Vacío jubiloso

«Eunice Odio constituye uno de los grandes casos literarios centroamericanos. Inconforme y rebelde frente al relato nacional, expatriada y exiliada, asentada en México; magnífica cronista y con dotes especiales para el género epistolar; polémica e insumisa frente a los discursos establecidos y, sobre todo, una poeta con una obra estructurada y sólida», apunta Leonel Delgado sobre Este es el bosque: 25 poemas, antología de la poeta costarricense.

Por Leonel Delgado Aburto

Con sorpresa y alegría veo ahora publicada en Chile una antología de poemas de Eunice Odio (1919-1974). Se trata de un volumen impecable y cuidado que, sin duda, ofrece una perspectiva comprensiva de la poeta costarricense. Oculta como tantas otras poetas, y de diseminación secreta, pero firme, Odio constituye uno de los grandes casos literarios centroamericanos. Inconforme y rebelde frente al relato nacional, expatriada y exiliada, asentada en México; magnífica cronista y con dotes especiales para el género epistolar; polémica e insumisa frente a los discursos establecidos y, sobre todo, una poeta con una obra estructurada y sólida.

Para quien se acerca por vez primera al universo de Eunice Odio, resultará muy informativo y esencial el prólogo de Vicente Undurraga. Enmarca muy bien la voz de Odio entre la aparente indiferencia o falta de reconocimiento de la escritora, y los preceptos místicos de su literatura, ese encuentro con un vacío que es el de la ausencia de “unidad cósmica”. El prologuista menciona, entre las vivencias que conjuran ese vacío y se constituyen temas de su poesía, “las experiencias eróticas, las místicas y las amistosas”. Se podría agregar la de la conversación con los muertos. En efecto, la obra de Odio está llena de obituarios conversados. Max Jiménez, Satchmo o Rosamel del Valle, pero también sujetos anónimos, son convocados ya en el orbe trascendente de la muerte, como si la tarea de la poesía estuviese relacionada con el responso y el funeral.

En todo caso, la presencia del Otro es fundamental en la literatura de Odio, como se deja ver en sus cartas. Cuando yo realizaba la investigación para mi tesis de doctorado, tropecé por azar con estas cartas de la poeta a Juan Liscano (también mencionadas por Undurraga), en las que hay un permanente reflorecer de hortalizas y frutas, y constantes fenómenos luminosos, entre otros sucesos místicos. Como muchos otros lectores caí en el hechizo escritural de aquella correspondencia, su estratégica construcción de un imprevisto lector masculino despistado por los secretos que unían creación moderna y mística, y que también juntaban a una comunidad de mujeres que sí comprendían lo oculto.

Las cartas ocuparon, por supuesto, una parte crítica de mi estudio sobre escritura autobiográfica centroamericana, sin dejar de representar cierto problema político. En un corpus en que sobresalía la politización e ideologización literaria, resultaba contrastante el anticomunismo y antifeminismo declarados en las crónicas y artículos de Eunice Odio. Aun así, parte de mi hipótesis sobre ella es que, a pesar de sí misma, quizá, su escritura estaba también motivada por un gran gesto literario y político, común a su generación y su época, lo que, inspirado en De Certeau, llamé heterología, y que consiste en una apertura pasional hacia el Otro como fundamento escritural.

En ese sentido, esta antología ayuda a focalizar más detenidamente la calidad y, por decirlo de alguna manera, sistematicidad de la obra de Odio, así como algunas marcas de la época y de su propia posición como mujer intelectual y escritora. Como muchos otros casos centroamericanos (Cardoza y Aragón, Salomón de la Selva, Carlos Martínez Rivas), en Odio es evidente el predominio de lo que Rubén Darío llamaba “cerebración”. La poesía es proyecto y disciplina, antes que mera emotividad. Asimismo, los planos que diseña su trabajo entreveran la estética con la ética, y ofrecen el verdadero acabado final del sujeto, su personalidad y su fin: fe en la obra, antes que desgano vanguardista. Indiferencia, anonimato y solidaridad: la estatura mesiánica de la poeta vibra en este diseño de una manera estratégica.  

Este es el bosque: 25 poemas
Eunice Odio
Selección y prólogo de Vicente Undurraga
La Pollera, 2021
134 páginas

Si se advierte el predominio de nombres masculinos en la constelación de la poesía centroamericana, se debe comprender también que la posición de Odio no debió ser fácil en un ámbito en que prevalecían ciertos clichés masculinistas de culto a la belleza femenina, la que no pocas veces desemboca, paradójicamente, en abiertas posturas misóginas. La mujer que escribe es caso teratológico, dice el mismo Darío en El oro de Mallorca. En este sentido, es curioso el caso de la oda que le dedicó Carlos Martínez Rivas a Eunice Odio (en La insurrección solitaria, 1953), un poema de celebración y cerebración que canta la belleza de la poeta costarricense, en un límite en que la belleza se vuelve amenazante: el cuerpo de la mujer como revelación de lo real (en términos lacanianos) o de lo divino, y que termina por amenazar con la asfixia al escribiente masculino.

Por ello, se podría sugerir que la poesía de Odio confronta de manera desafiante la estructuración masculinista del campo cultural centroamericano.  En ese gran poema que es “Si pudiera abrir mi gruesa flor”, al retomar la identidad flor-mujer, opera un desplazamiento que no parece complaciente con la naturalización de esas metáforas en las retóricas del cortejo o de la belleza, es decir, en el control discursivo dominante. El poema comienza diciendo: “Si pudiera abrir mi gruesa flor / para ver su geografía íntima, // su dulce orografía de gruesa flor” (67). Estamos ante lo que Diana Bellessi llamaría quizá el deseo de “reconocer una identidad otra, no aquella que estáticamente la sociedad reproduce”. Este deseo parece un eje esencial en el poema de Odio, no tanto como declaración incontestable, sino como tensión contradictoria en que la principal lucha parece ser la apropiación de los signos.            

Varios de los poemas de la selección, incluido el recién citado, están fechados en 1946, un año milagroso para Eunice Odio, se podría decir; algunos de ellos escritos al parecer en Granada, Nicaragua. No tengo noticias de las condiciones en las que Odio visitó o vivió en Nicaragua, ni los vínculos que tuvo con el campo cultural granadino, aunque uno de sus poemas esté dedicado a José Coronel Urtecho. Es un tema, en todo caso, de pertinente investigación. Quizá Granada sea la ciudad evocada en “Mi ciudad, a 11 grados de latitud norte”. Una ciudad en que “Alguien, algo me espera”; “donde alguien me dio una cita / con renovado acento, / pero olvidó su nombre por mi nombre”. Una ciudad con “horario masculino”, que se ama de lejos, pero que “De cerca es otra cosa.” Una ciudad lírica y, sin duda, municipal, pero en la cual Odio encontraría, si acaso volviera, “los planetas, / los frutos”. Por supuesto, es erróneo apostarlo todo a una identificación realista o geográfica. El lugar de Eunice Odio es la distancia. Gran cronista de San José, de México o de Nueva York, se comprende que su localización es mucho más fluida de lo que su biografía, hasta cierto punto enigmática, podría mostrar.

Celebro, en fin, la publicación de esta antología que contribuirá a la secreta y segura pervivencia y diseminación de su obra. Odio, de hecho, parece tener fe en las posibilidades de reproducción desde lo estéril. Su “Poema Quinto: Esterilidad” trata de la flor arrancada (ya no la flor prodigiosa o abierta), vacila quizá en el miedo de la insolidaridad, pero encuentra el sentido del canto “como pájaro en proyecto por los árboles: / júbilo de vacío jubiloso”.

Los lejanos noventas

«La crítica de su tiempo alabó bastante este libro, y a 25 años hallamos en él un texto interesante, con una voz algo bombaliana en su prosa demasiado cuidada, pero que ciertamente ha envejecido un poco», escribe Lorena Amaro sobre El daño, de la escritora chilena Andrea Maturana.

Por Lorena Amaro

En los últimos años, varias editoriales chilenas están apostando por las reediciones. Desde obras de autores consagrados como Marta Brunet, Carlos Droguett o Manuel Rojas, a otras marginales, que en su tiempo no fueron consideradas en el canon y que aún no han sido justamente reconocidas. En este panorama predominan obras de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, y es por eso que resulta singular y muy valiosa la reedición de un libro publicado en 1997, El daño, de Andrea Maturana, autora que siendo muy joven irrumpió en la escena literaria con un libro de cuentos bastante celebrado por su forma de abordar el erotismo femenino, (Des)encuentros (des)esperados (1992), y que confirmó los buenos augurios de la crítica con esta novela, muy aplaudida, cuya reaparición pone el texto al alcance de las y los lectores más jóvenes.

