Las humanidades y la universidad

«Estamos conscientes de que en este clima utilitarista y funcionalista vinculado de alguna manera a la globalización, resulta difícil —pero no imposible— recrear o actualizar la idea clásica de universidad, en que las humanidades desempeñaban un rol importante como mediación de distintos saberes y de la educación», escribe Bernardo Subercaseaux, quien plantea, además, que «debemos tal vez reflexionar si no resulta necesario repensar las humanidades y lo que entendemos por ellas en un contexto en que se está redefiniendo lo humano y su rol en relación a su entorno viviente».

Por Bernardo Subercaseaux

El pasado y la tradición clásica

Cuando José Martí, pensando en las culturas precolombinas, escribió «nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra»[1], expresaba la voluntad de una epistemología del sur pero no una realidad operante. Las humanidades y la universidad en que nos hemos formado son, en su origen, herederas de Grecia y del humanismo renacentista, de esa corriente intelectual y de pensamiento que emergió en Italia en el siglo XV y no tardo en expandirse por España y Europa en el siglo XVI, tanto en las Universidades como en las Cortes y en sectores de la propia Iglesia. Corriente que tomo distancia del escolasticismo y de las letras sagradas concebidas dogmáticamente, interesándose por la Studia Humanitatis, por los estudios clásicos, las artes liberales, la filología, la retórica, la historia y la filosofía moral. Estudios que no solo tenían el propósito de revivir un pasado, sino de reactivar una autonomía que permitiría al ser humano observar la naturaleza y a sí mismo, insertándose en la historia y convirtiendo a ambas en su reino. De allí la influencia en las Cortes, en la nobleza pensante, en la ciencia y en las Universidades, sobre todo hasta el Concilio de Trento, efectuado entre 1545 y 1563.

De esa tradición —con un sesgo crecientemente secularizante— es heredera la Facultad de Filosofía y la Universidad de Chile, de una concepción de las humanidades como un conjunto de saberes que miran y teorizan lo irreductiblemente humano, que se instalan por así decirlo en aquello que lo define como tal: su lenguaje, su pensamiento, su vivencia de la temporalidad, su proyección futura, su vocación de trascendencia y de belleza, sus creencias y su libertad. En la tradición alemana se habla de «ciencias del espíritu», ciencias que implican una comprensión más que una mera descripción o un inventario, disciplinas en que predomina la hermenéutica autorreflexiva sobre los meros datos. Tradicional y disciplinariamente se configuran en filosofía, historia, literatura, lingüística y lenguas clásicas. También en educación en el sentido de paideia. No se trata de un canon fijo, hoy día se le suman los estudios de género, de la comunicación, de los medios y de distintas áreas regionales e identidades culturales, en una perspectiva interdisciplinaria con las ciencias sociales

A través de estas disciplinas y subdisciplinas las humanidades enseñan a pensar y a expresarse, a pensar críticamente y con creatividad. A diferencia por ejemplo de la ingeniería o de la medicina, que son áreas performativas, que valen en la medida en que contribuyen a sanar enfermos o a construir puentes (que no se caigan), las humanidades en cambio se bastan a sí mismas y desde ellas hacen más personas a las personas y más ciudadanos a los ciudadanos.

En la Revolución francesa, alimentada por el Iluminismo, se cierran las facultades del Antiguo Régimen y pierde fuerza la Iglesia Católica en todos los niveles de la educación. A comienzos del siglo XIX, Napoleón, como emperador, y honrando l’État c’est moi, crea un modelo de universidad que se conoce como universidad napoleónica y que se materializa hasta hoy día en las «Ecole Normal Superiereure». Modelo que no corresponde a una universidad generalista sino a unidades que se focalizan en la formación de profesionales, modelo que en cuanto a ingreso de estudiantes opera selectivamente y que depende completamente del Estado. Tiene como propósito la formación de profesionales al servicio de la nación. Con este modelo se instala entonces como eje la relación entre Universidad y Nación. En sus inicios el modelo prescribía la filosofía y el pensar critico dejando en un lugar irrelevante a las humanidades, lo que con el tiempo fue modificándose, abriéndose parcialmente al pensar y a la filosofía. Entre otros, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus estudiaron en estas grandes Écoles, que dependían y dependen todavía en todos sus aspectos del Estado.

Paralelamente, y a contrapelo del modelo napoleónico, se instala en Alemania, a comienzos del siglo XIX otro modelo: la universidad humboldtiana, llamada así por el rol que cumplió Wilheim Von Humboldt creador de la Universidad de Berlín (1810) y hermano del naturalista. Este modelo privilegia la libertad de cátedra, el seminario y la ciencia, e incorpora la conferencia como modalidad de docencia. Desempeñan un rol protagónico prestigiosos profesores a través de sus seminarios. Se trata de revivir la unidad del saber dando un rol central a la filosofía, considerando a profesores y alumnos como una comunidad de investigación en pro del conocimiento y la ciencia. Un modelo que establece una vinculación estrecha y permanente entre investigación y docencia, y en que las humanidades juegan un rol relevante. Se trata de superar el modelo napoleónico en que las facultades y los saberes focalizados en la formación de profesionales pierden comunicación entre sí, y en que la filosofía deja de ser la mediadora intelectual entre las ciencias, de este modo el modelo alemán se diferencia del napoleónico en que la ausencia de investigación fue reemplazada por una enseñanza utilitarista casi exclusivamente enfocada a la vida profesional. Humboldt propicio también la idea de que la institución universitaria debía ser apoyada por el Estado, pero sin que este interviniera en sus asuntos internos. La autonomía contemplaba que cada Facultad eligiese a sus catedráticos y pudiese decidir sobre la creación o supresión de materias de estudios, formación de institutos etc. El modelo de la Universidad Humboldtiana contó entre otros con el apoyo de Kant, Hegel, Humboldt, Fichte, Shelling y Schleimacher, y no tardo en expandirse en las universidades alemanas.

El modelo anglosajón fue y sigue siendo más ecléctico y menos rígido, permite una continuidad entre las humanidades y las ciencias básicas, fue el que conoció de primera mano Andrés Bello y que está sintetizado en su dictum «todas las verdades se tocan». Para Bello, las humanidades «son preparativos indispensables para todas las ciencias y para todas las carreras de la vida». En base a estas tradiciones, la élite ilustrada decimonónica creó en 1842 la Universidad de Chile, como una institución de élite y en la perspectiva de una visión de la nación de tinte oligárquico y excluyente, permeada por el iluminismo y los intereses del sector dominante de la sociedad decimonónica. Durante el rectorado de Ignacio Domeyko (1867-1883) la institución se inclinó al modelo napoleónico. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, en una combinación de espacios humboldtianos y napoleónicos que continúa hasta hoy día, la Universidad fue sin embargo porosa a los cambios que se estaban produciendo en la sociedad y a nivel internacional, un contexto en que se fue ampliando el concepto de nación a sectores medios y populares, clima que incidió en la creación de la FECH en 1907, en la Asamblea Obrera de Alimentación Nacional (conformada por obreros y estudiantes, 1918-20) y en órganos de comunicación como la revista Claridad (1920).

El presente

Somos herederos de estas tradiciones y de este pasado, con sus altos y bajos, pero con un cambio significativo, el eje institucional ya no es universidad y nación, ese eje esta hoy mediado por otro que opera casi como un tirano: universidad y mercado, terreno en que las humanidades son prácticamente concebidas como un ornato, un ámbito en que incluso la educación suele ser enfocada en términos tecnocráticos (el Mineduc y la Reforma del Curriculum de Comunicación y Lenguaje, los intentos de eliminar Filosofía). También, paralelamente, asistimos a un contexto de cambios históricos y culturales marcado por dos fenómenos:

1. El rol y significación creciente que tienen las nuevas tecnologías, tecnologías que implican nada menos que una transformación en las relaciones de tiempo y espacio. Ello incide en las estrategias y métodos de enseñanza—aprendizaje tanto en los niveles formal como informal, piénsese en la educación a distancia y en las humanidades digitales que ya constituyen un campo académico, y también en fenómenos psico sociales como el fomento de la impaciencia desde niños a adultos. Tecnologías que posibilitan un Estado evaluador que operacionaliza un escrutinio y control permanente en los procesos administrativos y de gestión (mirando de preferencia los números) con especial dedicación a las universidades públicas. Se trata además de un ámbito propicio para aplicar concepciones del management empresarial, concepciones cuantitativas y burocráticas de la administración universitaria, (¿no les suena acaso el concepto de accountability o de rendición de cuentas?), un proceso en que importan estándares e indicadores numéricos que certifican la calidad o excelencia, y acreditan la mercadería con fecha de vencimiento (como un yogurt)[2], dejándola apta para circular en el circuito de intercambio de equivalentes en que se ha convertido el sistema universitario, parámetros que tienden a castigar a los sectores menos funcionales en la perspectiva de una industria académica, entre los cuales se encuentran las humanidades. Una industria que como en toda industria importan sobre todo la situación contable y los ritmos de producción.

Las nuevas tecnologías proveen fórmulas para la tecnocracia vigilante de la universidad, tanto por el Estado (sistemas de acreditación, rendición de cuentas a la Contraloría[3]), como de la propia universidad (autoevaluación, planes quinquenales de desarrollo y otros), lo que se traduce en formularios y requerimientos burocráticos en que los profesores ocupados como están en responder eficientemente, van dejando de lado los espacios de intercambio académico formales e informales, que eran una de las características más estimulantes de la vida universitaria. Estos sistemas de escrutinio, vigilancia y control que inciden en la mercantilización del trabajo académico, implican la pérdida de autonomía de la Universidad con respecto al Estado y, lo que es más grave, un menoscabo de la lógica académica. El afán que busca medirlo y regularlo todo proviene de una lógica de ingeniería social, desde un Estado que en el caso chileno se declara subsidiario, pero que por otro lado se supone supremo planificador de la sociedad, garante de conseguir los aplausos de la globalización (la OCDE, el Banco Mundial, PISA), parámetros enrielados en un predominio del economicismo respecto al cual persiste la duda si ideológicamente es aséptico y neutral. Son indicios de la injerencia de la mentalidad empresarial en la educación y en particular en la universidad tanto en las privadas como en las públicas. Un contexto en que los alumnos son considerados por la administración como clientes, y en que queda poco de la idea intelectual humanista de esa institución.

