Si bien millones de personas conviven en los espacios urbanos, sus experiencias cotidianas —como subirse a un bus, pasar un torniquete, buscar un baño público o desplazarse al trabajo— varían de forma considerable. Esto, porque históricamente las ciudades han sido pensadas para un habitante estándar y universal: el hombre autónomo, productivo y delgado, que no lleva equipaje ni cuida de otras personas. De ahí que, desde hace un tiempo, se hable de un “giro de la movilidad” en los estudios urbanísticos, a través del que se proponen otras formas para pensar la ciudad.
Por María Jesús Ibáñez C.
Foto de portada: AFP Photo/Martin Bernetti
¿Cómo se acopla un cuerpo humano al de una mariposa? Parece difícil, pero en Santiago millones de personas lo intentan a diario en el transporte público. El torniquete con forma de insecto apareció desde 2017 en miles de buses del sistema Transantiago (actual Red) como barrera en respuesta a los elevados índices de evasión. Para pasar, se debe encajar el cuerpo entre los extremos de “las alas” e impulsar una de ellas en el sentido de las agujas del reloj. Tal como lo registra el estudio de 2020 An Uncomfortable Turnstile (Un torniquete incómodo), del investigador en urbanismo Daniel Muñoz, el dispositivo no solo es engorroso, sino que la experiencia refuerza las expectativas de cierta normalidad corporal entre los usuarios. ¿Quién puede usarlos cómodamente? “Cuerpos delgados, con todas las capacidades físicas y motoras de movilidad, independientes y autónomos. [Son] tecnologías difíciles para adultos mayores, para alguien que lleve un bebé en brazos u otro ser a su cuidado”, explica Paola Castañeda, doctora en Geografía de la Universidad de Oxford y docente en la Universidad de los Andes de Colombia, quien ha realizado estudios sobre movilidad en ese país, en Chile y México.
Si bien se había anunciado el fin de la medida en 2018, menos de un año después de su instalación, los torniquetes siguen presentes en el transporte público. Esto a pesar de las dificultades cotidianas que enfrentan los usuarios y que han sido denunciadas públicamente, como el caso de un adulto mayor en junio de 2023, quien tuvo que pagar doble pasaje ante la dificultad de pasar. “Es posible sortear el torniquete levantando las maletas, forzando los músculos o buscando puntos de entrada alternativos, pero a medida que se presiona a los cuerpos (y a unos más que a otros) para que se adapten, se les considera inadecuados”, señala Muñoz en su artículo. Esto no sólo marca a ciertos cuerpos como “extraños”, dice el investigador, sino que demuestra cómo estas experiencias cotidianas no se viven solo en una dimensión física, sino también afectiva.
La importancia de la afectividad en la conformación de los territorios es un aspecto poco incorporado en la planificación urbana —tal como lo demuestra la permanencia de los torniquetes a pesar de sus dificultades de uso —, pero que está siendo estudiado desde diferentes disciplinas. Un ejemplo es la filósofa feminista británico-australiana Sara Ahmed, quien plantea que las emociones participan activamente en la organización de la vida pública y sus estructuras, y que al rastrearlas es posible dar con los criterios de la normalidad y la diferencia, tal como ocurre con la movilidad. Como señala el historiador del arte e investigador argentino Nicolás Cuello en el prólogo del libro La promesa de la felicidad de Ahmed (Caja Negra, 2020), se trata de “un tráfico emocional que regula la relación con nuestro entorno”, que se refleja en las experiencias urbanas planificadas en base a un modelo de sujeto estándar o en quiénes son o no aceptados en ciertos espacios de la ciudad.
“Recuerdo que en Santiago, aquí en Bogotá y en Ciudad de México, por la naturaleza de ciertos negocios, algunas calles son habitadas exclusivamente por hombres, como por ejemplo en las que hay ferreterías, donde se vuelve muy raro ver mujeres. Entonces no es que haya una norma que diga ‘aquí no entran las mujeres’, pero tú como mujer lees que ese espacio tiene unos códigos en los que te sientes fuera de lugar y las otras personas te perciben como fuera de lugar”, dice Castañeda.
Para la geógrafa, hablar de movilidad implica abordar las relaciones de poder de quiénes pueden o no moverse, quiénes deben hacerlo, y cómo esa posibilidad está codificada y encarnada socialmente. Como cuando una persona, vestida de cierta forma, está sentada en un parque y nadie la obliga a moverse: “ese hecho constata su derecho a la inmovilidad”, explica la académica, y agrega: “es muy distinto a lo que ocurre cuando un policía ve a otra persona en la misma actividad, considera que está causando problemas y le dice ‘circule, muévase’”.
