Ediciones interrumpidas y nuevos impulsos desde el sur

«Para quienes admiramos la obra de Edwidge Danticat, y consideramos que es una voz literaria fundamental para pensar nuestra contemporaneidad y ampliar nuestro conocimiento sobre la historia y cultura haitianas, es una gran noticia que desde el cono sur del continente se retomen los esfuerzos por traducirla», dice Lucía Stecher sobre Todo lo que hay dentro, último libro traducido al español de la autora haitiano-estadounidense.

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Cuadrado mágico

Esta potente ficción de Diego Corvera «desentraña los imaginarios de la violencia, pero también la fuerza de la poesía y la resistencia política y cultural en el Chile de hoy», escribe Lorena Amaro sobre Panguipulli en nueve relatos.

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Hilar géneros, hilar destinos

«Su fino sentido del relato, de los tiempos y de los ritmos de la escena la han convertido en un referente. El trabajo de Heidrun Breier, a fuerza de insistencia y persistencia, ha logrado un lugar destacado en la escena contemporánea», escribe Mauricio Barría sobre el trabajo de la directora chileno-alemana, que estrenó Las amantes en el TNCH.

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Por qué volvemos al teatro (una y otra vez)

Este teatro no está vacío, premiada por el Círculo de Críticos de Arte 2021 en la categoría Mejor Dirección —y que hasta el 11 de junio se presenta en el Teatro UC—, es una reflexión pospandémica en torno a la experiencia del teatro y a aquello que nos hace regresar a las salas para ser testigos de un acontecimiento. Protagonizada por María Izquierdo, Camila González Brito y Josefa Cavada, la piezase pregunta por las razones que hacen que algo ingrese al relato histórico del teatro: tal vez una obra se recuerda porque se vibró con ella, pero ¿qué hace que la recordemos o no?

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Conjurar el miedo

Este año, la editorial chilena Banda Propia reeditó La ciudad invencible, de Fernanda Trías, libro en el que la escritora uruguaya no solo suma un texto inédito, sino también revisita su escritura, da cuenta de lo que ha cambiado gracias a las movilizaciones feministas desde que escribió el ensayo que abre el volumen, en 2013, y pasa revista de las representaciones literarias de la violencia de género para mostrarnos cómo el campo literario se hizo cargo de acallar lo que los textos gritaban a voces.

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Arte callejero sin calle

The Art of Banksy: Without limits, la exposición que el GAM dedica a Banksy, el artista británico anónimo, hace pensar que quizá hay un malentendido en lo que respecta al estatuto del arte callejero, advierte el crítico Diego Parra: creer que acercarlo a la experiencia del museo es elevarlo a una categoría incuestionable. Lo que se deja de lado, dice, es el componente más importante: la propia calle y sus reglas.

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Materialismos cósmicos

«La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de ‘moraleja’ o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual», opina Laura Lattanzi sobre ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze.

Por Laura Lattanzi

Auguste Blanqui, revolucionario francés del siglo XIX, pasó gran parte de su vida en prisión. Encerrado, miró al cielo, único horizonte panorámico posible y comenzó a explorar hipótesis que vincularan los movimientos revolucionarios con los movimientos astronómicos. Escribió un bello libro, La eternidad por los astros (1872), donde desplegó una suerte de materialismo cósmico. Allí, Blanqui nos recuerda que el orden del universo es anárquico, que el tiempo y el espacio son infinitos; que todo está en continua transformación, y que la renovación de los mundos se produce por medio del choque y la volatilización en el campo de lo infinito.

