«Si solo hubiera transmitido un poco de pasión por la literatura y lo que puede significar para nuestra vida me daría por contentísima», responde Soledad Bianchi a la pregunta por el impacto de su trabajo como crítica literaria. Y con la misma convicción dice que lo suyo no es un «proyecto intelectual» cerrado y separado de su vida personal y política, sino el resultado de un cruce de lecturas, experiencias y prácticas, de amistades, derrotas y logros, movido, entre otros intereses, por pensar la polifonía de las escrituras de mujeres. Su inquieta y activa pluma se vierte en una textualidad con vocación pública que solo decide alejarse del aula ante el arribo de la universidad “privatizada”, individualista y competitiva de la posdictadura.
Por Romina Pistacchio y Gabriela Alburquenque
Fotos cortesía de Soledad Bianchi
Como constatamos en la primera parte de esta entrevista, Soledad Bianchi Laso ingresa al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile en 1965 para ser profesora de Castellano. Allí se enfrenta al campo de los estudios literarios y la crítica. Desde la rememoración de esos tiempos fuimos tejiendo los recuerdos de su paso por el Departamento de Estudios Humanísticos del barrio República, de su exilio, su trabajo en Araucaria y su regreso —junto a otros profesores exonerados— a la Facultad de Filosofía y Humanidades gracias a las gestiones de Lucía Invernizzi. Esta segunda sesión profundiza en aspectos de la consolidación de una voz enunciativa en su proyecto y de la constitución de un programa, así como en ciertas influencias y en su «bajo continuo», entendido como las voces, lecturas y trazos que (con)forman parte de su andamiaje teórico-crítico. El objetivo de estas indagaciones es exponer algunos núcleos que, en el ámbito intelectual, consolidaron su proceso de ingreso al campo literario (crítico y escritural) y al campo cultural chileno desde principios de los 80.
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Romina Pistacchio (RP): Me gustaría dejar este nuevo intercambio un poco a la suerte de la olla. Y también indagar en la relación y posición tuya con respecto al feminismo, porque una de las elucubraciones que hacemos sobre cómo las mujeres ingresan a la academia es que eso sucede en gran parte porque ya en los años 80 tienen un instrumento para introducirse, que es la teoría feminista. Allí la teoría funciona como un dispositivo de acceso cuyo entramado conceptual y metodológico facilita una legitimidad de estas «extranjeras» en la academia porque ya se genera un corpus, un tipo de relaciones entre un saber producido y un conocimiento demandado. Tú no entras al campo a través de ese vehículo, sin embargo, eres parte de la generación de muchas que entraron mediante la posibilidad que este abrió. En este sentido, nos preguntamos cuál es tu relación con ese instrumento.
Soledad Bianchi (SB): Es cierto eso que tú dices de la teoría feminista, pero eso es reciente aquí en Chile, no es de mi época de estudiante. Mi trayectoria es diferente porque yo ya había comenzado la carrera académica en el Departamento de Castellano del Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile antes del golpe. Estoy casi segura que en la Universidad de Concepción se fundó el primercentro de estudios de género[1] —no sé si ése era su nombre—, a mediados o fines de los 80. Me acuerdo que en 1987 para el Congreso Latinoamericano de Literatura Femenina estaban Ivette Valverde y Patricia Pinto, ambas de la Universidad de Concepción. Me parece que después vino el centro o departamento de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Sí, es verdad que la teoría feminista abrió esas puertas. Por mi parte, si bien yo uso elementos de ella, no hago análisis feministas como los haría Raquel Olea, quien sin duda es una de las críticas feministas más importantes de Chile, si no la principal. Por supuesto que mi corazón está con las feministas y apoyo lo que sea, pero para armar un método yo tomo de todos lados. La verdad es que la crítica feminista no ha sido un tema de estudio a fondo mío. Yo reconozco que eso es una carencia, pero bueno, uno tiene sus límites y sus tiempos.
Después del congreso de mujeres de 1987[2], por los departamentos de género que se inauguraban y porque ya había críticas mujeres que se manifestaban desde una voz de mujer, y se reconoció que había poetas y narradoras con escrituras novedosas e interesantes, se fue dando una posibilidad de hacer notar esta producción literaria, que era muy importante y que, si no hubiera sido por todas las críticas —entre las que me incluyo, porque estábamos muy cerca todas, nos juntábamos y discutíamos—, creo que esas escritoras no hubieran tenido el impacto que tuvieron, que tienen y que hoy nadie cuestiona. Ahora las cosas están bastante más equiparadas en el plano literario: hay un respeto y un reconocimiento a la escritura de mujeres en general. Por supuesto que de la escritura de mujeres, como de toda escritura, no se puede hablar en singular, pues son «las escrituras» en plural, porque hay muchas posibilidades y también malas escrituras. Yo creo que en un momento nosotras hicimos algo que fue muy necesario y político, que era separar a las mujeres del conjunto. A mí no me gusta separar, no me gusta eso de que si hay cinco hombres yo pongo cinco mujeres, pero en un momento donde las escrituras de mujeres eran casi secretas porque no se les consideraba o se desvalorizaban, era necesario rescatarlas y ponerlas solas en el centro, porque ya los hombres tenían su espacio. Y, bueno, después de todo ese trabajo político, a mi modo de ver, el campo varía por la incorporación de nuevas escrituras, de nuevas «voces».
