturno, vestido pulcramente de impermeable y sombrero, Delon descubre su álter ego. “Siempre he sido un solitario, consciente o inconscientemente. Melville y otros lo han comprendido, es por eso que los represento en las películas”, decía el actor. Venerada por cineastas como John Woo y Tarantino, El samurái reinventa el género policial y cimenta, al mismo tiempo, el misterio Delon.
Esa misma aura atraviesa otro de sus papeles más elogiados, El otro Sr. Klein (1976), de Losey, en que además fue productor. Ambientada durante el París de la ocupación nazi, Delon es un coleccionista de arte que se ve envuelto en una intriga kafkiana, donde aparece la figura del doble, otra constante de su carrera. Una de las mayores decepciones, como confiesa en su entrevista a Cahiers en 1996, fue no haber ganado el premio a Mejor Actor en Cannes por esta película.
Es curioso que una estrella como Delon se considerara un marginal dentro del cine francés y que empatizara tanto con los personajes de sus películas, antihéroes melancólicos y atormentados. Quizá porque fue uno de los pocos que no hizo películas con los cineastas de la Nouvelle Vague, en la década del 60, en los mismos años en que comenzaba su carrera fulminante. La leyenda cuenta que Truffaut le tenía miedo y con Godard la revancha llegaría recién en 1990, cuando lo recluta, irónicamente, para la película Nouvelle Vague.
Volvemos al origen. A esa escena en el mercado de A pleno sol. De pronto, surge una revelación. Alain Delon no lo sabe, Clemént sí lo sabía, y ahora lo sabemos nosotros, que escuchamos conmovidos a Nino Rota y advertimos que esa caminata en Italia, con ese rostro inundado de erotismo y muerte, es también una caminata hacia la eternidad.