El cine también mira el espacio, justamente allí donde hay luz, movimiento —y calor—, y se pregunta qué vemos cuando miramos al cielo. Curiosamente, o no, hace pocos meses dos películas aparecieron en distintas plataformas de streaming haciéndose esa pregunta. Una es No miren arriba, comedia negra estadounidense que se puede ver por Netflix, donde unos científicos que observan e investigan el cielo descubren una realidad abrumadora: un cometa se aproxima a la Tierra y destruirá la civilización humana. Frente a ello tratan de advertir a gobernantes, empresarios y medios de comunicación, quienes parecen no querer ver el inminente fin del planeta y proponen no mirar al cielo, allí donde la evidencia es demasiado real y angustiosa. Mirar al cielo es, entonces, revelar la evidencia científica. La otra película, con una aparición casi simultánea en la plataforma Mubi, también propone mirar al cielo, pero ya no para identificar allí un destino insoslayable posible de ver gracias a los datos científicos, sino más bien para invitarnos a recordar que la materia del universo del que somos ínfima parte está hecha de renovaciones infinitas, de choques azarosos y fortuitos.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, del director georgiano Alexandre Koberidze, nos presenta a Lisa y Giorgi, dos habitantes de la ciudad de Kutaisi, en Georgia quienes chocan por casualidad luego de cruzarse tres veces seguidas en la calle. Ella es farmacéutica, él, futbolista: parecen no tener mucho en común, pero se gustan de inmediato y deciden darse cita al día siguiente en un café. Esa noche, sin embargo, un hechizo, algo hilarante, cae sobre ellos, produciéndoles un cambio de aspecto y hasta de sus propias habilidades, haciendo imposible el encuentro fijado. Sin sus facultades para la farmacia y el fútbol, y en otros cuerpos, ambos personajes deambulan por la ciudad y encuentran nuevos trabajos bajo el alero de una misma persona, el dueño de un nuevo café de la ciudad.

La película se presenta así como una fábula que contiene los grandes temas: el amor —imposible—, el azar, el destino, el anhelo. Pero el modo en que se desenvuelve el relato y la cámara de Koberidze no será el de la grandilocuencia, sino el de una poética serena que atiende a los gestos cotidianos. El filme inicia con la salida de unos escolares del colegio, espacio donde luego se producirá el primer encuentro entre Lisa y Giori, el que es registrado con la cámara al ras del suelo, donde hacen su aparición en un plano detalle los pies de los protagonistas, que chocan sucesivas veces equivocando sus caminos.

Pero la cámara no solo sigue la historia de estos improbables y transformados amantes, sino que hace también de la ciudad y sus pobladores los protagonistas de la película. Incluidos los perros callejeros, que también buscan encuentros y disfrutan de los partidos en el verano georgiano, y el resto de los habitantes de Kutaisi, que están siguiendo entusiasmados la Copa del Mundo. El fútbol, una pasión del propio director, ocupa un lugar emotivo y central en el filme, y no solo por el fervor de Giorgi —que además es un fanático de la selección argentina y de Messi—, sino también por el entusiasmo que sucede cuando sus habitantes se encuentran en los bares a ver los partidos o cuando los niños juegan a la pelota y pintan sobre sus espaldas desnudas el número 10 y el nombre de Messi. Uno de los momentos más destacados es cuando observamos a los niños y niñas de la ciudad jugando al fútbol en una escena ralentizada bajo la banda sonora del himno de la Copa del Mundo de Italia 1990 (conocida como Notti Magiche). Hacia el final de la canción la pelota se eleva hacia el cielo, cae sobre el río y es arrastrada por la corriente.

La cámara es paciente, las escenas son filmadas con naturalidad, sin barroquismos, metáforas, ni cálculos; lo que aleja a la película de lo pretensioso y de querer dejar algún tipo de “moraleja” o lección moral, atributos que parecen no abundar ni en la sociedad ni el cine actual.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es quizás una celebración de lo que el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel denominaba la sociabilidad. A diferencia de la socialización, donde los individuos se unen movilizados por determinados intereses u objetivos, la sociabilidad, dice Simmel, se caracteriza porque los sujetos se asocian por el solo hecho de estar juntos, por el solo goce que les produce estar con otros. Pasar el tiempo con otros sin proponérselo, encontrarse fortuitamente en un bar, seguir el movimiento de la pelota de una selección de un país distante, encontrarse con otros mirando el cielo.

Y algo así sucede también con la narración: el director se deja llevar, no impone un relato que se mueve por acciones-reacciones; la cámara sigue a una pelota que se lanza al aire, a un perro callejero; se detiene en unos pies que equivocan sus caminos…

En una entrevista, al director se le consulta el porqué del título de la película. Koberidze comenta que no quería que algún hilo del relato predominara sobre otro, por lo que prefirió referirse a ese momento en el que miramos al cielo, explorando, buscando algo, o solo por el hecho de mirarlo. Y recuerda una imagen que lo emociona mucho: la mirada y el saludo que el actual mejor jugador de fútbol, Lionel Messi, hace mirando al cielo y elevando las manos luego de meter un gol.

