En el inmenso vertedero icónico que habitamos, es indispensable aprender a mirar, a leer las imágenes y traducir su polisemia. De ahí el lugar central de la educación artística hoy: no solo promueve una didáctica interdisciplinaria acorde a estos tiempos, también ofrece otras posibilidades de entendimiento y creatividad para interpretar una época dominada por la saturación visual.
Por Carlos Ossa Swears | Imagen: The Round Hall, de Gretchen Scherer
El debate sobre el papel del arte, particularmente el contemporáneo, en la producción de conocimiento en los ámbitos educativos ha pasado por varias fases, conflictos y reformas. Desde la idea de belleza, identidad o contexto se han formulado modelos alternos de enseñanza que tienen propósitos diferentes: enseñar el gusto, construir la memoria o intervenir el espacio. En esos y otros casos, un tema que aparece con frecuencia es cuál sería la relación entre lenguaje artístico y realidad. ¿Cómo identificar los elementos pedagógicos fundamentales que permitan comprender imágenes que no tienen un significado referencial? ¿Qué tipo de saber generan las prácticas artísticas, en apariencia guiadas por procedimientos arbitrarios, juicios subjetivos y técnicas no cuantitativas?
Una primera observación sobre estas preguntas señala que la teoría curricular administrativa, fundada en la contabilidad de los resultados, no concede a la educación artística una dimensión cognitiva necesaria. Entiende que esta puede existir y hasta la valora, pero le resulta difícil expresarla al interior de un discurso basado en proposiciones y una escolarización convencional. Hay un reconocimiento del potencial formativo de la educación artística, pero la ausencia de una mirada más heurística la devuelve — en más de una ocasión— al plano de lo fenomenológico donde, incluso, un número importante de docentes de arte —incluyendo universitarios— la idealizan como fuerza expresiva o individualismo creativo en sí mismo. Es clara la existencia de una dimensión relacional en el arte, pero su sentido y lugar en la educación va más allá de examinar obras y definir sus formas. Se trata, en realidad, de establecer una condición dialógica que implique un aprendizaje práctico-cognitivo situado. Como lo plantea la artista y filósofa alemana Judith Sigmund, “cabe entender el ‘arte en tanto que producción de saber’ como la creación de modalidades concretas distintivas de aproximación al mundo, a sus contextos y sus objetos”.
Aunque hoy existe una especie de acuerdo institucional sobre el tema, queda pendiente la pregunta sobre qué modalidades de aproximación producen conocimiento. En una variada línea de enfoques, se proponen algunas sugerencias: 1) El arte genera síntesis específicas entre lenguaje, cuerpo, materia y memoria; 2) El arte utiliza técnicas que flexibilizan los datos empíricos; 3) El arte crea espacios de ruptura con la representación mediatizada; 4) El arte resignifica las relaciones sociales haciendo visibles las formas del poder; 5) El arte produce una resistencia epistémica a través de la investigación y la crítica; 6) El arte diseña objetos que proponen imaginarios divergentes de la cultura.
Una de las preocupaciones centrales habla de la urgencia por modificar las estrategias de formación, poniendo de relieve los significantes culturales del territorio, los saberes previos de los estudiantes y docentes, y las biografías como fuentes de creatividad. Lo anterior ha movilizado múltiples discusiones sobre una educación más inclusiva, contextual y reflexiva que escape al relato del círculo disciplinario y cruce la frontera hacia una mayor interdisciplinariedad.
Así, desde hace un par de décadas, la importancia de la formación estética abandona las lecciones del formalismo y la semiótica, para dialogar con la antropología cultural, la teoría de los medios, los estudios visuales, la deconstrucción o la crítica de género. Este desplazamiento refleja la relevancia que adquieren la visualidad, la investigación basada en las artes y la didáctica interdisciplinaria en la producción y condiciones del conocimiento. Asimismo, el arte contemporáneo asume un giro educativo que lo vincula con diversas estrategias de aprendizaje formal y no formal, con las nociones de proyecto situado y prácticas colaborativas, y con una reconstrucción de zonas de contacto entre actores diferentes que permite la participación colectiva en la elaboración del saber artístico, social y pedagógico.
La importancia que toma la investigación en las prácticas artísticas está asociada con el cambio de paradigma estético-político del arte, que deja de entenderse como la contemplación de un objeto y transfiere su atención a los conceptos, los contextos y las relaciones sociales. Esta dimensión no es nueva y durante el transcurso del siglo XX pueden identificarse un sinfín de epistemologías artísticas en simultáneo trabajo de creación, crítica y producción de artefactos reflexivos.