Pienso que, en ese sentido, nosotros —la Raquel Olea, la Eugenia Brito, la Soledad Fariña, la Elvira Hernández, la Diamela Eltit, la Eliana Ortega y muchas más, incluso hasta podría mencionarse a Rodrigo Cánovas y a Jaime Lizama, y no creo que fueran los únicos hombres— hicimos un trabajo necesario. En el Congreso del 87 yo no fui organizadora, venía llegando del exilio, además quienes lo habían concebido habían participado de unos seminarios de estudio anteriores. Éramos bastantes. Yo al final me marginé porque el ambiente me resultaba muy desagradable por razones personales, por pugnas que había. No era yo la que peleaba ni peleaban conmigo, pero había una tensión ahí muy fea y muy fuerte, entonces a mí me desagradó mucho el ambiente. De sororidad no tenía nada y, bueno, me marginé de la organización. Luego se publicó el resultado del encuentro, pero antes, —se me figura que, incluso, pudo haber sido previa al congreso— apareció una revista, Lar, que sacaba Omar Lara, donde escribieron casi todas las organizadoras. Era muy interesante.
Yo, por supuesto, en la universidad enseñaba literaturas de mujeres. Me parece que hay escrituras fundamentales: por ejemplo, en el Libro de lectura(s) (2013), hay artículos sobre la poesía de Carmen Berenguer, de Soledad Fariña, de Malú Urriola. Cuando hice la selección de la antología Entre la lluvia y el arcoíris (1983) yo estaba lejos, en Francia, y dependía mucho de quienes respondían mi correspondencia. Es cierto que llegaba mucho material a la revista Araucaria y yo traté que el criterio de selección principal fuera la calidad literaria. Esto no quiere decir que hubiera solo una mujer, Bárbara Délano, que tenía calidad, pero desgraciadamente me llegó muy poco material de mujeres y, por ejemplo, a Cecilia Vicuña no la conocía o recién la conocía. En Chile no había conocido su obra antes de partir, porque los de la Tribu No eran muy marginales, no aparecían mucho. En La memoria: modelo para armar (1995), el libro de entrevistas que hice en torno a los grupos literarios, aparecen muy pocas mujeres. Una de las pocas era la Cecilia, junto a Coca Roccatagliata, compañera de ella en la Tribu No, pero, por ejemplo, creo que en el grupo Trilce no hubo ninguna mujer.
Sobre mi posición teórica o de análisis, yo no me definiría como una crítica feminista. Sin embargo, muchas veces me ponen en la colada. Lo que no me molesta nada y lo agradezco, pero de verdad no me considero una crítica feminista porque, como decía, yo no tengo conocimientos suficientes de teoría feminista para definirme como tal, como Kemy Oyarzún, Raquel Olea, Olga Grau o Eliana Ortega. Y esto, claro, no es ningún orgullo, pero como dicen ahora: es lo que hay.
RP: ¿Viste el encabezado que incluimos en una de las preguntas sobre el momento del «silencio feminista» que señala y describe Julieta Kirkwood para caracterizar el periodo entre la conquista de voto para las mujeres y la rearticulación del movimiento y el retorno del bullicio, a principios de los 80? ¿Qué te parece esa imagen que describe la posición de las voces de mujeres en el espacio público?
SB: Sí, me pareció superinteresante y me acordé de esa separación entre la «cháchara» y el silencio: históricamente, en la tradición se dice que a la mujer se le despreciaba porque hablaba mucho y hablaría, supuestamente, tonteras. Y, por otro lado, a la mujer muda se le valoraba, a veces, porque se suponía que era inteligente y que —en su reserva— estaba oyendo, escuchando y aprendiendo. En Roma la diosa hogareña del silencio era denominada Lara, Muta o Tácita, y su lengua fue cortada por Júpiter en castigo por hablar demasiado y no saber guardar secretos. Yo trabajé un poquito esto en un artículo que se llama “María Luisa Bombal o una difícil travesía: del amor mediocre al amor pasión”. Apareció en Atenea y lo recogí en mi libro Lecturas críticas, Lecturas posibles, que es sobre narrativa y que publicó la Universidad del Biobío en 2012. En La última niebla (1934) la personaje es silenciosa hasta cuando se enamora del hombre en la ciudad; después, sabemos que él tampoco habló (por eso, en ocasiones, se piensa que nunca existió y que ella solo lo imaginó). Acuérdense, en cambio, de la personaje de La amortajada (1938) que hablaba y hablaba y hablaba y después enmudecía; o, en otra ocasión, era tanta su fascinación y amor por su amante de juventud que no podía hablar. Hay diferencias entre los silencios, son distintos: unos, agresivos, otros, de vergüenza, etcétera. Me acuerdo que trabajé con un artículo mexicano buenísimo, “La fenomenología del silencio”, de Hilda Basulto, que apareció en la Revista Mexicana de Sociología 4 (1974). En Francia, cuando yo vivía allí, me invitaron una vez a un congreso sobre escritura de mujeres y elegí trabajar sobre la Bombal, que siempre me gustó mucho. Diría que ella y la Mistral eran, para mí, las dos “estrellas”. Y a propósito de esos supuestos dos tipos de mujeres, de otras imágenes caricaturescas y cómo influyen, me acordé, por ejemplo, que Roque Esteban Scarpa, que fue director de la Biblioteca Nacional, tituló Una mujer nada de tonta a un libro suyo sobre Gabriela Mistral. Es posible que esa sea una frase popular, no sé, pero, ¿cómo se atreve un autor, un profesor, a decir algo así? Claro, de inmediato uno piensa si se lo aplicaría a un hombre. Y hay tantos, tantos casos. Entonces, yo creo que nosotras hemos fluctuado entre ese silencio defensivo —en el sentido que nos sirve para defendernos— y un silencio que a veces es productivo; o sea, aunque no digamos nada en voz alta, a nosotros nos sirve para reflexionar en silencio, para decidir calladamente, para «cranear».