Esta nueva puesta en escena nos permite revisitar, además, un período de nuestra historia literaria. Se trata de los años de la “nueva narrativa”, de la colección Biblioteca del Sur, de Planeta, de los talleres como novedad, de un mercado del libro que después de años de dictadura comenzaba a activarse en el país. Un mundo que, llegados los 2000 —e irrupción mediante de dos grandes escritores que ensombrecieron a otros de su generación, Pedro Lemebel y Roberto Bolaño— empezamos a observar con distancia y no sin desconfianza, como ocurrió también con la política de esa década. No es posible leer El daño sin este marco. Es un producto de ese tiempo que quizás no hemos pensado lo suficiente, y que en su momento fue de gran novedad, porque cuando Maturana lo escribió, el concepto de género en nuestras universidades era un tema relativamente nuevo y se hablaba poco de violencia sexual. El texto tiene el valor de desarrollar potentemente el trauma del abuso infantil vivido por una de las protagonistas, Elisa, la narradora, violada y torturada en su propio hogar, quien se aventura en un viaje por el desierto con su amiga Gabriela, quien ha vivido la dolorosa experiencia de un amor clandestino con un hombre que nunca dejará a su esposa. La intimidad de la relación es a ratos ambigua sexualmente, y tanto este elemento como la forma en que se aborda la violación y el silencio familiar ante un hecho así debieron ser muy rupturistas en el momento de la publicación de la novela.

El libro se atiene al realismo practicado en su tiempo, un realismo que no ha dejado de ser atractivo si bien la escena literaria actual ofrece exploraciones más fragmentarias e híbridas. Narrada en primera persona, la novela ofrece un recorrido muy íntimo por la subjetividad de estas dos veinteañeras que han sufrido, con distintos matices, el abuso y el desamor; uno de los ejes centrales del relato es la voz, el lenguaje, la pregunta por el cómo decir ciertas cosas. Las confesiones tardan en llegar, en el caso de Elisa, y en el de Gabriela, se desbordan, son excesivas, “me habla de Marcelo y de su historia con una crudeza desmedida”. Esto hace más difícil para la narradora, muy perceptiva en los pequeños detalles del cuerpo y del paisaje que las rodea, revelar lo que le ha ocurrido a ella en su infancia: “La única forma que tengo de verbalizar ciertos recuerdos, cuando logro hacerlo al menos en mi mente, es con una carga inevitable de ternura, y eso los hace doblemente atroces”. Como lectora ávida que se formó a sí misma para poder ganarse un día el amor de su verdugo, el padre, conoce de sobra las palabras, y por lo mismo plantea la dificultad para emplearlas: “Busco en mi repertorio inacabable de palabras (…) no hay nombres para las cosas. No hay algo que se corresponda con los retazos de imágenes, todas ellas confusas”. Esta afasia me parece muy significativa de ese momento, en que el feminismo pasaba por un proceso de institucionalización en la academia y no se dejaba oír tan fuerte como ahora la protesta airada contra los abusos patriarcales.

El daño
Andrea Maturana
Imbunche, 2021
206 páginas

La escritura de Maturana, correcta, bien elaborada, se recorre con avidez. Logra darle verosimilitud al drama delicadísimo que relata, si bien la voz narrativa —que va haciendo una suerte de registro de viaje en los dos primeros tercios de la novela—, enjuicia y construye un complejo tramado de culpas muy afín con lo que fueron los noventas y una forma de vida y pensamiento en que la heterosexualidad no llega a ponerse en duda, incluso en sus aspectos más tóxicos. Esto lo hace un poco lejano cultural y políticamente, a pesar de que sea relativamente reciente. El erotismo entre las amigas es triste, producto del desamparo en que ambas se sienten (“abrazadas contra el frío y contra el miedo”), y la novela en general se queda en un registro sencillo, poco rebelde, en que el recorrido geográfico y anímico culmina en un retorno, por así decirlo, a la normalidad. Ese regreso se ve coronado por lo que se puede ver como un castigo a la amiga de la protagonista, por sus desbordes pasionales. No es raro pensarlo: Elisa enjuicia permanentemente a Gabriela por haber sido amante de un hombre casado: “Ella amó demasiado a quien no debía, y en el fondo se niega a reconocer que no debía. Se da una disculpa tras otra”. Esta amiga es descrita como alguien fuera de sí: “Gabriela se ríe con un dejo de histeria, mezclando la risa con un poco de llanto, como si fueran la misma cosa”. Estas marcas, que están a lo largo de un libro en que los personajes conversan sobre Betty Blue antes de tener sexo y el motel es el centro triste de la pasión clandestina, van produciendo una moral algo esquemática y adusta, en que se echa de menos un poco de ironía.

La crítica de su tiempo alabó bastante este libro y, como se explica en la contraportada, lo celebró incluso como una obra de culto. A 25 años hallamos en él un texto bien organizado, interesante, con una voz algo bombaliana en su prosa demasiado cuidada, pero que ciertamente ha envejecido un poco, a diferencia de otros relatos de la segunda mitad de los noventa. No solo por la forma en que construye esta historia redonda, sin fisuras y de final trágico, cerrado, sino también por la perspectiva, que ofrece una ranura por donde mirar, no sin interés, lo que fue una década de exacerbado individualismo.

Continente nativoamericano y deconstrucciones nacionales

«La flor del anhelo, del dúo VillaMillie, e Hija natural, de La Chinganera, son discos enlazados por años de circuitos comunes y por su afinidad entre las tradiciones del folclor y la actualidad», escribe David Ponce sobre los últimos discos de estos músicos chilenos, quienes recogen influencias de la cueca chilenera y chinganera, pero también del tango, el vals peruano, las décimas, el guitarrón, las tonadas y el canto campesino.

Por David Ponce

Por la ventana desde el segundo piso de esa casona santiaguina era posible asomarse a ver la avenida Matta, a pasos de calle Carmen, mientras dentro arreciaban las coplas y seguidillas y la parejas llenaban el salón entre las mesas y el escenario. Era agosto de 2008, una noche cuequera en Santiago, en la casa elegida por cierto grupo de jóvenes cantoras para invitar a un encuentro de música y baile bajo un llamado que era un desafío: a pasar agosto con Las Niñas. La de 2008 fue la segunda vez que las anfitrionas convocaban a ese ciclo de cuatro semanas previo a las habituales fechas dieciocheras de septiembre, y como parte del elenco de ese año, junto a Las Niñas estaban anunciadas La Gallera!!! y La Chinganera, entre otros nombres.

La Gallera!!! era un grupo hermano de generación de Las Niñas, tanto así que el guitarrista Juan Pablo Villanueva era parte de los dos elencos. En cambio, La Chinganera no era un grupo sino una mujer: Fabiola González, cantora venida de la región del Biobío y también presente en los escenarios con un grupo llamado La Mesa del Pellejo, donde actuaba a su vez la actriz y cantante Marcela Millie. Eran días en que la cueca había probado ser un movimiento duradero, con más de un decenio pasado desde la aparición de los primeros conjuntos jóvenes de fines de los años noventa, y con más de una generación de grupos tocando cada semana en escenarios de la ciudad. Y era un tiempo en que el referente mayor de esa cueca seguía estando en cantores históricos del siglo previo como Los Chileneros y Los Chinganeros.

La flor del anhelo
VillaMillie
2021
villamillie.bandcamp.com

Quince años después ese panorama ha crecido. A poco andar, muchas de esas mismas voces jóvenes prestaron atención a otras influencias además de la cueca chilenera y chinganera, desde los repertorios del tango o el vals peruano de la misma vieja guardia, hasta el influjo más ancestral de las décimas y el guitarrón por una parte, o de las tonadas y el canto campesino por otra. Y el trío de jóvenes que estaba en escena esa noche de agosto de 2008 hoy es parte del abanico al que se ha abierto esta evolución. Marcela Millie y Juan Pablo Villlanueva son el dúo VillaMillie, que publicó en noviembre pasado su primer disco, La flor del anhelo. Y Fabiola González sigue siendo La Chinganera e inició esta temporada con la tercera grabación de su recorrido: Hija natural. Dos discos enlazados por años de circuitos comunes y por su afinidad entre las tradiciones del folclor y la actualidad.

El camino de La Chinganera ha sido en sí mismo un relato de esa evolución. Su primer disco, La Chinganera (2008), partía desde una estación mapuche para seguir por el contrapunto en décimas, el romance y la cueca al modo de exploraciones sucesivas. El segundo maduraba una postura marcada por la defensa de una creación siempre nueva enraizada en el folclor, tal como se lee en el sentido subyacente al título de ese disco: Todas íbamos a ser Violeta (2014). Y el tercero, Hija natural (2022), corrobora esa convicción por un folclor en movimiento.

Un continente del disco está en la cueca. La autora ya había dado a conocer en 2019 las armonías innovadoras en la cueca “Nativoamérica”, hoy recreada junto a la voz de la cantante maulina Evelyn Cornejo entrelazada con la de Fabiola González. Y se suman a ese repertorio las esdrújulas que dan forma a la “Cueca eléctrica”, con guitarra, bajo, batería y la voz del músico de rock Ángelo Pierattini; así como “Arauco”, con las muletillas “Luchando” y “Lloran cultrunes” y la voz lírica de Miguel Angel Pellao, El Tenor Pehuenche; y la “Cueca larga de mujer”, con menciones a una galería de mujeres notables.