Cabe señalar que no poca responsabilidad en lo que acontece tenemos los propios académicos, que como mansos borregos o por acomodarnos, aceptamos acríticamente lo que proviene del Estado o de las autoridades universitarias. Nuestras autoridades se hincan ante la OCDE o Bolonia, o ante dudosos rankings internacionales o ante agencias de indexación de revistas que son grandes empresas mercantiles. Aceptamos, por ejemplo, y empezamos a operar con el criterio de las competencias proveniente de Bolonia o con la idea de acortar las carreras, con mandatos de modalidades de evaluación y autoevaluación que vienen desde arriba hacia abajo, métodos que según algunos colectivos tienen un sesgo de autoritarismo patriarcal, aceptamos todo sin que como académicos hayamos tenido el espacio para deliberar serenamente acerca de los pro y los contra de esos lineamientos[4].

Estamos conscientes de que en este clima utilitarista y funcionalista vinculado de alguna manera a la globalización, resulta difícil —pero no imposible— recrear o actualizar la idea clásica de universidad, en que las humanidades desempeñaban un rol importante como mediación de distintos saberes y de la educación. Probablemente, tendremos, a lo más, que conformarnos con «Un café para Platón», como reza la canción de Fernando Ubiergo. Y esto a pesar de que, como señala Martha Nussbaum, la largamente despreciada educación humanística de la universidad resulta hoy día poco menos que imprescindible para la supervivencia de una sociedad democrática global.

2. El segundo fenómeno, va más allá del ecosistema académico aliado a las nuevas tecnologías, al accountability, y a las leyes de educación superior desde 1980. Apunta a una redefinición de lo humano, redefinición que implica tal vez la necesidad de repensar y actualizar las humanidades, que en su origen, como señalamos, se centran en lo más propiamente humano, insertadas por ende en una concepción en que subyace el antropocentrismo. Hoy día en el contexto del cambio climático de signos apocalípticos, cambios producidos por el ser humano, hay un nuevo sujeto que entra en escena: nos referimos a la vida no humana. En varios planos estamos transitando desde un pensamiento humanocéntrico a un pensamiento biocéntrico, en que la naturaleza y los demás seres vivos se han constituido en un actor clave, de allí el posthumanismo y la ecocrítica, corrientes intelectuales y de pensamiento que plantean una crítica al antropocentrismo, y que están hoy instaladas en el pensamiento filosófico. Se trata de corrientes que plantean un cambio de paradigma y un nuevo «nosotros» que incluye a todo lo viviente. Ideas que ya están circulando en el ambiente académico e incluso en algunos departamentos de filosofía, como los de la USACH y la PUC (seminarios sobre la filosofía animal y el realismo especulativo, respectivamente), pero que también subyacen en el menú vegano de nuestra facultad.

Todo lo cual tiene consecuencias o está teniendo consecuencias fundamentales para el conocimiento, pues se presume que nada puede seguir siendo pensado desde el eje de una soberbia humana que con fines utilitaristas opera como soberana en relación a una naturaleza y un mundo animal pasivos y a su disposición[5]. Se piensa que el ser humano si quiere vivir en un planeta sustentable no puede seguir habitando como dueño y señor absoluto de su entorno. Se trata de un tránsito de lo humanocéntrico a lo biocéntrico, visión que privilegia la vida en todas sus expresiones, perspectiva que por lo demás coincide con la cosmovisión mítico—poética de los pueblos originarios en que humanidad, naturaleza y animalidad vendrían a ser una y la misma cosa.

Como dice el paleontólogo y biólogo Stephen Jay Gould «la revolución de Darwin se completará cuando nos hagamos cargo de la no predictibilidad y la no direccionalidad de la vida y cuando tomemos en serio eso de que el humano es solo una minúscula brizna, recién nacida ayer, en el enorme árbol de la vida», a riesgo de la destrucción del planeta. El posthumanismo es, en síntesis, un nuevo modo de pensar que surge luego de una toma de consciencia de las represiones culturales y de las fantasías propias del humanismo y su concepción teleológica del progreso, un modo de autoconciencia histórica que relativiza y critica la soberbia humana sobre todo lo viviente.

Frente a esta corriente de posthumanismo hay, sin embargo, otra, que a diferencia de la anterior, en lugar de criticar al antropocentrismo lo glorifica, destacando al humano como creador de nuevas tecnologías, de la inteligencia artificial, de la nanotecnología, de la genética y de la robótica, un humano capaz de crear computadoras cuánticas que pueden hacer todo lo que el hombre puede y no puede, incluso mediante la biotecnología y la genética crear nada menos que una nueva vida[6]. Lo que nos importa es que ambas direcciones del pensamiento posthumanista implican una redefinición o al menos una ampliación de lo humano.

Paralelamente, asistimos a una ampliación subterránea del círculo de la empatía, a una pugna cultural y de ideas en que crece el pensar y el ponerse solidariamente en el lugar del otro, sean mujeres, LTBG, pueblos originarios, discapacitados, adultos mayores, enfermos crónicos que quieren la eutanasia, niños, animales y naturaleza. Por otra parte, como dice Peter Sloterdijk, teniendo en cuenta la banalización de la cultura proveniente de las industrias culturales, el humanismo clásico —en tanto modelo educativo vinculado al ideal de una cultura letrada— carece hoy de vigencia, debido a la omnipresencia de la cultura de masas, de la imagen y de la informática. La lectura letrada —afirma Sloterdiijk— ya no es el paradigma de la cultura.

Cabe preguntarnos, considerando este contexto, si acaso lo reconocemos como parte de la escena contemporánea global, un contexto que sopla desde el norte y del que nos hemos apropiado, y que de alguna manera estuvo incluso presente en la revuelta social del 2019 (banderas ambientalistas, animalistas, feministas, de género y mapuche). Si es así, debemos tal vez reflexionar si no resulta necesario repensar las humanidades y lo que entendemos por ellas en un contexto en que se está redefiniendo lo humano y su rol en relación a su entorno viviente. A fin de cuentas, el concepto de lo humano es un concepto histórico y abierto, que con el tiempo ha venido siendo redefinido en sintonía con los cambios de época y las distintas tradiciones culturales.

El futuro

Con la universidad transformada en una suerte de industria académica, y con la crítica a la máquina antropocéntrica o su glorificación a lo Yuval Noah Harari

(De homo sapiens a Dioses), el futuro es algo incierto, está por ser pensado, mirando hacia atrás y hacia adelante sin anteojeras (si es que ello es posible). Tal vez lo primero que cabe es analizar y diagnosticar la situación en que estamos insertos tanto a nivel de universidad como de país. Entender qué significa, cuáles son los pro y los contra de que la universidad y el sistema de educación superior se hayan enrielado en los parámetros de la industria académica; entender que no se trata de volver atrás a la universidad elitista en que algunos de nosotros nos formamos (en que apenas había alrededor de 130 mil alumnos) , entender —con mirada crítica— que la universidad de hoy opera como una multiversidad, con unidades o facultades sujetas a distintos propósitos, una institución de masas, que responde al mercado o a lo que algunos autores llaman el «cuasi mercado», apuntando con este concepto a las demandas y exigencias del Estado[7]. Pero también, a pesar de las críticas que podamos tener sobre esa realidad, en Chile ella ha permitido el ingreso de cientos y miles de alumnos de sectores populares que por primera vez tienen acceso a la universidad. Entender también que la concepción clásica de las humanidades aunque de alguna manera en ciertos aspectos sigue vigente («Un café para Platón»), está tal vez pidiendo un aggiornamento que nos permita defender mejor el valor de su impronta en la formación de personas y ciudadanos, articulando el cosmopolitismo con lo local y la diversidad cultural.

Resulta necesario, entonces, preguntarnos si acaso no se requiere reactualizar nuestra concepción de las humanidades y ponerla al día, en sintonía con una redefinición de lo humano en curso. Pensar que hay que derrumbar al capitalismo y a la lógica de mercado para que el asunto deje de ser incierto y la universidad recupere su autonomía y prevalezca una lógica académica, aparece como una utopía de difícil tramité. Más bien lo posible es la estrategia del Caballo de Troya, erosionar lo operante aprovechando los espacios y contradicciones que conlleva el sistema. Cabe señalar que las universidades en el sistema socialista eran —o son aún— probablemente menos autónomas en el plano académico de lo que son, por ejemplo, en los Estados Unidos. No es casual que intelectuales críticos significativos como Foucault, Derrida, Zizek y Said, afines al Caballo de Troya, hayan elegido pasar años importantes de su trayectoria académica en esas universidades (situadas en el corazón mismo del capitalismo). Escuchar también lo que nos puede decir Judith Butler al respecto. En fin, como dice el verso de Antonio Machado, «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Un andar que en este caso implica pensar, debatir, confundirnos y aclararnos, pero también actuar.


[1] “Nuestra América” 1891.

[2] Véase Bernardo Subercaseaux «Una agencia de acreditación que necesita acreditarse» El mostrador, 2019

[3] Las Universidades públicas tienen en este sentido un control mayor que las privadas.

[4] Me pregunto si no ha ocurrido esta carencia de conocimiento y deliberación participativa serena y adecuada  con el Modelo Educativo que acaba de estrenar la Universidad, U. de Chile 2021. Conocemos solo una encuesta que llegó como muchas desde la Casa Central, pero nada más.

[5] Jóvenes desafían a huasos entaquillados en defensa de vacunos en pleno rodeo, en España, en algunas autonomías se restringe o prohibe el toreo.

[6] En Chile, en cuanto a medicina, estas novedades operan solo en las clínicas privadas del barrio alto, en la salud pública la espera para una simple operación de cadera es hoy, a causa de la pandemia, —según el Minsal— de 560 días.

[7] Carlos Hoevel La industria académica . Las universidades bajo el imperio de la tecnocracia global, Editorial Teseo, Buenos Aires, 2021.

