Las novelas dentro de la novela

«Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos», escribe la crítica Lorena Amaro sobre Isla Decepción, el último libro de Paulina Flores.

Por Lorena Amaro

En Rizoma, Gilles Deleuze y Félix Guattari afirman que un libro puede ser una “máquina de huidas”: “hay líneas de articulación o de segmentariedad, mapas, territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y de destratificación”. Pienso en cómo funciona esto en el caso de Isla Decepción, primera novela de Paulina Flores, que presenta la historia de un fugitivo del mar, el coreano Lee Jae-yong/Yu Ji-tae, que arriba a las costas de Punta Arenas, donde es protegido por Miguel y su hija, Marcela, ambos también nómades que escapan de su pasado. Cada uno aporta una línea narrativa que Flores procura multiplicar, en cada caso, para abrir otros relatos: las vidas de los compañeros de Lee en el Melilla, chimao o buque factoría chino que pesca y procesa calamares en alta mar; las vidas de los familiares de Miguel y Marcela en un campo situado en la frontera del conflicto mapuche; la violencia intrafamiliar en la dolorosa relación de Miguel y la madre de Marcela, Carola; el destino secreto y azaroso que hizo de Yu Ji-tae un marinero.

Pero como ocurre también en Qué vergüenza, su primer libro de relatos, a momentos muy bien logrados en la construcción de atmósferas e imágenes, les siguen también no pocos episodios fallidos, casi inexplicables viniendo de una misma imaginación narrativa. La novela pone foco primero sobre Miguel y Marcela. Él ha abandonado a su familia para ir a refugiarse en la lejanía de Punta Arenas, donde desarrolla diversas actividades vinculadas con el mundo portuario; ella ha dejado inconclusas dos carreras universitarias y, aparentemente acostumbrada a hacerse autozancadillas, ha perdido además de su trabajo la relación que tenía con Diego, algo menor que ella y hermosísimo, a quien conoció en la escuela de cine y que ha logrado insertarse en la industria, a la que ella también alguna vez aspiró a ingresar. En medio de un caos existencial, abandonada de todo y medio alcoholizada, decide ir a ver a su padre al sur, y se encuentra con que Miguel oculta a Lee en su casa.

La narración de todos estos hechos no es neutra; con cierta banalidad y un lenguaje encorsetado subraya sobre todo los rasgos de la hija, que resultan muy poco memorables. Este relato marco no alcanza ni de cerca al mayor acierto del libro: las terribles y bellas páginas del extenso capítulo “Un día en el Melilla”, en que el narrador en tercera persona sigue, distante, objetivo, como una cámara, los movimientos de los tripulantes, auténticos esclavos, que vagan por aguas internacionales en una cárcel flotante. “Solo los oficiales conocen las fechas y las horas” en este barco fantasma, errante: “ha visto la marca de fabricación: 1966. Suena el año de alguna guerra y la inscripción, oxidada por completo, parece una lápida” (113). El Melilla es también una especie de torre de Babel postmoderna, en que tagalo, chino, coreano e indonesio se entremezclan; las observaciones sobre estas lenguas, sus entonaciones y colores, dan cuenta del universo abigarrado, enorme y diría incluso metafísico del relato. Lee percibe a su alrededor un mundo acústico en que la intemperie es una lengua más; se expresa en el insistente graznido de las gaviotas. La humedad, el trabajo mecánico, el dolor, la extensión del mundo se dejan sentir en la prosa: “El timbre anuncia el fin de ese turno. Lee deja colgar sus brazos y un cansancio nuevo se suma al resto de sus dolores corporales. Observar el cielo no requiere de ningún esfuerzo. El cielo es la otra mitad del único paisaje a la vista, uno frío y neutral”.

Así como Conrad construye al siniestro Kurtz de El corazón de las tinieblas, la presencia del mal en esta nave se hace presente en las condiciones de vida de sus pasajeros y en el ominoso poder de personajes como el torturador y violador Kang (“Silbidos”) o el sibilino capitán Park, quien le advierte a Lee: “la gente solo presta atención a aquello que puede ver. A lo que tiene brillo, si prefieres. Pero nosotros aquí, en medio del océano, somos completamente invisibles. Prácticamente no existimos para el resto del mundo”. Están en “aguas de nadie” y sin embargo ese lugar abierto y libre se convierte para los torturados tripulantes en un espacio claustrofóbico en que una de las escenas más atroces es cuando Lee se ve obligado a participar de una pelea desordenada, caótica, de todos contra todos, un amontonamiento de cuerpos prácticamente concentracionario: “Alguien le pisa la mano. Él se apoya en un cuello que encuentra al paso y está a punto de levantarse cuando lo toman por la cabeza y lo hacen rebotar una vez más contra las tablas”.

 “El horizonte está por amanecer y la superficie del agua, completamente lisa. El capitán Park le contó que ese tipo de marejada lleva por nombre Espejo, y aunque no es un término muy creativo, resulta asombroso ver el mar así de liso”, escribe Paulina Flores y en efecto, el mar es el espacio “liso” (Deleuze y Guattari) por excelencia, por donde transitan libremente los nómades, un lugar de multiplicidades, no normado, a diferencia del espacio estriado o regulado ordenado por el Estado, demarcado como si fuese un dibujo de casillas. Y la anomalía que relata Flores es, precisamente, ésta: precisamente en la inmensidad de lo no regulado y libre, aparece la heterotopía de la nave, con sus propias y crueles reglas, cerrada, atravesada de jerarquías y castigos, en que estos hombres, apenas humanos, desarrollan, en condiciones mínimas, sus afectos, sus lealtades, el deseo de vivir y de morir.

La escritora Paulina Flores. Crédito: Paloma Palominos

La diferencia entre las dos partes de la novela (Marcela y Miguel vs. Lee) es sorprendente. Es tentador pensar qué hubiese ocurrido si, como relata Flores en una entrevista, hubiese desarrollado las treinta historias de los tripulantes del Melilla para dejar a un lado a sus protagonistas chilenos. ¿Cómo habría sido esta novela si hubiese albergado solo el imponente relato del barco, en que una gran escritora logra, después de mucha investigación, asomarse y crear la atmósfera impresionante de la otredad? ¿Será verdad que un novelista es, sobre todo, alguien que oye voces, y será por eso que al indagar en la historia lejana de Lee logra ser la médium de todas esas experiencias erráticas y deslumbrantes?

Hay decisiones técnicas que estrangulan muchos textos de nuestros autores jóvenes, como ésta de poner a un mismo nivel experiencias tan disímiles y la tentación de quedarse con universos demasiado cercanos a los suyos. Marcela, en cuyo departamento encontramos la poco sorprendente imagen de un espejo quebrado, resulta una especie de alter ego autorial: una mujer joven, algo desencantada, que desea ser directora de cine. Pero algo falla en su historia de amores y desamores, aburrida, plana, sin mayor interés. Aunque se enfatiza mucho la inteligencia y singularidad del personaje, resulta bastante banal. La narración pasa la aplanadora por las circunstancias más dramáticas de su historia familiar, en que asoma la violencia. Hay, además, en estas partes de la novela, numerosos errores, por ejemplo un enfrentamiento de Marcela en la calle con un grupo de Fuerzas Especiales, en el marco de una protesta, que queda trunco. Los diálogos, sin mayor interés, se combinan con frases poco afortunadas –“Ella tenía lo esencial en cuanto a simetría”—, como si una brújula se hubiese roto, como si de pronto su autora hubiese perdido la sutileza que la caracteriza en otros momentos de su texto.

Lo más remarcable en el encuentro de Marcela y Miguel con Lee es, una vez más, la figura del coreano: él es el silencio contra el cual padre e hija construyen sus propios discursos, proyectando sus afectos como en un lienzo en blanco. La distancia lingüística es una vez más un motor narrativo importante y muy sagaz de parte de Flores, quien intenta incorporar también algo de esto al lamentable y forzado pasaje sobre la violencia estatal en Wallmapu, tema contingente y de enorme peso en la política chilena actual, pero que se narra con torpeza y didactismo; la descripción del satun o ceremonial curativo de ese pueblo y la posterior represión policial parecen demasiado ingenuos y poco trabajados al lado del relato del Melilla.

Esa dolorosa belleza del relato extraterritorial reaparece en una escena de Marcela y Lee en el cementerio de Punta Arenas. Es posible sentir allí el viento que barre con lo conocido y abre líneas de fuga, situando a los personajes lejos de todo. Lee reza por dos compañeros que no lograron llegar a puerto con él. Sus cadáveres han sido hallados también en el mar, sin sus ojos, devorados por los peces: “Marcela pensó en las cuencas de sus ojos vacías (…). No en un sentido morboso, sino en el espacio cóncavo; como los agujeros de una carretera que ya nadie usa o los cráteres de la luna; la posibilidad de hundirse en aquellos huecos, esa sensación. Parecía extraño que siguieran ahí, a la espera de algo más, de ser llenados”. En el contacto con los muertos retorna el mundo acuático, tan bellamente narrado por la autora: “Ella vio sus párpados lisos y algo en la cuenca de sus ojos. Podría haberse tratado de una mantarraya, una criatura que permanece bajo la superficie, rondando”.

En los últimos capítulos se retoma la historia del Melilla hasta llegar al punto de partida de la novela, ese 6 de diciembre en que recogen a Lee agónico de las frías aguas de Magallanes: “Está vivo, se dijo, pero no resopló con tranquilidad, sino por el contrario: la sonrisa que creyó distinguir en la boca del náufrago (…) hizo que le recorriera un escalofrío por la espalda”. Quien llegue hasta el final de este relato descubrirá por qué Lee sonreía. Una épica marina alucinante, que poco tiene que ver con la historia de Marcela, más cercana a lo que Diamela Eltit ha llamado “narrativas selfie”, de las que Flores podría desmarcarse.

Isla Decepción
Seix Barral, 2021
362 páginas
$15.900

Los riesgos de la nostalgia

«El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria», escribe Lorena Amaro sobre La muerte viene estilando, de Andrés Montero.

