La película Here, del cineasta belga Bas Devos, fue la ganadora de la versión 30 del Festival Internacional de Cine de Valdivia, pero como es habitual, el certamen fue mucho más que premios: combinó competencias con galas a consagrados, así como varios focos retrospectivos bajo el leitmotiv “clásicos para el futuro”. Un diálogo riguroso entre pasado y presente donde la memoria del cine construye nuevos presentes.
Por Iván Pinto
Foto: FicValdivia
A pesar de un déficit económico mayor que se hizo notar en los discursos de inauguración —coletazo improbable del caso “convenios”—, este año FicValdivia tuvo un retorno a lo masivo luego de la pandemia. Se trató de una versión totalmente presencial donde también se celebraron los 30 años de existencia con homenajes, focos y reconocimientos diversos (entre ellos, a Lucy Berkhoff, su fundadora). La parrilla programática, como es habitual, combinó competencias con galas a consagrados, así como varios focos retrospectivos, bajo el leitmotiv “clásicos para el futuro”, que debe comprenderse tanto en términos del presente, como de la mirada hacia los archivos cinematográficos. Un diálogo riguroso entre pasado y presente donde la memoria del cine construye nuevos presentes.
Aperturas, galas, clausura
Esto se hizo notar no solo en las retrospectivas, si no en las películas apertura, clausura y galas (platos fuertes habituales del festival). En los casos de apertura y clausura, se trataron, curiosamente, de casos que dialogan con el archivo cinematográfico y el presente de formas disímiles, compartiendo, además, el hecho de ser películas póstumas de dos directores queridos por el festival. En la apertura se proyectó Mudos testigos (2023), filme póstumo de Luis Ospina que fue terminado por Jerónimo Atehortúa. Posterior al inconmensurable testimonio de Todo comenzó por el fin (2015), y durante sus últimos meses de vida, Ospina dio luz a este proyecto con la complicidad de Atehortúa. Como en otros trabajos suyos, el archivo, el juego entre mentira y verdad, y su radical cinefilia dan a luz en este caso a una suerte de homenaje al cine silente colombiano, remontando sus archivos para contar una nueva historia. Se trataba de un “falso rescate” de un filme perdido —como también era un “falso rescate” del artista Pedro Manrique Figueroa en Un tigre de papel (2007)— conjugando imágenes de varios filmes silentes que compartían su actor principal, y construyendo una suerte de melodrama trágico. La reposición de estas imágenes en una narrativa que homenajea estéticamente al cine mudo puede engañar a algún espectador desprevenido, sin embargo, en el montaje se combina la ficción con registros de noticiarios y filmes cuasi-etnográficos de la época, experimentando a su vez con la materialidad arruinada de lo fílmico en una mirada absolutamente contemporánea con guiños a Amanecer (F. W. Murnau, 1927) y Tren de sombras (José Luis Guerín, 1997).
La idea de revisar el archivo, montar, rever y actualizar la tradición se hizo presente en varios otros filmes de estas secciones. Por un lado, la proyección de El realismo socialista (Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, 1973-2023), que rescata un filme inconcluso de Ruiz para dar una mirada actual a la experiencia de la Unidad Popular, espejeado entre el pasado reciente y el presente político. Luego, la proyección en la inauguración del cortometraje experimental uruguayo Color (Lydia García Millán, 1955) o el llamado “film central”, proyectado a la mitad del festival, Las cosas indefinidas, de la argentina María Aparicio (ganadora de la competencia del año pasado), drama que, a través del duelo de una montajista de películas documentales, reflexiona sobre la relación entre cine, memoria y ausencia.
Dos películas de la gala vuelven sobre estos ejes: memoria y diálogo con la tradición. Menciono la que es, a mi gusto, la mejor película del festival, Do Not Expect Too Much from the End of the World, del rumano Radu Jude, quien quizás sea el más híbrido de la llamada “nueva ola rumana”. Aquí, Jude establece un filme a dos tiempos. Por un lado, el seguimiento en clave realista a Angela, una uberista y asistente de producción de cine que se mueve en el medio de Bucarest, subiendo de vez en cuando videos a TikTok con una falsa identidad masculina. La segunda línea es una película de archivo —Angela merge mai departe (Lucian Bratu, 1981)— que sigue el drama de una taxista también llamada Angela, que hace frente a Bucarest durante el régimen comunista de Nicolae Ceaușescu, y confrontada a los prejuicios de género de la época. Desde esta mirada doble, Jude reflexiona sobre la identidad rumana en un espejo que vincula pasado y presente en una mirada mordaz y a su vez de un peculiar realismo irónico.