Yo les decía que en el Pedagógico, en casi todas las áreas, salvo en las científicas, la mayoría de las estudiantes éramos mujeres. Hay un videíto sobre Einstein que vi el otro día y dice: «Si Einstein hubiese sido mujer, seguramente la teoría de la relatividad la hubiera patentado un colega de su laboratorio”. La verdad es que yo no me acuerdo, por ejemplo, cuando concursé en la Chile si habría algún hombre postulando. Después, siendo ayudante me sentí un poquito, no diré marginada, pero como siempre dando examen, es decir, probando que uno podía escribir, podía saber, y que era responsable. Bueno, yo hice buena parte de mi formación afuera y en Francia la relación entre hombres y mujeres es muy distinta a la de Chile. Entonces allá no sentí que me marginaran como mujer; como extranjera, sin duda, o quizá se juntaban los dos factores. Entre los chilenos y latinoamericanos, sí, ahí notaba más la diferencia, porque los hombres te decían piropos y esas cosas, pero como yo ya había empezado esa carrera hace tanto tiempo, no sé. En fin, uno tenía que demostrar cosas que a los hombres no les pedían, ellos no tenían nada que probar.
RP: No, y de hecho muchas veces pasa en la academia que los hombres se pueden dar el lujo de no saber, de hacerse los que no saben o no les importa; para cada posición hay un personaje respetable y cool que los deja bien parados. Uno tiene que saber todo porque basta con el mínimo detalle para ser considerada insuficiente. Para nosotras no habría personaje posible.
SB: Claro. Me acuerdo que hace años, cuando enseñaba en la Chile, en un momento me “convertí” a la salsa pues tal como hay gente que se hace religiosa, yo me hice salsera y seguí no sé cuántos cursos, iba a bailar y qué sé yo. Me acuerdo que a ciertos colegas les chocó y comentaron.
RP: Mira, ¿porque era «poco literario»?
SB: Imagino que pensaron “¡qué frivolidad!, ¿cómo se dedica a estas cosas?”.
RP: ¿Y no se habrían leído Que viva la música (Andrés Caicedo, 1977)? Leyendo tu producción crítica, con Gabriela llegamos a la conclusión de que varios de tus textos son realmente fuentes muy importantes de conocimiento y saberes para la enseñanza de la literatura; por ejemplo, Entre la lluvia y el arcoíris (1983), en el que seleccionas, introduces y nombras una nueva generación de poetas; Poesía Chilena: (miradas – enfoques – apuntes) (1990); o La memoria: modelo para armar (1995) donde «dejas hablar» a los y las protagonistas de los colectivos literarios de los 60 y 70;también Lecturas críticas, lecturas posibles (2012). Todos ellos y otros son textos que no se adaptan a las formas de análisis tradicionales, al contrario, y por lo mismo, se constituyen en aproximaciones creativas y abiertas a los fenómenos que estudian, pero además hacen un aporte muy clave e importante a la historiografía en el análisis y en la construcción del canon de las literaturas chilenas. Nosotras, desde nuestra experiencia personal, podemos dar fe de esto. ¿Por qué crees que tus textos no se enseñan más frecuentemente en la academia? ¿Por qué no nos dan a leer libros tuyos considerando que no solamente son libros que organizan de una manera muy inteligente, muy lúcida y muy respetuosa la producción literaria y poética en Chile, sino que además dejan hablar a las propias creadoras y creadores? Nos llama la atención porque, evidentemente, Soledad Bianchi se conoce, pero no se «reconoce». ¿Qué pasa ahí? Queríamos preguntarte qué pensabas tú, si lo habías percibido o no, si ha sido un problema o si te habrías dado alguna explicación.
SB: No tengo idea de los programas y si me estudian o no, la verdad. Tal vez me voy a contradecir, pero puede ser que algunos colegas sean machistas. También puede haber un prejuicio ideológico. Supongo que la cercanía que tengo con muchos de mis exalumnos algo significa. Y también el contacto que tengo con alumnos actuales y con escritores de Santiago y de regiones. Si solo hubiera transmitido un poco de pasión por la literatura y lo que puede significar para nuestra vida y para nosotros, humanos, me daría por contentísima. Las clasificaciones, terminachos de especialidad, etcétera, tal vez pueden ser necesarios en algún momento de los estudios, pero lo que realmente importa es cómo nos concebimos y enfrentamos nuestro mundo. Y nadie puede discutir que la literatura, la lectura, el arte entregan herramientas para eso.
Cambio algo de perspectiva y trato de responder sobre la gotita aportada a un quehacer muy colectivo. Pongo una imagen: hay que ver cuando en el mar, en la noche, se ve un barquito por allá, una lucecita, y de repente hay doscientas luces juntas. Así empezamos nosotras. Yo hablo de «nosotras», pero eso es injusto, porque mucho antes que nosotras hubo muchas críticas y literatas mujeres. Gabriela Mistral escribía crítica también, y antes hubo otras. Entonces, todas ellas fueron armando y haciendo camino. Tengo un artículo sobre escritura de mujeres que me pidieron para un congreso sobre redemocratización en Chile, realizado en Maryland. La mesa se llamaba “Hacia la incorporación de los márgenes”, y yo hice una serie de cuestionamientos y (me) pregunté qué es margen, quién lo nombra así, desde dónde puede reconocerse un margen, etcétera, y, con posterioridad, elaboré un panorama e intento de análisis de las escrituras de algunas mujeres chilenas, poetas y narradoras, principalmente contemporáneas.
