En el libro Todo era para siempre hasta que dejó de existir, el antropólogo ruso Alexei Yurchak creó el concepto “hipernormalidad” para describir lo que ocurrió en la Unión Soviética antes de su derrumbe: la gente se acercó al precipicio convencida de que su mundo era inmortal. El lema de aquellos tiempos pareció ser “que nada cambie para que todo cambie”, y no es muy distinto a lo que está pasando hoy con el capitalismo en todas sus variantes: a pesar de sus múltiples crisis, el sistema “no sabe” o no quiere saber de su desplome.
Por Iván de la Nuez | Foto principal: Yoshikazu Tsuno/AFP Photo
¿Se puede explicar el desplome del comunismo y la crisis del capitalismo con un solo concepto?
Sí, se puede.
Ese concepto es “hipernormalización” y se lo debemos a Alexei Yurchak. Aunque, si lo hemos conocido mundialmente es debido al famoso documental de Adam Curtis del mismo nombre: HyperNormalisation (2016). Yurchak lo lanzó para explicar la crisis de la sociedad comunista. Curtis se lo apropió para dar cuenta de la crisis financiera de 2008 y de todo el entramado que la provocó.
Hay que remontarse a Todo era para siempre hasta que dejó de existir (2005, publicado en español en 2024). Básicamente, un libro sobre el final de la Unión Soviética en el que Yurchak explora (desde la sociología) un asunto cruzado, entre otros, por Svetlana Alexiévich (desde el periodismo), Boris Groys (desde la estética), Hélène Carrère d’Encausse (desde la historiografía), Jonathan Safran Foer (desde la novela), Francesc Serés (desde el cuento) o Boris Mikhailov (desde la fotografía).
Todo era para siempre… rastrea aquellos latidos de la vida cotidiana que acompañaron la hecatombe del socialismo tardío, marcados por un curioso síntoma: en lo grande y en lo pequeño —en Chernóbil y en los menesteres superfluos que tenían lugar en sus alrededores—, la gente se acercó al precipicio convencida de que su mundo era inmortal. Que ese mundo estaba apuntalado “para siempre”, como las grandes estatuas del realismo, los discursos grandilocuentes, los desfiles infinitos, los planes monumentales, las conquistas en la estratosfera, la inmersión en la carrera nuclear, los éxitos deportivos, las continuas puestas en jaque al capitalismo y la cultura occidental…
Así que, cuando el sistema soviético empezó a agonizar, su muerte definitiva no cupo en la cabeza de la sociedad ni en la de sus élites. Más bien al contrario, ese desplome sucedió a la sombra de un pacto implícito entre la Nomenklatura y la gente común para desviar la mirada y seguir con la inercia. Semejante indolencia, compartida ante el desastre, es descrita con un término inequívoco: hipernormalización. Para llegar a este concepto, Yurchak tuvo la sagacidad de esquivar a conciencia la perenne obsesión de la kremlinología por las altas esferas. Por eso, enfocó su mirada hacia ámbitos menos transitados: el arte y los chistes, la música pop y los semanarios humorísticos, los comentarios a pie de calle y una ciencia ficción que confrontaba La Realidad con mayúsculas, los prejuicios y los juicios, la fantasía hacia Occidente y, a su vez, los estereotipos que se vertían desde allí sobre el mundo soviético…
Y fue allí, en esa zona infinita de los temas supuestamente menores, donde Yurchak encontró su anti-Gatopardo. Donde —a la manera de los hermanos Strugatski o Andrei Tarkovski— detectó ese emplazamiento bajo el cual, tras una aparente inmutabilidad, todo se estaba transformando realmente.
El lema de aquella hipernormalidad pareció ser este: “que nada cambie para que todo cambie”.
Pero…
Todo era para siempre hasta que dejó de existir no quedó, exclusivamente, como un libro sobre la implosión del comunismo. Casi veinte años después del fin de la URSS, en 2008, se vino abajo Lehman Brothers. El crack financiero encendió todas las alarmas y plantó la duda sobre la extendida superstición de que el capitalismo —ufano de su victoria en la Guerra Fría— sería, también, “para siempre”. Fue, entonces, que el cineasta y escritor británico Adam Curtis fagocitó la palabra de marras, hasta el punto de titular así su famoso documental sobre la crisis del capitalismo tardío: HiperNormalisation.
La hipernormalización se convirtió, entonces, en un concepto capaz de explicar las crisis respectivas de los dos sistemas antagónicos del siglo XX. Una definición capaz de captar ese instante en el cual las élites, muchas de las cuales seguían hablando por una sociedad a la que presagiaron un presente liberal infinito, se vieron dinamitadas por la eclosión de distintos modelos para armar el mundo. El neoliberal, por supuesto; pero también el modelo chino y el oligárquico ruso, el socialismo del siglo XXI o las teocracias capitalistas del mundo árabe, el patriarcado o una cultura que hoy ha dejado de regirse por los recetarios de la vencida figura del intelectual orgánico.
A la altura de la tercera década del siglo XXI, ¿qué tienen en común estos modelos? Pues que a todos se les han sublevado sin contemplaciones. En Ecuador, contra el FMI. En Chile, contra las élites. En Hong Kong, contra la China capitalcomunista. En Nicaragua, contra un presidente y exlíder del sandinismo (otrora modelo de revolución por las armas, pero sometida más tarde a las urnas). Y contra la normalidad o el cambio climático…
Hay otras coincidencias: todos estos modelos asumen diversas formas de capitalismo (casi siempre clientelar), todos exhiben una merma preocupante de la democracia (generalmente liberal). Y en todos, las élites han sido rebasadas, en medio de una marea que arrastra aquellas cosas que parecían tan permanentes como sus, supuestamente, eternos modelos.
