El historiador francés, especialista en la historia del libro y la edición reflexiona sobre su disciplina y las consecuencias que tuvo la pandemia en las prácticas de lectura. En su paso por Chile, el profesor del Colegio de Francia y director en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales advierte: “No es la lectura la que está en jaque, es la lectura de libros”.
Por Francisca Palma y Evelyn Erlij | Edición: José Núñez | Fotos: Felipe PoGa
La digitalización de la vida cotidiana fue quizás una de las transformaciones más significativas que trajo la pandemia. La comunicación, el mercado, la enseñanza y el entretenimiento fueron solo algunos de los aspectos que pasaron a formar parte del mundo digital. Los libros no fueron la excepción: con el cierre de las librerías y una baja en la producción debido a la crisis del papel, muchos lectores optaron por su versión electrónica. Los agoreros que cada cierto tiempo proclaman la muerte del libro volvían exultantes.
Diversos estudios, sin embargo, indican que las personas siguen prefiriendo el libro impreso. Aun así, algo se vio trastocado. Por un lado, la escasez de papel evidenció la importancia que tiene como medio para preservar el pasado. “El escrito tuvo la misión de conjurar la ansiedad de la pérdida”, afirma Roger Chartier (Lyon, 1945) en Inscribir y borrar (2005). Por otro lado, la conversión digital reveló las distintas modalidades de lectura. ¿Qué características tiene la lectura del libro electrónico o de la información que circula en internet? ¿En qué se diferencian de las del texto impreso?
El destacado historiador de la cultura escrita, representante de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, despeja estas y otras interrogantes. Su visita a Chile en 2022 para el lanzamiento del Doctorado Interdisciplinario en Humanidades de la Universidad Finis Terrae, coincidió con la realización de esta entrevista. Aquí retoma una de sus ideas clave: el análisis de la obra literaria es indisociable del de su producción material, aspecto muchas veces desatendido por la crítica. Finalmente, son los lectores quienes, situados dentro de un marco histórico, se apropian creativamente de esas obras.
—Desde ahí se instala una historia de la producción de los textos, tanto en el sentido intelectual, poético, dramático y, por otro lado, de la producción del libro y los objetos impresos que transmiten esos textos. También una historia de la recepción, interpretación y apropiación de estos textos por parte de los lectores, como asimismo de los espectadores del teatro o de los oyentes cuando la lectura es en voz alta. Entonces esta articulación entre una historia de los textos y una historia de las lecturas han definido un proyecto, como decía, compartido, cualquiera sea el punto de partida: puede ser la bibliografía, la historia del libro en su materialidad, puede ser una sociología histórica de las prácticas culturales o puede ser, como en la herencia de los Annales, la voluntad de articular las desigualdades del mundo social con la producción y circulación de las formas simbólicas, empezando con los textos.
Usted es parte de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, una corriente historiográfica que nació en Francia y que cambió radicalmente la forma de pensar la historia. ¿Qué significó la Escuela de los Annales para la forma en que hoy se entiende y se escribe la historia?
—Hoy en día los Annales son esencialmente una revista y también una herencia de los trabajos de historiadores como Lucien Fevre, Marc Bloch, Fernand Braudel o, más próximos a nosotros, Georges Duby y Jacques Le Goff. Es dentro de esta herencia que he ubicado mi propia investigación, dedicada a la historia de la cultura escrita. En los años 70, cuando la empecé, existía la idea de que tal vez era necesario aproximarse al mundo del libro a partir de la historia social (de las personas que los producen, los venden o los leen) y de una historia más cuantitativa y económica de las coyunturas, de la producción o de la geografía de su difusión. Es a partir de esta herencia que podía operar un doble desplazamiento: no solamente atender la producción de los libros, sino también los textos que ellos transmiten. Desde ahí se produce necesariamente un encuentro con la crítica literaria y la filología, y también un interés por las prácticas mismas de los lectores, que a su vez nos conduce a un encuentro con la sociología. La historia no podía mantenerse cerrada sobre sí misma y tampoco en relación con otras perspectivas que nacieron tanto en el mundo inglés o americano, de la bibliografía transformada en una sociología de los textos, o la de los colegas italianos, historiadores de la escritura que han concebido el proyecto de la historia global de la cultura escrita. Es la razón por lo cual tengo que matizar la idea de cuarta generación de los Annales. Hoy en día, las tradiciones historiográficas nacionales serán en parte borradas en favor del terreno de investigación compartido por varias tradiciones, tanto nacionales como intelectuales o metodológicas. Se podría decir lo mismo con la historia de los imperios o las historias conectadas, que son las formas dominantes de la historia global. Debemos respetar las herencias y también considerar que hoy en día no se puede escribir historia sin este entrecruzamiento entre tradiciones que estuvieron en el pasado separadas.