Entonces, lo que decía de las lucecitas: había un movimiento por el camino, era una persona, después desaparecía, y cuando se veía otra por allá siempre se le consideraba la primera. En Chile eso se hace en muchos ámbitos, siempre estamos naciendo desde cero, como que no hubiera un pasado, una trayectoria, una genealogía, y por supuesto que las hay. Entonces, en el momento que yo digo “congreso de literatura de mujeres”, realizado cerca del término de la dictadura, ya éramos un grupo, no era una persona a la que le podían poner la pata encima cincuenta críticos hombres. Éramos varias y distintas voces, eso es lo interesante, eso es lo que a mí siempre me interesa y, por supuesto, como ya dije: rescatar la diversidad en la escritura de mujeres. Una de las preocupaciones mías siempre, en toda la crítica que he hecho y en todo mi quehacer, es poner el énfasis en la variedad; por eso yo me manifestaba en contra de ese discurso único o muy sesgado de los críticos que inventaron lo que llamaron «neovanguardia». A mi modo de ver, es poco democrático no reconocer que además del artista que te interesa más por su hacer hay otros. Claro, con posterioridad a reconocerlo y dejarlo en claro, estudias a la escritora o artista que “te diga más”.
Me hacen una pregunta muy interesante: ¿cuándo visualizo el momento de la consolidación de mi proyecto intelectual? ¿Cómo se habría originado y cómo se ha movilizado a través de mi trayectoria? La verdad, yo no sé si está consolidado, porque una misma y su pensar siempre está en movimiento, ligando cosas y aprendiendo, sea de libros, sea de la realidad, ¿no? Entonces, yo pienso que a mi proyecto intelectual —nombre que puede parecer un poco rimbombante— nunca lo he visto distinto ni desligado de mi proyecto político ni de mi persona; soy todo eso, “todo mezclado”, como dice un poema[3] de Nicolás Guillén. Lo que yo soy políticamente lo trato de expresar en mis textos, y no puedo separarlo de mí porque no se trata de imaginar que desde las 5 a las 7 de la tarde yo soy política y voy a militar, o a marchar a la Plaza de la Dignidad, y antes hago clases de otra cosa que no tiene nada que ver. Yo creo que el ideal y lo interesante es que yo hubiese podido encontrar esa unión; ese es mi propósito, por lo menos. Tal como otro de mis objetivos es tratar de llegar al máximo de gente, ojalá no solo estudiantes de Literatura.
Ustedes me decían por qué no estoy yo en los estudios y lecturas de los estudiantes. Sin duda es porque son opciones de los distintos profes. Es posible que, al comienzo, no haya habido confianza porque yo me salgo un poquito de la norma, creo, porque uso un lenguaje más cotidiano, tal vez no uso tanto terminacho. Creo que en un primer momento los críticos hombres un poco mayores deben haber sospechado de nosotras, las mujeres y, para qué decir, de las críticas feministas. Por lo demás, creo que los textos se van imponiendo solos, tienen su ritmo, van circulando por su cuenta.
A mí me contaron una historia increíble que todavía me cuesta creer. Conocí a una chiquilla que estudiaba música. Estábamos en la casa de su pololo y ambos eran apasionados de la poesía, tanto que él tenía un tatuaje con ese monito horrible, como un triángulo con patas, con poemas de Nicanor Parra. Me empezaron a preguntar qué leía yo y qué opinaba de tal o de cuál, entonces yo les dije “traten de leer una antología”, y la chiquilla me dijo “yo tengo una antología en la casa, voy a ver cuál es y te cuento”. Ella vivía en Valparaíso. Después me escribe y me manda una foto: era Entre la lluvia y el arcoíris, y me dice “me la regaló un señor en la calle”. Me explicó que era un mendigo que andaba con un carrito y se pusieron a hablar. Esta muchacha es muy linda, y dice que él le dijo “yo me doy cuenta que te gusta la poesía, te voy a regalar un libro que a mí me importa mucho”, y le pasó Entre la lluvia. Tengo ahí la carta y todo lo que me mandó ella porque es realmente increíble.
A veces pasan cosas. Me acuerdo una vez, cuando yo estaba en Francia, que hubo un encuentro sobre literatura chilena en Frankfurt y yo fui invitada. Era pura gente del exilio, creo que estaban Fernando Alegría, Jaime Valdivieso y muchos más. En un momento de descanso salimos y se acercan dos compañeras que yo no conocía y saludan a la persona con la que yo estaba, que no recuerdo quién era. Entonces, una le dice: “¿cómo estás —pongámosle—, Rosa?”; “bien y tú”, responde. Entonces, llega a mí y me dice: “a ti no te pregunto. Sé que estás bien porque te leo”. Yo escribía en Araucaria en esa época. Me asusté porque se me hizo evidente la responsabilidad que se tiene al escribir. En ese tiempo, yo estaba llena de dudas políticas porque estaba a punto de marginarme del Partido Comunista, donde militaba, y claro, ella no tenía por qué saber que yo no estaba bien. Sin duda, me gustaría poder manifestar y expresar en mis escritos algo de lo que soy. Por ejemplo, me gusta la música popular y la incorporo cuando puedo y creo que viene el caso, porque son también mis saberes y porque es parte de mí. Antes, al escribir en tercera persona, era más difícil permitirse esas licencias.
Yo puedo pensar “quiero que en mis escritos se entienda la situación que estamos viviendo en Chile”. A lo mejor ese es mi propósito, pero puede que no lo logre. Entonces creo que en mi trabajo como crítica literaria o cultural uno va dando pasos, a veces uno detrás de otro, o uno más adelante que otro, más corto o más largo, pero también con tropezones, con curvas, no es algo recto ni unívoco porque, a mi modo de ver, hay que tratar de complejizarlo todo y preguntarse y preguntarse y preguntarse. Eso nos lleva a ser más consecuentes: el hecho de preguntarse y tratar de ser y de expresar lo que uno piensa, lo que uno siente, lo que uno quiere en todos los aspectos (socialmente o no).