Superar el resentimiento

Los discursos que hacen del 12 de octubre una fecha de festejo por ser el día de la raza, el día de la hispanidad, el día del orgullo nacional o del celebrado encuentro entre dos mundos suponen que las consecuencias funestas y dolorosas de aquellos hechos no son el resultado de un proceso de muerte, expoliación y dominación, sino del rencor que nos atribuyen a las personas que pertenecemos a pueblos indígenas. Pero el colonialismo no pasó. Sus efectos siguen totalmente vigentes: sin ellos, es imposible explicar el desarrollo del sistema capitalista o la crisis climática a la que se enfrenta la humanidad.

Por Yásnaya Aguilar Gil

El resentimiento, ese rencor persistente, se utiliza constantemente para desacreditar los señalamientos sobre lo sucedido hace poco más de quinientos años durante el desembarco de Cristóbal Colón a tierras de este continente o sobre el comienzo de ese proceso llamado la conquista española encabezada por Hernán Cortés. “No seas resentida”, me dicen constantemente cuando hablamos de esos hechos que comenzaron un lamentable periodo de la humanidad. “Tienes que superar el resentimiento para que puedan construir un futuro como pueblo mixe”, me respondieron hace unos años cuando apuntaba el dramático descenso de la población mixe durante el proceso del establecimiento del orden colonial. Mientras citaba datos, estadísticas y hacía alusión al trabajo de investigadores y especialistas, las respuestas que obtenía se relacionaban con una suposición sobre mi estado emocional que invariablemente terminaba en una certeza indiscutible: estoy resentida.  Más allá de lo inadecuado de andar opinando sobre los sentimientos, existentes o no, de una persona con la que se debate, me sorprendía mucho, y aún lo hace, cómo los argumentos que se presentan en torno a las terribles consecuencias del colonialismo se borren contraponiendo un diagnóstico emocional sobre la persona que presenta esos argumentos. Ante ese diagnóstico, las posibilidades de intercambio de argumentos y evidencias se cancelan y solo queda la recomendación condescendiente de que es hora de superar el resentimiento.

En contraste, los discursos que hacen del 12 de octubre una fecha de festejo por ser el día de la raza, el día de la hispanidad, el día del orgullo nacional o del celebrado encuentro entre dos mundos no reciben estas descalificaciones; no he presenciado o leído que ante tales muestras de alarde se recomiende a quienes defienden estas posturas que superen aquello que sucedió hace tanto tiempo, que nada queda qué celebrar de las glorias de las que se jactan (por decirlo de algún modo), que aquello pasó hace demasiado tiempo y que es momento de pasar la página para no vivir de supuestas hegemonías pretéritas que en nada contribuyen al presente y que son un lastre para diseñar un futuro digno. En las posturas que celebran el 12 de octubre y el comienzo del establecimiento del orden colonial, la lejanía temporal no parece ser un argumento que les ayude a moderar sus muestras de entusiasmo.

En contraste, mostrar las consecuencias funestas y dolorosas de aquellos hechos se desacredita apelando a que aquello es el resultado, no de un proceso de muerte, expoliación y dominación, sino de ese rencor persistente que habita y carcome nuestra alma y que, en sus dichos, solo vamos heredando de una generación y otra.  El problema no es que más de la mitad, en cálculos conservadores, de la población nativa haya muerto entre guerras, enfermedades y trabajos forzados, el problema es que estamos enojados. El problema no es que millones de personas hayan sido secuestradas en el continente africano para traerlos como población esclava a este continente, el problema es que estamos resentidos. El problema no son los aperramientos de personas mixes que resistieron a los tributos extenuantes a los que los sometían y que los dejaban sin alimento, hechos que jamás nos cuentan los libros de texto, el problema es que aún no lo supero.

Superar el resentimiento, ese rencor persistente que nos atribuyen inmediatamente a las personas que pertenecemos a pueblos indígenas cuando hablamos de los estragos del orden colonial ignorando nuestras evidencias y argumentos, supone que aquellos hechos no siguen ordenando el mundo actual o que ya no tienen efecto sobre la vida de las personas.

El colonialismo no pasó, sus efectos siguen totalmente vigentes. ¿De qué otra manera explicamos el sistema racista que sigue determinando la diferencia entre ser arrestado después de cometer una masacre como hombre blanco o ser asesinado por la policía como persona afrodescendiente? Sin los efectos del colonialismo, sin el despojo del territorio de los pueblos indígenas y sin la esclavitud de las personas afrodescendientes es imposible explicar el desarrollo del sistema capitalista y la actual división entre países considerados de primer mundo y países calificados despectivamente como del tercer mundo o la crisis climática a la que se enfrenta la humanidad derivado de este sistema económico. Los cánones de belleza, el asesinato de defensores del medio ambiente, la posibilidad de poder acceder a ciertos trabajos, la pauperización de los pueblos indígenas en la actualidad son efectos del colonialismo en funciones. En las narrativas oficiales, lo sucedido hace más de quinientos años quedó en el pasado y poco se ha difundido y enseñado en la historia oficial sobre las líneas que unen esos hechos con la manera en la que el mundo funciona en la actualidad. Ponerlos en relieve es fundamental porque, si bien no podemos hacer nada con respecto de esos acontecimientos, podemos sí, trabajar en la manera en la que los efectos del colonialismo funcionan en estos días, desenmascarar sus dinámicas y comenzar a pensar cómo, desde diversas trincheras, desarticular sus violencias más que vigentes.

Urge superar el colonialismo, sí, pero nada se supera ocultándolo; ninguna violencia se supera negándola en sus dimensiones actuales, el ocultamiento de la vigencia palpable y presente del colonialismo es, de hecho, una de sus violencias más efectivas. Hablar a detalle de lo sucedido resulta fundamental para develar lo que la historia oficial ha matizado y sigue matizando como el festivo encuentro de dos mundos o el descubrimiento de América. El colonialismo no solo es pasado, es presente, y por eso, para muchas personas su celebración aún tiene contenido y necesita defenderse. Celebrar estas fechas con júbilo es la evidencia misma de los efectos presentes del colonialismo, ojalá que lo superen y pasemos a una etapa reflexiva necesaria para sentar las bases mínimas de otra narrativa que permita vislumbrar un futuro distinto.

Este texto fue publicado originalmente en la revista Este País, de México.

¿Qué idioma debemos hablar en la Convención?

No debería sorprendernos que los constituyentes que pertenecen a los pueblos originarios hablen en las lenguas que los representan, ya que estas y sus variantes están íntimamente entrelazadas con las identidades de sus hablantes y con determinados modos de vivir y relacionarse. La Convención Constitucional nos muestra la diversidad del país en un lugar de autoridad en que no estábamos acostumbrados a verla.

Por Guillermo Soto Vergara

Las lenguas son instrumentos de comunicación. La afirmación constituye una obviedad: nos permiten transmitir ideas, enviar a otros contenidos mentales sin necesidad de confiar en las artes esotéricas de la telepatía. Pienso en algo, lo empaqueto usando un código lingüístico y se lo envío a otro que, en la medida en que comparta esa llave mágica que es el código, podrá desempaquetarlo y recuperar mi pensamiento. Mientras más personas compartan un mismo código, es decir, un mismo vocabulario y una misma gramática, mejor. Y si todos emplean el mismo código lingüístico, pues miel sobre hojuelas: más allá de nuestras diferencias, poseemos una lengua común que facilita el comercio, la educación, el acceso a la información y la deliberación democrática. Por supuesto, a veces habrá quienes no hablen la lengua común y, en consecuencia, no puedan participar plenamente de la vida social. Aunque a primera vista este pueda parecer un problema grave, la solución es sencilla: basta con que abandonen la herramienta limitada que hasta ahora usaban y adopten en su reemplazo otra más útil, un nuevo código que, sin ser intrínsecamente mejor que el anterior, resulta más eficaz porque lo comparten más personas. La lengua común permitirá su inclusión en nuestra sociedad.

Puede que razonamientos de este tipo estuvieran en las cabezas, si no de todas, al menos de algunas de las personas que han criticado el empleo de lenguas de pueblos indígenas en la Convención Constituyente. Que la lengua común que se invoca sea, con toda probabilidad, aquella en que se criaron los críticos —su «lengua materna»— es una coincidencia feliz, por supuesto. El problema, sin embargo, es que la metáfora de la lengua como instrumento transparente de comunicación esconde mucho. Para comprender lo que alguien nos dice no nos basta con el código. Hay harto más: experiencias compartidas, historias, expectativas, valores, modos de relacionarnos; la comunión que para el filósofo Charles Taylor es condición del lenguaje. Hace años, un colega español me contaba que la primera vez que vino a Chile y pidió un café, notó que la gente se molestaba. Tuvo que aprender a pedir café como pedimos en Chile, haciendo primero contacto visual con el mozo, pidiendo con diminutivos, frases de atenuación y cierta cadencia cortés en el habla. Diferencias triviales, pero diferencias. Y eso entre quienes hablan un mismo idioma. Cuánto más profundas serán las diferencias cuando son lenguas y culturas muy distintas. Las lenguas y las variedades de las lenguas (los dialectos) vienen con tradiciones, afirman modos de ser, se dan imbricadas en una cultura que las sostiene y que, a la vez, se expresa en ellas y va cambiando con ellas. No aprendemos nuestra lengua materna fuera de un proceso de socialización y enculturación. Y formamos nuestras identidades en esa lengua y en las variedades de las lenguas; en modos de hablar en que también participan las emociones, el cuerpo, las formas de interpretar lo que se nos dice. Por supuesto, no estamos encadenados a ellas. Podemos usar otros idiomas y otras variedades cuando la situación lo amerita; con mayor o menor fluidez según nuestra propia trayectoria en esas lenguas. Podemos cambiar nuestra primera lengua por otra, pero en ese caso no solo cambiamos de idioma: nos incorporamos a otra cultura. Y podemos, incluso, participar de una cultura en que hay más de una lengua y en que las prácticas discursivas y culturales se despliegan híbridas, sin atender a los límites de los idiomas, como en el translenguar con que la lingüista Ofelia García designa las prácticas lingüísticas de latinos en Estados Unidos.