La Escuela de los Annales nos enseñó que para estudiar la historia cultural se podían ocupar las mismas herramientas que se usan en la historia económica o social. ¿Cómo empieza a interesarse en la historia del libro y la lectura? ¿Y cómo reaccionaron los estudiosos de la literatura cuando vieron a historiadores como usted adentrándose en el terreno de lo literario?
—Lo que describe fue un momento en la trayectoria de la historia de los Annales, cuando se pensaba que se podían utilizar las técnicas que fueron exitosas en la demografía histórica, en la historia económica y en la historia social, es decir, las estadísticas y la cuantificación. Se pensaba que el mundo de las producciones culturales era apropiable con estos instrumentos. En parte es verdad, pero la cultura escrita misma se resiste a esta aproximación puramente cuantitativa. Se deben plantear cuestionarios imposibles de tratar con la estadística, que son el análisis del contenido textual de las obras o la descripción de las prácticas de interpretación. Cuando se abordan los libros literarios desde esta perspectiva, y particularmente los más canónicos —Cervantes, Shakespeare, Molière y muchos otros—, ciertas formas de la Historia de la Literatura, esencialmente formalistas, consideran que se opera una reducción sociológica o bibliográfica. Yo no lo creo. Pienso que justamente la aproximación histórica permite ubicar los textos en su condición de posibilidad y, al mismo tiempo, rastrear en el correr de los siglos las formas de su interpretación, apropiación y producción de sentido. Desde ahí una propuesta que, alejándose en cierta manera del modelo estadístico de la historia de los Annales, permite ubicar en la totalidad de la cultura escrita las obras que son normalmente objetos canónicos tradicionales de la historia de la literatura. El diálogo es fácil con ciertas tradiciones: la tradición shakesperiana en Inglaterra o la filología española, por ejemplo, pero es un poco más difícil en Francia, donde la idea de una literatura pura, sustraída de las determinaciones históricas, indiferente a la forma material de inscripción de los textos, ha conservado una fuerza que desaparece cuando pensamos, como señalaba, en los ejemplos españoles, ingleses, americanos. Entonces siempre hay una discusión, algunas veces un poco más viva, otras veces existe una colaboración inmediata. Sobre todo porque algunos historiadores de los textos se preocupan de la materialidad de su inscripción, de las formas de su apropiación, cuando otros como yo, empezando la investigación con la materialidad de los objetos o la sociología de los públicos, se aproximan al contenido textual y dan una interpretación, una luz sobre estas obras canónicas que tal vez estaba ausente previamente.
En 2021 publicó en Ediciones Universidad Austral de Chile el libro El pequeño Chartier ilustrado, un libro escrito desde la memoria, algo así como un relato oral pasado a soporte escrito sobre sus hallazgos en torno a la cultura escrita. ¿Por qué eligió este formato, esta suerte de “historia oral” y qué le permitió hacer que no puede hacer cuando hay una investigación de por medio?