Mirar al cielo, observar las metamorfosis de los cuerpos celestes, saberse y apreciarse ínfimo, cotidiano; dejarse llevar por un mosaico de encuentros y desencuentros, rostros, destinos buscados o fortuitos. Compartir un mismo saber sobre el cielo que nos recuerda que el tiempo y el espacio son infinitos, que el mundo celeste está lleno de choques y cruces en continua transformación, que es imposible fijarlo en un único eje. También, y al igual que Blanqui, celebrar el milagro de las renovaciones.

¿Qué vemos cuando miramos al cielo?
Georgia, 2021
150 minutos
Dirección y guion: Alexandre Koberidze
Reparto: Ani Karseladze, Giorgi Bochorishvili
En Mubi

Lo incapturable

«Cómo convertirse en piedra propone pensar el límite entre lo vivo y lo inanimado como una forma de experimentar el tiempo», dice Mauricio Barría sobre la última obra de la dramaturga Manuela Infante, una aguda reflexión sobre la prepotencia humanista y un humanismo masculinizado que se erige sobre una oposición binaria y prepotente entre lo vivo y lo inerte.

Por Mauricio Barría

Manuela Infante es una de las más interesantes directoras de nuestro país. Como en pocos artistas teatrales chilenos, su trabajo responde a un consistente entramado en el que cada obra es un hito dentro de una trayectoria de pensamiento, el continuo de una pesquisa que, de tanto en tanto, se materializa en un montaje. Infante es un buen ejemplo de una artista contemporánea en que la práctica como investigación converge en producción de obra. 

Su trayectoria puede quizá describirse en tres grandes períodos. El primero está marcado por Prat y Juana, trabajos sostenidos en textos lúdicos que proponían una lectura de personajes históricos con una cierta ingenuidad. Un punto de giro sucede con Cristo (2008), en la que profundiza esta indagación, planteándose la pregunta de cómo se construye el relato histórico y cómo este proceso repercute en las representaciones sociales. Lo notable, es que la interrogante no está solo a nivel temático, sino en los procedimientos mismos de construcción de la dramaturgia y la puesta en escena.  Se inaugura así un estilo de trabajo escénico que podría analogarse a un ensayo literario llevado a escena. Es decir, la teatralidad está en la disposición de materializar conceptos y argumentos performativos sobre un asunto, antes que tratar un tema. Es a partir de este montaje que su trabajo pone el foco en una pregunta artística: cómo la manera de componer una historia es la que determina la particularidad y la ideología de la obra. 

Los montajes siguientes continuaron y radicalizaron esta pesquisa: Ernesto (2010) es una deconstrucción de este clásico del teatro chileno: se oscurecía la sala y se convertía en voz la representación de un melodrama que podría ser insostenible hoy. La obra, así, develaba el carácter de dispositivo que tiene también la lógica melodramática. En Multicancha, del mismo año, exploró la resistencia física y la extenuación como condición del entrenamiento de los atletas de alto rendimiento, una potente metáfora sobre la optimización del cuerpo bajo la lógica de una economía de la rentabilidad. En Xuárez (2015) examinó cómo el relato histórico tradicional ha borrado el lugar de Inés de Suárez como “madre de la patria”. El último montaje que realizó con su compañía Teatro de Chile fue Zoo (2013), cuyo punto de partida es la tensión entre humanidad y animalidad bajo la metáfora de los zoológicos humanos que proliferaron en el siglo XIX, para devolvernos la pregunta de qué entendemos por ser humano cuando decimos humanidad y cómo ese concepto se levanta sobre el desprecio de la condición animal. Es esta obra la que abre una tercera etapa en que el diálogo con las ciencias biológicas y cognitivas y las nuevas filosofías posthumanistas funcionan como intertextos. A partir de Zoo, su investigación se torna más abstracta, su teatro más especulativo y, de cierta manera, más complejo en términos de su recepción: luego vendrá la inquietante Realismo (2016), Estado vegetal (2017) y Cómo convertirse en piedra (2021), estrenada en la sala principal de Matucana 100.

Crédito: Daniel Montecinos.