Las lenguas proponen perspectivas sobre la realidad que tomamos automáticamente, sin tener que detenernos a reflexionar. Cuando los hispanohablantes decimos de un vaso que «se cayó», marcamos con ese se el carácter accidental del proceso y esa construcción nos parece tan natural que nos sorprendería percatarnos de que el dispositivo no existe en todas las lenguas. ¿No es evidente, acaso, que una cosa es ser y otra estar? En cambio, nos resulta extraño que en aymara y en quechua se deba precisar siempre si hemos accedido directa o indirectamente a la información que comunicamos, o que en mapudungun la partícula me signifique algo tan complejo como que alguien vuelve o volverá después de ir a un sitio que está lejos de donde está el hablante. Y nos admira enterarnos de que mientras en español pensamos que el pasado es algo que dejamos atrás, en aymara esté frente a nosotros y sea el futuro el que figura a nuestras espaldas. Muchas veces, cuando llegamos a significados que designan experiencias o fenómenos puramente humanos, la palabra nos parece indisociable de lo que expresa. E incluso la adoptamos en nuestra lengua sin buscar alterarla. Alguien nos habla del Schadenfreude, la alegría que se siente ante el sufrimiento ajeno, o de kawaii, esa belleza que asignamos a ciertos seres u objetos que encontramos particularmente tiernos. El abogado nos advierte que no puede traducir literalmente rule of law porque la expresión no es fácil de asimilar a las categorías del derecho continental con las que estamos familiarizados, aunque expresiones como estado de derecho o imperio del derecho puedan ser muy próximas. ¿Cómo traducir entonces machi al español, conservando la trama de creencias, prácticas e instituciones que sustentan la palabra? No lo hacemos: hablamos, también en castellano, de la machi. 

Cada lengua y cada variedad de lengua es la expresión de un modo en que, a lo largo del tiempo, una parte de la humanidad ha observado la realidad y ha desarrollado una cultura: la diversidad de las lenguas es también la diversidad de lo humano, desde los significados más superficiales a los más profundos. Una diversidad que, en todo caso, no debiéramos entender como conformada por compartimentos herméticos, porque las lenguas y las culturas están en constante contacto, influyéndose unas a otras, lejos de todo ideal de pureza. En el español andino se observa el uso del pretérito pluscuamperfecto (había cantado) para referirse a situaciones que el hablante solo conoce de modo indirecto, un uso muy distinto al del español general. La explicación más simple es que, como en aymara y en quechua es necesario marcar el acceso directo o indirecto a la información, esa función se ha proyectado al español de los Andes, lo que ha llevado a una reinterpretación del significado del pluscuamperfecto.

No debería sorprendernos que hablen en las lenguas de sus pueblos quienes los representan en la Convención Constitucional. Incluso cuando muchas personas de esos pueblos no sepan hablar hoy sus idiomas. Las lenguas, y también las variedades de lenguas, están íntimamente entrelazadas con las identidades de sus hablantes y con determinados modos de vivir y relacionarse, con las identidades de los pueblos. Contienen significados que se han construido en ciertas trayectorias de lo humano: formas de emocionarse y sentir, creencias, tipos de acciones, instituciones, objetos y todo aquello que conforma la cultura. La Convención Constitucional nos muestra la diversidad del país en un lugar de autoridad en que no estábamos acostumbrados a verla. La expresión de esa diversidad solo puede enriquecernos.

Ecocidio

La lucha por el medio ambiente es tan antigua como esta historia, pues ha estado en el centro de cada resistencia a la invasión colonialista. Esas luchas han sido y son cruciales, y no tienen nada que ver con conservacionismos a la medida de las élites progresistas, tampoco con el capitalismo verde que no soluciona nada mientras no contribuya a cuestionar los patrones mundiales de acumulación de riqueza.

Por Claudia Zapata Silva

Este año se estrena una nueva adaptación cinematográfica de Dune, la novela que el escritor estadounidense Frank Herbert publicó en 1965 y con la cual dio inicio a un universo literario alucinante, que explora todo el potencial de la ciencia ficción, ese género que propone pensar lo humano de manera profunda y crítica. Estos días volví a sus páginas a propósito de esto y de dos noticias que han marcado las últimas semanas: la conmemoración de los 76 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, y el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, que señala la condición irreversible de este fenómeno. En Dune, los hechos ocurren 10 mil años en el futuro, cuando la humanidad se había rebelado contra las computadoras y —mostrando haber aprendido algo de sus errores— había prohibido el uso de armas nucleares. No obstante, se perpetúa en ese futuro una de las mayores tragedias de la historia: el colonialismo. Arrakis, uno de los planetas de la galaxia, ha sido arrasado por la codicia extractivista, que lo transformó en un árido desierto. Sus habitantes, los Fremen, son un pueblo oprimido por una casta foránea, cuyos integrantes trabajan pacientemente para acumular cada gota de agua que les permita sobrevivir y algún día hacer reversible la desgracia ecológica en la que fue sumido su planeta.

La novela es un amargo recuerdo de que las advertencias sobre la crisis climática se vienen realizando desde hace décadas, en este caso asumiendo la forma de una potente representación literaria que postula, a su modo, que las crisis humanitarias y ambientales, ocurran donde ocurran, son también planetarias, y que en ellas las responsabilidades no son equiparables, no al menos con la que les cabe a colonialistas, capitalistas e imperialistas.

Es que algo queda cojo cuando se habla de crisis ecológica sin atender a sus causas profundas y sin identificar a los principales responsables: esas castas coloniales que no han tenido reparo a lo largo de la historia en arrasar territorios y dominar a los pueblos que los habitaban con tal de crear fortunas, amasarlas y heredarlas en una espiral sin fin. Así desforestaron e impusieron modos de producción que sellaron el destino de algunos países para siempre. Cómo no recordar a Haití, marcado a fuego por el colonialismo francés y el monocultivo de la caña de azúcar, que significó la casi total extinción de la vegetación nativa, un factor que es clave para explicar los efectos devastadores que alcanzan allí fenómenos naturales como los terremotos y los huracanes. A esa profundidad histórica apuntó Fidel Castro cuando en 1992, año sensible para la historia del colonialismo, intervino en la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro: “Páguese la deuda ecológica antes que la deuda externa”, dijo entonces el líder de una de las tantas revoluciones que se produjeron en el Tercer Mundo, en este caso una revolución surgida en el Caribe, esa “frontera imperial” de la que hablaba el dominicano Juan Bosch, azotada por todos los extractivismos que haya conocido la historia, desde el nefasto monocultivo del azúcar hasta la deleznable industria turística de los megacruceros.

El ecocidio siempre ha ido de la mano del genocidio y el etnocidio, y su marcha irreversible continuará mientras exista aquello que lo produce: el colonialismo y el imperialismo. No inventamos la rueda si decimos que el colonialismo está lejos de corresponder a una historia pretérita, pues su vigencia ha sido denunciada incansablemente por movimientos, activistas e intelectuales críticos durante todo el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI. Ese imperialismo —la fase superior del capitalismo como lo definiera Lenin— es el que ha condicionado y condiciona aún con fuerza el destino de los pueblos, en alianza con oligarquías locales cuyas fortunas se construyen con las migajas que caen de la mesa de las metrópolis. Y esto ha afectado también a nuestros proyectos emancipadores, incluidos los del siglo XXI, cuya condición de existencia ha sido hipotecar, una vez más, ecosistemas que están siendo avasallados por una nueva ola de extractivismo a gran escala.

La lucha por el medio ambiente es tan antigua como esta historia, pues ha estado en el centro de cada resistencia a la invasión colonialista. Esas luchas han sido y son cruciales, y no tienen nada que ver con conservacionismos a la medida de las élites progresistas, tampoco con el capitalismo verde que no soluciona nada mientras no contribuya a cuestionar los patrones mundiales de acumulación de riqueza (como el Green New Deal por el que aboga el ala más progresista del Partido Demócrata en Estados Unidos). Igualmente estéril es el multiculturalismo, que en sus versiones más new age sostiene que los pueblos indígenas tienen la clave del cuidado de la naturaleza y que por eso habría que transformarlos en guardaparques.

Todo eso ha mostrado su límite, y en buena hora el problema del medio ambiente tiene el lugar que se merece. Lo propio está ocurriendo en nuestra esfera pública, pues conviene recordar que la mayoría de las y los integrantes de la Convención Constitucional se reconocen en las luchas contra el extractivismo y suscriben enfoques críticos de las relaciones políticas y económicas que están en la base de la depredación de la naturaleza. En este contexto propicio crece el convencimiento de que las soluciones no pasan por acciones a pequeña escala, mucho menos se reduce a responsabilidades individuales de las personas comunes y corrientes.

Eso también desafía a otras sensibilidades de sectores que ya tenían el tema en el centro de sus preocupaciones, pero cuyos discursos suelen mostrar la misma falta de alcance a la que aludía en párrafos anteriores. Me refiero, por ejemplo, a la condena cuasi religiosa que algunos de esos sectores hacen a quienes consumen carne, omitiendo el asunto crucial de los modos de producción. Considerar aquello obliga a asumir que la producción de carne es tan devastadora como la producción de soya, de piñas y de paltas, por mencionar solo algunos de los productos que están causando graves crisis humanitarias y medio ambientales en nuestro continente, pero que sin embargo gozan de prestigio en el mercado de lo saludable.