Por Lorena Amaro

La muerte viene estilando es una novela estructurada por seis relatos que se podrían leer autónomamente, todos con un inicio y un cierre que amarran la narración, y que muestran el ingreso de un sujeto citadino no solo al mundo rural, sino al espacio legendario de sus narraciones. Llevado por el hartazgo de una mecánica cotidianidad, este protagonista se interna en un camino de tierra, donde queda varado en medio de la noche y la lluvia. En un caserío cercano lo confunden con el patrón del fundo Las Nalcas y lo reciben en el velorio de una mujer que ha sido asesinada. En los capítulos siguientes se completarán distintos aspectos de esta historia, a través de diversas voces narrativas que nos llevarán hacia su futuro y pasado.

La novela es redonda: reordenados, los relatos funcionan como una historia que, a excepción de un entrecruzamiento identitario y narrativo (dos personajes de temporalidades distintas, que se intersectan al estilo de “Lejana”, el cuento de Cortázar), se puede disponer cronológicamente sin mayor dificultad. Es bastante esquemática, también, la organización de los espacios novelescos: la ciudad; un lugar del campo al sur de la capital; una caleta de pescadores que, a diferencia del campo, es habitada por personas libres del yugo del hacendado y una pequeña localidad de provincia que es más pueblo grande que ciudad. Los protagonistas transitan entre estos espacios en movimientos de ida y vuelta, tan notorios en su construcción como la interminable lluvia, que se desata enloquecida cuando se desenfrena la acción de los personajes. El libro ofrece, además, un marco narrativo muy claro, programático, que se observa en su inicio y cierre. Primero, hay una puesta en abismo: el “viaje” del hombre de ciudad (con una vida oficinesca y mecanizada) al camino rural donde se extravía, puede ser leído como un espejo de la experiencia literaria del escritor, su rechazo a la experiencia urbana y su opción por las tradiciones orales campesinas. El desplazamiento no se produce solo entre dos lugares, sino que entre dos tiempos, ya que el campo al que llega no es el de hoy, mecanizado, amenazado por el extractivismo y las necropolíticas, sino el de los patrones de fundo, bandoleros, apariciones y baqueanos. Esta apertura dialoga con el cierre, cuando se enuncia lo que puede ser entendido como la poética de este viaje literario: “Porque del otro mundo, del mundo sin inicio y sin final de las tradiciones, no era necesario despedirse: bastaba con hacer un homenaje, con las tres copas bien levantadas y un abrazo imaginario a lo inamovible, para que el espíritu de los que habían partido siguiera viviendo eternamente a través de las palabras, de las rimas y los naipes, en la pesca y los telares, en el sorbo de un mate colmado de azúcar…”. Este “lirismo”, con que la voz narrativa suele dilatar las peripecias de sus protagonistas, está al servicio de la nostalgia, motor principal del trabajo de Andrés Montero. Es la nostalgia la que encabeza no solo el ingreso a este mundo, sino también la forma de contarlo, en procura de un homenaje. Es como si se buscara revertir las reflexiones de Walter Benjamin en El narrador, para recuperar las antiguas historias que se contaban, sobre hechos lejanos en el tiempo y el espacio, y surgidas de experiencias que la guerra le arrebatara al mundo en que Benjamin vivió.

Andrés Montero. Crédito: La Pollera Ediciones.

Hasta aquí he intentado describir una propuesta narrativa. Creo que esto no valdría de mucho si no procurara pensar por qué este programa de Montero ha tenido una entusiasta recepción, traducida en premios y reconocimientos de la crítica. ¿Es posible, efectivamente, lidiar con lo que Benjamin llamó en su momento la pérdida de la facultad de “intercambiar experiencias”? En esta línea, la propuesta de Montero, aunque bien articulada, no deja de parecer una esquemática y vacía impostación. Hay en el gesto autorial un repliegue, una huida de la contemporaneidad problemática hacia una nostálgica e insólita recuperación de los valores tradicionales. Revestido de un humanismo teñido de paternalismo, el simulacro de escritura no plantea nada nuevo: La muerte viene estilando es, finalmente, un pastiche bien armado.

Montero no es el primero de nuestros narradores contemporáneos que se asoman al criollismo o al realismo social, procurando revivirlos con nuevas perspectivas. Pero hay una distancia grande entre leer estas tradiciones buscando darles una suerte de sumisa continuidad, a hacerlo desde el presente, asumiéndolas en un país y en un mundo que han cambiado, como lo han hecho, dramáticamente, los escenarios descritos de la caleta y el campo sureño, que en otro tiempo, otres narradores abordaron con el ánimo de mostrar, denunciar, emocionar o entretener, con más verdad que Montero. No uso la palabra verdad en el sentido del verosímil, sino de una reflexión que busca ser más amplia: ¿no habría razones para resistirse a este “regreso” a un tiempo, un lugar y un lenguaje en que las mujeres son asesinadas por nada, en que se dice “la mar” y no el mar, “llevar razón” en vez de tener razón, o “tener lunas” en vez de menstruaciones; en que los personajes (populares) no entienden “ni jota” porque están todo el tiempo aparentemente confundidos, como si eso pudiera despistar al lector del previsible curso de la trama; en que las mujeres engañadas por sus maridos reciben el trato paternalista del narrador: “la buena de Eulalia” o “la fiel Eulalia”? En el núcleo de la historia está el cadáver de Elena, producto de un femicidio. El narrador, en tránsito de convertirse de recién llegado sujeto urbano en violento patrón de fundo, lo banaliza en este comentario junto al ataúd: “Me pareció todavía más hermosa, y me di cuenta de que tenía un busto generoso”.

Lo que hallamos en este libro es un espacio en que hay duelos, violaciones, arrieros atrapados en la nieve, pero sin el vuelo subjetivo que le dio a una escena como esa Manuel Rojas, ni que se examine con profundidad la base de la asimetría social y la violencia, como lo hizo en su tiempo Marta Brunet. Solo el remedo, sin pizca de ironía. ¿No hay aquí cierto conservadurismo narrativo, estético y político, enraizado profundamente en la escritura de nuestra historia literaria, sobre el que podríamos detenernos por un momento a reflexionar, sobre todo en el momento de las búsquedas emancipatorias que viven los territorios? Es posible que el libro escarbe en la nostalgia como una manera de buscar otras formas de convivencia y existencia, pero ¿el latifundio chileno?, ¿el machismo atávico?, ¿la cofradía masculina que juega truco en un bar, como modelo de solidaridad y compañerismo?

El homenaje folletinesco que rinde Montero al relato de la hacienda chilena y sus alrededores, por más que divida con demasiada claridad a los buenos de los malos y pretenda desde ahí levantar una crítica social, es conservador y timorato como forma literaria. En Argentina, por ejemplo, la tradición de la gauchesca ha dado forma a una delirante y gozosa tradición paralela: la reescritura de la gauchesca, desde Borges y Di Benedetto a figuras muy recientes, como Gabriela Cabezón Cámara, Martín Kohan, Sergio Bizzio, Michel Nieva y Pedro Mairal, entre otros. Elles leen estética y políticamente el establecimiento de los ejes simbólicos de la nación argentina, desenmascarándolos, subvirtiéndolos, abriéndolos a otras alternativas. En Chile, sin ir más lejos, Cristian Geisse recoge los imaginarios populares del diablo para producir una estética desmesurada y atractiva, que aúna con una lúcida perspectiva social, rescatando archivos, restos y voces desgajadas del canon. En el caso de Montero, por el contrario, encontramos estereotipación y estancamiento: “Mis caderas se ensancharon y me crecieron los senos, y mi piel brillaba tanto que hasta las flores se giraban para verme pasar”, dice una de las narradoras, una vidente que es “ahijada” de la muerte y que parece sacada de una enciclopedia de realismo mágico.

Un texto como el de Montero puede estar bien cosido, ser una “obra” en el sentido moderno, estar cerrado en sí mismo, bien ejecutado en su ley. Pero están también su su didactismo y convencionalidad, que no se pueden dejar de lado. Pudiera entretener, aunque es posible demandar nuevas propuestas para pensar un presente desencantado, que ofrezcan otras aguas, frescas, curiosas, empapadas de nuevos lenguajes. Y no estas, estancadas, que estila la historia, efectiva aunque conservadora, de un mundo rural idealizado.

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La muerte viene estilando
Andrés Montero
La Pollera, 2021
129 páginas
$10.000

Sacralidad y profanación

“Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino”, escribe Patricia Espinosa sobre Trama, antología de Eugenia Brito.

Por Patricia Espinosa H.

Eugenia Brito tiene una amplia y sólida obra poética que justifica plenamente la aparición de Trama, antología realizada por la propia autora. Su itinerario de libros publicados comienza en 1984, en plena dictadura. No es un hecho menor escribir bajo amenaza, donde la escritura era la posibilidad de parecer culpable de insurgencia. Brito es una de nuestras pioneras en la poesía feminista, a través de toda su obra ha instalado una inflexión en clave de mujer en proceso deconstructivo, desautorizando el formato poético asignado al femenino.

La antología Trama se divide en ocho segmentos donde se seleccionan poemas de cuatro de sus libros: Vía pública (1984), Filiaciones (1986), Emplazamientos (1992), Dónde vas (1998) y “Veinte pájaros”, texto publicado en la revista boliviana El Zorro Antonio en 2015.  Si bien toda antología queda siempre a criterio del compilador, se echa de menos la presencia de poemas publicados en sus libros Extraña permanencia (2004), Oficio de vivir (2008) y A contrapelo (2011).  Esta inclusión permitiría tener una visión mucho más integral de la escritura de esta gran poeta.