La otra película se trató de Fallen Leaves (2023), del finlandés Aki Kaurismäki, un director querido por el festival y clave para el cine contemporáneo. Aquí, Kaurismäki vuelve a su estilo habitual, ahora cada vez más depurado, apuntando a lo más elemental de una fábula de amor obrera. La película sigue a Ansa, quien trabaja en un supermercado, y a Holappa, obrero alcohólico. Ambos son despedidos y quedan cesantes, y en el marco de ello se encuentran en el cine y el bar. Con su estilo distanciado y un humor gestual cercano al slapstick, el filme es un guiño tanto a la historia del cine como a su propia filmografía, un universo de personajes solitarios y desclasados, donde el rock, el alcohol y la melancolía se establecen como anclajes de una poética personal.
Cine chileno
El cine documental chileno sigue estando en el centro de la conversación. Curiosamente, dos películas ingresan a un formato que nacionalmente tiene su propia historia, para intervenir e incluir una reflexión en torno a los archivos y su dimensión social. La primera de ellas fue la película chilena ganadora El que baila pasa, de Carlos Araya, quien anteriormente estrenó El viaje espacial (2019), bello documental que desde paraderos de micro de todo el país formulaba un retrato social del Chile profundo. El que baila pasa aborda el estallido social desde los registros cotidianos de celulares y redes sociales. Mientras documentales como Mi país imaginario, de Patricio Guzmán, construyeron una crónica a posteriori desde cierta pesadumbre o fracaso, el documental de Araya establece un juego paródico para reivindicar determinado ambiente gozoso de la revuelta social. Lejos de la gravedad taciturna y a través de un dispositivo de ficción que funciona de manera irregular (inspirado en Ruiz, según su director), la tesis del documental es la de un determinado derecho a la catarsis del pueblo, a contramano de cualquier discurso regulador o políticamente estable. El sabor del documental es agridulce, como si hubiésemos visto un carnaval melancólico de la lucha de clases, una distopía de otro Chile, el sentimiento ebrio del canto “el que baila pasa” mientras Chile se incendiaba.
El que baila pasa es, además, una película en vertical, en un símil al reel visto desde el celular. Dos tercios de la pantalla están en negro y su mirada está determinada por esa ventana de Instagram y TikTok. Aunque parezca algo menor, me genera una pregunta sobre las condiciones materiales de la imagen cinematográfica (mal que mal es obviar dos tercios de la pantalla). Es curioso, entonces, que esta mirada vertical y monocular decida replicarse en otro documental, como Malqueridas, de Tana Gilbert. En este caso, se trata también de un documental que toma registros de celular, archivos frágiles que pueden ser requisados, ya que pertenecen a reclusas mujeres. Para sortear este problema de requisamiento, la directora escaneó cuadro a cuadro para imprimir y volver a grabarlas en movimiento. La historia gira en torno a un personaje —bajo la voz de la exreclusa Karina Sánchez— y retrata las relaciones humanas y afectivas de quien está privado de libertad, en particular una determinada dimensión del cuidado, en este caso, la relación con sus hijos —con quienes pueden estar solo hasta los dos años— y sus pares. El rol de parejas, madres e hijas, en un marco de necesidad y cariño, reconstruye el punto de vista cotidiano de la cárcel, buscando generar nuevas imágenes para realidades invisibilizadas.