La alarma encendida por el informe de la ONU ha dejado expuesta, más que nunca, la superficialidad de los ecologismos carentes de crítica política. No son pocos los ejemplos que se me vienen a la memoria, entre ellos el ecologismo de las escuelas, donde la necesaria modificación de nuestras prácticas individuales se enseña inculcando la culpa, omitiendo que entre el uso de la botella de plástico y el productor de la botella de plástico hay una distancia infinita. O las muestras de arte, que desde hace un tiempo se atiborran con la frase “crisis ecológica”, devenida en eslogan repetido y escasamente profundizado, donde la eventual potencia política de las obras queda reducida a un artefacto inofensivo en el entramado social e institucional que las exhibe. Pienso también en las campañas políticas de quienes se aggiornan con los temas de moda, entre ellos el del medio ambiente, en claro contraste con sus antecedentes previos en la materia, tal como se vio recientemente con Claudio Orrego y el vociferado componente ecológico de su programa para gobernador de la Región Metropolitana, mientras en gestiones políticas anteriores favoreció un proyecto ecocida como es Alto Maipo. Y ya fuera de la comarca, cómo no referir a los hipermillonarios-progresistas-influencers que se encuentran ensayando una delirante colonización del espacio en una suerte de avanzada capitalista que sucede, como ya nos ha mostrado la historia de América, a la avanzada científica.

Pienso, sobre todo, en ese ecologismo de balcón acomodado y compostaje casero, de corto alcance si es que guarda silencio frente a los responsables de la muerte animal, humana y vegetal en las zonas de sacrificio, o derechamente cómplice si al momento de alzar la voz lo hace para condenar —desde la superioridad moral que le concede reciclar cajas de leche— la violencia de los que nunca han tenido derecho a la paz. Lo mismo corre para muchos ecologismos de las metrópolis, incapaces de denunciar el extractivismo colonialista de sus países en el Tercer Mundo, pero que reciben alegres el apoyo de casas reales arcaicas que todavía practican la cacería en África.

La lucha por frenar la crisis climática es decisiva para el planeta en su conjunto y no puede entenderse sino como la síntesis de todas las luchas por la emancipación, las pasadas y las presentes. Por cierto, en la novela de Herbert, los Fremen se rebelan.

America is (going) back

La velocidad de la conquista de Kabul y las escenas transmitidas parecían menos la de un “socio” con el que se había llegado a un acuerdo y más a las de un invasor derrotado que salía en sus helicópteros con la cola entre las piernas —advierte Rodrigo Karmy sobre la retirada estadounidense de Afganistán—. Asistimos al momento en que el imperium desfallece y se retira del mundo. Pero la huida de Kabul no trata solo de Estados Unidos, sino del carácter nómico del liberalismo: expone su agotamiento y la imposibilidad de ofrecer una lectura del presente.

Por Rodrigo Karmy Bolton

1.- Abandono.

El 19 de febrero del año 2021, el recién electo presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, asistía junto a sus pares de la OTAN a la Conferencia virtual sobre Seguridad de Munich. En su discurso, Biden dijo: “And two years ago, as you pointed out, when I last spoke at Munich, I was a private citizen; I was a professor, not an elected official.  But I said at that time, ‘We will be back’.  And I’m a man of my word.  America is back.” Toda la apuesta del nuevo gobierno de Biden se condensa en la fórmula con la que termina este párrafo: “America is back”. No solo el regreso a las instancias internacionales sino, sobre todo, la apuesta de la nueva administración por restituir el lugar imperial estadounidense. Frente a la marchita fórmula de Trump, “Make America great again”, que instauraba un imaginario que miraba hacia dentro, “America is back” de Biden deviene el exacto reverso de la fórmula trumpista al lanzar a Estados Unidos hacia afuera. Biden cumple su palabra y la contrasta con la falsa palabra de Trump: la militarización del país con la que terminó el período trumpista (hacia dentro) podía disolverse en la nueva administración que, como era costumbre, podía militarizar al resto del planeta (hacia afuera) bajo la pastoral premisa de la supuesta salvación.

Pero precisamente porque la primera fórmula evoca el interés securitario por el interior y la segunda por el exterior, Trump y Biden constituyen su mutuo reverso especular, pertenencia conjunta a la misma maquinaria imperial que, dependiendo de los intereses en juego, intensifica sus formas hacia dentro o hacia fuera produciendo ese dentro y ese afuera, e incluso constituyendo “afueras” en su propio “interior” (afroamericanos, migrantes, latinos, japoneses, cheyenne, etc.) e “interiores” en su despliegue “exterior” (las bases militares repartidas por el planeta, sus corporaciones trasnacionales y el dominio de las instituciones supranacionales más importantes). Producción de interior y de exterior, Trump y Biden devienen así dos polos de una misma máquina que hoy acusa un retiro, un abandono del mundo que por años dominó.

En 1966, Carl Schmitt podía decir que la única política imperial pasaba hoy por la apuesta de una policía como dispositivo de administración global. Y recalcaba que la policía no significa el despliegue de una simple “técnica”, sino de una nueva formulación propiamente “política” que opone a la humanidad contra la in-humanidad del terrorismo internacional: quien dice “humanidad” miente, decía Schmitt.

Como policía del mundo, los Estados Unidos han catalizado al capitalismo mundializado a través de una maquinaria doble que comporta la articulación de un interior y un exterior radicalmente intercambiables: el concepto de “seguridad nacional” estadounidense es, al igual que su Constitución que no especifica los límites territoriales del país, un término ubicuo que puede operar tanto hacia el “interior” como hacia el “exterior”. Todo territorio exterior es plausible de integrarse al interior (Vietnam, Iraq, Afganistán, etc.) y, a su vez, toda forma interior puede devenir exterior (los ciudadanos afroamericanos, japoneses, latinos, etc.).

Un soldado estadounidense en Afganistán. Crédito: The U.S. Army

La máquina imperial estadounidense tiene su genealogía. Los procesos de colonización desplegados luego de la llegada del Mayflower en 1620 a las costas norteamericanas, pasando por la independencia, por su transformación en superpotencia global desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y su predominio absoluto en la escena mundial después de la caída de la URSS, expresan un continuum por el que la teología política que erige la idea del “destino manifiesto” se torna una constante. El analista Robert Kaplan destaca cómo la jerga militar estadounidense sintomatiza dicho continuum cuando, más allá del país que se “intervenga”, el vocabulario militar no deja de hablar de “tierra india” para referirse al espacio enemigo. Podrán ser árabes, japoneses o vietnamitas; latinoamericanos, afganos o iraquíes. Para ellos, siempre serán “indios”.

2.- Bestia

El 6 de enero del año 2021, una multitud de partidarios del expresidente Donald Trump ingresó a las dependencias del Capitolio para anular el conteo electoral que pretendía certificar la victoria de Joe Biden. Una multitud fascista que la jerga “demócrata” no tardó en calificar de “insurrección”. Los manifestantes traspasaron una seguridad bastante obsecuente con los “insurrectos” e ingresaron al Capitolio y llegaron al Senado. El asalto devino una performance: manifestantes disfrazados o no, ingresaban como los antiguos bárbaros (el afuera) que pervivían en el seno de una desgastada civilización (el adentro), al punto de abrir disparos en los que una manifestante fue herida y luego murió en el hospital. Sangre y bestialidad: Jake Angeli —también conocido como Q– shaman— irrumpe con la masa, premunido de un disfraz de pieles, un gorro con cuernos y a torso desnudo, exhibiendo múltiples tatuajes. Pero más relevante: su rostro estaba pintado enteramente con la bandera estadounidense. Ni animal ni humano, ni puramente bárbaro ni civilizado, el extraño sujeto devenía monstruo en el seno del palacio que, por siglos, había estado destinado a conjurarlo.

Más que monstruos, se trata del término “bestia”: en sus seminarios de 2002 y 2003, Jacques Derrida subraya el carácter de “bestia” que porta consigo toda soberanía. No se trata del “animal” a secas ni menos de lo “humano” en su refinamiento último de buenas costumbres y moral, sino de una soberanía que ha decidido la excepción y ha hecho implosionar el orden precisamente para conservarse como tal. La “bestia” excede al animal y al humano, no es simplemente un bárbaro, pero tampoco un civilizado. La “bestia” deviene nombre de la misma soberanía, dirá Derrida. Como un exterior en el seno de lo interior, un resto del salvajismo animal en medio de un orden humano siniestrado que pugna por conservarse, la fuerza-de-ley que toda soberanía abraza trae consigo el impulso bestial inmanente a la autoridad que funda, al simulacro que despliega. En el seno del Capitolio, donde ha de reinar la palabra, irrumpió la sangre, el asesinato de manifestantes, el devenir bestia del hombre. Momento de implosión de la República, agotamiento de su máquina: cuando no puede producir más el interior y el exterior, ambos se confunden en la “bestia” que puebla los pasillos de la “democracia” y que exhibe sus pieles bajo el pilum de sus cuernos.

El 16 de agosto de 2021, una escena similar, pero a escala internacional, tiene lugar en Kabul: 80 mil talibanes enfrentados a 300 mil miembros activos del ejército afgano preparados por las fuerzas estadounidenses que habían ocupado Afganistán desde hace veinte años, terminan por tomarse Kabul y, con ello, ponen fin a la ocupación estadounidense del país. Si bien en febrero de este mismo año la administración Trump había negociado en Doha con los talibanes para preparar la salida de Estados Unidos, lo cierto es que la velocidad de la conquista de Kabul y las escenas transmitidas parecían menos la de un “socio” con el que se había llegado a un acuerdo y más a las de un invasor derrotado que salía en sus helicópteros con la cola entre las piernas. La evocación de Saigón en 1975 inundó la memoria y los talibanes —guerrilleros islamistas reaccionarios formados por la CIA en las madrasas paquistaníes— se erigían como los protagonistas de una nueva derrota después de la de Vietnam. Las fotos de Saigón se yuxtapusieron a las de Kabul, en particular las de los helicópteros. Verdaderos ángeles que anuncian la muerte, ahora despegaban para llevar a cabo la huida. De pronto, el ojo mediático ingresó al palacio presidencial de Kabul enfocando a los talibanes recién llegados. Trajes limpios, bien planchados, barbas recortadas, fusiles brillantes y relojes de oro eran parte de la folklórica escena familiar dispuesta en el escritorio presidencial. No hubo tiroteos ni sangre.