Brito asume en su escritura una política donde emerge una voz en crisis, inserta en el horror, que necesita decir deconstruyendo la lengua, la escritura, yendo más allá de los límites de lo enunciable.  En el presente las y los escritores/as  intentan tematizar la crisis, olvidándose de la sintaxis. Esta disociación implica una despolitización de la forma.  Por tanto, el privilegio contenidista y la subordinación de la materialidad de la palabra. Brito, en cambio, ha sabido desde siempre que escritura y crisis van de la mano y que, por lo mismo, la poesía es un territorio privilegiado para la confluencia de una estética de la confrontación, el testimonio y la denuncia.

La poesía de Brito es experimental, de vanguardia, siempre, no solo en un contexto de dictadura, sino también en la posdictadura. En ambas temporalidades, la poeta va siempre más allá de la convención del género y del decir, sin abandonar jamás su preocupación rigurosa por el lenguaje y los modos de decir. Esta continuidad está anclada en la reelaboración constante de una escena donde la violencia contra seres marginados, fundamentalmente mujeres, es lo protagónico. La violencia como signo permanente permite la construcción de una alegoría nacional que nos remite al acontecer continuo de una realidad apocalíptica, una degradación que no cesa, donde solo quedan fragmentos esparcidos de viejos mitos y creencias.

Si tuviera que comparar los primeros libros de la autora con su producción de fines de los años 90 en adelante, diría que la gran diferencia es haber dejado atrás cualquier esperanza. Brito elabora un trayecto creativo donde solo queda en pie la derrota y, por supuesto, la escritura.

En Vía pública —el volumen iniciático, el germen de su escritura— es posible advertir con exactitud el proyecto estético de la autora. Debo agregar que no es común que un primer libro sea capaz de dar cuenta con tanta destreza de un trabajo artístico donde confluirán las obsesiones que Brito ha desarrollado en la totalidad de su obra.  Me refiero con esto a temáticas como la mujer, la ciudad, la violencia, la represión, el desamor, la religiosidad, la muerte, el suicidio y, por supuesto, la patria.  

Desde mi perspectiva, Brito es nuestra gran poeta de la metrópolis. Su escritura, por tanto, es como señala Adrienne Rich, localizada. En Vía pública, Brito así dice: “parto de mi ciudad y de sus voces/ veladas” (Tramas 89). Voz que afirma posesión y constata otredades veladas. El velo, recurrente en su escritura, me lleva hacia otro término, aún más constante en la poesía de Brito, quien así señala: “Los que habitan afuera/ me han dicho/ que van a cubrir de gasa toda la ciudad” (Tramas 16), “Sucede que la gasa me partió el alma en dos” (Tramas 17), “El sueño del abandonado/ corta al desnudo el velo de sus sienes/ en la ciudad cubierta de gasas/ El cuerpo se esfuma entre cenizas (Tramas 53). Gasa es un término que en la escritura de Brito asume la condición de dispositivo, que permite entrever lo real, sin clausurar la visión, sino que dejando atisbar indicios de lo que hay tras ella. Brito, por tanto, acude al término gasa para dar cuenta de una representación velada de la realidad, una realidad también enferma, en duelo perpetuo.

Su mirada focaliza y se emplaza, así queda manifiesto en su poema “Metro de Santiago de Chile”,  donde visualiza este sitio como un “altar” de los “parias” (Tramas 23) para luego agregar: “La máquina, la máquina seduce con este socavón/ que a tanto esclavo oprime y es esbelta la franja/ que los guarda. Dulce la promesa de su respiración” (Tramas 27). Leo acá un acierto simbólico impresionante. La poeta reconoce el carácter de fetiche del Metro, lo cual desde hoy nos permite vincularlo con las posibles motivaciones de la quema del Metro durante octubre de 2019. En el segmento de esta antología “Las alucinaciones de Metro”, también del libro Filiaciones, la autora propone un punto de vista entre una tercera y una primera persona que remiten a una escena. Se trata de un cuerpo de mujer y una voz que se pregunta por lo que es, por aquello que le dicen y por lo que oye. La esteparia es el nombre de esta voz femenina que no duda en reconocerse cautiva (Tramas 48).

Otro símbolo importante en la escritura de Brito es la Virgen. La divinidad, ubicada en el cerro que domina toda la ciudad, aparece como una lejanía que la voz lírica femenina confronta denominándola “Madre”. En el segmento de este libro titulado “A la poderosa madre de Chile”, la hablante establece un contrapunto con la figura material, el monumento, pero también apela a un universo simbólico que permite la convergencia y el distanciamiento entre dos sujetas. Así, la poeta nos dice: “Cómo suben hasta tus genitales/ madre/ cómo te lavan los hijos/ madre/ cómo me lavaron a mí/ madre/ que ya no me oigo de tan acurrucada” (Tramas 39).  La voz lírica acusa haber sido lavada/purificada en su genitalidad, al igual que la Virgen; aun cuando ambas han sido violentadas, una permanece en su sacralidad y la otra, en el lugar de la profanación. La Virgen se ciega, acusa esta escritura, ante la agresión que experimentan sus fieles, sin embargo, tal como aparece en el poema “Alucinaciones del Metro”, la hablante ruega a la Virgen-Madre: “No me traiciones, madre, / aulló. / Sosténme, no me dejes que me han herido los pies estos fantasmas” (Tramas 49).  Destaco el enunciado intercalado “aulló”, que remite a una tercera persona, una voz panóptica, cercada por la apelación desesperada a la figura divina.

Brito escribe a partir de una sintaxis tan quebrada como la realidad.  Elabora escenas oscuras,  dolorosas, siempre ligadas a una corporalidad y a un contexto de violencia. La mujer errante que transita balbuceando su historia, la mujer que emite un discurso posromántico al amante desaparecido, la mujer que asume la voz de las hermanas Quispe, de los desaparecidos y torturados, remarca su “falta”, aquello que le han restado. Para contrarrestar la disolución, en el libro Emplazamientos (1992), la sujeta señala: “Deshacer la realidad vista por el espejo/ ¿qué me dicen del hueco?” (Tramas 67). Estos versos permiten abordar parte de la poética de Brito: deshacer o deconstruir la realidad, que se disemina, que no es una. Asumiendo, además, la existencia de un “hueco”. De tal manera, es posible asociar oquedad con genitalidad material, corpórea, la cual configura como: “hueco genital” (Tramas 85), “el genital hundido” (Tramas 86), “esta genitalidad tan débil y violenta, mi magra y terrible boca corporal” (Tramas 114). Genitalidad hundida (en oposición a protuberante como el genital masculino) que clama escritura y se impone como un deber.

Eugenia Brito es un referente poético, una escritora comprometida literaria y políticamente, creadora de una estética sobre la violencia y la sujeto mujer, a estas alturas, fundamental para la poesía; además ha sido inspiración para innumerables mujeres poetas. Hace bastante tiempo que su obra merecía una antología como esta.

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Trama
Eugenia Brito
Mago Editores, 2020
166 páginas
$14.000

Culto al yo

“En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe (…). Cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica”, apunta Lorena Amaro sobre Las heridas, de Arelis Uribe.

Por Lorena Amaro

Las heridas, de Arelis Uribe,se presenta como una historia que aborda la pérdida del padre y el amor de pareja, pero las contratapas pueden ser engañosas. Lo que predomina es más bien la banalidad de un yo autobiográfico, que podría llevar a pensar a los lectores que están ante una “autoficción”, género de moda en la narrativa chilena actual. Sin embargo, quisiera advertir que al menos este libro, sin imaginación ni literatura, difícilmente podría ser calificado como tal: carece de la ambigüedad, ironía, complejidad y reflexión metaliteraria que caracterizan al género. A fin de cuentas, al cerrar el libro poco importará si esto fue ficción, realidad, o ambas.

Otra trampa del relato es la aparente propuesta de una genealogía feminista, ya que si bien se expone la historia de una familia de hombres violentos, abusadores y abandonadores que hacen de las suyas con mujeres generosas y sacrificadas, estas son construidas desde estereotipos machistas, como el de la “mala madre”. Como si fuera poco, las violencias ejercidas contra la hermana mayor, la madre y las abuelas de la protagonista/narradora son relatadas a la ligera y parecen estar ahí solo para que se compadezca a sí misma: “Mi hermana pasó de casa en casa, sola o con familiares que, en vez de cuidarla, la maltrataron o la tocaron como no hay que tocar a una niña de cinco años”, relata para luego seguir con su propia historia infantil. A la madre la trata con gran dureza: “La he escuchado decir depresión congénita y bipolaridad. No sé bien qué tiene o qué tuvo, solo sé que guarda adentro una tristeza enorme que hace que sea difícil tratar con ella”. Algo similar ocurre cuando aborda la historia de sus dos abuelas: la paterna, cuyo esposo, alcohólico, “la golpeaba, la violaba y era infiel”, y la materna, casada con otro maltratador: “le pegaba, tuvo amantes en secreto (…) Le pregunto cómo dejó de amarlo. Quiero entenderla para entenderme. Es que tengo tanto miedo de que me hagan daño”. Hay algo fundamental en estas líneas que subrayo, pues aquí se evidencia ese yo superlativo, devorador, de la narradora.

Arelis Uribe – Crédito: Yuwei-Pan

Marco Antonio de la Parra escribió, a propósito del libro, que se trata de un “volumen ejemplar” del “género noble” de la nouvelle. Menciona otros puntos altos del mismo, como Los adioses,de Onetti. No me interesa tanto la taxonomía literaria como plantear lo desafortunado de esta lectura si pienso en el genial texto de Piglia precisamente sobre Los adioses, “Secreto y narración”, donde procura explicar por qué y sobre todo cómo el secreto es un motor fundamental de esa forma narrativa. Y es todo lo que le falta a Las heridas: sutileza, ambigüedad y zonas inexplicables, dimensiones apenas rozadas por Uribe. De hecho, aquí radica uno de los grandes problemas de construcción de esta historia. La narradora desprecia a la madre, pero admira al padre que la abandonó de niña. ¿Por qué? Lo único que se sabe de él es que quería ser escritor, que tocaba la guitarra. La información más importante es el descubrimiento, por parte de la narradora, de que tenía una doble vida. Este hilo es explorado brevemente y se hace a un lado, perdiendo la posibilidad de construir la ambigüedad de este secreto y dar algo de espesor a Las heridas. Un abandono incluso majadero en las últimas páginas, cuando la abuela le entrega a la protagonista una caja que le perteneció al padre y lo único que a ella le importa es descubrir entre los documentos unas fotografías infantiles de sí misma. Un yo muy necesitado de reconocimiento, que se solaza por su propia valentía (celebrada por una amiga), por su inteligencia (celebrada por su pareja) o por el hecho de que en Argentina lograra superar su obsesión por sacarse sietes… “porque descubrí que hay cosas mejores: un diez”.