Al ingresar ya se vislumbra la escena. Sobre el suelo yacen objetos que parecen representar rocas. Son de material plástico y cubren todo el espacio. Hay una atmósfera agreste. Se destaca el aparataje de iluminación que se emplaza escultóricamente en la escena. Los focos, semi a contraluz, se despliegan en forma de cascada armando un fondo. Del piso, que podría ser también un basural de plástico, emergen cuerpos que encuentran en la pantomima un recurso de expresión. De hecho, la actuación, en general, tiende a ser muy física. Rodrigo Pérez, Marcela Salinas y Aliocha De La Sotta conforman el elenco. Desde el primer momento, nos percatamos de que se rehúye del acto de contar una historia en un sentido tradicional y, por lo tanto, entramos más que a un argumento, a una secuencia de situaciones protagonizadas por cuerpos y voces. El trabajo sonoro es notable. En varios momentos, los actores activan unos samplers que repiten frases que han dicho justo antes, pero que vuelven introduciendo un sentido diferente. En este juego sonoro, que Infante denomina «paisajes sonoros», radica el eje de la propuesta, que se refrenda cuando en una proyección aparece la historia de Eco, el personaje mítico que es convertida en una voz condenada a resonar eternamente entre las rocas. El tema de la muerte, de volverse roca, hueso fosilizado que resiste el paso del tiempo porque se encuentra en otro tiempo, es recurrente. La roca, así, se asimila a la imagen de la voz que percute sin fin aun después de perecer el cuerpo orgánico.

La dramaturgia tiene una forma laberíntica en la que se rompe la correspondencia entre enunciado y enunciador, intercambiándose permanentemente los roles. Lo que sucede es una disociación entre la voz y el personaje que resulta muy estimulante, y al mismo tiempo, va generando un tejido enmarañado.  Infante juega con el espectador auditor, articulando y desarticulando este tejido, y a cada vuelta de palillo agrega una nueva capa. Así, la estructura se asemeja también a la amalgama que constituye una piedra si la sometemos a un corte axial. Hay, pues, un entramado horizontal y uno vertical. Tejidos y capas tectónicas. Este juego genera esta experiencia laberíntica que invita a vincularse con otra temporalidad, a dejarse llevar por la duración incondicionada de la experiencia en contra de un orden literario. Infante busca la incapturabilidad del sentido. Más que un texto, hay un repertorio de palabras y frases que se repiten y que, al cambiar de orden y enunciador, construyen un nuevo sentido: un nuevo juego de lenguaje, como diría Wittgenstein. Estamos ante un paisaje en capas, paisaje de situaciones que por momentos se acoplan y coinciden, y en otros se desajustan, provocando desplazamientos de la trama-estrato que nos extravían. Nos sumergimos en una diseminación de posibles líneas narrativas para luego volver a encauzarnos en una posibilidad, anclando la atención en un punto. A fuerza de resonar y repetirse estas frases, comienza a aparecer un relato. 

Hay un territorio devastado, no sabemos si en un campamento minero, una zona de sacrificio, en este planeta o tal vez en Marte. Producto del relave o de la extracción de un mineral, la población está contaminada y el síntoma es la sangre verde. Los dueños de la empresa —llamados “los japoneses”— niegan la catástrofe y la tapan ofreciendo a los mineros enfermos jubilaciones suculentas. Uno de ellos se niega, pero finalmente muere, entonces su hija toma su lugar y se enfrenta a los gerentes. 

Pero esto resulta trivial, porque con esto Infante trama lo que importa aquí: una aguda reflexión sobre la prepotencia humanista, que se asume como medida de la realidad, un humanismo masculinizado, además, que desde sí establece los criterios de validación de la existencia dentro de un sistema económico fundado sobre criterios biologicistas de desarrollo y crecimiento sin límites, estableciendo una oposición binaria y prepotente entre lo vivo y lo inerte. Así, Infante inserta otro nivel temático: la violencia sobre la mujer que conforme a este humanismo es vista como un objeto tan irrelevante como una piedra. Aquí inicia la operación de transvaloración: pensar la piedra como otra manera de estar en el mundo, un modo no productivista. En esta nueva dimensión, el motor es la resonancia y no el paradigma de la repetición y la diseminación de lo mismo. La emancipación del sonido en el eco significa el fin de un lenguaje de la acumulación, del constructivismo como principio del habla. La coexistencia simple de los que están ahí junto a otro construyendo un vínculo sin voluntad, pero requiriéndose. Piedras de un paisaje en el que no hay jerarquías, pero sí mutualidades. Cómo convertirse en piedra propone pensar el límite entre lo vivo y lo inanimado como una forma de experimentar el tiempo.