Otro continente de Hija natural es la décima. Inscritas en esa métrica profunda se oyen la tradición retratada en “Velorio del angelito”, entonada a dos voces con Jorge Coulon, de Inti-Illimani; y la declaración de principios de “Cantora”, cuya entonación remite de inmediato al canto a lo poeta. Mestizajes más abiertos hay en la libertad con que Fabiola González hace una relectura de los versos del poeta uruguayo Mario Benedetti en “¿De qué se ríe?”, y en la voz de la cantaora y bailaora Natalia de Triana presente en “Gitano”, una canción con arreglo final de banda de bronces. La presencia de un especialista en instrumentos andinos como Juan Flores Luza y de un baterista de jazz como Carlos Cortés se suman al efecto transversal de los saxos y flautas del músico Pedro Villagra, productor del disco y garantía adicional en este integrador trabajo de fusión latinoamericana. O nativoamericana, para adoptar desde ya el neologismo que propone La Chinganera.

Las rutas que han seguido Marcela Millie y Juan Pablo Villanueva se enriquecen a su vez entre sí. Un afluente de ella es su oficio de actriz, ejercido en especial en la compañía Teatro La Provincia que encabeza el actor y director Rodrigo Pérez, y también en el colectivo La Rabona, con roles protagónicos en obras como Violeta Parra: al centro de la injusticia (2008) y Las Hermanitas Loyola vuelven a la radio (2018). Y la genealogía de él viene de abuelas y tías abuelas cantoras campesinas, matizada luego por sus gustos rockeros y su paso desde 2000 en adelante por el grupo de Patricio Manns, por los elencos cuequeros La Gallera!!! y Porfiados de la Cueca, y por la banda chileno/mexicana Hoppo!, entre otros pasaportes.

A primera oída hay variedad también en La flor del anhelo, el primer disco de VillaMillie. Se oye una trilogía de cuecas entre las puras dos voces y la percusión de “Si te mudas de este valle” y los efectos y secuencias electrónicas de “Por las noches del invierno” y “Dicen que soy flor de otoño”, así como aparecen el romance en “La flor del anhelo”, el vals en “Cuando el sol sale”, la tonada en “Marinerita orillera”, los influjos del corrido en “El lago”, la ranchera en “Cuando te vayas de mí” y el foxtrot en “Una tal Sonia” junto al grupo La Nueva Imperial, hasta desembocar en el cruce con un sitar que resuena en “Canto inmaterial”.

Pero hay además un sello sonoro para toda esa variedad. En VillaMillie usan el tratamiento del sonido como un instrumento más, casi al modo de una escenografía sonora que se puede atribuir tanto a las destrezas musicales de Villanueva como a la vocación teatral de Marcela Millie. Materiales de construcción de esa escenografía son en especial el silencio y el pulso como herramientas poderosas de expresión, cuyo mejor ejemplo está en una cueca de tempo cansino como “Por las noches del invierno”, donde cada detalle resulta amplificado gracias a esa economía de recursos. La copla inicial descansa en apenas una nota insistente en alguna de las cuerdas graves de la guitarra. En la seguidilla se asoma la segunda voz. En el zapateo recién se suma el pandero. Y el sello del remate es una modulación armónica que llega directo al corazón, para que luego sobrevenga una segunda toma completa de la cueca entre efectos y reverberaciones, de lleno deconstruida en un paisaje sonoro inédito y envolvente.

Once de las trece canciones del disco son composiciones originales, y dos pertenecen a la tradición. En una de ellas, “El ingrato”, se escucha la voz de una mujer mayor. Es el fragmento de una grabación del año 91 de Berta Carreño Zúñiga, abuela de Juan Pablo Villanueva, que cantaba y tocaba guitarra mientras junto a sus hermanas molía choclos para preparar humitas en su casa en la localidad de El Asilo, cercana a Cuncumén, en la provincia de San Antonio. Ahora Berta se escucha sampleada en La flor del anhelo como una raíz desde donde se encumbran estas nuevas hojas y flores de música chilena.

Del verdor al blanco y negro

«Claramente, el talento de Benjamín Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa», escribe Lorena Amaro sobre La piedra de la locura (Anagrama).

Por Lorena Amaro

H.P. Lovecraft, David Hilbert y Philip K. Dick son convocados en las primeras páginas del ensayo La piedra de la locura para introducir la reflexión de su autor, Benjamín Labatut, sobre la verdad de los sueños, los acantilados de la locura y la posibilidad de conocer la realidad. Para quienes hayan leído Un verdor terrible no resultará ajeno el procedimiento constructivo: la introducción secuenciada de cada uno de sus protagonistas, la elección cuidadosa e inteligente de uno o dos momentos biográficos y algunas citas memorables, el trenzado de historias de las cuales se va desprendiendo algo como una moraleja. En este caso, la idea de que “el horror atávico de Lovecraft (…), la lógica radical de Hilbert y las múltiples realidades de Dick se han fusionado para crear la imagen de un cosmos inaudito que no está regido por un orden, sino que se nutre del caos”. De más está decir que aquí el pronombre “se” es engañoso, porque es Labatut quien realiza esa “fusión”; como ocurre en el resto del ensayo, se trata de un artilugio a través del cual el autor busca convencer sobre sus propias visiones y dogmas. Falaces son también muchos otros de sus conceptos, por ejemplo la idea de que sus dudas epistemológicas sobre la realidad y la existencia humana en el tardocapitalismo eran “hasta hace muy poco tiempo, si no impensables, fácilmente ignoradas, porque el planeta entero parecía viajar sobre rieles, hipnotizado por una sola forma de hacer las cosas”, argumento con que Labatut pretende saltar por encima de kilos y kilos de páginas para presentar una idea homogénea de concordia universal, cuando es difícil pensar un instante del siglo XX y de los últimos años en que el planeta entero se haya sentido tan a gusto. Las simplezas no paran ahí. Por ejemplo, páginas más adelante descubre, adánico, “la orgía de lo nuevo” en el horizonte moderno, como si la novedad y la rapidez tecnológica no fuesen constitutivas de la reflexión filosófica y literaria de los últimos siglos.

Claramente, el talento de Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa.

En el texto, dividido en dos partes, “La piedra de la locura” y “La cura de la locura”, la pregunta kantiana por los límites del conocimiento adquiere tonos engolados y sublimes. “La pesadilla plural y demente” de nuestra contemporaneidad parece atormentar al ensayista: “Lo real está fuera de nuestro alcance. Nuestras vidas se han vuelto tan extrañas e inciertas como el reino cuántico”. Con todo, hasta aquí se podría soportar tanta declamación; el texto tiene interés sobre todo por la capacidad de Labatut de ensamblar, como un tetrix, algunas ideas literarias y científicas, algo que consigue hacer con mucha eficacia en Un verdor terrible (el propio Labatut se encarga de recordarnos, más de una vez en su ensayo, este libro de 2020, e incluso hace una breve reseña). Pero se vuelve mucho más difícil de soportar cuando el texto hace un giro hacia la situación de Chile en la actualidad. Cuando se desplaza, sin mayores tránsitos, de los misterios del cosmos y la mente al “estallido” social.

Alejado, pues, de las teorías fascinantes y las vidas dislocadas de los científicos y pensadores del siglo XX, la argumentación corre con el mismo tono solemne por rieles demasiado simples, por modestas ideas en que predomina el uso de palabras como “todo”, “nada”, “todos” o “nadie” para resumir la historia política nacional de las últimas cinco décadas: “Aquí, luego de los años de pesadilla de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y seguimos las reglas”. ¿Quiénes son todos? “Prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido social alrededor de sus garras”. ¿Cómo que prácticamente nadie? ¿Y qué es eso de un “enredo alrededor de garras”?

La piedra de la locura
Benjamín Labatut
Anagrama, 2021

Y así suma y sigue: “Casi todos nos quedamos callados”; “El país se quedó callado y nuestros sueños revolucionarios (…) fueron sepultados”. ¿Nuestros sueños revolucionarios? Comienza a dar un poco de risa. Luego escribe que, tras el estallido, “nadie (…) era capaz de explicar lo que estaba sucediendo”, “nadie era capaz de canalizar las fuerzas que se habían desatado”, “muchos no se atrevían a salir de sus casas”, “no había ninguna forma clara de unir todas las chispas”. El autor no escatima resonancias trágicas para la revuelta de octubre de 2019: “una devastadora implosión”, “un agujero negro”, “un campo de batalla”. La pandemia es presentada como “una nueva calamidad” y así quedan igualados el gesto político de una mayoría popular y una plaga mundial. Si bien parece defender la idea de un cambio social y político para Chile, como otros comentaristas de este proceso lo demoniza incluso en aquellos aspectos que resultaron ser más novedosos, por ejemplo, que se haya producido una algarabía de voces y demandas: “carecía de una narrativa central”, era de “naturaleza amorfa” y esto, que incidió en su gran escala, dice, “socavó” el proceso. Lejos del contenido y saturnino relato sobre los científicos del siglo XX, aquí presenta a una turba bíblica: “ebrios de furia, borrachos”, los chilenos desenterramos nada menos que “la torre de Babel”.

El resultado es un ensayo algo pegoteado, sin mayor rigor intelectual ni interés literario. A Labatut indudablemente le resulta mejor hablar de aquello que algunos llaman “cultura general” (europea) que producir una mirada original sobre aquello que tiene más cercano. Es sobre todo un divulgador, función muy en boga en estos días. Su tono e ideas no difieren mayormente de otros que hemos debido sufrir en Chile, desde hace unos años, por causa del columnismo nacional. En este sentido, si bien hace suyos recursos evidentemente borgeanos y bolañeanos, como observador de su contemporaneidad dista mucho de la genialidad de sus precursores.