Esta historia no se trata de los secretos familiares (contados con amplificador), ni de hacer un verdadero camino por “las heridas”, sino de un yo meritócratico que logra elevarse por sobre la precariedad familiar y que necesita celebrarse constantemente. Pierde así la oportunidad de relatar tramas ocultas de la violencia, del patriarcalismo y las diferencias sociales, para quedarse con una caricatura del dolor personal, incluso cuando relata el trauma de una infancia amenazada por la leucemia. Es literatura que busca básicamente la identificación desde lo afectivo y sentimental, pero su única herramienta es la romantización del llanto: “Mi hermana salió corriendo de la sala y fui tras ella. La encontré llorando en un pasillo del hospital (…). Luego era yo la que lloraba con el pecho vivo en algún rincón del hospital y era ella la que llegaba a abrazarme”.

No obstante, ni las palabras cursis (“Era jueves en la tarde y yo estaba en desamor”) ni el narcisismo en sí arruinan un texto. Tenemos los ejemplos eficaces y sentimentales de Juan Gabriel y Mon Laferte en la música, o el interesante yo desmesurado de Gabriela Wiener en la literatura. Los problemas del texto no se pueden achacar, tampoco, a la autoficción o a las narrativas del yo en general, ni a la dificultad de narrar la devastadora muerte de una madre o un padre, vertiente que en sí misma tiene en Chile valiosos ejemplos recientes, como Ella estuvo entre nosotros, de Belén Fernández o el cuento “La historia que nos contamos”, de Carolina Melys. Lo que pasa es que Uribe pierde por completo el control de lo que desea narrar, para ceder paso a un constante “rajar el pecho y mostrar adentro”, que resiente el trabajo literario e incluso aquello que desea expresar, como cuando escribe: “Así muere Alberto Uribe. Pase lo que pase, disfrútalo, porque va a suceder una sola vez”. ¿No querrá decir “experiméntalo” o “vívelo”, y no “disfrútalo”?             

En 2016 escribí, a propósito de su debut con Quiltras, que daban ganas de seguir leyendo a Arelis Uribe. El libro de relatos se me había hecho breve y reconocía en él rapidez y precisión; cinco años después de esa lectura interrumpida encuentro en Las heridas un ejemplo del empobrecimiento narrativo que vivimos, propiciado por el apresuramiento neoliberal y la falta de reflexividad crítica. El facilismo y el culto individual —ya presentes también en Que explote todo (2017) se confunden aquí con los discursos identitarios con los que trata de involucrarse la narradora al nivel del eslógan: feminismo, demandas estudiantiles, lucha de clases. Las heridas va por su segunda edición; teniendo en cuenta esta resonancia, podrían al menos corregir, en el episodio sobre el periplo argentino de la narradora y sus aprendizajes sobre la historia de nuestros países, esta frase: “La derecha chilena de Patria y Libertad asesinó en Argentina a René Schneider”. Un poco de rigor y respeto por la memoria: el asesinato fue en Chile, en 1970; probablemente la autora quería referirse al atentado contra Carlos Prats, bajo dictadura. Los nombres y vidas de otros y otras, como sus experiencias, también son importantes… y no son intercambiables.

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Las heridas
Arelis Uribe
Emecé Editores, 2020
112 páginas
$11.900

Masculinidades, duelos e incertidumbre

“La novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales”, escribe Lucía Stecher sobre No es un río, de la argentina Selva Almada.

Por Lucía Stecher

Tres hombres, un bote, un río y el esfuerzo concentrado de la pesca: desde su primera página No es un río, la última novela de la escritora argentina Selva Almada, nos transporta a un universo cuyo ambiente evoca el de la narrativa de Juan José Saer y Horacio Quiroga.

Mediante un lenguaje conciso, preciso y de gran intensidad poética, No es un río invita a una inmersión completa en un mundo en que el río, el monte y sus personajes humanos se transforman en realidades a la vez cercanas y lejanas, reconocibles y extrañas, comprensibles y misteriosas. Con esta novela, Selva Almada, nacida en 1973 en la provincia de Entre Ríos, cierra lo que ha llamado su “trilogía de varones”, que incluye las novelas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013).

En su último trabajo, publicado en 2020 por Literatura Random House, dos hombres “cincuentones” llevan a pescar a Tilo, el hijo de su desaparecido amigo Eusebio. A través de un relato fragmentario, la voz narrativa va reconstruyendo la historia de tres amigos inseparables, Eusebio, el Negro y Enero Rey. Sabemos pronto que Eusebio murió ahogado en el mismo río en el que ahora pescan su hijo y sus amigos. La amistad entre esos hombres, hecha de silencios, complicidades y también traiciones y venganzas, configura la línea principal de la historia que cuenta No es un río.

El río es el eje en torno al cual giran la vida, la muerte y la historia de esa amistad masculina. La estructura de la novela —sin división de apartados y con una configuración visual que por momentos se acerca más a la poesía que a la prosa— parece replicar el movimiento sinuoso del río, que divide el mundo de la novela en dos: por un lado, está el pueblo en el que viven los amigos, luego el río, el monte y, en la orilla opuesta, la isla. En el presente de la narración, los amigos despiertan las iras de los isleños por matar a tiros una raya gigante y luego botar su cuerpo al río. Se usaron tres tiros cuando hubiera bastado uno, y, lo peor, la muerte de la raya fue totalmente en vano. “No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz… Arrancada al río para devolvérsela después. Muerta.” (77) Aguirre, uno de los personajes de la isla, critica en esos términos el abuso de los pescadores hacia la naturaleza, a la vez que dota a la raya de un aura de misterio que comparte con el río, el monte y toda la vida vegetal y animal que los rodea.

La escritora argentina Selva Almada. Crédito: Literatura Random House

Aunque parezcan enfrentados por sus orígenes y vidas en las riberas opuestas del río, todos los hombres de la novela comparten una serie de rasgos que los muestran más parecidos que distintos. Los vínculos que los unen y los conflictos que los separan tienen más que ver con hechos que con palabras: hacen cosas juntos, hablan poco, se enfrentan a golpes, compiten entre sí por las mujeres. La voz narrativa muestra, sin juzgar, la coexistencia de rasgos machistas y violentos con gestos y sentimientos de ternura y solidaridad. Un mismo personaje, como Aguirre, es a la vez brutalmente violento —con los pescadores— y muy empático —con su hermana—. Con pocas palabras, esta magistral novela construye personajes complejos y matizados, capaces de sentimientos y reflexiones como las de El Negro en la siguiente cita:

Recién salido del monte, el Negro se detiene a tomar aire. Los ve sentados equidistante. Tilo un muchacho como el que fueron. Enero un hombre como él, poniéndose viejo como él. ¿En qué momento dejaron de ser así para ser así?

Mira hacia la orilla. Las bandadas de mosquitos tiemblan como espejismos sobre el agua. Con las últimas luces del crepúsculo los ve revolotear de a decenas sobre la cabeza inclinada de Tilo, tan en la suya. Los ve también sobre el cuerpo de Enero. Tiene el lomo negro de mosquitos. Lo ve levantar los dos brazos morrudos, moverlos lentos como las aspas de un ventilador, espantarlos con el movimiento sin derramar una gota de sangre. Algo en ese gesto lo emociona. Algo en la imagen de los dos amigos, el muchachito y el hombre, lo emociona. Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por dentro (26-27).

El Negro observa desde fuera un vínculo que lo emociona. También repara en el paso del tiempo —“en qué momento dejaron de ser así para ser así”—, en Tilo que no solo encarna lo que dejaron de ser, sino también la huella del padre y amigo ausente. No son frecuentes estas escenas de contemplación y emoción en el libro; son como pozos escasos pero profundos que aportan a la singular atmósfera de la novela.

La cita anterior también permite asomarse brevemente al estilo de No es un río. Las frases en general son cortas, precisas y descriptivas: trazan a pinceladas el pueblo, el río, el monte y la isla; muestran, con palabras tomadas del léxico local, las acciones y diálogos de los personajes. Ya en la primera página, en la escena de la pesca, la voz narrativa se confunde con la de Enero Rey en las instrucciones que da a sus compañeros: “Muévanla, muévanla. Zaranden, zaranden. Que se despegue, que se despegue” (11). Como una letanía, monótona y repetitiva, las órdenes de Enero transmiten el cansancio que deja el esfuerzo prolongado: “Después de dos, tres horas, cansado, medio harto ya, Enero repite las órdenes en un murmullo, como si rezara” (11).

Para finalizar, quisiera volver al principio, es decir, al título de la novela y todo lo que instala. En primer lugar, parece negar lo que desde las páginas iniciales reconocemos como el escenario principal de los hechos: el río. Pero más adelante vemos que lo que se niega no es el sustantivo sino el artículo: “no es un río, es este río” (76). Lo mismo ocurre con la raya cazada por los pescadores: “No era una raya. Era esa raya” (77). Del mismo modo indirecto, pero sugerente, se refiere un personaje a las hermanas que luego sabemos que habían muerto en un accidente: “No sea zonzo amigo, no ve que ya no son. ¡Ya no son!” (65). La novela articula otro núcleo denso en torno a estas hermanas, que aunque “ya no son”, tienen un protagonismo innegable en sus últimos apartados. Al accidente de Eusebio en el río se suma así el de estas hermanas y cinco jóvenes más. El duelo ya no es solo el de los amigos y el hijo de Eusebio, sino también el de la madre de las chicas, quien sigue esperando que vuelvan, suspendida entre la vida y la muerte en el hipnotismo de la contemplación del fuego que calma momentáneamente su dolor. De este modo, la novela habla de masculinidades, de duelos, y también de los difusos e inciertos límites que separan vida y muerte, sueños y realidad; humanos, ríos y animales.