Es, aquí, donde el proyecto intelectual de Yurchak deja de ser un asunto exclusivo del fin de la Unión Soviética y se estira hasta el presente para dar cuenta de un mundo cuya transformación las élites políticas ya no consiguen gobernar, ni las económicas comprar, ni las intelectuales explicar.
Es interesante observar cómo Adam Curtis, partiendo del mismo concepto, usa una estrategia narrativa distinta, si no contraria. A diferencia de Yurchak, que buscó en el subsuelo de lo visible, Curtis se mueve por lo evidente y epidérmico, por imágenes que los medios bombardean sobre nosotros. De hecho, su crédito en HyperNormalisation es como editor, no como director, dado que no “crea” ninguna imagen (todas salen de internet). De aquí que, él también, acuda a los hermanos Strugatski y Tarkovsky para hablar de esa zona en la que estaría emplazado un orden mundial que es capaz de crear sus propios enemigos. Un “régimen” cuyo destino fatal no estará —pese a su propia propaganda— en las incursiones bárbaras que vienen del otro lado del mundo, sino en su lógica interna. Un orden que no caerá por invasión, sino por implosión.
Y todo, gracias a unas construcciones occidentales que van desde los talibanes hasta Muamar el Gadafi, pasando por amplias zonas del terrorismo, las finanzas, los diferendos entre Occidente y sus periferias, las distintas complicidades entre capitalismo, autoritarismo, medios de comunicación e incluso universidades.
Como sucedió en la URSS, el sistema “no sabe” o no quiere saber de su desplome. No se conoce a sí mismo, pues se ha basado en la fe de la eternidad, en estar hecho “para siempre”…
Hasta que un buen día deje, como su antiguo enemigo, de existir.
Alexei Yurchak nació en Leningrado, ahora —otra vez— San Petersburgo. La ciudad del Hermitage y la Casa de la Moneda, de Vladimir Nabokov y Joseph Brodsky, de Pedro el Grande y Vladimir Putin. Digamos que es oriundo de esa gran concentración de cultura y poder de la Rusia zarista, de la soviética y de la postsoviética. Es, asimismo, profesor en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde ha continuado sus pesquisas, siempre singulares, propias de un pensamiento que se niega a jugar con las cartas marcadas del binarismo al uso.
En esas indagaciones, Rusia y el mundo, Occidente y sus alrededores, son al mismo tiempo antagónicos y espejos mutuos. No son entidades separadas o compartimentos estancos, sino que están hiperconectados. Uno de sus estudios puede concentrarse en lo que ha dado de sí el Mausoleo de Lenin en términos históricos, estéticos, culturales, económicos, psicológicos o cotidianos. Un compendio de la iconografía mortuoria de la revolución y el comunismo, cruzado por la Guerra Fría, el arte contemporáneo, la ciencia forense, la terapia de choque neoliberal o la mafia rusa.
Otras veces, estas investigaciones tienen como objeto el mundo occidental de nuestros días. Para El ensayo empieza aquí (2021), la antología de Caniche Editorial que el Festival Gutun Zuria de Bilbao editó en medio de la pandemia, Yurchak aportó un texto sobre las parodias políticas y el populismo enfatizado por Donald Trump (aunque no solo él). Allí, aparte de ofrecer un documentado y original abanico de estas prácticas, o entenderlas como políticas jíbaras que crecen en los límites del liberalismo, enfatizó su desmarque del frentismo, de ese claroscuro que reduce los problemas a un western encaminado indefectiblemente a la batalla final entre las dos Rusias, las dos Españas, las dos Américas, el “conmigo o contra mí”, la muy contemporánea demolición de la ambigüedad en nuestras guerras culturales.
Desde luego, el mundo soviético no puede dejar de verse desde la perspectiva de la represión o el complejo entramado de vigilancia de unos seres sobre otros propios del sistema. “Pero centrarnos exclusivamente en ese aspecto no nos llevará muy lejos si queremos responder la pregunta sobre las paradojas internas de la vida bajo el socialismo”.
Desde esa premisa, Yurchak estudia tanto la vida cotidiana como los textos —muchas veces externos, muchas veces retrospectivos— que atendieron la vida comunista, dejando a un lado la bipolaridad de un sistema del Mal frente a un sistema del Bien representado por Occidente.
La experiencia soviética es, pues, un área —una zona— de la modernidad y al mismo tiempo de su crisis. Tal vez, la mitad de una pareja de baile que cayó primero, pero que al final conseguirá arrastrar a la otra parte consigo.
Por eso, la hipernormalización —un concepto fértil donde los haya— nos sirve para entender las crisis respectivas del comunismo, del capitalismo y de lo que hoy se ha dado en llamar mundo postdemocrático.
Una prueba fehaciente de que pensar es, siempre, pensar la paradoja.
Y todo ello a partir de una brillante capacidad arqueológica para excavar el pasado, una intuición sociológica para transitar el presente y un alto nivel de predicción para avistar el futuro. Un porvenir que también se nos anunció que era para siempre y que, cada día en el que avanzamos por él, no hacemos otra cosa que atisbar su mortalidad.