RP: ¿Cómo llegaste a tu proyecto? ¿Cómo te lo imaginaste?Tenemos una duda que aparece de nuestra lectura de La memoria: modelo para armar sobre la crítica que haces acerca de los y las neovanguardistas que tienen como «soporte de certificación» a críticas y críticos que les construyen, digamos, teóricamente sus obras. Coincidimos con esa apreciación pensando en que esa formación dentro del campo cultural chileno de alguna manera obtuvo la hegemonía, consagró su discurso y han sido su fórmula y sus vocabularios los que se han legitimado y convertido en el sentido común de la crítica literaria y de arte. Sostenida también, evidentemente, en el predominio de los discursos ‘globalizados’ del posmodernismo y la deconstrucción, que no eran nuevos pero tuvieron un auge muy importante justamente iniciada la postdictadura. ¿Qué piensas de que ese discurso haya ganado la hegemonía? ¿Por qué habrá sucedido? ¿Cuáles son sus consecuencias?
SB: No es que un día me senté y dije “este es mi proyecto intelectual”, sino que se ha ido armando a medida que uno va caminando: estudiando, reflexionando, haciendo, viviendo; sintiendo tristezas, derrotas, logros; con lecturas, sentimientos, emociones, amistades, y mil «componentes» más. Claro, uno tiene ciertos ejes que le importan y se van volviendo centrales, pero el proyecto se va modelando con el tiempo, porque siempre van a entrar nuevos conceptos, nuevas miradas, nuevas comprensiones. Me interesa que no se crea que digo “ya, mi proyecto intelectual es este y yo actúo”, sino que es algo que voy construyendo, amalgamando, con elecciones y con rechazos, día a día, por no decir minuto a minuto.
Respecto a la neovanguardia, creo que hay varios aspectos. Durante la dictadura hubo mucha gente que tuvo que salir al exilio, que estuvo presa, que no podía expresarse. Entonces, de cierto modo, hay un aprovechar o apropiarse de ese silencio, y eso se volcó en realizaciones importantes y algunas fueron muy interesantes. El hecho de que un grupo artístico tenga sus críticos no es nuevo, yo entiendo que en Estados Unidos y en Europa es algo más o menos frecuente, aquí no se había dado. Yo les decía antes que a mí lo que me interesa es rescatar la diversidad, por lo tanto, yo digo, por ejemplo, qué poetas escriben en esta época y a mí me pueden interesar, interesar menos o no interesarme, pero de una u otra manera constato su existencia.
A mí me han criticado algunas amigas, algunas compañeras, diciéndome que yo hacía demasiados panoramas. Creo que es verdad en algunos casos. Pienso que en parte por haber estado y escrito en el exilio me parecía necesario dar una visión más o menos general y decir “existen estas, estos y estos”. Espero y creo que no todo lo que he escrito es panorámico. Entonces, por ejemplo, a alguien no le interesa la poesía lárica y le interesa la poesía neovanguardista, pero no tiene por qué decir “lo único que existe es la neovanguardista”, eso es lo que yo critico. Prefiero decir «existe la lárica, la neovanguardista, la urbana», etcétera, y estudio la que más me interesa, pero reconozco que existen las otras, sin cercenar el campo, sin imaginar ser los iniciadores absolutos y sin autoritarismos de imponer una norma.
Les cuento un caso que conozco bien de cerca: Guillermo Núñez, que es mi marido, es pintor, y él en el año 1975 hizo una exposición en el Instituto Chileno-Francés donde entre otras obras había una corbata con el nudo hecho y colocada al revés; una imagen de Violeta Parra encerrada dentro de una bolsita como de red plástica (de esas donde vienen algunos productos del supermercado); jaulas —de verdad, no pintadas— con objetos en el interior; y reproducciones del Guernica, de La libertad guiando al pueblo, de Los fusilamientos del 3 de Mayo bajo el título “Cuadros de Guillermo Núñez atribuidos a otros pintores”. Yo critico que esa muestra no se haya reconocido como un antecedente porque evidentemente esas son de las primeras obras conceptuales realizadas aquí en dictadura. Por lo demás, la exposición duró solo unas horas: se inauguró un día a las siete de la tarde y a las diez de la mañana del día siguiente llegó la DINA y la cerró y a Guillermo lo tomaron preso. Después de varios meses detenido fue expulsado de Chile por ser considerado “peligroso para la seguridad nacional” y le dieron un pasaporte que decía “válido solo para salir del país”. ¡Y todo por la exposición! ¿Significará esto que la inteligencia militar fue más perspicaz y supieron “leer” mejor que los críticos de arte?
¿Habrán leído, ustedes, una nota que hay en Márgenes e instituciones, uno de los primeros libros de Nelly Richard? Allí se refiere a la pintura política en tiempos de la UP y la rechaza pues no la considera interesante, porque la identifica con el realismo socialista, lo que es un error absoluto. Además da varios nombres de artistas visuales, lo que en ese momento podía ser fregado. Entonces, hay que tener mucho cuidado con la responsabilidad de lo que se dice.