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No es un río
Selva Almada
Literatura Random House, 2020
144 páginas
$6.900

Padres devoradores e hijos extraviados

«El hijo adicto y el padre heroico, La Habana y Santo Domingo, constituyen ejes centrales en torno a los cuales se articula Hecho en Saturno», apunta Lucía Stecher en su crítica de la última novela de la artista dominicana Rita Indiana, «una escritora fundamental de la literatura dominicana contemporánea».

Por Lucía Stecher

Argenis Luna llega a La Habana en un estado de debilidad extrema, con una maleta roja que ni siquiera puede cargar y sin otra alternativa que entregarse a la cura de desintoxicación contra la heroína que su padre ha gestionado para él desde Santo Domingo. En la capital cubana, lo recibe el doctor Bengoa, encargado de su internamiento en la clínica La Pradera y de su instalación posterior en un departamento en La Habana. Desde la primera página de Hecho en Saturno, la última novela de la versátil artista dominicana Rita Indiana, se destaca la centralidad del padre en la historia de Argenis, a quien el doctor Bengoa se refiere insistentemente como “el hijo de José Alfredo Luna”. Al militar que lo acompaña —y que a diferencia de Argenis puede tomar y cargar la maleta sin dificultad— el doctor le explica con orgullo: “mi compadre José Alfredo es un héroe de la guerrilla urbana dominicana y un alumno del profesor Juan Bosch”.

La artista dominicana Rita Indiana.

El hijo adicto y el padre heroico, La Habana y Santo Domingo, constituyen ejes centrales en torno a los cuales se articula Hecho en Saturno. El dios de la mitología romana que devoraba a sus hijos aparece recurrentemente en la novela, sobre todo en relación con el cuadro de Goya, Saturno devorando a su hijo. El viaje al infierno de la drogadicción y el esfuerzo de desintoxicación que realiza Argenis en La Habana es al mismo tiempo un descenso a la memoria de la relación con un padre egoísta y ambicioso. La imagen heroica evocada por el doctor Bengoa contrasta con la reconstrucción de la figura de un hombre que luego de luchar contra la dictadura de Trujillo se acomodó rápida y eficazmente a una transición política que le permitió acceder a puestos cada vez más altos en el aparato estatal. A Argenis pronto le queda claro que su padre lo ha enviado a La Habana porque está en plena campaña electoral y no quiere ver afectada su imagen por la historia de su hijo adicto.

Con un ritmo ágil y un lenguaje coloquial y poético, la novela da cuenta del tortuoso proceso de recuperación de Argenis, quien no solo enfrenta el sufrimiento físico provocado por la abstinencia, sino también una serie de recuerdos que se vuelven especialmente dolorosos cuando se refieren a la relación con su padre. Después de salir de la clínica se instala en un departamento de La Habana, ciudad que recorre y en la que observa la pervivencia desgastada de las consignas e ideales revolucionarios que defendía su padre cuando él era un niño: “Qué pensaría su padre, el José Alfredo actual, de todo esto. El tiempo había extraído aquellas consignas de su boca como muelas picadas para sustituirlas por el buen diente con el que él y sus compañeros de partido consumían mariscos y Black Label todos los días” (42). Los grandes sueños revolucionarios parecen estancados en la calma habanera y han sido definitivamente traicionados en la bulliciosa Santo Domingo. El tono de escepticismo que atraviesa la novela cuando se refiere a la política dominicana —y más indirectamente a la cubana— encuentra una suerte de contrapeso cuando la narrativa se detiene en personajes, como los cubanos Vantroi y Susana, que ayudan a Argenis de forma desinteresada. A diferencia de sus padres que tuvieron papeles heroicos en las luchas revolucionarias, los miembros de la generación de Argenis deben reinventarse un sentido y un lugar en un mundo desencantado.

Hecho en Saturno despliega una trama entretejida de sucesos inesperados. Cuando se piensa que la historia está encauzada en una dirección más o menos previsible, irrumpen nuevos personajes y acontecimientos que señalan nuevos rumbos a una narrativa caracterizada también por la presencia constante de referencias a la música y la pintura.

Argenis, pintor fracasado socialmente, aunque talentoso, observa sus recuerdos y experiencias con una mirada en la que resulta evidente su formación artística. El mundo del arte y de quienes por opción o por destino quedan fuera de los circuitos del poder político y económico configura en la novela un espacio alternativo al ocupado por las figuras aplastantes del padre y del hermano. No solo la madre, la tía y la abuela de Argenis tienen un rol protagónico en ese sentido, sino también una serie de personajes masculinos marginales que se configuran como padres alternativos, de carácter benéfico. Al poder absoluto, devorador y tiránico de los Saturno de este mundo —entre quienes la novela parece incluir tanto a Trujillo y Balaguer como a sus opositores convertidos con el tiempo en políticos corruptos— se oponen así, aunque de forma más bien indirecta, la bondad y cierta callada resistencia del sastre de la infancia de Argenis y el pintor empobrecido y prácticamente ciego que le deja su pincel más preciado como herencia.

Esta novela de Rita Indiana fue publicada el 2018 por Periférica en España y por Laguna en Colombia en 2019. En 2020 apareció una nueva edición, esta vez a cargo de la editorial chilena Banda Propia, la que en su portada recrea libremente una escena que aparece casi en la mitad exacta de la novela y que marca un momento fundamental de la trama. Argenis y su vecino Vantroi recorren las calles de La Habana. El primero arrastra la maleta roja con la que llegó a La Habana, pero que esta vez lleva en su interior los elementos de vestuario y utilería que el bailarín usará en un espectáculo. El segundo lleva tacos y una pashmina amarilla. En el momento en que pasan frente a la parroquia del Sagrado Corazón la voz narrativa los convierte en un cuadro, o mejor dicho, en una carta de tarot: “Al pasar por la parroquia del Sagrado Corazón el cuadro estuvo completo. Eran la viva imagen del cinco de oros del Tarot Rider Waite. En la carta, una pareja de pordioseros cruza frente al vitral de una iglesia, una mujer va delante cubierta con un trapo y un hombre con muletas la sigue, disminuido. Era la carta de la pobreza, de una bancarrota general causada por la inestabilidad emocional”. Con su diseño de portada como una carta de tarot, por cuyo centro se desplazan Argenis y Vantroi, Banda Propia captura un momento central de la trama de la novela y acerca al público local a una escritora fundamental de la literatura dominicana contemporánea.   

Hecho en Saturno
Rita Indiana
Banda Propia, 2020
184 páginas

Del año 27, de los albergues, de la prosa poética

Sobre el hallazgo de la novela inédita de Nicomedes Guzmán Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda (1937).

Por Roberto González Loyola

Un hallazgo tan sorprendente como inesperado ha ocurrido durante el mes de diciembre de este caótico año 2020. En pleno período de cuarentena, observando con angustias preocupantes el retroceso nuevamente a una fase que pone al confinamiento, a la distancia y al control socio-policial de las vidas en el protagonismo cotidiano, una novela inédita del escritor chileno Nicomedes Guzmán ha sido encontrada. Por primera vez en años, Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda vuelve a ser abierta.

El año 2020 era un tiempo lleno de actividades para la Fundación Nicomedes Guzmán. Esta organización, nacida al alero del centenario del nacimiento de Nicomedes el año 2014, motivó en todo el país la conmemoración de los 80 años de la generación literaria y editorial del 38 -de la que Guzmán formó parte- con una serie de actividades de difusión, educación y masificación de la vida y obra de mujeres y hombres escritores, ilustradores, editores, gestores de un momento único en nuestra historia cultural: la generación del 38 fue una convergencia de un tiempo narrativo lleno de movimientos que engrandecieron las letras populares.

Novela Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda (1937). Foto: Fundación Nicomedes Guzmán.

Exposiciones en la Biblioteca Nacional, difusión de un cuaderno pedagógico para establecimientos educacionales, conversatorios en diversas regiones del país, itinerancia de la muestra conmemorativa de los 80 años, re-edición de sus libros, publicación de cuentos y poemas inéditos, se vieron suspendidas y canceladas.

Pero llegó diciembre y todo cambió; cambió lo que tenía que ver con la fundación y cambió lo que sabíamos sobre la generación. Porque resulta que Nicomedes Guzmán, escritor central de la generación del 38 desde su realismo social proletario, publicó Los Hombres Obscuros en 1939 y allí, dedicándole su narración a su madre obrera doméstica y a su padre vendedor ambulante, se dijo: “Pedazo de realidad arrancada a tirones desde la tremenda realidad chilena que se cierne sobre el pueblo -explotación, hambre, miseria, promiscuidad, crimen, prostitución, vicio-”.

Y sobre La Sangre y la Esperanza (1943), su novela más conocida, se escribía: “Novela de masa, novela proletaria en su más estricto sentido, responde a la absoluta función social que las realidades de estos tiempos exigen a la literatura”. No había dudas, Nicomedes Guzmán ciñó su impronta como el novelista del pueblo, como el representante de quienes bajo la opresión del capital, escribían, amaban, representaban la vida de conventillos, de vagabundos, de prostitutas. Y todo eso hasta ahora había tenido un preludio inesperado, un preludio que no respondía a archivos, ni biografías, mucho menos a investigaciones reiteradas sobre su vida y su obra. Una parte importante del desarrollo narrativo chileno estaba en un documento inédito, en un documento que pensábamos quemado.