—Los colegas de Valdivia utilizaron esta broma de comparación entre el Pequeño Larousse, cosa seria, y el pequeño Chartier, cosa menos seria. La idea era organizar el libro de manera original, que no solo fuera una recopilación de artículos y ensayos, sino utilizar con un orden alfabético, como en los diccionarios, la inmensa conversación que sostuvimos con los colegas. Ellos mismos produjeron el libro, que está magníficamente ilustrado por una artista de Valdivia. La idea, finalmente, era demostrar la relación o la diferencia entre la oralidad —porque todo nació con una serie de intercambios orales, de conversaciones— y lo escrito. En este caso bajo la figura de la transcripción. ¿Cómo pasamos de la lógica propia de la oralidad a un texto impreso, un texto transcrito, que necesariamente debe corregir la oralidad (porque cuando hablamos no respetamos las reglas de la gramática), pero que al mismo tiempo debe conservar algo de las improvisaciones, interrupciones, dinámicas de la palabra oral? Gracias a los colegas que han editado el libro hemos respetado esto. Un libro que respeta las reglas de la gramática y al mismo tiempo que conlleva algo de la palabra viva. Eso es lo que permite también considerar la otra relación entre la oralidad y lo escrito: no la transcripción de lo que fue hablado, sino la trasmisión oral de lo que fue escrito. En ese sentido, hay un artículo sobre la voz en el diccionario que se dedica al análisis de las varias formas de transmisión oral de un texto escrito: la representación teatral, el discurso político, académico, o la lectura en voz alta, que era muy frecuente en la primera Edad Moderna y que hemos visto volver en el tiempo contemporáneo, cuando en las librerías o en las bibliotecas algunos autores, como en los siglos XVI o XVII, leen en voz alta fragmentos de su obra. Entonces la idea era esta dialéctica entre un libro que es una transcripción de la palabra viva y un libro en el cual se discute la trasmisión oral de la cultura escrita.
El papel es la materia prima sobre la que reposa la memoria de un país y una nación, y a su vez es el soporte en que históricamente hemos dialogado con las generaciones pasadas. Es imposible no preguntarse cómo será en el futuro ese diálogo con los antepasados en un mundo cada vez más desmaterializado, más digital. ¿Qué visión tiene sobre esto?
—En primer lugar, usted tiene razón, el papel, anteriormente el pergamino, fue el soporte esencial para mantener en el presente el pasado, a través de los archivos, de las bibliotecas, junto con los monumentos históricos y los descubrimientos arqueológicos. La memoria de papel o los papeles de la memoria son los instrumentos esenciales para mantener nuestra relación con el pasado. Muchas veces a través de estos recursos es que la memoria puede transformarse en historia. Pienso por ejemplo en el Museo de la Memoria de Santiago de Chile, que es de hecho un museo de la historia, gracias a las huellas que se han conservado de las memorias de un momento trágico de dictadura. Frente a esta realidad fundamental, usted sugiere, con razón, una crisis del papel, en el sentido inmediato de la palabra: en otoño todas las editoriales del mundo estaban preocupadas por el precio del papel y debían tal vez pensar en reducir la posibilidad de publicación. Más fundamentalmente, la crisis del papel se vincula con el mundo digital, y el mundo digital tiene una característica esencial que es el acto de borrar, se borra cada momento que se escribe sobre la pantalla, se borran los archivos que son de una abundancia indomable frente al lector. Esta inmediatez no existía en la cultura escrita anterior, borrar algo sobre el papel o el pergamino no es una tarea tan cómoda, aquí es un gesto inmediato. Se ve bien que algunas disciplinas están preocupadas con esto: qué hacemos como genética textual, que era seguir todos los momentos de la producción de una obra literaria desde las notas, esbozos, borradores, estados sucesivos y finalmente el texto impreso, cuando se borran estos estados previos sobre o en la pantalla. Este borrar sería el borrar los archivos que tradicionalmente eran la fuente tanto del trabajo historiográfico como de las memorias colectivas o individuales. De ahí sigue una pregunta un poco ansiosa y preocupada, que es la de cómo los historiadores del futuro van a mantener la capacidad de escribir el pasado cuando fuentes que el papel conservaba desaparecen o son imposibles de encontrar. Me parece que es una preocupación tanto para los archivos (existe constantemente la discusión sobre cómo hacer archivos del mundo digital y particularmente de las comunicaciones digitales), como para los historiadores cuando son conscientes de que la memoria de papel, la historia construida a partir del archivo, encuentra en el mundo digital algo que no lo permite. Entonces es una pregunta preocupante y la crisis del papel puede ser finalmente en el futuro la crisis de la historia.
