Atenta a las transformaciones que se producían a finales de la década de los 70 y al impacto que el feminismo tuvo en la crisis de la familia patriarcal, la reconocida pensadora italiana Leopoldina Fortunati escribía y observaba cómo, desde la tradición marxista, existía un continuo menosprecio hacia el trabajo de reproducción, delegado históricamente a las mujeres. Considerado una de las mayores obras en el estudio de la reproducción social, El arcano de la reproducción —reeditado por la editorial chilena Tiempo Robado y presentando por la investigadora Soledad Rojas— pone en tensión las categorías más fundamentales del marxismo desde una perspectiva feminista y anticapitalista.
Por Soledad Rojas
Junto a Tiempo Robado estamos terminando la traducción de un libro sobre la militancia del salario para el trabajo doméstico en la década del setenta, un periodo en el que se respira mucho del espíritu que tiene el libro que presentamos hoy día. Quizás por eso mi primera reacción ante la propuesta de escribir este comentario fue pensar en un arco temporal.
Entonces apareció 1981, y me di cuenta de que el mismo año en que se publicó El arcano de la reproducción, en Chile entraba en vigencia la famosa Constitución de Pinochet. Esa misma Constitución que nos rige hasta el día de hoy, y que exactamente cuarenta años después, justo cuando la traducción del Arcano se edita en Chile, esa Constitución va a caer.
Si menciono estas fechas por supuesto no es para adjudicarle algún sentido oculto a esa coincidencia. Me sirve más bien para poner en primer plano la importancia de este período para la historia de las mujeres en Chile, e intentar pensar cómo los fenómenos locales pueden ser leídos a la luz de la reflexión teórica que nos propone Fortunati.
En honor al tiempo y a las ganas que tenemos de seguir conversando con la autora, me voy a detener solo en tres puntos.
Primero.
Pienso en la dictadura chilena y en la singular configuración que forjó entre el aparato represivo, la instalación del modelo económico y los grandes esfuerzos por construir un sentido común, una subjetividad, una sensibilidad capaz de soportar, incluso de apoyar, la renovación prometida por el régimen.
Se trata de una renovación que encontró uno de sus pilares fundamentales en la estructura tradicional de la familia nuclear, una estructura que durante la década del ochenta se vio significativamente debilitada producto de la crisis económica que atravesaba el país.
En efecto, la masiva precarización del mercado laboral erosionaba la función de provisión económica asumida por los varones, y esto se traducía en una fuerte sobrecarga para los roles asignados a las mujeres. Entonces sus labores domésticas se complejizaron, en medio de los malabares económicos para llegar a fin de mes, la disposición afectiva para contener la frustración masculina y la resistencia ante las situaciones de violencia que esa frustración generaba.
Organizaciones emblemáticas del régimen como los centros de madres dirigidos por la mismísima Lucía Hiriart de Pinochet desarrollaron una serie de estrategias orientadas a cooptar esa sobrecarga.
La institucionalizaron a través de capacitaciones en oficios entendidos como “femeninos”, que permitieran a las mujeres generar ingresos sin descuidar sus tareas dentro del hogar. La institucionalizaron a través de talleres de orientación matrimonial y economía doméstica que les ayudaran a regular los conflictos dentro del grupo familiar. La institucionalizaron al defender la idea de que el aporte económico femenino era un “complemento” al salario masculino, aun si las mujeres muchas veces ganaban más que los hombres.
En definitiva, la naturalización y devaluación del “trabajo doméstico”, la dependencia salarial de las mujeres y la división sexual del trabajo estaban a la base de ese lema que resonó con fuerza durante el periodo dictatorial, y es que el trabajo de las mujeres debía ser siempre “por amor”, a la familia o a la patria, pero siempre por amor. Un intento de vaciamiento de la dimensión económica de las tareas de reproducción, que gracias al libro de Fortunati podemos entender como la “macabra fachada de la explotación”.
Segundo.
Pienso en las dificultades para definir la llamada “transición democrática”, teniendo en cuenta la imposición simultánea del liberalismo económico y el conservadurismo cultural instaurados durante la dictadura, actualizados y reinterpretados por los gobiernos democráticos que la han sucedido.