Es que Nicomedes Guzmán entre los años 1931 y 1937, bajo el seudónimo de Ovaguz, publicó en El Peneca una serie de cuentos, poemas, ilustraciones y crónicas que, hasta unos días atrás, pensábamos eran el camino importante hacia el entendimiento de su auto-formación literaria. Complementariamente, apareció en el archivo familiar un poemario inédito del año 1934: Croquis del Corazón, allí bajo la firma de Darío Octay, Nicomedes dedicaba un hermoso ejemplar confeccionado íntegramente por él a Lucía Salazar, su novia y luego esposa. En 2015 la Fundación Nicomedes Guzmán, la cooperativa editorial Victorino Lainez y el centro cultural Al Tiro de la población El Polígono -donde Nicomedes escribió toda su obra- publicaron este material inédito, pensando que este croquis era la pieza angular de su desarrollo. Tampoco lo era.

Apareció luego Acordeón de Ausencias del año 1937, otro poemario que, sin embargo, funcionó de antesala de su primer libro, el poemario La Ceniza y el sueño,de 1938. Y entonces, leyendo a Oreste Plath, a Julio Moncada y a Luis Sánchez Latorre, nos convencimos de que Nicomedes sí había escrito una novela anterior, pero que, cuando presentó dicha novela a su más admirado escritor Jacobo Danke y este le hablara de algunos defectos, Nicomedes volviendo a su casa decidió quemarla. Pero esto parecía anécdota más que otra cosa; sus grandes amigos, confidentes en las letras, decían que no importaba, que esa novela era el preámbulo, era el ensayo de sus dos grandes textos. Pero resulta que no.

«Este texto es, sin duda alguna, la pieza necesaria para entender al escritor, a la generación, al momento histórico que vivió Chile y su cultura durante el Frente Popular».

Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda del año 1937, nunca fue quemada; Nicomedes la guardó como una fuente inagotable de inspiración para su literatura realista, social y proletaria. Y esa novela apareció ante nuestros ojos hace unas semanas. Este texto es, sin duda alguna, la pieza necesaria para entender al escritor, a la generación, al momento histórico que vivió Chile y su cultura durante el Frente Popular; el realismo social proletario encuentra en la novela una muestra increíble de un escrito que, pensado desde y para las clases populares, profundiza su pluma en la prosa poética. Nicomedes que venía trabajando la poesía en la inspiración del amor, decidió ilustrar en la novela el realismo brutal de su clase y claro, sus escritos fueron tomando la forma de una prosa poética que más lo acercaban a Pedro Prado que a su generación. No está de más decir que Prado también desarrolló su literatura en los mismos ponientes espacios de Santiago.

Y es que creemos que Jacobo Danke criticó justamente esa prosa poética de Nicomedes, la que llena de reiteraciones, de adjetivos, de profundas cíclicas metáforas, de alegorías constantes hacia una clase que, oprimida ancestralmente (ahora bajo la forma de proletariado), debía ser embellecida bajo cualquier parámetro y sobre cualquier narrativa. Larguísima novela de realismo social proletario que ilustra a niños, a hombres, a mujeres, a la cesantía, a la crisis en el norte, las marchas en la Alameda, la organización social, el olor a sobaco, el odio a los pacos, la nocturna prostitución, la cárcel con mierda, la injusticia histórica, la sangre del pueblo.

Y si el conventillo es la realidad urbana de La Sangre y la Esperanza y la pensión en Los Hombres obscuros, en esta nueva novela un nuevo espacio urbano aparece en el centro: el albergue. Habitación de la crisis, resguardo para la cesantía, el albergue aparece para ilustrar una ciudad empobrecida entre los dramas de un tiempo que Nicomedes parecía no haber trabajado. Porque Los Hombres Obscuros ocurre en el 37, La Sangre y la Esperanza se mueve entre el 10 y el 20; pero Un hombre, unos ojos negros y una perra lanuda se va al 27; momento de crisis, de disputas del poder, de instalación de un ambiente policial que hasta el día de hoy repercute. Cercana a La Llama (1939) de Lautaro Yankas, Nicomedes parecía estar solventando el ambiente para la discusión política, literaria, social y estética de toda la generación del 38, muchos años antes de lo que se pensaba.

Hoy nos encontramos estudiando la obra, leyéndola para delimitar nuestras propias capacidades de asombro, mientras a través de estas formas y medios, buscamos encontrar editoriales que quieran hacerse cargo de editar y publicar tamaño trabajo, tamaño encuentro, tamaña responsabilidad literaria e histórica.

Escuchamos y leemos.


Roberto González Loyola es presidente de la Fundación Nicomedes Guzmán.

Jan Svankmajer, de la alquimia al surrealismo

«El talento no existe, sólo hay que saber llegar al subconsciente que todos tenemos y que es la fuente de toda creación».

Jan Svankmajer
Por María Ochagavía y Pablo Inda

Marionetista, creador de máscaras, poeta, escultor y cineasta, Jan Svankmajer nace el 4 de septiembre de 1934 en Praga, capital de la entonces Checoslovaquia. El mismo año de su nacimiento la selección de fútbol de ese país obtuvo el segundo lugar en la Copa Mundial de Fútbol realizada en Italia. Cincuenta y cuatro años más tarde, en su cortometraje Juegos Viriles, dedicará una escalofriante reflexión de las consecuencias sociales del desarrollo de esa pequeña victoria. En él expone su visión del fútbol como parte de la cultura hegemónica a una escala global y local, desde una perspectiva humorística y brutal. En un lenguaje irónico, retrata en el celuloide esta nueva versión del “opio del pueblo” como un espectáculo absurdo y masivo. Los goles se transforman en muertos, mientras un espectador, el protagonista del cortometraje, observa el juego a través de un televisor tomando cerveza y comiendo pastelillos, algo muy propio de la cultura de la Europa del este. El corto no puede dejar de sorprendernos por su hechura: desde las ubicaciones donde transcurren las escenas, los personajes, el montaje de la post producción, hasta el diseño sonoro. En este esfuerzo técnico y estético, intensamente elaborado, se destacan las particularidades centrales de su obra. Esas mismas fuerzas ciegas a su propia brutalidad, pero que dibujan la red de la realidad instituida, sólo pueden ser subvertidas por la potencia nutricia y vivificante de un arte y una técnica consagradas a la exploración del subconsciente y su inmenso poder de creación de imágenes y figuras. 

El cineasta Jan Svankmajer. Foto: Petr Novák, Wikipedia.

Pues adentrarse en el imaginario de Svankmajer es viajar por todos los rincones de aquel subconsciente, visitar el absurdo, pero también esa inquietud, casi natural, por aquello que conmueve e inspira la exploración de lo imaginario. Y es que en cada una de sus obras la interrogación por el poder liberador de la imaginación se fusiona con la búsqueda incansable del artista por el sentido de su quehacer. Así, la materia de su obra ha de ser encontrada en los rastros que el tiempo ha sabido despojar de significados instituidos. De ahí que el desprecio a toda práctica y moral establecida, y el consecuente encuentro con la inocencia de las motivaciones humanas, se exprese, en Svankmajer, como una profunda experimentación y reconocimiento de la multiplicidad de prácticas que le circundan culturalmente. Pues su concepción del surrealismo se desarrolló sobre otras manifestaciones de la tradición checa. Desde la alquimia hasta el teatro negro, pasando por el teatro de marionetas, las leyendas típicas como el Golem, la literatura de Kafka hasta el consumo de cerveza, cada una de estas expresiones es leída desde el desapego de un artista que no teme poner en riesgo la identidad, la propiedad y la razón, al punto de permitir el nacimiento de lo nuevo en el desatre mismo de los pilares de la cultura. A modo de anécdota, pero también en consonancia con este sentido del riesgo, en 1969 aproximadamente, luego de unirse, junto a su mujer Eva, al movimiento surrealista checo, Svankmajer fue encarcelado precisamente por su condición de artista surrealista. En medio de la efervescencia anti comunista, el surrealismo era considerado por el oficialismo como un movimiento contrario a las ideas y propósitos identitarios del gobierno pro soviético. 

Pues en Svankmajer la convicción de que imaginar es el acto subversivo por antonomasia es llevada hasta cada uno de los rincones de la experiencia y del pensamiento, y desde allí, justamente, es desde donde plantea su concepción de la especificidad del cine. Por una parte, el cine está ligado al oficio, al gesto artesanal en la factura de la obra; lo manual, lo humano y lo singular son categorías centrales de su propuesta artística. Por otro lado, la búsqueda de un efecto alquímico se materializa finalmente en el stop-motion, técnica de animación frame by frame (fotograma a fotograma), que en la práctica se realiza haciendo una toma tras otra, como si fuera una serie fotográfica, hasta lograr el efecto de dar movimiento a un objeto determinado. Sea el modelado, la escultura, el collage, el objeto cotidiano u orgánico, sea el actor o la marioneta, los elementos del stop-motion permiten el encuentro de lo imaginado con lo real. Sólo el montaje y la proyección cinematográfica pueden abrir paso a la imagen viva del inconsciente en el contexto de lo real y hacer aparecer en movimiento lo pequeño, lo invisible, lo imposible, trascendiendo las limitaciones perceptivas del hombre. 