Estas relaciones han sido expuestas, por ejemplo, en estudios sobre las aplicaciones de delivery que, desde las experiencias de quienes usan medios de transporte para realizar repartos, han demostrado la vulnerabilidad y prácticas de resistencia de las mujeres repartidoras que a diario viven violencia en espacios públicos. Otro ejemplo son las experiencias ligadas a los baños públicos, ya sea desde sus ausencias o sus planificaciones basadas en un sujeto modelo, por lo general hombre cis-heterosexual, como relata la autora canadiense Lezlie Lowe en el libro No Place To Go: How Public Toilets Fail Our Private Needs (2018). Lowe enfatiza en las experiencias de personas cuidadoras, en su mayoría mujeres, que deben lidiar con la falta de baños en espacios comunes, reclamo que también ha tenido eco en las comunidades no binarias.
Territorios sin personas
Paola Jirón, presidenta del recién creado Consejo Nacional de Desarrollo Territorial y académica de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile, es parte de quienes han comenzado a hablar de un “giro de la movilidad” desde América Latina, un concepto vital para la inclusión de las vivencias cotidianas en la planificación territorial. Para la urbanista, este paradigma permite reconocer no solo que las experiencias son diversas y que no todos los cuerpos son hegemónicos —hábiles, estáticos, hombres, independientes y habitantes de una ciudad—, sino que estos cambian en su relación con el territorio. “En las ciencias sociales, sobre todo en la sociología, se tiende a pensar que las experiencias son estáticas, que suceden en espacios fijos. Y cuando empezamos a ver la forma en que se habitan los territorios, qué es lo que hacen las personas, la vida resulta ser bastante móvil. Para mí, el espacio se mueve porque está construido a partir de las experiencias: si las personas se mueven, el espacio también”, explica.
La movilidad evidencia la unión dinámica del espacio y el cuerpo. A partir de esta idea, Jirón propone trabajar un urbanismo situado, que consiste en aproximarse desde otras formas de pensar los territorios. Sin embargo, reconoce que aquello requiere de cambios políticos y socioculturales que incluyen las normativas y la enseñanza. “Por ejemplo, hay que modificar el sistema nacional de evaluación de desarrollo urbano, porque la metodología actual es por proyecto y no por territorio. También pensar en los manuales y la forma en que enseñamos la arquitectura. Aún se enseña con imágenes del hemisferio norte y sin cuerpos. La corporalidad está ausente y cuando existe, son cuerpos homogéneos, como el [Hombre de] Vitruvio, de Da Vinci o el modulor, de Le Corbusier [un sistema de medición basado en la estatura humana]. Cuerpos perfectos que llevan a mediciones perfectas. Europeos, blancos, hombres, clase media, que se mueven hábilmente, ¿pero qué pasa con los cuerpos más gordos? Esto tiene implicancias en cómo cruzo el torniquete. Y los niños, ¿cómo se sientan? Si vas cuidando a otro cuerpo, ¿cómo pasas?”, argumenta la académica.
Claudia Matus, directora del Centro de Justicia Educacional (CJE) de la Universidad Católica, lleva más de diez años liderando proyectos que estudian la normalidad y sus efectos en la reproducción de la diferencia. Matus coincide con Jirón en que es a partir del “cómo conocemos” que se puede comprender la complejidad y transformación de esta “normalidad”. “¿Cómo es posible que haya formas de funcionar que operan de una manera restrictiva y discriminatoria para algunas personas, y que, sin embargo, justificamos? Por ejemplo, cuando nos enseñan en el colegio acerca de otros grupos o comunidades desde la idea de un ‘ellos’ y un ‘nosotros’, la idea de lo femenino y lo masculino, la idea de lo rural como lo que está afuera, en la naturaleza, y lo urbano como lo civilizado”, explica Matus.
Para la directora del CJE, una de las grandes lecciones del estudio de la normalidad y la diferencia ha sido comprender la complejidad en la relación de ambos conceptos. “Estos procesos son superdinámicos, es decir, en la medida que estás explicando ciertas formas en las que se producen discriminaciones, inmediatamente hay nuevas lógicas que aparecen y las refuerzan. Este es un aprendizaje maravilloso del Proyecto Anillos “La producción de la norma de género”, que es una de las grandes estructuras para producir diferencia y discriminación. A pesar de toda la investigación y teorización, no hemos podido resolver el problema de la desigualdad de género”, reflexiona.