Desde la década del ochenta, los colectivos feministas venían planteando la necesidad de una transformación de las estructuras que habían subordinado a las mujeres, no sólo en el ámbito público sino también en el espacio doméstico.
«Democracia en el país y en la casa», exigían, plantándose contra la dictadura y también contra su propio bloque político que las acusaba de querer dividir a la clase obrera. De esto también nos ha hablado Fortunati: de la necesidad de llevar la lucha y la teoría más allá de los límites de lo posible cuando lo que está en juego es una revolución de la vida cotidiana, un mundo más libre de los estrechos márgenes del patriarcado y el capital.
Pero aún en democracia, en Chile, el trabajo de reproducción seguía siendo visto como un trabajo improductivo mientras que se asentaba la ilusión de la liberación de las mujeres por medio del trabajo remunerado.
En base a esta perspectiva, los programas impulsados por la institucionalidad democrática, se apoyaron en una vacía categoría de “género” para reponer el foco en la capacitación de las mujeres, esta vez con la novedad de privilegiar aquello que llamaron “autonomía económica”, “empoderamiento” o “posibilidades de plena incorporación al mercado laboral”.
Se trataba de iniciativas que reorganizaron las formas productivas precedentes sin alterar las lógicas de distribución, perpetuando así las jerarquías entre hombres y mujeres, y generando otras tantas entre las mismas mujeres, toda vez que las tareas domésticas y de cuidado tuvieron que ser repartidas entre ellas. En otras palabras, la adhesión desde el Estado posdictatorial a la “perspectiva de género” no sirvió tanto para cambiar los fundamentos de las relaciones sociales como para incorporar la mano de obra femenina al sistema productivo.
Tercero.
Pienso en la huelga feminista de 2019. En el movimiento que irrumpía en nuestra adormecida “normalidad” nada más ni nada menos que con una huelga general, una manifestación que desafiaba al corazón mismo de la lógica de un sistema que supone que las huelgas están reservadas para los trabajadores. ¡Pero trabajadoras somos todas! replicaron las mujeres: incluidas las obreras de la casa y todas las que se encargan de cuidar, criar, lavar, cocinar.
Como parte de un proceso de cambio cultural actualmente en curso, la huelga materializa el resurgimiento del interés por la “dimensión privada” de la vida de las mujeres que caracterizó al movimiento feminista del cual Fortunati forma parte. La precarización del trabajo asalariado y la crisis de la reproducción son cada vez más profundas, pero también cada vez más visibles, no por casualidad sino porque el movimiento feminista las ha puesto sobre la mesa.
El hogar y la familia se volvieron a posicionar como un territorio de lucha, subvirtiendo la estrategia capitalista de invisibilizar este tipo de trabajo.
Y uno de sus grandes logros ha sido justamente, creo, el gesto de ubicar, construir y fortalecer ese indispensable hilo conductor entre las experiencias cotidianas de las mujeres. Mujeres que son diversas y que se reúnen hoy en día en una lucha contra la precarización de la vida, una lucha por una transformación profunda de la forma en que se organiza la sociedad en su conjunto.
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“Hasta que no se alcance la victoria final, las conquistas obtenidas corren el riesgo de ser transitorias”, nos dice Leopoldina Fortunati.
Y si a cada presente le toca imaginar ese final, en Chile estamos construyendo formas de enfrentar el tremendo desafío que se conjuga entre la pandemia, los efectos del calentamiento global y las transformaciones políticas que se han desatado producto del estallido social.
Entonces, vuelvo a 1981 y me digo que ese arco temporal que nos lleva hasta la edición chilena del Arcano quizás no es tanto una mera coincidencia, porque este libro viene a unirse a un conjunto de herramientas que venimos recolectando para nutrir nuestra lucha. El momento es preciso para releerlo y por eso está hoy en nuestras manos. “Que tiemblen los Chicago Boys”, nos decía hace poco una compañera argentina, celebrando el lanzamiento de un hermoso libro sobre la huelga feminista. Asimismo, en esta nueva celebración, esta vez dedicada al Arcano, podemos decir que la Constitución de Pinochet, esa que ayudó a naturalizar nuestra explotación, también tiembla. Y no solo tiembla, sino que está a punto de caer.