Me preguntaron antes quiénes eran importantes para mí. Beatriz Sarlo fue fundamental, conocí algunos de sus textos cuando yo estaba en Europa y me fascinó el modo en cómo se acercaba a la obra literaria y la analizaba. Ángel Rama también, entre tantos latinoamericanos; Pedro Henríquez Ureña, Emir Rodríguez Monegal (a quien poco menos que desprecié en otros tiempos por razones políticas, pero que hoy considero un muy buen crítico), Jaime Concha (para mí, sin duda el mejor crítico literario chileno de toda una época). No sé si ustedes leyeron un artículo mío (“Me gustan los diccionarios…”) que aparece en el mismo número de Letras en Línea, de laUniversidad Alberto Hurtado, donde me hacen una entrevista. Podría decirse que no es mío porque son puros fragmentos. Yo elijo muchos trozos de artículos y libros de muy diversos autores: George Steiner, Julieta Kirkwood, Benjamin, Beatriz Sarlo, etcétera. Mezclo fragmentos de otros con momentos de mi formación como crítica y relato que, hace unos años, me pidieron un artículo sobre las emociones y decidí referirme a un libro de poemas de Malucha Pinto, la actriz, que se llama Cartas a Tomás. Él es su hijo y tiene una enfermedad neurológica gravísima: no habla, no camina. Ahora él tendrá algo más de 30. Ella escribió este poemario cuya escritura dejaba harto que desear, pero como tuvo tanto éxito hizo un monólogo basándose en las mismas “cartas” y, con posterioridad, una obra de teatro. A mí no me gustó el gesto, me pareció muy típico de la “sociedad del espectáculo”. Y en el artículo “Emociones y bestsellers»[4]digo algo así como “¿qué puede decirnos esta mater dolorosa?”. Pero ahora me pregunto, y con mucha vergüenza, ¿con qué derecho yo hablo así de una persona a la que tal vez escribir le pudo haber servido como la mejor terapia del mundo? A mí me choca que hagan públicas situaciones y sentimientos tan íntimos, tan personales, pero esa soy yo y no le puedo (ni debo) imponer mi modo de ser, de pensar, de actuar, al resto del mundo. ¿Con qué derecho yo me atrevía a criticar a Malucha Pinto? Con posterioridad pensé “yo soy crítica literaria, pero estos libros, ¿serán literatura o serán autoayuda?». Es posible que alguien le haya sugerido “escriba un libro, señora”, porque a mucha gente que vive situaciones difíciles les recomiendan escribir, pero por lo general esos escritos tienen otros valores que los literarios. El problema es que el mercado mete su cola ilimitada y ponzoñosa, y burla al público-lector con excelentes campañas de mercadeo; y pueden convencer que la chatarra es oro y un libro de autoayuda una obra literaria imprescindible.
¿Se fijan que hay montones de aspectos y niveles? En algunos puedo meterme, pero en esos más personales uno no tiene derecho. Claro que cuando los presentan como literatura podemos equivocarnos. ¿Cómo vas a comparar la poesía producida en un taller de literatura para muchachos que fueron drogadictos y escriben por primera vez con los resultados de otro que es de estudiantes de los últimos niveles de Literatura de la Universidad de Chile? No es que los primeros no puedan ser buenos poetas, incluso pueden ser mejores que los otros, pero hay que acercarse a cada producción de modo diferente, y en ningún caso me refiero a una actitud indulgente o paternalista, sino a que yo no podría (¿o no debería?) usar la misma “vara de medir” si leo o analizo un libro o un poema de Neruda que uno de un o una principiante. Algo similar sucedía con la poesía política producida en las cárceles, por ejemplo: por lo general (y digo: “por lo general” porque hay excepciones extraordinarias: Mauricio Redolés, Jorge Montealegre, Aristóteles España, y varios más) valía más como testimonio que como escritura y en algún momento hubo que decirlo, pero hay ocasiones en que uno peca de no saber en qué nivel está o con qué antecedentes o realidades te enfrentas, y puedes ser injusta o parecer clasista y/o elitista. Yo viví una situación así en un centro penitenciario para mujeres donde había presas políticas. Poco después de que llegué del exilio, Mónica Echeverría me pidió presentar dos otres poemarios escritos por presas políticas muy jóvenes. Yo me negué, pero la Mónica era incansable y me insistió e insistió hasta que acepté. Reconozco que me equivoqué medio a medio porque en lugar de tomar estos libros como los testimonios que eran y pensar en cuánto les podía haber liberado el hecho de escribir, me asumí como estricta especialista y los enfoqué como si fueran escritos por poetas con trayectoria, y les daba consejos: que leyeran. ¡Imagínense cómo fue la recepción de sus familiares! Y tenían toda la razón de oponerse a que yo fuera tan principista, tan insensible y tan desubicada.
RP: Así vas construyendo tu propia ética/estética/política; tu proyecto se va construyendo a partir de esos ejes que seleccionas y organizas a partir de la experiencia de ir leyendo/escribiendo/interviniendo en el campo.
SB: Esa es la responsabilidad que uno tiene. Ustedes me dicen “a ti no te estudian en el curso de poesía 104”. Qué sé yo, tal vez. Pero si la historia que me contó esa muchacha es verdad, mi trabajo llegó a ese señor que era mendigo…
RP: Me parece interesante que a raíz de nuestro diálogo sobre la influencia del programa de la neovanguardia en Chile desplaces tu reflexión hacia la problemática de lo que denominas “los niveles” de la producción. ¿Estableces alguna analogía entre las prácticas críticas que han leído la neovanguardia y la indiferenciación de esos niveles?