Pensar desde los cuerpos
La inclusión de otras epistemologías, como aquellas provenientes de los feminismos y la decolonialidad, ha sido clave para proponer otras formas de pensar la movilidad y los espacios públicos, ya que no solo suman otros tipos de cuerpos, sino que cuestionan el enfoque original. Se trata de una transformación completa, lo que incluye las herramientas y materiales con los que se construye el conocimiento. “El feminismo es muy rico en conocimientos y metodologías, por lo que aporta un trabajo valioso, pero más demandante, para traducirlo al plano de la ciudad y a la forma en que vivimos. Para mí, esto tiene que ver con que son teorías y prácticas que están pensando desde el cuerpo. Cuando este se deja fuera, se deja fuera la salud, el medioambiente y todo lo que ahora nos está cobrando la cuenta. Lamentablemente, muchas veces esto se lee solo desde la dificultad y no desde su valor”, afirma Lake Sagaris, urbanista, directora del Laboratorio del Cambio Social y reconocida en 2019 como una de las “Mujeres Notables en el Transporte” por la ONG Transformative Urban Mobility Initiative (TUMI).
La complejidad que menciona Sagaris tiene relación con que una experiencia corporal no puede reducirse a otra, sino más bien vincularse, por lo que es necesario generar espacios donde todas cohabiten. “Tenemos que reconocer quiénes somos y eso es un proceso complejo. Nos es difícil reconocernos latinoamericanos, indígenas, con prácticas informales; reconocer que los migrantes están transformando las formas de ver y de vivir. Como dice [la socióloga boliviana] Silvia Rivera Cusicanqui, se trata de este mundo ch’ixi, enmarañado, atiborrado. Lo que vivimos en Santiago es distinto de lo que están viviendo en La Paz, en Iquique o en lugares rurales. Es importante pensar nuestros lugares a partir de quiénes somos, y ahí los conocimientos situados son importantes”, explica Paola Jirón.
En esta línea, entre 2016 y 2019 Lake Sagaris lideró el proyecto Rutas Bakanes en las comunas de El Bosque e Independencia, en la Región Metropolitana, y Lautaro, en la Región de la Araucanía. Fue una adaptación de la idea de Rutas Seguras a las Escuelas (Safe Routes to School), programas que se han desarrollado en Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido para incentivar el uso de transportes activos como la bicicleta y la caminata, y fomentar el cuidado de la salud mental y física infantil y juvenil. Dado el contexto de alta desigualdad social y económica en Chile, la experiencia no podía solo replicarse, sino que debía adaptarse. Sagaris recuerda que fue necesario trabajar la sustentabilidad y el transporte desde la acción comunitaria orientada en la equidad. Las rutas seguras originales se preocupaban por la preparación y adaptación de niñas y niños a contextos poco seguros, “mientras que Rutas Bakanes les prepara para ese entorno, pero también les enseña a criticarlo y transformarlo”, explican desde el equipo realizador. Por eso el cambio de nombre: niños y niñas expresaron no querer rutas seguras sino “bakanes”, que contemplaran temas relacionados con la participación y la felicidad. De esta manera, dejó de ser un modelo estandarizado para ser un programa abierto y flexible de co-construcción local, que se transforma a partir de cada escuela, su comunidad y territorio.
«Nos hizo dejar de pensar solo en ‘líneas’ [de movilidad] y comenzar a pensar en espacio, es decir, re-organizar territorios completos con las comunidades locales y escolares, pasar de rutas bacanes a triángulos bacanes», cuenta Sagaris. Este cambio incluyó un trabajo articulado entre organizaciones sociales, negocios, centros de la mujer, programas de vigilancia comunal, colegios, artistas, empresas operadoras de buses del transporte público y la Dirección de Transporte Público Metropolitano. Los diálogos permitieron demostrar que los espacios públicos no eran solo lugares de tránsito, sino de encuentro y aprendizaje, en los que el movimiento dejaba de ser lineal y plano, y pasaba a ser articulador de tejidos socioambientales.
Para Jirón, pensar desde las experiencias debe ir más allá de una articulación de formas de moverse —caminata, transporte público, bicicleta, silla de ruedas o automóvil—, de costos, de rutas entre un punto y el otro o de distancias, sino también debe contemplar lo que ocurre antes, durante y después de un viaje. “Es decir, cómo me preparo para un viaje y cómo eso tiene que ver con mi historia pasada, con mis experiencias, si me acosaron en el metro o cómo está el clima. Y también pasan cosas durante y después que son igual de importantes. Si me asaltaron, si me demoré mucho, si hay mal olor en una calle, si me dio miedo o si fue muy placentero. Probablemente cambien o se mantengan ciertas formas de viajar, porque la experiencia afecta el viaje”, explica.