A través de su trabajo con expresiones literarias que, en la forma de homenajes, articulan en gran medida su imaginario, Svankmajer explora el vínculo entre la imagen y el fondo creativo y liberador de ese basto mundo de figuras. La alquimia del cine conduce al hombre, desde su encadenamiento hacia el reencuentro con su naturaleza instintiva y con la dimensión onírica de su existencia. Así, en Lunacy (2005), film tributo (homage) al Marqués de Sade y a Edgar Allan Poe, se entremezclan dos singulares visiones literarias en una tétrica historia de amor y locura. Los personajes de un Marqués y un joven trastornado nos permiten observar la mutua motivación entre las perversiones del hombre y la moral, justo ahí donde, cautiva, la naturaleza reclama su lugar. En Faust (1994), Svankmajer hace una reinterpretación de la clásica leyenda germana a partir de marionetas a escala que interactúan, con total naturalidad, con personas de carne y hueso. El deseo de sabiduría, en cuanto deseo de poder, es examinado a la luz de sus efectos, es decir, del vaciamiento de sentido de la experiencia. Por su parte, en la comedia macabra El pequeño Otik (2000), conocida también como Otesánek o Greedy Guts (Tripas codiciosas), basada en el cuento del checo Jaomir Erben, relata la historia de una pareja vehementemente necesitada de responder al mandato social de paternidad, al mismo tiempo en que Otik es tallado, por quien será su padre, de la raíz de un árbol. Otik, el bebé-árbol, necesitado de comer carne humana proporcionalmente al veloz ritmo de su crecimiento, revela la monstruosidad en la que terminan convirtiéndose los dictámenes sociales, pero también permite abrir una exploración de lo extraordinario que subyace a la vida que pretendemos normal. En cada ocasión, el vínculo entre inocencia y horror, entre la manifestación natural y la pesadilla, apuesta por la posibilidad del encuentro con lo creativo, esa transmutación que sólo puede tener lugar en el pleno despliegue del sinsentido. Las motivaciones más oscuras y las disposiciones morales más escrupulosas del hombre se convierten, por la magia de la depotenciación del mal a su fundamento psíquico, en fuerzas fácilmente solubles en ese flujo creador de apariencias que congracia a la existencia consigo misma. 

«Una imagen destinada al juicio es una imagen que captura la imaginación en la norma y atrapa a la existencia en el mecanismo. El arte y su goce no sólo admite una verdad sin juicio, sino que abre un corazón a la experiencia.»  

Pero también, este arte, requerido de formas y abierto a la multiplicidad de la imagen, extiende su espíritu errante a los lugares más improbables. Junto a Eva, pintora, ceramista y escritora, con quien conecta tanto en lo amoroso como en lo artístico, expresan lo nuclear del concepto creando un gabinete de curiosidades en un castillo del siglo XVIII. A modo de artefacto estético, inspirado en los antiguos cuartos maravilla que constituyeron las primeras formas del museo, en el gabinete de curiosidades se descomponen las categorías tradicionales de lectura y ordenamiento del mundo. Otra de sus propuestas artísticas es el circo-teatro multimedial Wonderful Circus, para el teatro checo Laterna Magika. Se trata de una creación dirigida a público de todas las edades, en la cual transcurren en la pista central diversos actos surrealistas, donde se funde la proyección cinematográfica y la acción real del acto circense. Aquí, la imaginación del espectador juega como un factor fundamental dentro de la obra, dejando de ser un mero receptor para convertirse en parte activa del espectáculo. 

En último término, de lo que trata cada vez el arte es de esa espontaneidad inventiva que llamamos imaginación. Imaginar es vincular, más que nada vincularse, con las cosas, con los seres de la naturaleza, con el otro, todo ese fondo inconmensurable de la experiencia y, en este sentido, el vínculo más asombroso es el que podemos llegar a tener con ese enorme otro inconsciente en nosotros mismos. Hoy, la interrogación por los poderes que acompañan a las imágenes, suele considerar la importancia de ese otro, como contrapartida a la circulación económica de las imágenes, principalmente de índole publicitaria. Una imagen destinada al juicio es una imagen que captura la imaginación en la norma y atrapa a la existencia en el mecanismo. El arte y su goce no sólo admite una verdad sin juicio, sino que abre un corazón a la experiencia.  

Svankmajer realizó más de veinte cortometrajes y siete largometrajes, como Alicia (1988), Faust (1994), Conspiradores del placer (1996), El pequeño Otik (2000), Lunacy (2005), Sobrevivir a la vida, teoría y práctica (2010), una comedia psicoanalítica, e Insectos (2018). De su prolífico trabajo se crearon e influenciaron varias escuelas cinematográficas, resaltando los hermanos Quay, Tim Burton y Terry Gilliam como los más significativos. Recientemente, la obra cinematográfica completa de Jan Svankmajer fue restaurada y remasterizada en formato digital por Athanor Film Production Company (www.athanor.cz).


Pablo Inda es artista visual y licenciado en Ciencias de la Educación. Como productor, gestor y curador de eventos se ha dedicado fundamentalmente a la exploración de la forma en diversos soportes, en su mayoría obra gráfica.

María Ochagavía es doctora(c) en Filosofía con mención Estética y Teoría del Arte y magister en Metafísica de la Universidad de Chile. Se ha especializado en problemas de la filosofía contemporánea asociados a la experiencia y el lenguaje.

La localización contrarromántica en el poemario Mella de Priscilla Cajales

Cajales se detiene en la concepción de una masculinidad derrotada en pleno conflicto con la presencia de una sujeto resistente a los golpes, desasida del amor romántico y contenedora de una memoria familiar que le otorga sentido de clase a su existencia.

Por Patricia Espinosa H.

Ya han pasado once años desde que Priscilla Cajales publicara Termitas, y a pesar de esa distancia temporal la poeta mantiene presente una escritura anclada en lo social, narrativa, de verso breve y con permanentes imágenes espaciales. Mella (Santiago, Editorial Overol, 2019, 41 páginas) es su nuevo poemario, donde la poesía surge desde una voz que atestigua, como en un documental, pequeñas escenas de la vida cotidiana, atrapadas por la decadencia y diversas formas de sobrevivencia. En esta ocasión, Cajales se detiene en la concepción de una masculinidad derrotada en pleno conflicto con la presencia de una sujeto resistente a los golpes, desasida del amor romántico y contenedora de una memoria familiar que le otorga sentido de clase a su existencia.

“mi papá está llorando dos piezas más allá” es el título del poema que abre el volumen, donde la figura masculina, el pater familias, aparece emocionalmente destruido por el abandono. El poema alude dos veces a un contexto de época, así dice: “una tarde recordaron que en el ropero estaba intacto el vestido de novia/ lo pusieron sobre la alfombra/ y comenzaron a cortar jirones/ que luego pintaron con témpera/ para vender cintillos del NO en el parque O’Higgins” (9), para hacia el final del poema remarcar: “nunca fue militante” (10).

La crítica literaria Patricia Espinosa.

La primera cita remite a una práctica laboral de sobrevivencia, la del vendedor callejero, desarrollada a finales de la década de los ochenta en el contexto del fin de la dictadura. Pero es en el verso “nunca fue militante” donde el poema afianza una dimensión de orfandad, de desamparo: destruir sus pocos bienes, incluida la memoria material de un momento importante, la informalidad laboral y la no pertenencia a organizaciones refuerzan la escena de orfandad, estableciendo una distancia crítica respecto de la épica del momento, el plebiscito para el fin de la dictadura.

“colonia inglesa etiqueta verde” es el título que abre el segundo poema, dirigido a la madre muerta donde surge, por primera vez, la marca del yo femenino: “la primera vez que vine sola a Valparaíso” (11). Nuevamente los recuerdos de una voz lírica que recoge diversas escenas de un pasado que ya no existe, situaciones que no pudieron concretarse, retomadas siempre desde la precariedad material en contraste con un contexto no sólo mayor, sino demasiado cargado: el 18 de septiembre, fecha de celebración de las fiestas patrias nacionales. “esta ciudad no ha cambiado nada, vieja” (12). Aquello que no cambia se presenta como una pesada pervivencia que no incluye a los sujetos, que sí cambian: son abandonados, se distancian, se mueren.

Cajales tiene una enorme capacidad para configurar tanto fotografías urbanas como también situaciones íntimas, familiares, recordadas siempre desde la tristeza. Hacer memoria funciona como un impulso dirigido hacia un hecho icónico que permitirá el surgimiento de las capas más profundas de remembranzas. De Hans Pozo a los juegos de infancia entre hermanos, de Hans Pozo al calor inaguantable de ese verano, de Hans Pozo a “un pollo con papas fritas y una bilz tibia” (13).  El crimen de Hans Pozo, ocurrido en 2006, tuvo relevancia nacional debido a que fue un chico desamparado socialmente, que fue descuartizado por un ejemplar padre de familia.

La porosidad caracteriza la identidad de la voz lírica que se construye por sus recuerdos, pero también por su clase social y su edad (la infancia o adolescencia ochentera). Hay, por tanto, una localización de la voz lírica, como diría Adrienne Rich, en el pasado que se mantiene vivo en su memoria. Y aun cuando estamos en presencia de una voz solitaria, hay una presencia innominada a la cual se refiere mediante la interrogante: “¿te acuerdas?” (13-14), aludiendo a una otredad cómplice, perteneciente al pasado y reencontrada en el acto de hacer memoria, de reconstituir el pasado.

La masculinidad fragilizada, presente en las figuras del padre y de Hans Pozo, es también convocada en la figura de un niño suicida (14) y un hombre, también suicida, el Mella (39). Cajales asocia la fragilidad de lo masculino con desamparo y pobreza. Estas dos condiciones permiten la representación de varones caídos, violentados más que violentos, alejados de una lógica patriarcal que los condiciona a la rudeza. El lugar desde el cual habla el femenino de este volumen, no enjuicia, sino que empatiza con esas vidas arruinadas. Simbólicamente, la masculinidad aparece por debajo de lo femenino, las mujeres han sobrevivido para recordar, para dejar testimonio o, derechamente, dotar de existencia a esas vidas anónimas. El punto de vista femenino no es excluyente en términos de género, es convocante. Ella convoca con su acción memoriosa la noción de comunidad; una comunidad que, pese a la muerte y la pérdida de la propia noción de comunidad, es capaz de seguir existiendo. Insisto en esto: en la escritura y la memoria.