Hace rato que se viene anunciando la muerte del libro por culpa de la digitalización del mundo, pero los hechos prueban lo contrario: en Francia, por ejemplo, las bibliotecas públicas reciben más de 40 mil libros nuevos y se teme que no haya capacidad para conservar tanto material. ¿Por qué cree que la lectura en papel sigue resistiendo a los cambios e incluso sigue fortaleciéndose?
—La cuestión es la siguiente. Es verdad que para los lectores de libros, este se queda en papel. Hemos visto que, salvo en los Estados Unidos, no hay un país en el mundo en que el libro electrónico ocupe más del 10% del mercado del libro. Aquí se puede hablar de resistencia del libro en papel por parte de los lectores. La cuestión nace cuando se plantea la lectura de los libros y la lectura en general, porque lo que hemos visto en una encuesta reciente del Ministerio de Cultura francés es que lo que he dicho es verdadero para toda la gente que tiene más de 25 años. 85% de esta parte de la población dice que ha leído por lo menos un libro el año anterior. Cuando se plantea la misma pregunta para la gente que tiene entre 15 y 25 años, el porcentaje baja a 58%. Resultado: hay una disminución, en relación con los años 70 del siglo XX, del porcentaje de lectores de libros en Francia, una pérdida del 10%. Lo mismo para Brasil, con un elemento suplementario, que es que la disminución de este porcentaje de gente que dice que ha leído por lo menos un libro en el año anterior es consecuencia de una política de desmantelamiento de los programas de promoción de la lectura. Pero independientemente de la opción política, se ve que en muchos países existe esta discrepancia entre los que no leen libros pero que son lectores, porque en el mundo digital se debe siempre leer, inclusive para los video games o para las redes sociales. Entonces no es la lectura la que está en jaque, es la lectura de libros. Y cuando la lectura de libros se mantiene, mantiene el libro en su forma material tradicional. De ahí la famosa pregunta sobre la muerte del libro. No muere el libro para esta parte todavía mayoritaria de la población cuando se lo piensa en su materialidad.
Pero el libro no es solamente un objeto material diferente de un cuaderno, una carta, una revista, es también un género discursivo. Supone una arquitectura en la cual cada parte, un capítulo, un párrafo, una sentencia, desempeña un papel en su lugar propio, y la lectura digital se aleja de esta arquitectura constitutiva del libro, no solamente porque privilegia las formas breves de la información o de las redes sociales, ni tampoco porque los lectores más jóvenes se alejan de la lectura del libro impreso, sino porque en el mundo digital desaparece esta percepción necesaria o buscada del libro como arquitectura textual. Es un mundo de fragmentos. Y estos fragmentos adquieren una forma de autonomía, de independencia, que en definitiva destacan completamente de la totalidad textual en la cual estaban ubicados. De esta manera la muerte del libro se desplaza, no es la que podría advenir o acontecer cuando la gente que no lee libros sea más numerosa que la que los leen. La apuesta más fundamental de la muerte del libro es qué pasa con el género discursivo que es el libro de narración, argumentación o ficción, en un mundo en el cual no hay ninguna materialidad que permita la percepción de la totalidad textual en un objeto particular. Y me parece que aquí estamos frente a otra pregunta fundamental, porque si se puede pensar la muerte del libro como objeto y como discurso, debemos pensar en los esfuerzos enormes que se deben hacer para mantener en el mundo digital (un mundo que sea digitalizado de manera universal) la presencia de un objeto raro, extraño, que no es solamente el libro impreso, sino todas las formas de publicación impresa. Hay ahí una apuesta tanto para los poderes públicos como para la escuela, tanto para los que escriben y publican libros como para los que leen. Entonces me parece que no podemos satisfacernos con los diagnósticos antiguos sobre la coexistencia entre el libro impreso y el mundo digital. El mundo digital va a abarcar la totalidad de los textos, las imágenes y las prácticas, la pregunta es cómo en esta unificación digital del universo se puede mantener la presencia de objetos que son diferentes, que pertenecen a la cultura tanto manuscrita como impresa. Es también otra pregunta que me parece fundamental y preocupante.