SB: Claro, justamente es lo contrario de reconocer la diversidad, de rescatar la diferencia. Si comparas la pintura de la Brigada Ramona Parra con la de Enrique Zañartu o Irarrázaval, incluso con la de Roser Bru (y no menciono a Matta porque trabajó junto a las brigadas), te enfrentas a realidades, resultados y objetivos distintos, y pienso que no debes usar las mismas categorías para aproximarte a cada una para analizarlas. Y les aseguro que no es simplificación ni actitud “perdonavidas”. Creo que cada obra «pide» su modo de abordarla; yo no puedo decir a priori, sin conocer, “voy a analizar la ciudad en esta novela de temática campesina” y termino encontrando que esa novela es pésima porque no habla de la ciudad: ¡no!, ¡no puede ser! Es la novela o el escrito que sea el que me tiene que «hablar» a mí primero, y yo tengo que pensar cómo me acerco, con qué “instrumentos”, sin forzar ni transformar a mi amaño. También se da al revés: obras que no se sostienen algunos críticos las transforman y les otorgan cierto nivel. Esto me despierta sospechas y puedo llegar a preguntarme si son amigos del autor o autora.
La neovanguardia se preocupó de una parte del campo cultural —en la que actuaban ellos— como si fuera la totalidad. Yo puedo decir “esto existe y es muy bueno”, pero no puedo afirmar que es lo único si no lo es. Entonces si tú vienes de otra parte y lees eso crees que hay una homogeneidad, que no hay otras expresiones. Esa es mi crítica.
RP: Quizás lo más problemático de decir “eso es lo único” es que precisamente se hace en nombre de la polifonía. La narrativa sobre esa estética habla de estas obras enfrentadas a la dictadura, que es el monólogo por antonomasia, en tanto la contradicen porque son polifónicas o abiertas y por ello la resisten.
SB: Willy Thayer, profesor de filosofía de la Universidad Metropolitana, escribió un artículo bien crítico sobre eso, sobre la universidad.
Hace un rato hablabas del posmodernismo. Uno de los méritos de la Revista de Crítica Cultural es que «difunde» el posmodernismo en Chile (en Santiago, por lo menos). Claro que hoy el posmodernismo pareciera no tener mayor importancia. Lo que pasa, y ustedes lo saben bien, es que a veces hay una tendencia de seguir modas. En Estados Unidos cada cierto tiempo se imponen ciertos aparatajes teóricos y analíticos entre los profesores e investigadores de las universidades que lueguito cambian, dejando “heridos” en el camino porque quienes adhirieron a la última «ola» se pelean con los anteriores y posteriores. ¿Te acuerdas cuando todo se tenía que estudiar a partir de la nación o en relación con ella? En fin, todo elemento se puede transformar en una moda que exige enfocar desde cierta perspectiva, generalmente muy cambiante y que pronto se olvidan. Me acuerdo que cuando fui a enseñar a Maryland había una colega que trabajaba sobre la basura, porque esa era la perspectiva del momento. Es como ahora que le conceden poca importancia a la literatura en sí por la primacía de los «estudios culturales» y muchas veces la «usan» solo para ejemplificar, sin considerar sus rasgos propiamente literarios.
RP: Cuando empezamos esta serie de entrevistas hiciste la salvedad de que creías que tú no eras teórica, que te considerabas una «trabajadora cultural» y que en Chile era muy probable que no hubiera filósofos ni filósofas, y que teóricos y teóricas tampoco. Tú haces una declaración que a mí me parece fundamental, porque en varios momentos de mi corta carrera me ha ofuscado mucho el hecho de que la teoría «se aplica» a las textualidades como jaulas que no solo las encierran, sino que las hacen decir cosas que no necesariamente dicen o expresan. Lo mismo muchas veces sucede con la forma en que nosotras como críticas hablamos de nuestros objetos.
SB: Efectivamente, yo no creo que ser profesor de filosofía sea sinónimo de filósofo, tampoco por leer o enseñar teoría se va a ser teórico. Tampoco creo que haya que dar vuelta el idioma ni inventar nuevas sintaxis, pues el español es bastante rico. Hay quienes dicen, en cambio, que el lenguaje más fluido y directo es propio de los medios de comunicación.
RP: Escuché a Raúl Zurita decir alguna vez, respecto a los usos del lenguaje en la dictadura, que el lenguaje de los y las poetas había sido modificado voluntariamente y ser críptico porque no era posible decir, y uno tenía que «hacer tontos» a los milicos para que no le censuraran los libros.
SB: Pero si lees la poesía de José Ángel Cuevas no tiene nada de críptico, y no es simplista ni simplifica. Él escribía en esa misma época y publicó sus libros en esos años, y es un excelente y profundo poeta. Para mí lo interesante es que Zurita y Cuevas coexistan, eso enriquece el campo cultural.
RP: Es muy importante esto de no ningunear otros tipos de uso del lenguaje, pues a veces esa operación recae en una autoexotización de la práctica. Pero tengo curiosidad de tu recelo con la teoría.
SB: Para mí una teoría tiene que ser algo creativo, una visión abarcadora que permita enfocar y mirar nuestra realidad con nuevas perspectivas y percibirla de otro modo. De las personas que conozco en nuestra disciplina no veo quién podría ser teórico o teórica. En el caso de la filosofía podría ser distinto: pienso en Roberto Torretti en filosofía de la ciencia, que dicen que ha hecho aportes teóricos. Hay una diferencia entre leer, estudiar, enseñar o difundir filosofía y ser filósofo. Recuerda que Patricio Marchant decía que la filosofía de América Latina estaba en la poesía, y es cierto que con ella —y por ella— puedes ver y acercarte al mundo de otros modos, con miradas nuevas y diferentes.