De hecho, la cámara alcanza a capturar un pequeño sofá blanco vacío con una mesa de madera a su lado y una botella de agua. Se trata de una escena enteramente antinómica respecto de la del Capitolio: los bárbaros ingresan al palacio, pero arreglados, pronunciando palabras de tranquilidad, abogando al respeto que irán a tener por las mujeres y la amnistía dada a los funcionarios públicos. A Kabul entra el orden, pero a su vez, la limpieza: imagen de blancura en contra de la corrupción del Ancien Régime liderado por los ex-amigos ahora ocupantes. La performance talibán deviene inversa a la de Q-Shaman: la “bestia” ha huído en sus helicópteros, ahora vienen los hombres para refundar un país bajo el epíteto de “emirato” y así pertenecer a la familia real de las petromonarquías. Los que asesinaban a mansalva ahora llaman a la paz. Sus barbas siguen de pie, sus rifles también, pero no para mostrar las garras de la guerra, sino para invitar a la paz. La ocupación estadounidense devino corrupta, el nuevo gobierno talibán completamente puro: la ocupación no sería más que desorden, la nueva administración promete orden.

Dos escenas contrapuestas, pero sin embargo enteramente solidarias. En la primera, la “bestia” soberana despunta en el lugar en el que reina la palabra y se hace la Ley; en la segunda, esa “bestia” huye en sus helicópteros para dar lugar a la llegada del orden, la Ley (sharía, le llaman), la pureza. Los talibanes fueron como Q-shaman; Q- shaman fue como son ahora los talibanes. Dos escenas inversas: una al “interior”, otra al “exterior”; al interior (Capitolio) irrumpe el exterior (bárbaro) y en el exterior (Afganistán) el interior (el civilizado). La intersección de las dos escenas marca un asunto decisivo: la máquina imperial estadounidense experimenta su implosión.

Niños sobre un tanque abandonado en Kabul. Crédito: swiss.frog

Asistimos al momento en que el imperium desfallece y se retira del mundo. Como la antigua teoría de la Cábala, según la cual el momento de creación (tzim tzum) consiste en la contracción de Dios sobre el mundo, en su abandono, la “retirada” del policía de la tierra trae consigo un momento propiamente stasiológico —es decir, de una alteración del orden establecido—, donde las formas de vida inician un ciclo de resistencia feroz contra las múltiples formas del capitalismo mundializado que ha quedado sin su gendarme preferido. Al día siguiente de la huida estadounidense de Afganistán, miles de mujeres comenzaron a protestar en las calles contra el nuevo régimen. La deriva stasiológica abre conflictos nómicos entre potencias que se disputan la posición de gendarme que, a pesar de China, los Estados Unidos junto a la OTAN aún pueden reivindicar. La retirada estadounidense y la transfiguración de la escena nómica clásica por la irrupción stasiológica, me parece, marcan los ritmos de la época.

A la fórmula “America is back” promulgada por Biden, habría que introducirle un paréntesis con la palabra “going”: a pesar de Biden, la realidad stasiológica muestra que el back de America no es un retorno en gloria y majestad, sino una vuelta siniestrada, una verdadera experiencia en la que America is (going) back (está “retrocediendo”, literalmente del inglés).

3.- Fraternidad.

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones de líneas aéreas estadounidenses se estrellan contra las Torres Gemelas y otro más contra el Pentágono. El humo y las llamas aparecen rápidamente. Las cadenas mediáticas aún no saben bien qué es lo que ha ocurrido. Se elucubra la posibilidad de un “accidente”, hasta que el segundo avión se estrella completamente contra la segunda torre. El nuevo titular irrumpe: “America under attack”. Se trata de un ataque, de una guerra y de unos enemigos que están lanzándose sacrificialmente contra los monumentos más importantes del poder estadounidense (el dinero con las Torres y las armas con el Pentágono). Las imágenes se administran con precisión: solo se transmite el inusual ataque a las Torres, pero no al Pentágono, porque aún surcan diversas teorías. Antes de su derrumbe, mientras el humo y las llamas comienzan a consumirlas, muchas personas logran bajar, pero otras que yacían en los pisos superiores quedan atrapadas entre el fuego y la altura. Muchas terminaron por perecer en el derrumbe ulterior, pero otras se lanzaron al vacío en medio de la desesperación por ser alcanzadas por las llamas.

El 16 de agosto de 2021, las imágenes no se concentran en Nueva York, sino en Kabul. Pero los cuerpos que se caían al vacío no eran de ciudadanos estadounidenses, sino afganos que habían intentado huir del terror talibán llegando al aeropuerto y aferrándose a los cargueros de la US Air Force. Los aviones estaban atestados. Su grisáceo color acaso daba el tono de la época en la que interior y exterior devienen indistinguibles. Los afganos corren alrededor de los aviones para agarrarse de algo, y algunos, en pleno despegue, caen a la sequedad del sombrío territorio. La prensa ajusta la noticia subrayando los “restos humanos” encontrados más tarde, producto de aquellos que cayeron mientras el avión estadounidense se elevaba. No es irrelevante el vector colonial en juego: como los belgas huyendo de Ruanda ad portas de la masacre entre tutsis y hutus en plenos años 90, los cargueros estadounidenses intentaban salvar a los “suyos” antes que a los nativos, a quienes intentaron gobernar durante largos veinte años sin lograrlo. Los “suyos” son esa categoría de ciudadanos blancos —aunque sean afroamericanos, latinos, asiáticos o indios— que deben ser salvados de la horda primitiva que comienza a arrasar con el país. Solo ellos pueden salvarse, los demás apenas se aferran a algún hueco que clandestinamente sobra de la carcasa metálica.

Los afganos —mujeres, sobre todo— devienen así, cuerpos que caen al vacío, abandonados enteramente por el poder estadounidense que había prometido su protección.

Dos escenas transmitidas en vivo y en directo que exponen a los cuerpos cayendo al vacío, sea por la desesperación ante las llamas o por la desesperación ante los talibanes. En cualquier caso, se trata de la posibilidad de quemarse vivo en un mundo que estalló por un atentado talibán en Estados Unidos y, a su vez, por una intervención estadounidense en Afganistán. Nueva York y Kabul son dos bordes de la misma intensidad nómica que expele cuerpos y los lanza decididamente al vacío. Dos escenas en que los cuerpos caen, se aplastan en el olvido de una cámara que los enfoca, anónimos, huyendo. Como si el despliegue nómico del poder implicara la supura de cuerpos, de pueblos cayendo al vacío.

Digámoslo radicalmente: el talibanismo deviene un americanismo desplegado por otros medios. De sus ramificaciones perviven Al Qaeda y el Estado Islámico, dos “hijos” de una misma familia, de una misma fraternidad que ha radicalizado al evangelismo wahabí utilizando el término takfir (infiel) para designar al enemigo absoluto. Justamente  takfir es la traducción taliban del “terrorista” declarado por Estados Unidos. Simetría imaginaria que sintomatiza la fraternidad.

Soldados estadounidenses en Kabul. Crédito: The U.S. Army

En su libro One Nation Under God: How Corporate America Invented Christian America (2015), el historiador Kevin Kruse ha mostrado cómo la política estadounidense desde los años 50 se orientó a potenciar a los grupos religiosos fundamentalistas en todas partes del mundo. Desde la secta Moon en Corea del Sur hasta los talibanes en Afganistán, la política estadounidense dio a estos grupos financiamiento, armas y respaldo político. Su lógica de funcionamiento reproduce el dispositivo partisano compuesto por evangelismo y armas, pero refundido en versión musulmana gracias al wahabismo saudí, que les dio formación ideológica en las madrasas paquistaníes para luchar contra el “infiel” soviético. Lejos de ser una “cultura ancestral”, como diría un sobrevalorado columnista chileno, los talibanes fueron producidos durante la Guerra Fría y devinieron la vanguardia del capitalismo mundializado.

“America is (going) back” implica, a la vez, la implosión del nomos y la irrupción stasiológica de cuerpos que, al estar compelidos a caer al vacío, buscan otras vías más allá de la maquinaria nómica y su catástrofe. En Iraq y en otros sitios, esos cuerpos han abierto el desgarro a través de revueltas que proliferan por el planeta. Porque “America is (going) back” no solo significa dejar que los cuerpos caigan al silencioso vacío, sino también que irrumpan como stasis global, con sus múltiples formas de vida que impugnan la cruenta dinámica del capital, que ya no tiene gendarme privilegiado, sino uno completamente en retirada. Cada vez con mayor armamento, pero con menos astucia, estrategia y visión. Sin lectura. Pues la huida de Kabul no trata solo de Estados Unidos, sino del carácter nómico del liberalismo: expone su agotamiento y la imposibilidad de ofrecer una lectura del presente.

En su retiro, los cuerpos caen al vacío. Sea en las Torres Gemelas incendiadas o en un carguero de la US Air Force despegando de Kabul. Los talibanes, miembros de la fratría imperial y engendrada por ella, devinieron, finalmente, la refutación práctica del liberalismo. Con la emergencia china, anuncian la posibilidad de un capitalismo iliberal (el Imperio) que, sin embargo, seguirá lanzando cuerpos al vacío.

Archivos de Artes Escénicas en Chile: La urgencia por crear políticas para el resguardo del patrimonio documental

La reciente polémica en torno al legado de Alejandro Sieveking y Bélgica Castro ha puesto en evidencia la falta de una institucionalidad estatal encargada del resguardo de esta memoria escénica que no solo proteja los archivos de los y las artistas que fallecen, sino que promueva la práctica archivística en las comunidades creativas activas, difunda el valor de la documentación y propicie trabajos colaborativos que permitan potenciar las iniciativas particulares y universitarias.

Por Constanza Alvarado, Pía Gutiérrez, Javiera Larraín, Marcia Martínez y Viviana Pinochet(*)

La riqueza de las Artes Escénicas (AAEE) se ve reflejada en su patrimonio documental, pero al mismo tiempo, la precariedad de las artes en Chile también se muestra en las dificultades que enfrentan las iniciativas desarrolladas en el ámbito de los archivos de teatro, danza, circo, performance y narración oral. Como académicas e investigadoras en el campo de los archivos de teatro chileno, queremos plantear la urgencia de buscar medidas a corto y largo plazo en torno a la salvaguarda, conservación, resguardo y difusión del patrimonio documental de las Artes Escénicas. Pensamos que es central la coordinación y el trabajo en red, que existan políticas de custodia y normalización de criterios, acceso abierto (digital y físico) a los documentos, estabilidad en el financiamiento y apoyo para los archivos de AAEE en proyectos que favorezcan la capacitación en el sector y la educación en torno al patrimonio en nuestro campo cultural.