En el segundo ensayo contenido en el volumen, “La cura de la locura”, Labatut ensaya una descripción de la pintura homónima de El Bosco y reflexiona sobre el lugar de la locura en sus propios libros, para luego proponernos la historia de una lectora/escritora paranoica, agobiada por sofisticadas y tecnológicas formas de plagio, que entra en contacto con él. “Al mirar el video que le dedicó a mi libro y al leer la transcripción del audio que subió a su blog, me di cuenta de que una de las cosas más crueles que escribió parece encajarle a su propia obra como una zapatilla de cristal: ‘Si uno se acerca y le hace zoom al texto, son puras mentiras, ridículas mentiras, pero si uno se aleja, hay una verdad mayor que se logra transmitir, y que es muy perturbadora’”. El procedimiento metaliterario por el que se comenta a sí mismo da un poco de pudor. La ficcionalización, que funciona bien en Un verdor terrible —libro sostenido principalmente por el ritmo con que logra narrar historias e ideas que le anteceden, que sustrae de la realidad—, en este ensayo resulta, como todo lo anterior, ridículamente desproporcionada.

Los años de las vacas gordas

Después de recorrer Casi, casi me quisiste, la exposición de la artista Claudia Lee en el MAC Parque Forestal, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido.

Por Antonio Urrutia Luxoro

La adolescencia era verdadera, la democracia no.
—Alejandro Zambra

I

El 11 de septiembre del 73 la sociedad chilena experimentó un severo trauma cognitivo que se fue acentuando en el tiempo. Los principales síntomas se manifestaron de manera más evidente en el lenguaje, tras el castigo sistemático a los cuerpos. Primero, el silencio perplejo que no fue capaz de emitir palabra alguna para denominar la magnitud de la violencia. Después, la confusión de nombres y conceptos apropiados para designar el estado de las cosas: pronunciamiento, golpe de Estado, liberación nacional, dictadura, dictablanda, el milagro de Chile, detenidos desaparecidos, etc. Una dificultad verbal enorme para establecer los límites entre guerra y paz. Para culminar con el olvido fulminante del repertorio gramatical previo a la fisura, se intentaron borrar las huellas del pasado combativo y se suministraron placebos a las víctimas para anestesiar el dolor de las pérdidas. Mientras en los 90 tomábamos onces-comidas con Julio Videla en TV abierta durante la crisis asiática, los criminales paseaban tranquilamente por los principales centros comerciales de la capital.

II

El último año del siglo pasado, Claudia Lee ingresó a la carrera de Bellas Artes (mención Escultura) en la desaparecida Universidad ARCIS. En la célebre institución originada en los 80 para la enseñanza de las artes, humanidades y ciencias sociales, pululaban prominentes figuras de la llamada “izquierda cultural”, altos dirigentes políticos y uno que otro intelectual francés invitado. Todos peces gordos, que de vez en cuando se dejaban caer en Las Vacas Gordas, unas concurridas y sofisticadas parrilladas ubicadas en la calle Huérfanos, a pocas cuadras de ARCIS. Iniciada la transición a la democracia, ARCIS fue un enclave pionero en acoger la discusión de diversos temas que tiempo después coparon la agenda del pensamiento contemporáneo. Me atrevo a decir que de manera bastante más fructífera que las universidades tradicionales de la capital, donde abundan académicos otrora timoratos que engrosan las magras páginas de sus investigaciones con ideas primero agitadas en la gloriosa Universidad ARCIS. Entre las numerosas tertulias artísticas e intelectuales que subieron el nivel de la discusión cultural en aquellos años de vacas gordas, se desarrollaron una serie de coloquios y seminarios en torno a diversos asuntos cruciales en el cambio de siglo. Uno de esos asuntos cruciales circula en el cuerpo de obra de Claudia Lee, actualmente expuesto en el ala norte del segundo piso del Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal), en el contexto de la muestra Casi, casi me quisiste.

III

Quizás el más significativo de esos debates, al momento de aproximarse a los más de veinte años de trayectoria artística de Claudia Lee, es la pregunta por la relación entre memoria, historia y subjetividad. Una subjetividad golpeada por la pérdida del lenguaje producto del trauma histórico y el desarraigo, que la artista, junto a Claudio Guerrero (curador de la muestra y académico en los últimos años de ARCIS), reconstruyen a través de un amplio y lúdico recorrido, que da cuenta del desmembramiento de la memoria cultural, política y afectiva. Una fractura en la historia padecida no solo por Chile y América Latina, sino que también por la propia artista, su lenguaje y cuerpo de obra. Su experiencia de vida ha sido ruda. Nació mientras su padre estaba en el exilio. Cuando retornaron se enfrentó al choque cultural y fue víctima de crueles bromas infantiles alusivas a su familia. Una de las experiencias autobiográficas puesta en obra por Lee, y recogida en el relato curatorial consistió en un accidente de tránsito que cambió de manera radical la vida de la artista y su manera de relacionarse con el mundo a través de las palabras. Hace unos años, fue atropellada por un bus del Transantiago. Fue sometida a una cirugía de alta complejidad en su cráneo. Las secuelas incluyeron un cuadro de afasia crónica (ha tenido que asistir a sesiones de terapia para recuperar sus capacidades comunicativas verbales).

Casi, casi me quisiste.
Contramemorias de Claudia Lee.
Crédito fotografía: Alexis Llerena.

IV

La exposición acopia archivos personales, soportes audiovisuales realizados en colaboración con otros artistas, vegetales en proceso de descomposición o reacondicionamiento, residuos de proveniencia animal, colecciones de envoltorios y otros objetos producidos industrialmente. Acumulaciones de recuerdos y porquerías que reflejan el paso del tiempo. Cachureos vivos, inertes, biográficos e históricos cuyo origen y disposición también reflejan la identidad de su dueña. Además de la memoria dislocada del lenguaje en su cuerpo de obra, Claudia Lee plantea una reflexión sobre cierta estética asociada a la “chilenidad”, superando los códigos esencialistas que la han construido en virtud de su arraigo a un espíritu nacional vinculado al costumbrismo de diversa índole (folclórico, deportivo y culinario). Dicha reflexión visual sobre “lo chileno”, más allá del atavismo, sucede en la medida de que la exposición sitúa su acervo material y simbólico —incluso valiéndose de emblemas nacionales, como el cóndor o el copihue—, en el orden del consumo y la escatología. Lo que se come y se caga es reflejo de la identidad del consumidor, en un modelo de sociedad capitalista con tendencia a la instalación de nichos de mercado cada vez más individualizados. Todo esto prescindiendo de figuraciones humanas, pero recurriendo a un hábil sentido de la ironía que alude a los rastros de lo humano. Lo humano como excremento y documento de la memoria. Al fin y al cabo, Chile es un país amojonado, plagado de heridas.

Fecas de ganado apiladas minuciosa y monumentalmente formando surullos de dimensiones escultóricas. Baratijas de tercera mano ofrecidas sobre un paño, emulando el barroquismo gitanesco del comercio informal. El kitsch de un pavo navideño plástico contradictoriamente bello, que alegoriza una de las máximas del subdesarrollo local: la copia es más original que el original (los chilenos siempre podemos ser más gringos). La retrospectiva de Claudio Guerrero sobre el cuerpo de obra de Claudia Lee permite una lectura condicionada a la posible herencia formal de su origen en ARCIS, principalmente a través de la sintonía con la obra de Brugnoli, Errázuriz y otros. Sin embargo, su potencia conceptual radica en la aparente falta de contingencia (es agradable que su trabajo no sea amnésico ni tenga pretensión de pionerismo). A pesar de su condición retrospectiva que se aferra a un punto de origen pretérito, Casi, casi me quisiste. Contramemorias de Claudia Lee no rememora la nostalgia fetichista de un pasado superado. Coloca el suspenso de un pasado continuo, uno que sigue aconteciendo: el anacronismo de la Transición. La posibilidad latente de que, como sociedad, aún padezcamos afasia de la memoria (una incapacidad colectiva para evitar la repetición histórica de tragedias en clave de farsa).

V

A pesar del creciente negacionismo impulsado por la centroderecha respecto a los crímenes ocurridos en dictadura, y también a las posteriores violaciones de los derechos humanos ocurridas después del retorno a la democracia, en este caso, la afasia de la memoria no consiste en la falta de información ni en la carencia de palabras apropiadas para designar el horror (no así en la falta de justicia). En el contexto de la derrota de la centroderecha por parte de las fuerzas de izquierda reunidas en la candidatura de Gabriel Boric, la afasia de la memoria no consiste exclusivamente en “verdad y reconciliación”. Se trata de la manera en que, bajo ese pretexto disfrazado de crecimiento económico, se ha divorciado la relación entre política y sociedad desde la transición hasta la actualidad. De ese modo, la afasia de la memoria podría persistir en la medida en que se recurra a las mismas dinámicas de gobernabilidad implementadas bajo el orden cosmético de los años 90 (hielos gigantescos de exportación, candidatos disfrazados de obreros y mentirosos apretones de mano entre políticos que simulan pertenecer a sectores opuestos). Si antaño el ala progresista de la Concertación debía presentar certificados de buena conducta a quienes formaron parte del gobierno dictatorial, hoy podríamos correr el riesgo de que el gobierno entrante manifieste las mismas conductas, esta vez, ante quienes no tuvieron problemas en congraciarse con civiles y militares que participaron del gobierno dictatorial.