La investigación se convierte en el eje de la enseñanza, poniendo en discusión las dimensiones formales y lingüísticas de una obra para dar lugar a nuevos referentes y problemas asociados con la cultura visual y las tecnologías. Entre ellas, ¿qué tipo de procesos deben ocurrir en una investigación artístico-pedagógica para lograr como resultado la producción de un saber? ¿Cuáles son las legitimidades metodológicas y quiénes las validan? ¿El hecho de que la educación artística no sea una “ciencia” la incapacita para generar conocimiento?
Educación y presente
Hay una serie de transformaciones que renuevan el lugar de la educación artística en el mapa global de la educación. Se trata de un cambio de las prácticas, una resignificación de las categorías, una producción heterogénea de ideas y la integración de una pluralidad de formatos, lenguajes y objetos. En esta dimensión, las situaciones didácticas trabajan desde lo experimental, en concordancia con temáticas sociales, culturales y políticas que hacen sentido a las comunidades escolares. No es solo un fenómeno de homologación con los métodos de las disciplinas consagradas, sino un desdoblamiento fundamental, respecto a —¿cómo?— enseñar creativamente utilizando herramientas y procedimientos de forma abierta y lúdica que fomenten el potencial indagativo de las/los estudiantes y docentes. La investigación y la experimentalidad como dispositivos pedagógicos coordinados bajo el concepto de diseño performático, guían la discusión sobre las posibilidades educativas de un sistema que se abre a dialogar con realidades distintas a las que definen los programas o las bases curriculares.
El diseño performático es un modelo de trabajo que organiza la curiosidad, la imaginación, la creatividad y el proceso en una jerarquización relativa. Así, se cruzan diversos factores en la planificación de las clases, la mediación de los materiales y las metáforas, junto con la evaluación ya no de productos, sino de relaciones de aprendizaje, pues el arte en su hacer pedagógico no es una experiencia, es una relación cognitiva divergente.
Además, el diseño performático es una pieza clave porque construye una articulación entre saberes, pues se trata de representar una temática, reflexionar sobre sus diferentes perspectivas, generar respuestas diversas y crear un objeto/acto que funda y sintetiza un proceso de interpretación con uno de creación. Si, por ejemplo, usamos la metodología de la investigación basada en artes visuales (MIBA) para estudiar, en conjunto con la disciplina de la historia, la formación ciudadana y los derechos humanos, tendremos que establecer un protocolo temático, indagar sobre un conflicto social, identificar prácticas y discursos artísticos referidos a dicha situación, experimentar con los materiales y proponer una respuesta colaborativa que se exprese en una realización audiovisual, una dramatización, la intervención poética del espacio o una performance. Cualquiera de las modalidades artísticas que se utilicen propone una desviación del tema, la transgresión de los límites artificiales de la disciplina y la puesta en escena de una visualidad compartida y significativa, pues resulta de un saber generado por la tarea común de investigar, experimentar y solucionar de forma interdisciplinaria.
Hasta los años setenta, la educación artística estuvo dirigida por las propuestas de expresión, autoexpresión y percepción visual que definían el aprendizaje estético como un fenómeno personal, intransferible y sin evaluación. Estos aspectos justificaron la desvalorización del arte en el currículum, pues no se adherían a corrientes de pensamiento formal y eran imposibles de traducirse a funciones, utilidades o servicios. En la década siguiente comienza una reconstrucción de los objetivos y propósitos de la enseñanza. Las artes visuales se expanden tanto en las instituciones como en los circuitos sociales, instalando preocupaciones pedagógicas relativas al poder e influencia de las imágenes y el deterioro de la cultura letrada. Se comienza a estudiar la visualidad desde un ángulo socioestético, como un entramado de fenómenos que trascienden a la historia o la crítica y participan de la formación de las/los estudiantes de manera protagónica, como si fueran un currículum oculto.
El escenario descrito está atravesado por orientaciones inesperadas y también por la necesidad de modificar las plataformas redentoras y misioneras de una educación aún anclada en una lógica binaria de bueno-malo, nosotros-ellos, correcto-erróneo. Potenciar y actualizar a la educación artística supone, entre varias posibilidades, identificar los movimientos de fondo y superficie que trae consigo la promoción de una didáctica interdisciplinaria, y atender una pregunta mayor respecto al modo de entender el nexo entre educación y presente.
Al asumir un tiempo marcado por choques culturales que originan mutaciones perceptivas, por la decadencia de paradigmas de género y autoridad vertical o por nuevas formas digitales de violencia, la educación artística ha dejado de ser una “asignatura” optativa, porque demuestra su potencialidad para dialogar con tipologías huérfanas cuyo lugar y contenido no acepta el currículum. Además, ofrece otras posibilidades de entendimiento y creatividad para interpretar la racionalidad técnica de una época dominada por la saturación visual. ¿Cómo leer las imágenes y traducir su polisemia? ¿Qué enseñar y cómo descubrir en medio de un inmenso vertedero icónico?