Con este objetivo en mente, proponemos una serie de reflexiones y medidas para promover la valoración y el desarrollo de iniciativas archivísticas en la comunidad de artistas, y la creación de un Archivo Nacional de Artes Escénicas que apoye dichas iniciativas y vele por su resguardo y continuidad. Para esto, como primera acción, tomamos contacto con el Archivo Nacional de Chile, quienes han acogido nuestra interpelación y con quienes actualmente avanzamos colaborativamente; en segunda instancia, iniciamos un Catastro Nacional de archivos de AAEE que avanzará este año gracias al Fondo de Emergencia del Ministerio de las Artes, las Culturas y el Patrimonio. Esperamos que además de propiciar un diálogo, este documento motive a toda la comunidad a participar en él.

La superposición de precariedades en los archivos de artes escénicas en Chile

Distinguimos, inicialmente, tres factores generales que determinan el estado actual de los archivos de las AAEE, los que se vinculan estrechamente con los desafíos que enfrentan la archivística y el trabajo creativo escénico, ya que en este ámbito las precariedades que enfrentan ambas disciplinas se ven superpuestas en todas estas dimensiones. En primer lugar, observamos que la precarización del trabajo de las AAEE en Chile incide directamente en sus archivos. Como han denunciado varias agrupaciones por décadas y con mayor urgencia durante la crisis sanitaria, los y las trabajadoras tienen ingresos inestables, carecen de seguridad social, y los grupos y espacios no tienen garantías de continuidad, lo que repercute radicalmente en los procesos creativos de los y las artistas. Este contexto dificulta sumar la preocupación sobre el patrimonio, lo que lleva a que la labor de organizar y clasificar sus archivos sea relegado a un futuro hipotético o derechamente descartado, puesto que ni siquiera se dan las condiciones para almacenar los documentos.

En segundo lugar, creemos que pese al significativo aumento en trabajo de conservación y rescate de archivos de las AAEE en nuestro país, hay una escasa conciencia del valor patrimonial de los archivos. Reconocemos que hay investigadores, investigadoras e instituciones que han tenido una permanente preocupación al respecto, pero nos queda mucho por avanzar, puesto que como sociedad estamos lejos de apropiarnos de nuestra responsabilidad y potencia documental. Con esto nos referimos no solo al trabajo por realizar con los mismos archivos, sino a la difusión dentro de las esferas artísticas y ciudadanas de la importancia que tiene el resguardo de los procesos creativos y su recepción. La promoción del valor patrimonial de los archivos es una herramienta para reconocer la importancia de las AAEE a lo largo de nuestro territorio. La responsabilidad de preservar los documentos, a modo de huella de una práctica, ofrece comprender sus condiciones de producción, estéticas, poéticas y vínculos con sus comunidades, posicionando a las AAEE como un hecho cultural.

Obra Esto (no) es un testamento (2017). Crédito: GAM

Por último, constatamos la falta de una institucionalidad que difunda el valor patrimonial de los archivos de AAEE y promueva su conservación y difusión en el área, lo que ha perjudicado las posibilidades de colaboración entre proyectos y la valorización de los archivos por parte de los artistas y sus familias, quienes muchas veces desconocen la importancia patrimonial de sus fondos. Actualmente existen muy pocos proyectos de archivos de AAEE en Chile y responden a esfuerzos más bien personales que programáticos, mayoritariamente asentados en Santiago. A diferencia de otras disciplinas artísticas —como las artes visuales, audiovisuales, la música y la literatura, que cuentan con espacios culturales y centros de documentación especializados y públicos— no hay una institución con financiamiento estatal ni estable que tenga entre sus funciones el resguardo y la valoración del patrimonio documental escénico a nivel nacional. Como consecuencia, todas las iniciativas existentes se financian de manera particular o por medio de fondos que solo cubren un año de continuidad del proyecto y no pueden garantizar su mantenimiento o vínculo con las comunidades, lo que propicia la precariedad y la falta de valoración de ese patrimonio. Si bien los esfuerzos de algunas universidades por sostener archivos es muy valorable, la discusión sobre las políticas de acceso, visibilidad y resguardo sigue siendo en el espacio privado y sin una regulación o mediación de un órgano público especializado que ayude, por ejemplo, en términos archivísticos a encontrar un lenguaje común de descripción y recuperación de metadatos (como elementos descriptores comunes, medidas de conservación especializadas, etc.). Las iniciativas individuales y particulares en torno a los archivos de AAEE en nuestro país evidencian la necesidad de contribuir a la posibilidad de conocimiento, colaboración, acceso, estandarización de los procedimientos archivísticos y apertura a la comunidad.

Los archivos y las Artes Escénicas como derechos culturales

Es importante enmarcar estas reflexiones y propuestas en la discusión sobre los derechos culturales y la normativa vigente de nuestro campo, en específico, la Ley de Artes Escénicas y la Política Nacional de Artes Escénicas elaborada por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio para el periodo 2017-2022. Reconocemos que la precarización extendida a la que hemos aludido es un factor que incide en la postergación de los derechos culturales que deben ser garantizados por las instituciones del Estado. Tenemos la necesidad cultural de poner en valor prácticas artísticas de sectores menos atendidos y se ha puesto en evidencia en los movimientos sociales y las demandas de la comunidad por una normativa en estas áreas (Ley de Artes Escénicas/ Lineamientos de cultura por parte del gobierno/ Ley General de Archivos).

Así como se espera que los archivos del Estado den cuenta de la diversidad de agentes de la cultura, nuestra expectativa es que la administración pública se preocupe de guardar los archivos institucionales para que garanticen el respeto a la integridad y dignidad del sector de las AAEE y que, frente a cualquier conflicto, sean evidencia de procesos tanto culturales como, eventualmente, judiciales y políticos. A su vez, consideramos que el Estado debe promover la protección de nuestro patrimonio cultural como una forma de garantizar el acceso a la cultura. De acuerdo a la Declaración de Friburgo (2007), elaborada por un grupo de destacados académicos e intelectuales de las ciencias sociales, existen seis categorías de derechos culturales, todos los cuales nos parecen relevantes para el ámbito de los archivos de las AAEE. En primer lugar, se consigna el derecho a la identidad y al patrimonio cultural y las AAEE son una instancia de construcción y de reflexión sobre la identidad y parte del patrimonio cultural, por lo que deben ser preservadas para que sean accesibles por la ciudadanía. En segundo lugar, se plantea el derecho a la autodeterminación cultural, las AAEE, y por extensión sus archivos, desde la diversidad de representaciones y materialidades, fomentan la reflexión en torno a cómo se ejerce ese derecho de autodeterminación y pone en evidencia los elementos que obstaculizan o promueven la conciencia de dicha autonomía. En tercer lugar, se define el derecho de acceso y participación en la vida cultural de toda persona, de manera libre y sin restricciones, el que es relevante para poder comprender los archivos como espacios de participación activa, por lo que el desarrollo de los archivos de AAEE generaría una instancia para compartir la creación cultural y favorecer una reflexión respecto de qué es lo que se protege con la propiedad intelectual y cuánto control se puede tener sobre las relecturas de una obra. En cuarto y quinto lugar se declaran el derecho a la educación y formación, y a la información y comunicación, que debemos promover facilitando el acceso a una diversidad de materiales que permitan desarrollar las diferentes identidades, por lo que un trabajo desplegado por todo el territorio es la mejor manera de dar cuenta de la diversidad. Por último, destacamos el derecho a la cooperación cultural, que resulta central para esta propuesta, puesto que esperamos que los archivos se construyan de manera cooperativa y pongan en evidencia el trabajo colectivo y vinculado a las comunidades que las Artes Escénicas promueven.

 La Política Nacional de Artes Escénicas 2017-2022 suscribe entre sus principios el reconocimiento del patrimonio cultural y la memoria histórica de las AAEE como bien público. Por su parte, la Ley de Artes Escénicas contempla la creación del Consejo Nacional de las Artes Escénicas, organismo que tiene entre sus principales funciones y atribuciones promover y colaborar en la salvaguardia y difusión del patrimonio de las Artes Escénicas (art. 3). Asimismo, la creación del Fondo Nacional de Fomento y Desarrollo de las Artes Escénicas (art.7), que considera entre sus líneas el financiamiento parcial o total de programas, proyectos, medidas y acciones de conservación y salvaguardia de las AAEE, buscando expresamente apoyar la investigación, identificación, recuperación, resguardo, puesta en valor, conservación, protección y difusión del patrimonio artístico escénico chileno (art.8). Observamos con preocupación que la ley tiende a garantizar el resguardo y la difusión del patrimonio de las AAEE a través del mecanismo de la concursabilidad, que es precisamente uno de los factores que han incidido en la precarización del sector. Por lo mismo, reforzamos que es urgente que se conforme una instancia estatal permanente que acoja las iniciativas en este ámbito, que permita mayor estabilidad y continuidad a los proyectos, que promueva la colaboración entre estos y la estandarización de criterios de trabajo.

¿Desde dónde podríamos empezar a discutir el rol de un Archivo Nacional de AAEE?

Comprendemos el trabajo archivístico como uno que debe realizarse en comunidad, vinculado a los territorios y a la ciudadanía. El archivista canadiense Terry Cook[1] identifica cuatro fases en los 150 años de evolución de la archivística como disciplina: de un legado judicial (el archivo como evidencia), a la memoria cultural (el archivo como memoria), al compromiso social (el archivo como identidad) y a la archivística comunitaria (el archivo como comunidad). A partir del momento fundacional de la disciplina, en el que se busca objetividad e imparcialidad para presentar los documentos y su contexto de producción, el desplazamiento ha ido gradualmente a una mayor conciencia de que la subjetividad permea todo el proceso y que la identidad, vinculada a las posibilidades de representación de la memoria colectiva del archivo, es fluida.