VI

A propósito de la construcción visual de memorias e identidades en la retrospectiva de Claudia Lee resulta pertinente revisitar los posibles anacronismos de la Transición en el contexto actual, determinado por el plebiscito de salida a la Convención Constitucional y la derrota electoral –momentánea– de la centroderecha. Del mismo modo, resulta pertinente la aproximación a la identidad nacional que la artista hace circular en sus instalaciones, ya que —como lo han advertido diversos analistas— el meollo del debate constitucional se ubica en el sujeto político de la Constitución. Si la Constitución vigente se sostiene en la familia y la propiedad privada como subjetividad política, ¿cuál debe ser el sujeto político que permitirá aprobar el futuro texto constitucional? Después de recorrer la exposición de Lee, se hace aún más evidente la equivocación de quienes creen en la necesidad de superar las diferencias originadas en el pasado para construir el futuro a partir de ese olvido. También se hace evidente la amnesia y el pionerismo de quienes piensan que es necesario tirar todo por la borda y escribir desde cero. Allí, en el transcurso del Estado desarrollista y social destituido ilegítimamente el 73, todavía queda mucha historia que restituir más que destituir.


Casi, casi me quisiste, Contramemorias de Claudia Lee
Museo de Arte Contemporáneo (sede Parque Forestal)
Hasta el 9 abril de 2022
La exposición considera una serie de actividades de extensión, como un acto performático a cargo del artista Ivo Vidal (26 de marzo) y el cierre agendado para el 9 de abril, donde la artista presentará Desde con cornucopia, continuando el proyecto realizado el 2019 en el módulo de experimentación AK-35.

La muerte en dos tiempos

«En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas», escribe Diego Parra a propósito de la exposición La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, que estuvo hasta diciembre en el MNBA.

Por Diego Parra

El deseo por preservarnos eternamente nos ha llevado al desarrollo de nuevas tecnologías que prometen hacernos vivir más y retrasar el envejecimiento. Pareciera que desde las ciencias médicas se invierte tanto o más tiempo en crear tratamientos para darle término a la decrepitud, que en dar soluciones a enfermedades crónicas como la diabetes o algunas formas de cáncer. Es curioso cómo esta lucha contra el tiempo adquiere un carácter poshumano, ya que muchos de los métodos que encubren el desgaste natural del cuerpo pasan por trabajarlo como una masa moldeable. Un ejemplo es la serie Botched, donde un par de cirujanos plásticos intervienen a personas que desean arreglar partes de su cuerpo. La mayoría de las consultas terminan con los médicos dibujando esquemas sobre la piel y explicando lo fácil que es convertir a alguien en una nueva versión de sí mismo. Esto ocurre también en el quirófano, donde solo vemos cómo el cirujano, cual ingeniero, resuelve cómo mover las “partes humanas” para que una vez cicatrizado todo, se vea bien.

Este imaginario médico puede ser bastante inquietante, porque en cuanto sacamos lo humano, lo que queda es el cuerpo como máquina, una estructura compleja que, si se logra descifrar en su mecánica interna, podría ser rápidamente “hackeado”. 

Hasta diciembre, en el Museo Nacional de Bellas Artes, se expuso La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano, de la artista argentina Mariana Najmanovich, curada por Gloria Cortés Aliaga y compuesta por una serie de pinturas de la autora que fueron contrastadas con una selección de obras de la colección del museo. Este tipo de ejercicio curatorial es bastante común hoy, donde piezas antiguas son puestas a dialogar con otras actuales, de modo que se produzca en el espectador aquello que se ha llamado una “experiencia contemporánea”, en la que el pasado se ve reinterpretado a la luz del presente y viceversa. Podemos cuestionar esta suposición, puesto que el sentido que produce la contigüidad espacial de dos trabajos no genera necesariamente un diálogo exitoso o tan interpelante como para llamarlo “contemporáneo”. En este caso ocurre algo curioso, puesto que las obras de Najmanovich pierden potencia al lado de las pinturas del museo, lo que se produce quizás por el gran contrapunto en cuanto a las dimensiones de las piezas, ya que la artista opta por pequeños óleos sobre papel y tela mientras que el museo se impone con sus grandes soportes y marcos dorados. Hay algo en relación al efecto de presencia de las obras que no cuadra. Es como si los trabajos contemporáneos fueran expulsados de un espacio del que son ajenos, tanto por forma como por contenido.

Najmanovich trabaja una serie de pinturas que impactan por el imaginario de terror “hospitalario”, donde los tonos fríos priman y transportan a espacios de muros blancos iluminados por tubos fluorescentes. Las imágenes evocan una estética similar a la de películas como La mosca (1986), de David Cronenberg, o Re-Animator (1985), de Stuart Gordon, por la mezcla de elementos médicos y tecnológicos con cuerpos humanos que abandonan su humanidad. Quizá esta evocación pop termina viéndose subordinada a los grandes lienzos del museo, que de un modo académico resuelven el asunto de la muerte bajo códigos teatrales y, a su vez, con una técnica que aún hoy sigue seduciendo. Najmanovich exhibe rostros perversos que interpelan al espectador con miradas monstruosas y también otras caras que extrae de fotografías sin identificación. 

En el montaje parece haber un ánimo por competir con las obras del museo, como cuando se usan marcos que imitan a los de las pinturas académicas, lo que deprecia en algún grado a las piezas contemporáneas. Esto, porque son tipos de obras distintas, que provienen de paradigmas artísticos distintos, y tratar de omitir esto no contribuye a un diálogo profundo entre las piezas, pues tiende a aplanar sus diferencias naturales. El contrapunto antiguo-contemporáneo no es solo un ejercicio de la pura sensibilidad (del aspecto), es también la tensión entre cosmovisiones disímiles.

Junto con las pinturas de la autora, hay una serie de objetos inquietantes (“Gabinete de piel”), puesto que son una imitación de la piel humana y de algunas partes del cuerpo, como lenguas, orejas, bocas y párpados. La asociación con las películas de terror se hace aún más evidente, ya que las mesas donde están dispuestos pasan inmediatamente a ser identificables con el mobiliario de una morgue. Estas piezas desconciertan más cuando sabemos que muchos de ellos son bienes que se compran y que tienen usos médicos. Algunas de estas imitaciones de piel son superficies para que los estudiantes de medicina practiquen la costura de puntos y también se usan para aprender a tatuar. Lo que perturba es siempre el parecido que puede haber entre la imitación y lo real, especialmente en partes del rostro que son zonas altamente gestuales y que, por ello, se vinculan mucho más con el individuo y su identidad. 

Vale la pena aquí recordar una serie de trabajos realizados en 1966 por la artista Valentina Cruz, en particular la pieza “Botiquín de primeros auxilios”, en la que se reproducían en un escaparate médico una serie de bocas abiertas embutidas en frascos de vidrio, junto con algunos utensilios médicos y otras reproducciones de un rostro de perfil. El material usado por Cruz fue el látex, algo muy innovador en su tiempo por sus orígenes industriales (hoy Najmanovich usa silicona). Si bien las obras están separadas por décadas, podemos reconocer en ellas una cierta vinculación formal y temática, que transita también por la redefinición de lo humano en las actuales condiciones culturales. Al mismo tiempo, es el imaginario médico-sanitario el que permite dicha reflexión, y es que parte del régimen biopolítico imperante puede comprenderse desde tal lugar, pues muchas de nuestras reservas críticas son suspendidas en virtud del discurso científico entendido como neutral y universal.

La muerte y otras miserias. Reflexiones sobre lo poshumano
De Mariana Najmanovich 
Curada por Gloria Cortés Aliaga 
Museo Nacional de Bellas Artes.

Una cuestión llamativa que creo expresa bien aquella discordancia entre las obras del museo y las actuales fue que al entrar en la sala encontré dos textos de muro, uno de la curadora y otro de la artista, donde cada una presentaba su propia idea de la exposición y sus objetivos. Uno podría preguntarse por la capacidad que tuvo la curaduría de suturar críticamente aquellas divisiones que ocurren al presentar obras que temporalmente chocan y se escinden. Esto creo que da cuenta de que la fisura es profunda y abierta, puesto que pareciera que cada sector defiende lo suyo y se contenta con ello, puesto que las obras no parecen tocarse al punto de generar preguntas nuevas. Hay una evidente pérdida de especificidad en las piezas antiguas, que uno desearía poder conocer mejor en su historia, para así producir un verdadero diálogo temporal y no solo un contraste meramente formal entre el pasado y el presente. Eso sí, hay que reconocerle a la curaduría el hecho de desempolvar obras desde los depósitos del MNBA, una labor siempre a destacar, ya que sin duda es más fácil irse a la segura con las obras ya canónicas.

