Por Ernesto Águila
Luego de un rechazo inicial en la Comisión de Educación del proyecto de Ley de Educación Superior, éste se aprobó en general -y con ello la idea de legislar- el pasado 17 de abril en el plenario de la Cámara de Diputados. Se destrababa así un proceso legislativo que se encontraba paralizado por casi un año desde que el primer proyecto del Ejecutivo encontrara un rechazo casi unánime de los distintos actores institucionales, políticos y sociales vinculados al tema.
En ese intervalo distintos sectores plantearon sus reparos a la propuesta original del gobierno y levantaron propuestas alternativas. Dentro de éstas cabe destacar el amplio y rico proceso de debate llevado adelante por la Universidad de Chile, de manera triestamental, y que se plasmó en el documento “La Chile piensa la Reforma. Construyamos juntos una educación pública para Chile”, en el cual se fijaron los horizontes estratégicos que debiera inspirar una reforma a la educación superior, así como un conjunto de propuestas específicas en materia de institucionalidad, financiamiento y reconstrucción y fortalecimiento del sistema de universidades públicas.
Si uno logra descifrar los acuerdos a la base de este complejo proceso de tramitación del proyecto de educación superior, el escenario para lo que resta de este gobierno -que no es mucho y en año electoral- incluye tres proyectos: a) La ley de educación superior ya mencionada; b) el envío de un proyecto especial para las universidades del Estado (se separa en lo medular este capítulo del actual proyecto), y c) un proyecto específico que reemplaza el actual CAE por un sistema de créditos bajo administración estatal (compromiso adoptado por la Ministra de Educación en el marco de la aprobación de la idea de legislar el proyecto de educación superior).
¿Que se jugará en cada uno de estos proyectos? La ley de educación superior trae algunos avances -propuesta de institucionalidad para la gratuidad, penalización del lucro, restitución del Aporte Fiscal Directo (AFD), una mayor institucionalidad estatal expresada en una Superintendencia de Educación, institucionalización del CRUCH, obligatoriedad de la investigación dentro de la acreditación; pero en su fondo el proyecto sigue sin cambiar la centralidad del mercado en la definición de la fisonomía y financiamiento del sistema de educación superior. Se intenta regular mejor lo existente, pero no se lo transforma; o se colocan plazos de transición muy largos a ciertas reformas, con el riesgo de que algunas de éstas se pierdan en el camino. Cuando se intenta introducir cambios al modelo, el peligro siempre es que éste pueda terminar por consolidarse. El neoliberalismo se mueve siempre entre la extrema desregulación hacia fases de mayor regulación (y cuando puede vuelve a su desregulación extrema). Pero salir de él es otra historia.
El segundo escenario es el proyecto comprometido de eliminación del CAE. En rigor aquí se trata de traspasar este crédito de la banca privada a un ente estatal. Resta por ver si será un cambio real o más bien simbólico y la manera cómo este nuevo crédito dialoga y encaja con un sistema de gratuidad universal progresivo y con el actual sistema de becas. También puede ser el momento para debatir la situación de los endeudados, así como las estratosféricas transferencias estatales actuales a las universidades privadas y a la banca.
Por último, el tercer escenario será el proyecto de universidades pú- blicas o estatales. Poco se conoce de este proyecto, pero habría que esperar una definición clara de la responsabilidad del Estado con sus universidades (y centros de formación técnica), asumiendo que cuando una de éstas falla o no tiene los niveles de calidad exigidos es responsabilidad del propio Estado. Aquí hay un desafío de institucionalidad, financiamiento y de expansión de la matrícula. El principio rector debiera ser volver a hacer del sistema de universidades estatales la columna vertebral del sistema de educación superior y que dichas instituciones vuelvan a rearticular su misión y sentido con un proyecto de desarrollo nacional. A su vez, que las universidades públicas sean aquel lugar donde la sociedad fija los estándares más altos de excelencia, inclusión, participación y pluralismo para el conjunto del sistema de educación superior.
No cabe duda que las movilizaciones abiertas en 2011, y la presencia de diferentes actores en el debate como es el caso de nuestra Universidad, han logrado ir moviendo los términos del debate en la educación superior e introduciendo paulatinamente una concepción de ésta como un derecho social y restituyendo el significado e importancia de la educación pública. Sin embargo, las lógicas mercantiles, privatizadoras y el concepto de subsidiaridad del Estado siguen siendo dominantes en nuestro sistema de educación escolar y superior. El nuevo escenario -que seguramente cruzará este gobierno y se proyectará en el próximo– abre siempre riesgos de autocorrección y consolidación del modelo, pero también oportunidades para ir encontrando ese “punto de quiebre” que signifique el inicio de su definitiva superación.