En países latinoamericanos, y en Chile en particular, la lectura se ofrece como una promesa para mejorar las condiciones de vida. Hay investigadores que son críticos con esta idea de que el libro da un acceso supuestamente a “un pensamiento más elevado”, en parte, porque dota a la lectura de una suerte de “poder mágico” –por decirlo de algún modo– y no se pone atención en qué se lee, es decir, al contenido. ¿Por qué cree que pasa esto?
—El verbo leer y la palabra lectura deben estar deconstruidos, en el sentido de que en el mundo contemporáneo, como decía, hay una omnipresencia de la lectura y también una forma de alfabetización digital cada día más universal. De esta manera, leer, como tal, es una realidad. La dificultad es que hay varias modalidades de lectura. En el mundo digital, la norma, o la manera de plasmar la lectura, se vincula con aquellas numerosas que imponen las informaciones y redes sociales. Todos los estudios sociológicos demuestran que esta es una lectura impaciente, discontinua, una lectura fragmentada y que fragmenta, y sobre todo una lectura que, cuando es de redes sociales o de fuentes de información o desinformación recibidas por los lectores, no se preocupa por los criterios de validación y recibe como verdad lo que se lee en la comunidad de una red social o de un grupo de discusión. Esta es la lectura que la omnipresencia y generalización del mundo digital podría imponer como norma; una que se opone a la que tal vez usted mencionaba implícitamente en su pregunta, la lectura lenta y crítica frente a los textos manuscritos o impresos. En este caso, cada enunciado se podía controlar, validar, recibir en comparación con otros enunciados. Salir del enunciado —la información, la afirmación— para medir su veracidad, su verdad, su carácter de conocimiento. En cambio, la primera lectura se ubica y queda dentro del vehículo de trasmisión con una idea finalmente de confianza en la verdad de un enunciado, ya que se encuentra compartido por todos los que comparten el mismo grupo de discusión o red de comunicación. Es otro desafío absolutamente fundamental demostrar esta diferencia entre la lectura practicada en el mundo digital en su forma dominante y la lectura que tal vez pensamos necesaria para la construcción de una relación crítica, incrédula con los enunciados, cualesquiera que sean. La segunda apuesta, como consecuencia de demostrar la diferencia entre estos dos tipos de lectura, es mantener para la lectura digital algo de aquella que se piensa como ejercicio crítico, que es la condición de formación del ciudadano.
Hace poco publicó el libro Lectura y pandemia (Katz, 2021). Durante la pandemia, en Chile, las librerías fueron obligadas a cerrar porque se decía que no vendían “bienes de primera necesidad”, pero por la presión de los lectores y libreros, se les permitió abrir. ¿Qué podemos sacar en blanco o qué lecciones podemos sacar de la pandemia en relación a la lectura y la relación que tenemos con ella en el mundo actual?
—Evidentemente la pandemia aceleró de manera exacerbada lo que estaba discutiendo, porque en este caso no era solamente la preferencia por la lectura digital, sino su necesidad cuando no se podían comprar libros en las librerías y tampoco ir a las bibliotecas. Y para los que no tenían una biblioteca personal o bien la habían leído totalmente, el único recurso para la práctica de lectura, y también en el ámbito de la educación, era leer frente a la pantalla. Entonces, en relación con la coyuntura de las últimas décadas, se reforzó esta práctica a partir de la necesidad creada por el confinamiento. Y de ahí tal vez una característica más fundamental, que es que la primera pandemia del mundo digital había demostrado que existían recursos para mantener lo que era imposible mantener en las pestes del siglo XV o del siglo XVII, tampoco en la gripe española del siglo XX, es decir, la comunicación, el mercado, la enseñanza, el entretenimiento, la lectura. El resultado fue imponer casi como normal o como práctica común una forma particular de lectura: la lectura frente a la pantalla. De ahí la necesidad de reforzar la demostración de que las lecturas digitales, cualesquiera que sean, y la lectura de un texto manuscrito o impreso son fundamentalmente diferentes. Me parece que el peligro esencial hoy en día es la idea espontánea de una equivalencia. ¿Por qué ir a una librería si se puede comprar por Amazon? ¿Por qué ir a una biblioteca si el texto que se quiere leer existe en una forma digital? ¿Por qué ir al aula de una escuela o universidad si existe una enseñanza online? Esta idea