Cómo convertirse en piedra
Dirección y Dramaturgia: Manuela Infante
Elenco: Marcela Salinas, Aliocha de la Sotta, Rodrigo Pérez

Una biografía alucinada

«Spencer cruza desde la biopic hacia un homenaje barroquista y excesivo, trazando un itinerario donde la idea de una Diana trágica y torturada nos lleva a una alegoría persistente en el cine de Pablo Larraín, quien continúa así su carrera en el extranjero mientras los rasgos más propiamente políticos se ajustan sin mayor problema a las expectativas internacionales», escribe Iván Pinto sobre la última película del director chileno.

Por Iván Pinto

I

En su segunda película en inglés, Pablo Larraín y la productora Fábula demuestran una posición sólida para negociar con la industria un producto que se mueve entre lo comercial y lo artístico. A medio camino entre la expectativa de la biopic de un personaje mediático y la exploración cinematográfica, el resultado es un híbrido con varias licencias y excesos, pero con ciertos rasgos de interés y claro olfato adaptativo. Larraín “autor” ha logrado mantener su independencia artística, continuando parte del vínculo temático con su obra anterior, pero desplegando en esta nueva etapa un impulso con nuevos bríos, donde lo central de sus huellas locales desaparecen.

En Spencer, Larraín retoma una de sus obsesiones, la del juego entre historia (como narración de los hechos pasados) y ficción (como elaboración subjetiva y creativa). Una constante, al menos, desde su trilogía sobre la historia reciente de Chile —que incluye Tony Manero (2008), Post-Mortem (2010), No (2012)—, pero también en sus acercamientos a figuras icónicas en Neruda y en Jackie. Algunas interrogantes de su obra aparecen con insistencia en estas películas: ¿cuál es el límite entre historia y ficción?, ¿de qué modo ambas se retroalimentan, contaminan o incluso desdibujan? Este derrotero se profundiza y amplía con nuevos repertorios en Spencer.

Pero vamos más atrás: si su abordaje al pasado reciente chileno insistió en encontrar los ángulos inusuales, anamórficos o incluso censurados desde un tratamiento “onírico” y “desrealizante” (lo que le ha valido críticas fuertes por parte del debate historiográfico de izquierda), al momento de abordar biografías o relatos sobre personajes canónicos ha llevado esto a una lectura personal y polémica, contaminando el género biográfico con otros como el policial, el melodrama o el thriller. En Neruda (2016), por ejemplo, sacaba al poeta de la monumentalidad literaria para vincularlo más bien a la bohemia de la década del 50 en un relato noir y ambiguo. En Jackie (2016), se concentraba en la interpretación de Natalie Portman y la figura de Jackie Kennedy desde el punto de vista de relevar el rol que le tocó jugar como viuda de John F. Kennedy. Este cambio de locación y punto de vista afecta a su cine, y, en cierta medida, lo vuelve más ambicioso y desprendido.

En esta película, Larraín destilaba fascinación por la reconstrucción histórica, pero particularmente por las formas y mediaciones culturales de un Estados Unidos rendido ante las transformaciones de la década del 60 en medio de un panorama agitado. Históricamente, no deja de ser un detalle que un cineasta chileno aborde este período de la historia norteamericana. ¿Podía un director procedente de Chile abordar la historia estadounidense? ¿Qué efectos o relecturas pueden producirse a partir de esto?

II

Spencer es un ambicioso intento de abordar la vida de Diana de Gales, una figura mediática marcada por la tragedia y el acoso de la prensa, quien muere en un accidente en 1997. Teniendo todo esto a mano, Larraín esquiva los detalles más escabrosos de su vida, como su muerte o la relación del Príncipe Carlos con Camila Parker, y recrea una Diana más bien íntima, acosada por fantasmas, y que busca respirar en medio de un entorno que la agobia. Contrastando con su cine chileno, Larraín pasa de abordar el universo de la elite política norteamericana al foco en la realeza, donde la cuestión de la marginalidad social desaparece.

