«Al desnaturalizar fenómenos propios de la era digital (…) se destapa un horror adyacente a la digitalidad, que no responde a las fantasías apocalípticas de la ciencia ficción, sino más bien a la inquietud que nos genera desconocer qué existe al otro lado de la pantalla», escribe Rayén Díaz, estudiante de Teoría e Historia del Arte de la U. de Chile.
Por Rayen Libertad Díaz | Crédito de foto: Dimitar Dilkoff/AFP
Nuestra época se sitúa entre la modernidad histórica y el futuro prometido por el cine de ciencia ficción, incómodamente marcada por el recuerdo nostálgico de la utopía, mientras el anhelo aceleracionista nos nubla la vista. Lo cierto es que vivimos en un tiempo extraño, difícil de interpretar y aún más difícil de nombrar: ¿podemos afirmar que aún somos parte de la modernidad? ¿Nos encontramos acaso en la posmodernidad, o este concepto es una mentira que nos seguimos contando para librarnos del peso histórico que carga nuestro tiempo? La noción general parece ser —aunque nadie se atreve a desprenderse del todo de la idea de modernidad— que las condiciones de vida y la visión acerca del mundo y su futuro han cambiado tan drásticamente desde inicios de siglo, que nos resulta imposible concebir que estemos todavía en ese período de la historia.
Si existe un factor determinante de estos tiempos —uno capaz de configurar una nueva condición humana, y, en definitiva, una nueva normalidad—, sería el vertiginoso ritmo del desarrollo tecnológico. Pero esto no es lo único que determina el presente, sino más notoriamente la accesibilidad a las nuevas tecnologías por parte de la población, y su extensa implementación en los ámbitos más cotidianos de nuestra vida. Desde la telecomunicación hasta la ciberseguridad, nos encontramos en un proceso de digitalización absoluta, un fenómeno global del que no podemos escapar: hoy podemos afirmar que vivimos en la era digital.
La implementación tecnológica ha llegado a tal punto que hemos normalizado lo digital como una entidad omnipresente. Nos hemos acostumbrado rápidamente a interactuar de forma cotidiana con una presencia no humana, un ser sin cuerpo al que no podemos ver, pero que está siempre observándonos. La inteligencia artificial nos resulta atractiva porque sus capacidades son similares a las nuestras, pero al mismo tiempo, esto nos despierta una ansiedad instintiva, un rechazo ante aquello que intenta parecerse a un humano sin serlo. Más aún, nos hace cómplices de su terrible disfraz; al hablar con un chat IA le exponemos nuestros rasgos lingüísticos y expresivos, nuestras formas particulares de comunicarnos. Hay algo intrínsecamente siniestro en establecer comunicación con una entidad abstracta hecha de códigos, y a la vez tener conocimiento de que cada palabra que se escribe está siendo utilizada para aprender a imitar la naturaleza humana.
Es en este contexto donde surgen nuevas perspectivas del horror, que nos llevan a reflexionar sobre la experiencia tétrica del mundo contemporáneo. Al desnaturalizar fenómenos propios de la era digital, como la sensación de hipervigilancia o las relaciones que establecemos con inteligencias artificiales, se destapa un horror adyacente a la digitalidad, que no responde a las fantasías apocalípticas de la ciencia ficción, sino más bien a la inquietud que nos genera desconocer qué existe al otro lado de la pantalla.