Yo leo, estudio y sé algo de teoría o algunas teorías, porque las teorías son infinitas también, pero yo armo mi propia “caja de herramientas”, mi método. Me acerco a una obra con un método que va variando, pero es un método, no una teoría. Quizá Julieta Kirkwood fue más teórica; ella inventó el considerar los «nudos», por ejemplo, que yo veo un poco relacionados con los quipus, con el rizoma. Julieta Kirkwood es muy interesante porque ella se cuestiona cómo incorporar los sentimientos en el texto. Yo cito dos o tres párrafos de ella en esa charla que di en la Universidad Alberto Hurtado, que apareció en letrasenlinea.cl. Julieta se preguntaba: ¿cómo enfoco yo la realidad con la que me estoy encontrando y que no está dicha? Tal vez eso es una teoría, una armazón. Teóricos hay pocos aquí, me parece. Julieta podría ser, pero desgraciadamente murió joven, temprano, y habría que mirar para otros lados, otras áreas. Yo no sé si Gabriel Salazar sea teórico, otra cosa es aplicar categorías, aunque sea a campos nuevos. Yo por lo menos soy heterogénea y mezclo cosas.
RP: Pienso también en que quizás estamos enfrascadas en el concepto tradicional moderno y metropolitano de teoría. Ahora, si no es moderna, la teoría deja de serlo porque no es otra cosa que expresión y efecto de esa modernidad. Pero a lo que me refiero también es al impulso de la creación de objetos, a la construcción de operaciones para dar cuenta de ellos, el gesto de crear categorías, establecer periodizaciones, constituir problemas de estudios. Quizás hoy una teoría sea precisamente la que cruza y aglutina categorías que vienen de otros lados. Me parece que —y no quiero decir que es posmoderna, porque está muy cargada esa palabra— viene después de la norma moderna que tendió a la homogeneización, que es a lo que llega Antonio Conejo Polar con su concepto de la heterogeneidad, incluso con el de migrancia. Entonces percibo que puedes ser un poco injusta contigo misma al decir que no eres teórica porque no haces lo que la teoría tradicional ha hecho para constituirse como tal. Probablemente estás creando otra forma de hacer teoría y de constituirte como una trabajadora cultural. En definitiva, la teoría está hecha para iluminar un objeto, descubrir, diseccionar, mirar y dejar hablar. Y creo estás cumpliendo con esa labor, solo que no en la forma en que se nos enseñó o en esta epistemología que constituyó qué era la teoría.
SB: Y sigo pensando sobre el asunto de los teóricos y la teoría: ¿quién podría ser teórico? ¿Jameson?, ¿Bloom?, ¿Josefina Ludmer?, ¿Raúl Ruiz?, ¿Martín Cerda? Walter Benjamin, sin duda. ¿Te fijas que son armazones amplias, pero no cerradas, que interpretan, que te ayudan a dar luces sobre algo, a mirar de distinta manera, que rompen con la monotonía, con lo ya dicho, con el camino marcado? Yo considero que elaborar una teoría son palabras mayores. En ese sentido, lo mío es más hilachento, más desordenado. Un collage, quizá. Son miradas, no es un universo, ¡ojalá fuera una constelación! (para usar el término de Benjamin).
RP: ¿Por qué dejaste la academia? ¿Lo decidiste? ¿Querías dedicarte a escribir?
SB: Sí, yo quería dedicarme a estudiar, a escribir lo que yo quería. Teníamos harta libertad para hacer cursos, pero hacer clases toma mucho tiempo. Pero yo fundamentalmente me fui porque había conocido una universidad (antes no se decía academia tampoco) y un modo de trabajar, incluso un modo de ser intelectual totalmente distinto. Nosotros en el Departamento de Castellano del Pedagógico colaborábamos, nos ayudábamos unos a otros, compartíamos conocimientos: tú preguntabas, yo te ayudaba. Y cuando yo llegué después, en 1990-1991, la universidad era totalmente lo contrario. La gente que entró en la dictadura, de derecha, creyó que le íbamos a quitar los puestos, y nosotros —yo, por lo menos—, tenía miedo de que nos agredieran, verbalmente. Y los cambios que se dieron en la universidad no eran cosa de política contingente, eran por un modo de ser y convivir diferente porque la sociedad había cambiado y, por lo tanto, la universidad también. Claro se había “privatizado” y cada uno era una isla, y el individualismo y la competencia hacían que a nadie —casi nadie, para no ser tan drástica— le interesara lo que hacía el colega del lado. Entonces yo encontré que no me enriquecía mucho. Con los que discutía asuntos culturales o universitarios eran mis amigos y nos íbamos a seguir viendo, y pocos estaban ya en la universidad.
RP: Regresaste a Chile en 1987 y te reincorporaron a la Universidad de Chile en 1990. ¿Saliste de la academia desde la Chile?
SB: Desde la Chile; yo siempre estuve en la Universidad de Chile: estudié, fui ayudante como seis años y hasta el golpe hice clases, al mismo tiempo que en la Chile, en la Universidad Católica de Valparaíso, desde donde también me exoneraron. Cuando llegué del exilio fui durante un tiempo profesora en el ARCIS, que en ese tiempo era instituto. Mi universidad es la Universidad de Chile: estudié ahí, enseñé ahí, me echaron y pude regresar. Y jubilé en 2005 por las razones que te decía antes. Para mí la universidad es diálogo y yo no lo encontraba allí con facilidad. Si hasta en el exilio mi referente fue siempre la Universidad de Chile. Más de alguna vez, me pillé diciendo “voy al Pedagógico” cuando iba a hacer clases a la Universidad de París 13, Villetaneuse.
[1] Este dato, muy importante, no ha podido ser corroborado. Es muy probable que, por la fecha, este haya sido más bien un centro de estudios de/sobre la mujer.
[2] Se refiere al Congreso Internacional de Literatura Femenina inaugurado el lunes 17 de agosto de 1987.
[3] Se refiere al poema “Son número 6” que aparece en el libro de poemas El son entero de 1947.
[4] En Anales de la literatura chilena no. 2 (2001): 235-345.