La película sigue a Diana —interpretada por Kristen Stewart— en los días previos a su separación, mientras debe compartir con la familia real al interior de Sandringham, una de las mansiones de la corona. Larraín transforma esto en un itinerario del estado mental de la princesa mientras es asfixiada por las exigencias del protocolo y una relación deteriorada con Carlos. En contraste, personajes van siendo un poco su sustento vital: sus hijos, Maggie, una de las vestuaristas, el chef de cocina; mientras un mensajero enviado por la corona la sigue a todos lados para recordarle lo que debe o no hacer. Uno de los puntos álgidos del conflicto es una discusión con Carlos, escena que anuda parte central del filme: la exigencia de dividir una Diana pública de una privada, las razones de existencia de la corona (“darle algo en qué creer al pueblo”), así como la presencia constante de Camila Parker en la relación.

Larraín se posiciona abiertamente desde el punto de vista de Diana, un personaje que se vuelve empático al momento de identificar su entorno como opresivo y sofocante, algo que parece mantener desde películas tan tempranas como Fuga (2006), donde el espacio interior/mental se confundía con el exterior/espacio físico. De forma similar aquí, sirviéndose de la steadycam, el plano secuencia y la recreación de las memorias personales de Diana, el espacio se desdibuja en fragmentos que la princesa recuerda en medio de su crisis, expresadas a través del cuerpo en movimiento, una dimensión performática que también recuerda a Ema (2019). Así también, el texto desarrollado a lo largo de diálogos y monólogos conserva, como ha venido haciendo también en películas recientes, una suerte de lirismo algo desvariado que cruza la línea comunicativa hacia una suerte de corriente de la consciencia subjetiva.

Otro punto que también profundiza dice relación con abordar una Diana mediática y no “la que realmente fue”. La renuncia a ser una biopic que busque reconstruir un relato fidedigno —en definitiva, su renuncia al “realismo” propiamente tal— lo hace mezclar no solo los recuerdos subjetivos, sino las imágenes mediáticas compuestas a partir de la recreación de fotografías e iconografías de su figura pública. Algo que también hizo en Jackie: el lugar de los medios y la iconografía en la forma de construir una determinada identidad, un acontecimiento cultural e incluso de un hecho histórico. Las formas en que los medios construyen realidad son un “dato” de la causa.

Larraín utiliza el “mito Diana” tomando elementos que van desde hechos reales a rumores de prensa, construyendo un personaje a partir de la apropiación libre: la relación con sus hijos, la automutilación, una especie de consciencia de clase o la relación con su hogar de niñez. También inventa personajes o crea situaciones que jamás existieron. Poco importa: lo que se busca es la creación un punto de vista personal sobre el carácter de ficción, intercediendo frente a la expectativa de la biografía mediática hacia la dimensión subjetiva y expresiva de la puesta en escena. Una Diana mártir deambula entre los pasillos identificándose con Ana Bolena, mientras realiza pasos de danza y se rebela contra los protocolos de la corona. El cine, así, se volvería un reflejo abstracto y anómalo que engañaría en su juego de identificaciones y desidentificaciones en una especie de caleidoscopio mental.

III

Spencer cruza desde la biopic hacia un homenaje barroquista y excesivo, trazando un itinerario donde la idea de una Diana trágica y torturada nos lleva a una alegoría persistente en el cine de Larraín. Frente a este lente apocalíptico, es el entorno el que se vuelve amenazante, y la exterioridad es siempre una totalidad que complota contra sus personajes.

Larraín continúa así su carrera en el extranjero, mientras los rasgos más propiamente políticos se ajustan sin mayor problema a las expectativas internacionales: curiosamente, sus figuras femeninas pertenecen a la élite social y política, aunque ellas propongan una lectura desde el contraste. Jackie, y ahora Diana, presentarían en su cine una especie de “progresismo liberal” enmarcado en las luchas por el poder al interior de microespacios, como la Casa Blanca o la corona británica, con causas como el feminismo, la ecología o la equidad. Aunque es rebuscado asentar una lectura panfletaria, es claro que su “escala de valores” busca iluminar a sus personajes bajo ópticas decisionales en contextos concretos y adversos. No hay, así, la “gran política”, sino actos y decisiones que se miden en la escala de sus personajes. Tampoco hay una representación “histórica” o “biográfica” fiable, sino un laboratorio ficcional que trabaja sobre estos referentes para entregar algo más ambiguo, subjetivo y opaco.