En tiempos en que la muerte es cotidiana y las cifras de fallecidos pierden sentido, quizá es pertinente preguntarse por la forma en que las obras de arte mueren también. Su fin se da cuando dejamos de verlas y de reconocernos en ellas, no solo cuando son físicamente destruidas. Por ello, sacarlas a relucir —ya sea contrastándolas con obras actuales o no— permite, tal como afirma Boris Groys, “sanar” a las obras de su enfermedad mortal que es no ser visibles. Sin exposiciones que nos recuerden que siguen allí, el museo se convierte en el lugar del reposo final: un mausoleo.

Viñetas de un linaje materno

«Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental», escribe Lucía Stecher sobre Debimos ser felices, de la uruguaya Rafaela Lahore.

Por Lucía Stecher 

¿Cómo recordamos, qué recordamos, cuándo y por qué recordamos? ¿Me acuerdo realmente de lo que viví o más bien de lo que me contaron? ¿Dónde empieza mi historia, cómo se entrelaza con la de mi familia, cómo se trenzan las memorias compartidas? ¿Qué mundo reconstruyen las fotografías, los olores, las palabras, las imágenes? ¿Cuánto del pasado sigue vivo en el presente, de cuántas formas es posible releer el pasado? Debimos ser felices (Montacerdos), de la escritora uruguaya Rafaela Lahore, se articula en torno a una serie de recuerdos personales y familiares de la protagonista, que muestran el carácter construido, frágil, personal y colectivo de los esfuerzos por reconstruir nuestras memorias. Ya en la portada aparece uno de los soportes fundamentales para los procesos de evocación: la mirada detenida en fotografías del pasado. La foto de la portada es comentada por la joven narradora de la novela en dos de las viñetas que componen el libro. 

Debimos ser felices
Rafaela Lahore
Montacerdos, 2020
154 páginas

O más bien: lo que comenta es la escena en que su madre mira la fotografía y pronuncia con tristeza la frase que da título al libro: “Debimos ser felices”. En esa foto aparecen los tres personajes principales de la historia que leemos, la narradora cuando niña, su madre y su abuela. El ambiente playero que las rodea y las miradas risueñas de las tres contrastan con la cita de la madre, que tiñe la escena con un sentimiento totalmente distinto al que insinúa la imagen. De la interpretación de esa foto y la nota suicida de su madre que la protagonista encuentra entre sus papeles —“Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio”, es la oración que abre la novela— parten en gran medida los esfuerzos de reconstrucción del pasado que despliega la narradora de este libro. 

En Debimos ser felices un conjunto de viñetas de extensión relativamente corta presentan los recuerdos y reflexiones de la protagonista, quien con un tono contenido y un lenguaje pulido evoca su pasado, el de su madre y el de su familia materna. Al leer esta novela me acordé de Camanchaca, de Diego Zúñiga, en el que un narrador también joven emprende un viaje con su padre, a lo largo del cual va enhebrando memorias, relatos e historias que en forma fragmentaria le permiten reconstruir su vida. En ambos libros destacan la mirada y el lenguaje despojado con que se reconstruye un pasado personal y familiar que en muchos momentos parece pesar demasiado sobre el presente de sus protagonistas. 

En la novela de Lahore se yuxtaponen fragmentos de diversos orígenes temporales y espaciales; el pasado y el presente se confunden y conjugan, se muestran transitorios, inconclusos, susceptibles de ser transformados por nuevas memorias y relatos. Los tiempos verbales dan cuenta de esa inestabilidad: a veces se cuenta en presente una escena de la infancia, mientras un recuerdo más cercano es narrado en pretérito; la protagonista cuenta, como si las hubiera presenciado, historias que ha ido recogiendo de otros familiares. Escenas mínimas, memorias cotidianas que por algún motivo logran escapar del olvido, se entretejen con el recuerdo de momentos decisivos: la muerte del abuelo, de cada uno de los tíos, mudanzas importantes. Entre medio, encontramos las escenas en que la narradora se dirige, siempre susurrando, a su madre, quien pasa periodos tirada en la cama sin fuerzas para hacer nada: “Mamá, susurro, pero ella no responde. Las celosías están cerradas, blindando el día y ella está acostada dándome la espalda, tapada con una frazada de lana (…). Mamá, susurro de nuevo. No contesta, pero no insisto. Ya me acostumbré a que se quede así, sin hablar, como si el silencio fuera otra forma del cansancio”. 

La protagonista busca en la historia de su familia materna señales que le permitan comprender la depresión de su progenitora. En el origen podría estar, por lo menos en parte, la figura de Amantino, el padre violento que también tenía ideaciones suicidas, que llamaba a sus hijos por apodos —a la madre de la narradora le decía “la loca”—, que no reconocía a sus otros hijos porque creía “que un hombre no debía andar desparramando el apellido”. Esa frase la repite más adelante un tío de la protagonista en relación con sus propios hijos, lo que muestra la reproducción de una cultura de abandono paterno. En cambio, entre la abuela, la madre y la hija se establece una relación de protección y cuidado, la que sin estar exenta de conflictos ni ambigüedades constituye el principal sostén afectivo de las tres. Son los recuerdos de distintas visitas, de viajes, de miradas, regalos y cariños los que a lo largo de distintas viñetas dan cuenta de este tejido afectivo fundamental. En muchas de ellas el mundo nos es presentado desde la perspectiva de una niña que vive entre Montevideo y el campo uruguayo, que observa el modo en que sus parientes se relacionan con la naturaleza y los animales y que establece, como se suele hacer en la infancia, asociaciones curiosas, que llevan en sí una fuerza particular. Quizás la más llamativa es la asociación entre las moscas, la vejez y la muerte. En una escena de su infancia, en que sus tías conversan, la niña fija su atención en las moscas pegadas a sus cuerpos: “no entiendo por qué no las espantan, por qué las dejan quedarse sobre sus pantorrillas limpiándose las patas. Callada, mientras me como las uñas, siento que la vejez es eso y me da un poco de vergüenza”. Más adelante, cuando ve a su tío Braulio muerto y con la cara rodeada de moscas, concluye que “la muerte es tener moscas sobre la cara”. 

Ese mundo que se recuerda y reconstruye es también un lugar que la protagonista de algún modo necesita dejar. Para crecer tiene que diferenciarse de su madre depresiva, mudarse a vivir sola aunque su abuela se lo reproche. Con sutileza, sin análisis ni comentarios explícitos, la novela muestra de modo magistral las complejidades de las relaciones madre-hija y el peso inmenso del amor por una madre con problemas de salud mental. La culpa se cuela entre los deseos y la necesidad de autonomía. Por momentos, la distancia parece ser la única salida; en otros, aparecen los acercamientos susurrados, la preocupación y la ternura. En un tono totalmente carente de sentimentalismo y melancolía, la protagonista al final parece aceptar la dificultad de su madre para ser feliz, y en la carta que cierra el libro da cuenta de la importancia del trabajo de escritura para comprender la historia que las une y al mismo tiempo encontrar caminos para construir otro relato de su propia vida.   

Fuego redentor

«Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente», escribe Iván Pinto sobre la última película de Claudia Huaiquimilla.

Por Iván Pinto 

A dos años del estallido y en un presente convulsionado por sus efectos políticos, una película como Mis hermanos sueñan despiertos arroja una determinada conciencia narrativa que hace eco de la situación del país. Se trata del segundo filme de Claudia Huaiquimilla luego de Mala junta (2016), una de las películas más celebradas de la década pasada, que abordó desde un lenguaje directo y un sólido realismo dramático la realidad de dos adolescentes que se movían en los márgenes urbanos y rurales del Chile contemporáneo, con el telón de fondo del conflicto en el Wallmapu. 

Como en aquel filme, Huaiquimilla vuelve a centrarse aquí en la vida de dos adolescentes que viven el desamparo, concentrándose ahora en el relato de dos hermanos, Angel y Franco, quienes se encuentran en un centro de reclusión del Sename. El tema no es menor: se trató de un asunto interpelado directamente por las movilizaciones de 2019 a la luz de los diversos casos de abuso acontecidos en estos recintos y que habían hecho noticia en los últimos años.

Ángel y Franco buscan salir adelante al interior del centro, en un contexto adverso que dificulta la reinserción. Ángel, el mayor, cuenta con el apoyo motivacional de una tutora —interpretada por Pali García— y se enfoca en dar la Prueba de Admisión Universitaria. Franco, por su parte, desconfía de esa posibilidad y parece particularmente afectado por el abandono de su madre. Mientras cada uno lucha por sobrevivir en el día a día, es el ambiente opresivo del espacio y la institución el que se instala como una densa capa que doblega cuerpos y voluntades.

La película, a diferencia de Mala junta, enfatiza menos las acciones que el clima psicológico de los menores en el centro. Un lugar árido y absorbente donde la pesada rutina apenas se ve acolchonada por tranquilizantes administrados a diario. En ese contexto, Huaiquimilla se enfoca en las interacciones sociales. Por un lado, el vínculo entre los hermanos, una especie de pacto indisoluble, en el cual Ángel no querrá dar ningún paso sin que su hermano lo acompañe. Por otro, la relación al interior con sus compañeros: una suerte de comunidad afectiva parece darse en resistencia a la dura cotidianeidad a la que son expuestos.