Homenajes y hallazgos históricos
Los homenajes son otro eje del festival, donde la relación memoria y presente se problematiza, rescatando, visibilizando o subrayando experiencias olvidadas. En ese sentido, los focos y rescates de Victor Jara Film Collective, José Rodríguez Soltero y Amy Halpern deben ser comprendidos también como apuestas fuertes en lo curatorial, que expanden y dialogan con las experiencias del presente. Proyectadas en fílmico, las sesiones dedicadas al Victor Jara Collective fueron emocionantes, dado el testimonio de la sobreviviente del grupo, Lewanne Jones. Con ánimo de difundir la obra del colectivo, Jones dio claro testimonio de una época y del espíritu militante del grupo formado en 1976 en el marco de un grupo de estudio de marxismo en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos. Sus dos filmes, The Terror and the Time (1978) e In the Sky‘s Wild Noise (1983), se aproximaron con atención a la realidad política de Guyana, en el marco de las luchas de la liberación. The Terror and the Time se inspiraba en la película argentina La hora de los hornos(1968), siendo la primera parte de un tríptico que nunca se llegó a terminar. El filme, principalmente un testimonio de las luchas dadas en la década del 50 contra la colonia británica, se toma de los poemas anticoloniales del escritor guyanés Martin Carter (1927-1997) para combinar de manera libre el registro histórico con el subjetivo y experimental. Por su parte, In the Sky‘s Wild Noise (1983) es un filme-homenaje al influyente pensador afroamericano Walter Rodney (1942-1980), que da cuenta de su pensamiento y de la realidad Guyana hacia la década del 60 y 70.
En otras tramas, el rescate —también en fílmico— del cineasta puertorriqueño José Rodríguez Soltero (1943-2009) era también una deuda local. Jerovi (1965) y Lupe (1966) combinan libremente la vanguardia performática de Andy Warhol con elementos de Jonas Mekas y Jean Cocteau. El primero es un corto que actualiza desde una mirada queer y sexual el mito de Narciso. El segundo, una performance exclusiva de Mario Montez (superestrella drag de Warhol) representando la trágica biografía de Lupe Vélez (actriz y cantante del período de oro mexicano). Entre lo camp y lo exuberante, los dos filmes exhibidos de Rodríguez Soltero son testimonios de la atmósfera underground de los 60 en Estados Unidos, así como de una obra personal y única construida desde una sensibilidad diaspórica.
Desde otro ángulo, y más escondida en la programación, la exhibición del único largometraje de la recientemente fallecida cineasta experimental estadounidense Amy Halpern (1953-2022), Falling Lessons (1992), constituye también un paso adelante en la sensibilidad con estos formatos, ya habitualmente bien curados en la sección Nuevos Caminos. Halpern fue una activista de ellos en Estados Unidos, fundando diversas cooperativas y colaborando activamente en la escena experimental. Pero Falling Lessons es excepcional. Tomando la base del cine estructural de la línea de James Benning, el filme entero está constituido por paneos verticales hacia el cielo y rostros. Generando un zigzagueo y un ritmo específico, el filme intercala sonidos, escenas y ficciones difíciles de enlazar en una idea, pero cuyo centro es determinado misterio y fugacidad del rostro, así como la materia sonora que evoca emociones y ecos en la consciencia. Personalmente, queda entre los filmes que retendré este año.
Un cometa y un meteorito
Dejemos algunas palabras finales para dos casos únicos en el cine sudamericano. El primero, el chileno Cristián Sánchez, quien con Voy y vuelvo (2023) mostrada en la gala chilena, encara la comedia absurda con una vitalidad y fuerza únicas. Sánchez aborda una suerte de monólogo de un reo en la cárcel mientras lee a Kafka y Melville. Aquí, el abordaje del coa, en una suerte de spin-off de Tiempos malos (2007), actualiza el enfoque y extiende las choreadas a un nivel barroco y absurdo, en una especie de juego paródico con la muerte. El exceso, la salida de marco e incluso del cine reflexionan sobre el tiempo cíclico del encierro, así como la relación entre lenguaje y violencia. Por otro lado, está el caso de la argentina Lucía Seles con The Urgency of Death (2023) en la competencia oficial, una cineasta exuberante que en dos años ha realizado una imparable maratón de siete filmes. Se trata, aquí, de una directora con un estilo único que combina el humor paródico, la improvisación actoral y una celebración radical de lo disfuncional, que en su más reciente filme extiende hacia un homenaje a las confiterías y a la ciudad de La Plata.
Premios de la edición 30 de FicValdivia
Premio Pudú a la trayectoria: Pablo Salas y Babi Salas
Competencia largometraje: Here, del realizador belga Bas Devos
Premio Especial del Jurado: Muertes y maravillas, de Diego Soto
Menciones especiales: Malqueridas, de Tana Gilbert y The Urgency of Death, de Lucía Seles
Premio del público: Malqueridas, de Tana Gilbert
Premio Especial Largometraje Chileno: El que baila pasa, de Carlos Araya Diaz
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