Spencer
Reino Unido/Alemania/Estados Unidos/Chile, 2021
Dirección: Pablo Larraín
Guion: Steven Knight
Elenco: Kristen Stewart, Timothy Spall
Productora: Fábula, Shoebox Films, Komplizen Film, Topic Studios

Pintores obreros

«Muchas de las prácticas críticas contemporáneas tocan asuntos cruciales para la sociedad; sin embargo, los vicios propios del sistema del arte tienden a neutralizar dichas manifestaciones. El culto a la personalidad, las lógicas productivas abusivas, el aislamiento en cuanto a públicos, la falta de debate y la autocomplacencia son cuestiones que hasta al artista más ‘comprometido’ pueden afectarle. Por ello, me parece estimulante para el circuito que una “obra” decida someter a los artistas a una relación de trabajo dependiente, dejándoles el desafío de producir algo que sirva a otro más que a sí mismos», opina Diego Parra sobre Testimonial Spaces. Pabellón de Chile Bienal de Arquitectura de Venecia 2021, muestra que estuvo en el MAC durante abril.

Por Diego Parra

En el hall del MAC de Parque Forestal nos encontramos con una gran caja de madera con puntales que sostienen sus lados. Los tonos llaman la atención de quien ingrese al edificio, porque se genera un fuerte recorte entre el azul de la estructura y los blancos del museo. A su vez, las columnas y arcos neoclásicos contrastan con las simples tablas de las que está construido este contenedor. Uno de sus lados tiene una gran puerta desde donde se ve una serie de rectángulos que recubren los muros interiores; a la distancia no se puede entender claramente qué hay en ellos.

Al entrar podemos ver bien: son 525 pinturas que van casi desde el techo al suelo. Todas ellas manejan una escala cromática igual (azul cobalto, ocre amarillo, laca carmín y blanco de zinc), por lo que los muros se sienten relativamente uniformes a pesar de que las obras representan distintas cosas. La luz es cenital, fría e igualmente distribuida, de modo que ninguna tela tenga mayor protagonismo que la otra. Quien ingresa a este contenedor queda envuelto por una arquitectura que define un espacio limitado, no hay ventanas ni fugas posibles. Lo que ves es lo que hay. Y, al mismo tiempo, la retícula impuesta por los bastidores exacerba esta sensación de orden absoluto, como si dentro de la caja azul no cupiera ni siquiera una mínima desviación.

Crédito: Felipe Fontecilla.

Pero lo más curioso es que todo esto que describo no es una “obra de arte” como tradicionalmente vemos en un museo, es un objeto que transita en los límites de disciplinas y que encuentra en el MAC un lugar donde desplegarse sin problemas. Más específicamente, es el pabellón chileno para la Bienal de Arquitectura de Venecia recién pasada, llamado Testimonial Spaces y curado por Emilio Marín y Rodrigo Sepúlveda. El proyecto en cuestión implicó trabajar con la historia de la población José María Caro, ubicada en Lo Espejo, donde los vecinos proporcionaron testimonios sobre cómo han vivido en dicho lugar cargado de distintas memorias desde la década del 60 hasta la actualidad (la pregunta se vinculaba con el tema general de la Bienal: “¿Cómo viviremos juntos?”).

Estas vivencias fueron traducidas a las 525 pinturas encargadas a 21 pintores dirigidos por el artista Pablo Ferrer, quien actuó como director de contenidos, junto con los curadores. La decisión de interpretar pictóricamente las historias seguramente significó una gran discusión, ya que muchos habrían optado quizá por la fidelidad de la fotografía o incluso por quitar cualquier mediación e instalar directamente las voces de quienes recuerdan. La pintura hace años que perdió su lugar protagónico a la hora de registrar el pasado y se convirtió en una práctica más bien íntima, por lo que los curadores debieron idear un método que atenuara aquellos mecanismos que hacen de ella un medio personal y autónomo. De ahí la paleta limitada, los formatos idénticos, la falta de individualización en los personajes, la ausencia de marcadores idiosincráticos y la axonométrica forzada en la vista del paisaje.