de la equivalencia es a la vez una idea espontánea de los lectores y una idea que las instituciones diseminan para, algunas veces, permitir un recurso cuando otros no son posibles, tal vez en una perspectiva más global de economía permitida por este medio de transmisión. Contra esta idea de equivalencia, y como condición para mantener una lectura que no sea total y universalmente digital, la única posibilidad es hacer hincapié en las diferencia de las dos lógicas. En el mundo de la cultura impresa, el modelo es uno del viaje, se viaja entre espacios: entre los espacios de la librería, entre las estanterías de la biblioteca, entre los artículos de la misma página de un diario, entre los capítulos de un libro. Siempre está la idea del lector como viajero, cuando en la lógica digital es un orden analítico, temático, algorítmico el que se impone a la práctica de apropiación. Si se muestra esta diferencia se pueden reconocer las ganancias proporcionadas por una u otra forma de relación con la cultura escrita o iconográfica, y como consecuencia mantener no una coexistencia sino una presencia de la lógica de los espacios, los lugares, el viaje, dentro de un mundo dominado, casi saturado, por la otra lógica. Es una responsabilidad tanto de las instituciones demostrar esto, y un papel importante lo tiene la escuela. Siempre he pensado que el mundo digital debe ser una materia de la enseñanza, no solamente una técnica de la educación; una materia que se estudie como tal, con sus provechos y peligros. También es responsabilidad de cada uno de nosotros preferir la librería a Amazon, preferir la biblioteca a la pantalla, preferir finalmente el viaje al algoritmo. El viaje es una decisión del viajero, el algoritmo transforma al lector en una base de datos.
En la oralidad, en el acto de recordar una historia desde los recuerdos, hay mucho de imaginación. Pero por lo general la díada imaginación-Historia, con H mayúscula, no suele ser bien vista: la historia, supuestamente, debe apegarse a hechos objetivos. ¿Qué lugar cree que debe tener la imaginación en el oficio de un historiador?
—Un papel importante pero controlado. Un papel importante porque evidentemente es la imaginación de los historiadores la que permite definir nuevos objetos de historia. Se podría escribir una historia de la historia siguiendo la invención de nuevos temas, nuevos objetos de investigación, y para hacer esto se necesita una imaginación que desborda, que va más allá de lo que ya está recibido. También, la imaginación puede desempeñar un papel importante en la escritura de la historia. Inventar modelos de escritura que no sean una copia de la forma de la novela, utilizando las técnicas del cine o bien proyectándose el historiador dentro de la historia que escribe. Toda una serie de novedades permitidas por la imaginación de historiadores como Carlo Ginzburg, Natalie Davis. Una vez dicho esto, la historia no es un ejercicio de ficción, la historia es la producción de un conocimiento no controlado por el Estado, sino por las reglas científicas. Es decir, la historia se escribe a partir de operaciones propias: definición del objeto, construcción del repertorio de las fuentes, elección de un modelo de explicación. Y se construye también a partir de pruebas, que hacen que un texto histórico pueda ser recibido o rechazado en relación con su verdad, es decir, su adecuación entre el discurso y el pasado o el fragmento del pasado del cual se ha apoderado. Entonces para mí, también para Carlo Ginzburg, inclusive para Michel de Certeau, que dedicó un libro a la escritura de la historia, la historia es conocimiento, es saber, es científica. Siempre fue importante, me parece que hoy en día aún más en un mundo en el que, conociendo el aparato digital, se ha multiplicado la falsificación de la historia: para ocultar el pasado o escribir uno que nunca existió, y para fines variados, por ejemplo, fines nacionalistas del pasado. Reafirmar con fuerza el estatuto de conocimiento comprobado de la historia es una necesidad absoluta, inclusive si se considera, como usted lo hacía, que la imaginación desempeña un papel, pero un papel que es diferente de la imaginación de una novelista, por ejemplo, o de un director de cine, que no se siente vinculado con la idea de la adecuación con algo que fue. Esa es una imaginación que justamente permite inventar algo que no fue o que no es posible, cuando por el contrario la imaginación histórica existe solamente si se ubica dentro de las reglas definidas por las operaciones historiográficas, que permiten la producción de un saber comprobado.