Mis hermanos sueñan despiertos contiene en su tratamiento una recreación empática del clima solidario de los adolescentes reclusos, combinando actores y no-actores desde un coa y un habla realista, verosímil, fluido. Uno de sus fuertes es la construcción de los diálogos, constituidos en base a personajes que se comunican, interpelan, dialogan, comparten. Este intento por “representar” el universo desde una forma cercana es parte de un esfuerzo constante del filme, partiendo por la investigación propia del proceso de guion, con la que se quiso dotar de realismo y verosimilitud a la cinta, hasta la banda sonora, que incluye el rap que hizo un chico recluso y que cumple un rol importante en el desarrollo de una escena.

Mientras sus vidas se mueven en un frágil hilo de supervivencia, el antagonista real de los hermanos no es tanto un personaje externo o el espacio físico de la cárcel como una determinada sujeción mental y afectiva. Esto último es importante: el enfoque de Huaiquimilla se centra en el aspecto de una violencia más abstracta, que remarca la condición psicosocial de sus personajes. Por sobre una mirada a los excesos y vejámenes ocurridos en la vida real, la crítica de la película apunta a una violencia sistémica y estructural, una especie de círculo opresivo del cual no se puede salir. Frente a eso, el escape posible para los personajes son los sueños o la subversión. 

El mundo onírico aparece a lo largo de todo el metraje. Huaiquimilla alterna una secuencia de imágenes de los protagonistas en lo que podría ser un espacio idílico, un lugar imposible que ancla al espectador en la contracara feliz de una realidad asfixiante. Este espacio “por fuera de lo real” conduce a una especie de redención simbólica para un grupo de personajes que no tienen salida.

La subversión, por su parte, aparece junto a Jaime (Andrew Bargsted, que actuó en Mala junta), quien atrae a los personajes a una suerte de impulso nihilista. Será precisamente él, luego de varios acontecimientos trágicos al interior del recinto, el que acelere las acciones que desencadenan el filme hacia un fuego incandescente movido por la rabia contra la institución.

El esfuerzo de “representación” de un otro —en este caso, menores reclusos— nos retrotrae a los nudos más complejos de este eje, a saber: la posibilidad (o no) de la “toma de la palabra” del otro, pregunta densa y de larga contestación al interior de las batallas más cruciales del cine social y político, así como de largos debates sobre subalternidad, lenguaje y representación. En este aspecto, el filme se acerca más bien a determinadas opciones alegorizantes que hicieron del cine de Costa Gavras, Pontecorvo o incluso Ken Loach una opción específica dentro de las tradiciones del “cine de izquierda”, como es el “cine de mensaje”.  Esto se grafica en la cinta con la escena final, donde el sacrificio es propuesto a modo de cierre, buscando en la impotencia del espectador un llamado a la acción. Una catarsis “dura” que construye mártires en vez de complejizar representaciones.

Ese enfoque parece hacer caso de un determinado lugar para la ficción en el seno mismo del clima postestallido social, acaso, el llamado del cine a cumplir esta función redentora por vía de operaciones concretas de identificación emocional, narración y montaje. No es que esto no pueda hacerse, pero al retrotraernos a Mala junta, esas ambiciones eran menos rígidas y más focalizadas en las situaciones y contradicciones de los propios personajes, dejando que las acciones permitan al espectador sacar sus propias conclusiones. Un tipo de realismo que prescindía de ese esfuerzo didáctico y que acá está subrayado con algo de mesianismo y buena consciencia. 

Mis hermanos sueñan despiertos cuenta con el contexto y la ira incandescente, ígnea del clima postoctubrista a su favor, una llama aún viva que espera en cualquier momento volver para quemarlo todo. Una metáfora —el fuego— que ha estado bien presente en el cine chileno reciente —Visión Nocturna, Tarde para morir joven, Princesita o la reciente El cielo está rojo— y que en Mis hermanos sueñan despiertos no solo es un afecto colectivo, sino también lo que lleva todo a la asfixia o la autoinmolación. Un camino trágico y sin salida frente al cual solo es posible soñar o huir, y no esperar que algo cambie.

Mis hermanos sueñan despiertos
Chile, 2021
85 minutos
Dirección:  Claudia Huaiquimilla 
Guion: Claudia Huaiquimilla, Pablo Greene 
Elenco: Iván Cáceres, César Herrera, Paulina García 
Productora: Inefable, Lanza Verde

Imágenes que arden

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia. 

Por Laura Lattanzi

La exhibición de la serie Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile en la plataforma audiovisual con mayor cantidad de suscriptores en el mundo, Netflix, tiene sin duda un impacto social y político a considerar. Efectivamente ha generado una visibilidad extendida sobre uno de los fenómenos más perversos de la historia chilena reciente: la instalación y desarrollo de una colonia de origen alemán en donde se produjeron abusos y violaciones a menores, tráfico de armas, adiestramiento de paramilitares, torturas y asesinatos; todas prácticas que tuvieron su entramado más activo durante la dictadura cívico-militar. 

Este impacto es un detalle que podríamos considerar en primera instancia efectivo en cuanto a la visibilización que genera una apertura del debate sobre lo ocurrido en la sociedad civil. Sin embargo, no podemos solo concentrarnos en la cantidad de visionados: se hace necesario atender también a los elementos narrativos y estéticos que la serie propone. Y esto no es un ejercicio meramente formal o referencial al campo del cine o la cultura en general, sino que nos permite explorar los factores que operan directamente sobre los discursos —los tradicionales, los emergentes— y sobre nuestras miradas. Se trata entonces de profundizar en sus puntos de vista. 

La serie-documental tiene seis episodios, que recorren los inicios de la colonia en Alemania hasta la actualidad. La primera parte relata los inicios de Paul Schäfer como evangelizador y consejero de jóvenes en su país, donde comienza a formar la colectividad. Al ser demandado legalmente por abuso de menores en Alemania, decide escapar, y gracias a sus vínculos con el embajador chileno, quien le facilita tres mil hectáreas del fundo El Lavandero, en la región del Ñuble, la comunidad se traslada a Chile. Una vez acá, comenzará la construcción y puesta en marcha de la colonia, la que se presentará como una sociedad benefactora de raíz cristiana promotora de un modo de vida austero, pero que en realidad era sostenida por el trabajo esclavo y prácticas de máximo control, torturas y abuso —sexual, psicológico— de sus miembros. 

La segunda parte de la serie (capítulos tres y cuatro) se centra en la época de la Unidad Popular, cuando se instaura un miedo y rechazo al comunismo entre los colonos, y en la dictadura militar, durante la cual la colonia será un agente activo del terrorismo de Estado, incluso como espacio de detención y tortura. Los últimos dos capítulos relatan el período de la postdictadura y cómo se logro perpetuar el poder con la complicidad y los favores de políticos que permitieron continuar con estas prácticas nefastas en democracia hasta la detención de Paul Schäfer en Argentina, la que se logra gracias al testimonio de jóvenes que lograron escapar de la comunidad. 

Uno de los grandes hallazgos que tiene la serie es la recuperación de un material de archivo inédito que grabaron los mismos colonos en distintas épocas. A partir del montaje de estas imágenes podemos acceder a la vida cotidiana de la colonia, a los discursos de su líder adoctrinando en una particular interpretación del cristianismo. También podemos recorrer las miradas de los niños alemanes y chilenos, observar su devoción. La presencia de Salo Luna resulta fundamental como narrador que articula el relato con una presencia y voz atrapantes para la cámara, lo que otorga emotividad a la vez que sitúa y/o genera contrapuntos con las imágenes de archivo. Luna va contextualizando desde lo nacional —las redes políticas, jurídicas y militares que se tejen con la colonia—, lo local —la población aledaña de la que él era parte— y lo interno, dando así cuenta también de la orfandad y el terror que hay en esas miradas. 

A medida que avanza el relato, se van delineando algunos énfasis que adquiere el punto de vista de la narración. En primer lugar, podemos mencionar cómo la serie se centra sobre todo en la figura del líder, Paul Schäfer, presentado como un personaje carismático perverso, y si bien en varias partes se menciona la participación de políticos y actores de poder (tanto en Alemania como en Chile) en la instalación y desarrollo de la colonia, muchas veces este enfoque parece ser reducido por la caracterización de la comunidad como una “secta” liderada por un hombre extravagante. Esto puede observarse también en la gráfica de portada de la serie, dominada por la figura-retrato de Schäfer, o incluso en la primera declaración que hace Salo Luna, quien dice que juró vengarse de él. Esta insistencia en centrarse en la figura de una personalidad persuasiva, sumada a la consideración de la colonia como una “secta” —que además ha llevado a varios comentaristas a vincular esta serie con otras producciones documentales de Netflix, como la dedicada a Osho, Wild Wild Country— puede, por momentos, matizar las complicidades institucionales (político, militares, judiciales) que permitieron y favorecieron la permanencia de esta comunidad por décadas.