Ingresar a este cubículo es lo más cercano que podemos estar a experimentar una pintura social y pública, puesto que ninguno de los 21 pintores aparece en sus telas como ellos acostumbrarían. Mediante el rígido método ideado por Marín, Sepúlveda y Ferrer, los organizadores se aseguraron de que ningún pintor asistiera a este pabellón en calidad de artista, sino más bien como “obrero de la pintura”, con todo lo que ello implicaría a la hora de cuestionar el estatuto casi principesco del artista contemporáneo. Las marcas de estilo que tanto cuesta adquirir y que son lo que define al pintor aquí desaparecen, puesto que los pinceles quedan al servicio de una historia que representar, y no de una subjetividad propia que plasmar.

Las memorias que están presentes en las telas van desde hechos trágicos como la muerte de vecinos y los allanamientos durante la dictadura cívico-militar, a fiestas o incluso a hechos aparentemente irrelevantes, como niños que juegan. La idea de memoria heroica que tradicionalmente se asocia a lugares como la José María Caro se ve disputada por los recuerdos que no siempre registran aquello que la historia luego se encarga de escribir. Generalmente somos actores secundarios cuando se trata del drama histórico; los grandes hechos nos pasan por el lado y en tanto individuos no tenemos la capacidad de entenderlos, ya que estamos insertos en ellos. Uno se imagina que hay muchas personas que más que recordar las imágenes que siempre circulan del golpe de Estado, se acuerdan adónde se dirigían ese día, qué tomaron de desayuno o si les fue posible tomar micro. Eso no quiere decir que se deje de lado el acontecimiento histórico en sí, solo revela la dimensión íntima y esquiva en que funciona la memoria. De ahí que, como plantea Sergio Rojas, “el pasado no cabe en la historia”, pues siempre hay un diferencial que se le escapa, un resto que somos todos nosotros y nuestra experiencia subjetiva del pasado.

Es interesante también que esta acción tenga su origen en la arquitectura y no en el arte contemporáneo, ya que dicha distancia disciplinar permite impugnar quizá de mejor manera las prácticas artísticas y sus jerarquías implícitas. ¿Qué proyecto actual de arte contemporáneo realmente se desplaza a sí mismo a la hora de trabajar con comunidades? Prácticamente ninguno, ya que el extractivismo que suelen manejar las prácticas artísticas de corte social o colaborativo siguen siendo un problema a la hora de analizar políticamente sus efectos y sentidos. Así, la arquitectura utiliza a las artes visuales por fuera de sus propios límites, es decir, como medio y no fin. Los últimos pabellones de arquitectura chilenos en la Bienal de Venecia han sido también cercanos a lo que entenderíamos como “arte contemporáneo”, en particular por el lenguaje instalativo al que han recurrido para presentarse: Stadium (2018), de Alejandra Celedón y Monolith Controversies (2014), de Pedro Alonso y Hugo Palmarola, perfectamente podrían haber sido expuestas en alguna muestra sobre la historia reciente de Chile. Y esto revela la condición transdisciplinar del arte contemporáneo, que en sus infinitas posibilidades abre espacios para experimentar aún hoy, cuando ya parece todo hecho. Si bien el contexto general de esta exposición es una bienal de arquitectura, mi lectura opta por entenderla como un gesto artístico contemporáneo, porque mi libertad interpretativa es también una de las características del arte actual: el manto del museo no solo puede ser entendido como mausoleo o jaula, pues es también una zona de excepcionalidad donde las reglas tienden a relajarse.

Ahora, que un ejercicio arquitectónico (por expandido que sea) tenga tal presencia en el contexto artístico ciertamente le pone un desafío mayor a los artistas. Muchas de las prácticas críticas contemporáneas tocan asuntos cruciales para la sociedad; sin embargo, los vicios propios del sistema del arte tienden a neutralizar dichas manifestaciones. El culto a la personalidad, las lógicas productivas abusivas, el aislamiento en cuanto a públicos, la falta de debate y la autocomplacencia son cuestiones que hasta al artista más “comprometido” pueden afectarle. Por ello, me parece estimulante para el circuito que una “obra” decida someter a los artistas a una relación de trabajo dependiente, dejándoles el desafío de producir algo que sirva a otro más que a sí mismos, aun cuando en dicho proceso se pueda fracasar. Sin errores o experimentaciones estamos condenados al más horrible escenario posible: un arte demasiado satisfecho de sí mismo.

Testimonial Spaces. Pabellón de Chile Bienal de Arquitectura de Venecia 2021
MAC Parque Forestal 
Curadores: Emilio Marín y Rodrigo Sepúlveda