“esta es mi cumbia y la bailo sola” (18) es uno de los versos del poema “ahora, esta que era mi casa”.  Nuevamente la localización; la sujeta que afirma un actuar y una posesión, a la cual se suma una segunda afirmación, situada al margen derecho del poema y en cursivas, que dice: “no vale la pena enamorarse” (ibíd.). Esta pérdida de sentido del mito del amor romántico incide con fuerza en la identidad de la hablante. Situada en un estado de postutopía, de negación afectiva hacia el presente, sólo redirigiéndose hacia atrás puede volver a conectarse afectivamente con la realidad y, de paso, atribuir a la masculinidad amorosa, una nueva faceta, la violencia.   

El símbolo de la casa familiar que deben desalojar es uno de los momentos más intensos del volumen. El hogar donde la familia depositó su fe queda atrás y es destruido como un rito de sanación/venganza. Sólo queda entonces el grafiti escrito por el padre en la pared: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?/ ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (19). La cita bíblica que reproduce el padre remite a la fe, a la esperanza en la recomposición y también al gesto de una escritura que sanciona incluso en la derrota.

Hacia la mitad del volumen los versos se proyectan hacia el presente e incluso el futuro. Pero nada hay de esperanzador en ese gesto. Así, la pareja de la voz lírica femenina aparece asociada a una “piedra amarrada a mi brazo” y al “miedo cuando te vi firmar/ si el nombre está tachado a la mitad/ o las líneas son delgadas y profundas/ acusan a un golpeador/ o a un suicida” (28). La masculinidad romántica es un lastre, ¿que impide la escritura?, pero también es la amenaza latente de la violencia.  

Priscilla Cajales acoge en su escritura el origen, el lugar del que se proviene y del que nunca saldrá. Su poesía privilegia la debilidad y la violencia masculina como representación de una caída simbólica, aunque también la mantención del patriarcado. Para la mujer que protagoniza esta poesía, el pasado es el mito de origen, doloroso y vivo, sobre el cual no tuvo injerencia; mientras el presente y el futuro son parte de una decisión de vida, de una toma de conciencia de la soledad como forma de resistencia. 

Mella
Priscilla Cajales
Editorial Overol, 2019
41 páginas

«Hater»: Un ejército de noticias falsas

Hater, el más reciente y aclamado filme del director polaco Jan Komasa (Poznań, 1981), se configura como una obra  multildimensional, en donde la información lo es todo y la superposición de capas narrativas describe la actual manipulación de masas a través de las redes sociales,  pero también nos hace preguntarnos por eventos tan alejados de Polonia como la relación entre la política y las barras bravas o el vínculo no aclarado entre la UDI y el grupo de extrema derecha Capitalismo Revolucionario.

Por Luis Cruz

Hater, el más reciente y aclamado filme del director polaco Jan Komasa (Poznań, 1981), se configura como una obra  multildimensional, en donde la información lo es todo y la superposición de capas narrativas describe la actual manipulación de masas a través de las redes sociales,  pero también nos hace preguntarnos por eventos tan alejados de Polonia como la relación entre la política y las barras bravas o el vínculo no aclarado entre la UDI y el grupo de extrema derecha Capitalismo Revolucionario.

Un Martín Rivas oscuro y torcido

Aunque la figura de Tomasz Giemza, el protagonista de Hater, ha sido comparada con Travis Bickle de Taxi driver y Patrick Bateman de American psycho, no deja de ser curioso que la premisa de esta obra remita a la primera novela moderna de nuestro país: Martín Rivas. Y es que la biografía de Tomasz posee algunas semejanzas notables con el héroe de Blest Gana. Talentoso joven provinciano de origen humilde llega a la gran capital para hacerse un nombre bajo la protección de una adinerada familia. Se enamora perdidamente de una de las hijas de sus benefactores, Leonor, pero la brecha de clases jugará en contra de las intenciones amorosas del protagonista, quien deberá realizar un despliegue de todos sus talentos para demostrar que está a la altura de su amada.  Para reforzar este paralelismo podemos agregar que ambos son estudiantes de Derecho.

¿Pero qué hubiese pasado con Martín Rivas si lo hubiesen expulsado de la carrera tras un evidente caso de plagio? Vayamos aún más lejos, ¿qué hubiese pasado en la novela de Blest Gana si los atributos de Martín no hubiesen sido la probidad y la integridad moral a toda prueba, sino, por el contrario, una frialdad y una capacidad de manipulación sobresalientes? ¿Hubiese conquistado el amor de Leonor? No podemos responder a esta pregunta sin arruinar la película. Pero lo que sí se puede decir es que, una vez caído en desgracia, Tomasz Giemza (Maciej Musiałowski) hará lo que mejor sabe hacer para conquistar el amor y hacerse un lugar en la sociedad: manipular y mentir.

Hater, la película de Jan Komasa (Poznań, 1981), es uno de los últimos fenómenos del cine polaco.

Miente, miente, que algo queda

Será el mundo del marketing y el manejo de redes sociales el lugar donde el ambicioso Tomasz encontrará un campo fértil para desplegar sus talentos, y, Beata Santorska (Agata Kulesza), la directora de la agencia de comunicaciones a la que ingresa a trabajar Giemza, su mentora y principal aliada. Resulta particularmente interesante la relación que establecen estos dos personajes. Beata es el arquetipo de la mujer fuerte y eficaz que domina su feudo con un liderazgo firme y despiadado, mientras que Tomasz asume el papel del discípulo talentoso y abnegado que está dispuesto a todo por hacerse un lugar. Lo que complejiza y da espesor a este binomio discípulo-maestro es la pulsión maternal y sexual que cruzará la relación de ambos personajes, pero también su capacidad para leer la realidad, manejar la información y sacar partido de esta. Es así como a lo largo de la película Beata estará siempre un par de jugadas más adelante que su protegido.

En este punto resulta necesaria una leve digresión. El personaje de Beata Santorska es parte de Sala samobójców (Suicide Room, 2011), trabajo anterior de Jan Komasa, en donde el director polaco reflexiona sobre el impacto que tienen las redes sociales en los adolescentes y que explica, en parte, el vínculo de protección que establecerá Beata con Tomazs en Hater.

Un oasis llamado Internet

Hacia fines de los 90, cuando Internet comenzó a masificarse en nuestro país, la red se vendía como una supercarretera de la información, un lugar en el que todo el conocimiento de la humanidad estaría a nuestra disposición. Las salas de clases se revolucionarían, los computadores volverían a nuestros niños más inteligentes y se cumpliría, por fin, la utopía de tener una sociedad del conocimiento horizontal y democrática.

Veinte años después, cuando el 59% de la población mundial tiene acceso a Internet (Global State Digital 2020), podemos decir que los smartphones se han vuelto un dolor de cabeza para los profesores, que  la mayor parte del flujo de información se divide entre las redes sociales, el streaming de video y la pornografía; que la red ha sido monopolizada por un par de empresas estadounidenses (Facebook, Alphabet/Google ), y que a partir de las filtraciones de Edward Snowden, recogidas y difundidas por Wikileaks, pero también del caso Cambridge Analytica, tanto en el Brexit como en la elección de Trump en Estados Unidos, tenemos la certeza de que Internet está lejos de ser un lugar neutral e inocuo. Por el contrario, la red –pero sobre todo las redes sociales– se ha vuelto tierra fértil para teorías conspirativas que han ido desde el terraplanismo y el fin del mundo en 2012 a la más reciente que señala que John F. Kennedy Jr. habría fingido su muerte. Junto a las teorías de la conspiración han surgido las llamadas fake news o noticias falsas, donde encontramos casos como la instalación de una trampa vietnamita en la casa de miembros de la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) difundida por el diputado (RN) Cristóbal Urruticoechea o el presunto indulto de Michelle Bachelet a Hugo Bustamante, el asesino de Ámbar Cornejo.

Lo interesante de Hater, y una de las razones por las que ha despertado tanto interés,es que nos muestra la forma en que son generadas estas noticias falsas, la manera en que operan y el efecto de bola de nieve que van logrando en la medida que escalan su popularidad. El primer trabajo de Tomazs será torpedear una exitosa bebida nutritiva a pedido de uno de los clientes de la agencia. Y lo hace generando múltiples noticias falsas. En las redes sociales basta con un par de montajes fotográficos bien hechos y un montón de cuentas falsas para destruir a la competencia, nos alecciona la película de entrada.

Tras el éxito de su primera misión, Tomazs escalará en su trabajo y comenzará a operar en la política. Es aquí donde el antihéroe echará mano a toda su capacidad de manipulación  para lograr su cometido: derribar a Paweł Rudnicki (Maciej Stuhr), candidato a la alcaldía de Varsovia, homosexual, liberal y proclive a abrir las fronteras de Polonia a los refugiados de Medio Oriente.

En este punto, la película nos muestra cómo la política se vale de los outsiders sociales para lograr sus fines sin mancharse las manos. Resulta imposible no recordar la relación entre la política y los barristas de los principales equipos de fútbol chilenos que son contratados como brigadistas durante las campañas políticas o los hechos ocurridos en una sede de la UDI que fue utilizada por un grupo de extrema derecha, Capitalismo Revolucionario, para confeccionar escudos que luego serían usados en las violentas marchas donde atacaron a transeúntes con diversos objetos contundentes. Vínculo que no ha sido aclarado hasta la fecha.

Sobresale aquí, y es quizás uno de los puntos más altos del guion de Mateusz Pacewicz                , la postura que adopta Tomazs, quien comenzará a jugar un rol de doble agente para situarse por sobre izquierdas y derechas, utilizando ambas facciones para lograr sus fines personales, dominando así el tablero, tal como en nuestro país lo hizo por años Julio Ponce Lerou al financiar campañas de todo el espectro político.Hater es una película que invita a reflexionar sobre el impacto que tienen las noticias falsas y las redes sociales en nuestras vidas, pero también sobre las élites, la política y las oscuras formas en las que estas operan. Sin duda, gran parte del atractivo de esta obra radica en la soberbia actuación de Maciej Musialowski, joven actor al que se le augura un futuro brillante en la pantalla grande, pero también a su guion, que sabe matizar la temática social con el drama de corte romántico y los entresijos del poder. Sin duda, un imperdible de esta temporada.