Movilidad para los cuidados
Otro de los temas ausentes en la planificación urbana y vial son las labores de cuidado, aspecto históricamente invisibilizado que logró una atención especial durante la pandemia de covid-19. La experiencia durante ese tiempo evidenció que muchas ciudades en Chile, y en otras partes de la región, estaban en deuda con estas formas de trabajo. La planificación de la ciudad en pandemia demostró desconocer —o no tomar en cuenta— los flujos del cuidado, comenzando por los movimientos que requieren los ámbitos de la alimentación y salud, los que no podían sostenerse desde la indicación de “quedarse en las casas”. En cambio, se privilegió el funcionamiento de las matrices productivas —el trabajo y las actividades esenciales—, donde el movimiento estuvo enfocado en la reproducción del mercado. La diferencia fue aún más evidente si se toma en cuenta que dimensiones de las labores de cuidado, como la alimentación, debieron articularse de forma particular y al margen de las decisiones oficiales, como ocurrió con las ollas comunes.
Para Jirón y Castañeda, las labores de cuidados se deben entender como una articulación compleja más allá de la relación de dos personas. Justamente esa sería la clave en términos de movilidad: reconocer que éstas no ocurren solo en el espacio del hogar, el colegio, el hospital, el consultorio o el jardín, sino también en el camino a esos lugares y cómo estos trayectos se transforman a partir de las interacciones.
“Lo más importante es definir qué estamos entendiendo por ‘cuidados’. Porque no es el cuidado de niños únicamente, no son solo mujeres cuidadoras de personas enfermas, con discapacidad o de niños, eso es parte importante y muestra que sí, somos las mujeres quienes mayormente cuidamos, pero cuidamos más que a niños. El tema al que debemos apuntar es a la posibilidad de reproducir la vida, desde la sostenibilidad de la vida. Entonces, también implica comprender que tenemos que cambiar el sistema productivo. Y esto no viene de la pandemia, viene desde hace mucho tiempo. Llegamos a aquí con 200 años de un urbanismo muy poco cuidadoso con la tierra”, afirma Jirón.
Incluir todos estos aspectos conlleva un cambio de paradigma, que implica pasar de pensar en lugares de cuidados a relaciones de cuidados. Ese giro conceptual permite comprender y dar lugar a otras experiencias invisibilizadas como, por ejemplo, las rutinas de transporte de las trabajadoras domésticas. “Ellas tienen las movilidades más difíciles de quienes trabajan en la ciudad, pues recorren las distancias más largas, son las que están más expuestas a lo que ocurre en el transporte público, como el acoso y la discriminación, y son las que cargan con mayores afectaciones a la salud, porque tienen que pasar más horas en el transporte y realizar mayores esfuerzos por combinaciones dentro de sus traslados”, explica Castañeda.
Se estima que las trabajadoras de casa particular en la capital colombiana gastan hasta siete horas al día en el transporte público, más que las personas de cualquier otro oficio. Esta es una realidad que se replica a lo largo y ancho de América Latina, donde de las cerca de 14 millones de personas que se dedican al trabajo doméstico, el 91% son mujeres, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo. Según cifras del proyecto Invisible Commutes (Trayectos Invisibles), las empleadas domésticas en Sao Paulo pasan más de cinco horas en sus trayectos; en Lima, seis horas; en Medellín, cuatro. No hay cifras exactas sobre la realidad en Santiago, pero de acuerdo con la Política de Equidad de Género del Ministerio de Transportes —en base a la Encuesta Origen Destino de 2012—, se estima que el 65% de los viajes relacionados al cuidado, la salud y la alimentación son realizados por mujeres. La experiencia de movilidad se complejiza si se considera que parte importante del trabajo doméstico en Chile es realizado por mujeres migrantes.
Para Paola Castañeda, este factor no puede pensarse en adhesión, ni tampoco extraerse, de la movilidad, pues hoy es parte constitutiva de la configuración compleja de las labores de cuidados. “Se trata entonces de pensar también desde otras escalas y articular no solo esa violencia e injusticia que se vive en los desplazamientos cotidianos en la ciudad, sino también con esa biografía de movilidad, de cómo llegan esas mujeres aquí a vivir en barrios periféricos, lo que implica movilidades transnacionales del cuidado y la desterritorialización de los cuidados”, concluye la académica.