Otro elemento que ha resultado polémico es el de la centralidad que adquieren los testimonios de los miembros de la colonia (tal como mencionan los exniños chilenos víctimas en su declaración pública del 14 de octubre de 2021). En la serie hay una prevalencia de las voces de los colonos, en algunos casos se trata de victimarios que se encuentran condenados por los graves crímenes que cometieron, y en otros de colonos alemanes que se presentan como víctimas y victimarios de lo sucedido, en tanto participaron activamente en algunas de sus acciones, pero siendo ellos también abusados física, sexual y psicológicamente. 

En este sentido, se instala una zona opaca en donde algunos/as de quienes formaban parte de Colonia Dignidad se posicionan como víctimas, ya que también sufrieron los abusos de la colonia, pero son victimarios al haber reproducido, justificado y, en algunos casos, actuado a favor de las operaciones que allí se cometieron. Esta opacidad parece colarse en la puesta en escena de estos testimonios: los colonos aparecen en sus casas, en donde los elementos del decorado (muebles, papel mural) denotan una suerte de continuidad de la vida austera, cerrada de la colonia, así como también las poses y miradas que se establecen entre ellos, que destacan por sus gestos contenidos, reprimidos y a la vez desorientados. El ambiente, por momentos, se tiñe de un aire ominoso. También es interesante mencionar la figura de las mujeres colonas cuyo testimonio va ganando presencia a medida que avanza el relato, apareciendo en primera instancia como las esposas que escuchan con distancia y recogimiento, para luego dar cuenta de su vida activa en la comunidad. Destacan también otros testimonios, como el de Roberto Thieme, líder del grupo de extrema derecha Patria y Libertad durante la Unidad Popular, quien desde una oficina con grandes vidrios en lo alto de un edificio habla de manera abierta y altiva sobre su paso por la colonia y sus visiones sobre la dictadura en Chile. 

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile no pretende actuar como una producción reparadora. Se destaca, más bien, por un despliegue que privilegia lo informativo, adoptando la función del documental tradicional y utilizando para ello dos de sus recursos fundamentales: las imágenes de archivo y los testimonios. Sin embargo, es imposible observar estas imágenes desde un lugar neutral, como a veces pretenden quienes dicen que hay que “mostrar sin parcialidades” lo sucedido, como si en dicho mostrar no estuvieran implicados énfasis —puntos de vistas—, miradas y contra-miradas, pero también nuestras memorias, afectos, olvidos y lo que aún permanece abierto esperando justicia. 

Observar estas imágenes nos recuerda las palabras del ensayista Georges Didi-Huberman, quien menciona cómo una imagen arde cuando se acerca a la realidad: “arde del deseo que la mueve, de la direccionalidad que la estructura, por el enunciado con el que carga”. Ver Colonia Dignidad produce una incomodidad, un desasosiego; celebramos la recuperación y sobrevivencia de las imágenes, por un lado, pero por otro no podemos dejar de posicionarlas, juzgarlas y estremecernos frente a ellas. 

Colonia Dignidad: Una secta alemana en Chile
Dirección: Birgit Rasch, Cristián Leighton y Gunnar Dedio
Alemania/Chile, 2021
Una temporada de seis episodios 
En Netflix

Delirio y emancipación

«Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese ‘Avellaneda’ le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor», dice Lorena Amaro sobre la autora de Souza.

Por Lorena Amaro

Un texto que comienza con el hallazgo en el metro de un hombre igual a Jorge Luis Borges y termina con un sueño en que el escritor revela la presencia de Dios en el sonido de un estanque, remarca tal vez demasiado su filiación borgeana. No solo el Doppelgänger tiene en nuestro idioma una reminiscencia borgeana, sino también muchas de las ideas que desarrolla Nina Avellaneda en esta singular novela, Souza (Komorebi Ediciones). Así, por ejemplo, la de la posibilidad de poseer la memoria de otros, motivo que Borges explora en más de un texto y que aquí se merodea, porque el protagonista, un obrero chileno llamado Souza, puede hablar en portugués fluido sin haber estado nunca fuera de Chile, y conocer a Ellis Regina —y mucha música brasileña de los 70—, sin tener idea de cómo entraron a su vida. El protagonista de la historia es, asimismo, un personaje como Funes, ese campesino al que un golpe en la cabeza lo orilla a una vida memoriosa, extraordinaria y monótona a la vez. Souza es también un hombre de trabajo con una habilidad inusual y una intimidad inesperada. Pero a esta serie de intertextos, algunos bastante obvios, se incorporan otros elementos, más subrepticios, que me parece que, con menos estridencia, vinculan esta narrativa con estéticas más desafiantes, anómalas e incomprendidas, tal vez menos transitadas por lxs escritorxs chilenxs, como la de Clarice Lispector.

Los personajes de Avellaneda, básicamente Souza y su amiga Luiza, una actriz alcoholizada y quince años mayor, que en su madurez avizora el fracaso y la soledad, recuerdan en mucho a los personajes lispectorianos, sobre todo a la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, muchacha nordestina de destino trágico e insignificante, cuya vida es manejada por un narrador metaliterario que la ama, pero que no vacila en propinarle a su personaje toda suerte de giros crueles y violentos. Souza tiene también este tipo de narrador que reflexiona sobre el destino de sus personajes, totalmente anudado a su escritura: “Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte: ¿Qué tengo que hacer hoy? la respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza. (…) No sé escribir de otro modo, lo lamento tanto, abandonaría a mis personajes en la cabeza de cualquiera que pudiera ofrecerles un destino de romance, pero es imposible, cuando los separo de mí desaparecen”. Modelarlos es interrogarse sobre la identidad: varios dobles se cruzan en la narración, vulnerando esa identidad que aparece cuestionada también en el oficio de Luiza, la actriz, aquella que puede proyectar múltiples identidades. 

Souza y Luiza son protagonistas de “vidas mínimas” y he aquí que se marca una diferencia con el narrador lispectoriano: mientras Macabea es sometida a un desenlace trágico, el único posible para ella, Souza y Luiza son liberados, emancipados. Avellaneda los modela a contrapelo de las convenciones sociales y novelescas: los encuentros y desencuentros de Souza y Luiza son como aquel viejo “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”. Este parece ser el empeño de este breve libro: ir a contrapelo de las normas y crear un espacio narrativo inesperado, poético, susurrante, en que Souza, un obrero, una figura hoy despojada incluso de su relato romántico y revolucionario, vinculado a una forma de vida precaria, subsistente, es testigo no solo de su propio desdoblamiento, sino que también, a despecho del canibalismo neoliberal que busca suprimir su subjetividad, realiza la hazaña cotidiana de observar su entorno, sorprenderse, conmoverse: “a Souza no le queda más que ver la calle y sus personas. No se cansa de mirarlas porque nunca una se repite”. El texto rompe las ideas preconcebidas sobre una vida obrera, ligada al trabajo físico, para mostrar, por lo mismo, su dimensión ascética, su carácter repetitivo y eventualmente contemplativo. 

Souza
Nina Avellaneda
Komorebi Ediciones, 2021
66 páginas

Luiza y Souza viven en dos márgenes sociales: ella, como actriz, como artista que necesita alimentarse de experiencias estéticas para hallar fuerza y levantarse cada día; él, como obrero que admira en Luiza ese centro que es el teatro: “El teatro es mi vida, le dijo una o dos veces. Y él pensó en la suya. No hay un centro en la mía, acaso sea la vida misma. Entonces como contrapunto para dialogar, se explicó en voz alta: vivir es mi vida”. Como escribe Carlos Henrickson en su hermosa reseña de esta novela, dando absolutamente en el clavo, “la distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro”. El personaje rompe así con la idea discriminatoria de que es el capital cultural lo que puede convertirte, finalmente, en un sujeto de reconocimiento. 

Observar. Emanciparte. Ver a tu propio doble saltando hacia el vacío. Lejos de una sobreabundancia de narraciones demasiado nítidas y efectivas, Souza invita, con más aciertos que desaciertos, a tantear el sueño y el silencio: “Y si dejáramos de hablar. Si hiciéramos el recorrido de cada día desprovistos del lenguaje articulado. Y si eso resultara un alivio. Y si por fin escucháramos otra cosa que seres humanos. Y la voz se descubriera por la risa. / Qué palabra repetirías en el hueco de tu mano (…) Cuando escribo tiemblo, cuando leo me recojo, cuando miro descreo. Cuando escucho pienso. / Conversar, pensar con otro. Y en silencio, qué sucedería en ese pacto. Qué sería el silencio si dejáramos de hablar”.

Nina Avellaneda no se llama así y la misma elección de su seudónimo resuena literariamente. Ese “Avellaneda” le pertenece tanto a Borges como al Quijote apócrifo y es una buena cosa que esté explorando una dicción reflexiva, tenue, por momentos onírica, en un panorama como el de nuestra literatura, cada día más finalista y adicta al formato de las series. Lo de Avellaneda tiene definitivamente otro sabor. Aunque puede pulir un poco más sus digresiones (“De pronto me embiste una sensación que viene a cuajar un trabajo que no logro saber en qué momento exacto he hecho ni cómo”), la suya es una propuesta narrativa inusual y prometedora, con la potencia del delirio, que aparta al lenguaje de los surcos establecidos y permite asomarse, con mirada oblicua, a los confines de la experiencia contemporánea.