Para Cook, estas cuatro fases coinciden con cuatro perspectivas de trabajo archivístico que se van superponiendo, y que representan nuestras motivaciones para consolidar el trabajo con archivos de AAEE. En primer lugar, nos motiva preservar los archivos porque son evidencia de cada momento histórico; las AAEE dan cuenta de su época y sus archivos, por tanto, nos permitirán escribir la historia del país desde la perspectiva que ofrece la mirada crítica de la creación artística y, al mismo tiempo, conocer mejor la historia y desarrollo de las AAEE desde nuevas perspectivas, menos centralizadas, más atentas a las labores de interpretación y técnicas, menos logocéntricas y patriarcales.

En segundo lugar, nos impulsa el promover la reflexión en torno a qué, cómo y para quiénes archivamos; ya que entender el archivo como memoria implica concebirlo no como un repositorio de información, sino como un terreno en disputa en el que construimos imaginarios a partir de aquello que se recuerda y aquello que se olvida, lo que se consagra y lo que se invisibiliza, apostamos por reflexionar constantemente sobre cuál es el lugar desde el que se archiva; en tercer lugar, creemos que tanto las AAEE como los archivos son espacios de construcción de la identidad cultural, social y política de Chile, por lo que, así como toda la ciudadanía debería tener acceso a la cultura y al arte, también deberíamos promover que los archivos reflejen los procesos escénicos que han participado de la construcción de nuestra identidad a lo largo de todo el territorio.

Por último, nos importa construir archivos de manera comunitaria, donde sean las mismas personas quienes de manera activa participen de la construcción de nuestra historia, memoria e identidad.

Obra Cuerpo pretérito (2018), dirigida por Samantha Manzur. Crédito: GAM

Bajo esta lógica, afirmamos que la visibilización de los archivos de AAEE desde ejes territoriales nos permitirá fortalecer la comunidad que ellos representan y convocan, invitando a preguntarnos sobre aquello que ha sido menos puesto en valor, como la articulación en territorios no centrales, la actividad de mujeres y disidencias o la práctica artística no oficial, por nombrar algunos. Arjun Appadurai señala que “en la imaginación humanista, el archivo no es más que una herramienta social para el trabajo colectivo”[2] (15), por lo tanto, hacerse cargo o ver en un grupo la “aspiración” al archivo, es también prueba en sí misma de la necesidad de organización y visibilización, ambos objetivos que esperamos abordar con esta iniciativa.

Al mismo tiempo, las herramientas tecnológicas colaboran en el posicionamiento más estable sobre las posibilidades de archivar y el impacto que esto tiene en el tejido de un grupo. Esta nueva disposición técnica genera preguntas sobre la responsabilidad centralizada del archivo en esferas puramente estatales o institucionales alejadas de los contextos de producción documental y de las y los usuarios, lo que propicia nuevas dinámicas de trabajo y acuerdo para la conformación de archivos. Desde este lugar nos situamos con el objetivo de trabajar en colaboración con redes de organizaciones y artistas, así como en vínculo con las instituciones u órganos del Estado como el Archivo Nacional, para articular diferentes necesidades, técnicas y expectativas.

En este sentido, también nos parece importante relevar la relación entre patrimonio cultural y archivos; considerando que el patrimonio cultural, etimológicamente, establece el traspaso del saber por línea masculina de aquello que conforma nuestra identidad. Principalmente entendido desde la creación del Estado moderno, hablamos de patrimonio nacional en términos de fronteras que nos diferencian y cohesionan, pero dicha patrimonialización es un tema estanco si no se transforma en un contexto que pueda ser releído por otros. Desde esta perspectiva, podemos concebir el archivo como un hecho social, en tanto es algo que se va construyendo de manera colaborativa, que no existe per se. Este proceso de construcción tiene una arista política, ya que qué, quién y cómo se archiva, son ejes variables que determinan la definición de la memoria representada en el archivo. Este cambio de paradigma se hace más sólido con la expansión de internet y su uso en la vida cotidiana de los sujetos pues deja a la vista que los archivos, que están a la base del almacenamiento de la información en la producción digital, son un aparato en estado de cambio constante, inestables y modificables.

Situamos al propio teatro como un archivo vivo y pensamos que esto es extendible a todas las AAEE. Sabemos que cada una de las disciplinas de las AAEE tiene especificidades que requieren ser atendidas, por lo que nos parece relevante buscar espacios para compartir reflexiones y discutir hasta qué punto las propuestas en torno a los archivos de teatro (que tanto en Chile como en el extranjero han recibido más atención de la academia y la archivística) pueden compartirse por otras disciplinas de las AAEE como la danza, la ópera, el circo, los títeres y la narración oral.

Por otro lado, postulamos que si desde la perspectiva de la archivística actual, se comprenden los archivos como espacios donde se construye la memoria y la identidad, es en esos elementos en donde se juega el vínculo sustancial con la práctica escénica contemporánea. Algunas de las propuestas teóricas recientes dan cuenta de una importante dimensión performática del archivo, que se vincula con las comunidades de modos comparables a los que podemos observar en las AAEE. En este sentido, estas dialogarían con los archivos nacionales, ya sea desmontándolos, subvirtiéndolos o creándolos. El uso de documentos es una base para algunas obras de teatro y a la vez el teatro mismo es un ejercicio de documentación, organización y disputa de la memoria.

Esa tensión queda muy clara en, por ejemplo, “Los que van quedando en el camino” (1969) de Isidora Aguirre, que trabaja sobre la matanza de Ranquil y sus testimonios pero como herramientas para posicionar el proceso de Reforma Agraria e incorporación del campesinado al proyecto político de Allende; más recientemente, podemos verlo en los trabajos de la compañía La Laura Palmer, en especial los realizados junto a la compañía Ictus “Esto (no) es un testamento” (2017) y junto al equipo técnico y artístico del Teatro Nacional “Animales invisibles” (2019), ambas obras/documento de la historia teatral; o en “Galvarino” (2012) de Paula González y gran parte de la línea documental de su trabajo con la compañía Kimvn, como un ejercicio de descripción y posicionamiento de un archivo del pueblo Mapuche insistentemente omitido; por último, es interesante la propuesta de Samantha Manzur con la obra “Cuerpo pretérito” (2018) que no solo se construye a partir del trabajo del archivo, con los materiales del montaje de La Negra Ester de Andrés Pérez, sino que cuestiona el estatuto del documento en la escena y la performatividad de los acervos.

Creemos que la consciencia de archivo no consiste simplemente en la sistematización de materiales escénicos bajo la forma de documentos, sino que es una forma de relacionarse con el teatro en sí mismo, un prisma particular desde donde observarlo. La estabilidad del archivo, intensamente cuestionada en las últimas décadas, es puesta en cuestión desde esta perspectiva que también introduce el conocimiento corporalizado como documento que se usa y reinterpreta constantemente. De este modo, al entender el teatro como archivo se propicia una reflexión de la performatividad que, extensiva de las formas escénicas, permea el quehacer de los sujetos de una cultura.

Las discusiones que debemos tener como comunidad artística

Esperamos que estas reflexiones sirvan para nutrir y convocar a más agentes a las discusiones sobre el resguardo de nuestro patrimonio escénico. Nos parece relevante abordar problemas como: qué entendemos por un documento de archivo en nuestra disciplina, qué materialidades aparecen como soportes, cuáles son los desafíos para su conservación, cuáles son los vínculos entre los procesos creativos actuales y el trabajo en soportes digitales, entre otros. Además, buscamos propiciar diálogos entre las diferentes personas que participan de la creación, conservación y organización de los archivos de Artes Escénicas, para apoyarnos y compartir nuestras estrategias, poder pensar juntos y juntas los criterios de descripción, la adhesión a las normas archivísticas y, eventualmente, trabajar de forma colectiva las taxonomías para elaborar un tesauro en conjunto. Creemos que enfrentamos problemas similares, como la dificultad para dar continuidad a los proyectos en la lógica actual de la concursabilidad de los fondos, la complejidad para garantizar la conservación de nuestros acervos (con los altos costos de los materiales especializados y la falta de espacios idóneos) y la necesidad de una mayor formación en manejo de fondos documentales.

Nos parece central que se fortalezcan las redes de colaboración dentro de la comunidad de las artes escénicas y se impulsen espacios de encuentro, idealmente con un apoyo institucional, de manera que se fortalezcan y visibilicen las iniciativas individuales. Nos parece relevante que los archivos sean de acceso público, en esta línea nos parece urgente potenciar a los archivos digitales y buscar formas de consultas simultáneas en varios fondos documentales que reconozcan el trabajo de investigación que hay detrás de cada iniciativa.

Montaje Los que van quedando en el camino (1969), de Isidora Aguirre. Crédito: Facultad de Artes UC.

También es importante que se respete la integridad de los fondos documentales, es decir, que no se fragmenten ni seleccionen los conjuntos documentales; los y las artistas suelen ser muy multifacéticos/as, por lo que en su mayoría desarrollaron carreras de gran interés en otras áreas de la cultura, como la literatura o las artes visuales (por ejemplo, los escritos periodísticos de Sergio Vodanovic o la obra narrativa de Isidora Aguirre). Asimismo, creemos que debe respetarse la dimensión territorial de los documentos, creemos que hay un gran trabajo por realizar con los grupos y espacios de las AAEE a lo largo de nuestro país, tanto en el resguardo de los documentos más antiguos como en el apoyo para la conservación de la documentación que están produciendo actualmente.

Para poder cumplir estos objetivos, creemos necesario saber dónde y en qué estado están los archivos en nuestro país, por lo que nuestro primer paso es realizar un Catastro Nacional de Archivos de Artes Escénicas a través de un trabajo directo con los territorios, para conocer y difundir la existencia y descripción de sus diversas manifestaciones, lo que nos permitirá establecer un protocolo de descripción de los archivos, conocer las existencias, formas de organización y estado de los mismos, y difundir estos resultados a través de medios nacionales y regionales, con el fin de promover el acceso a la información sobre archivos de Artes Escénicas en Chile a la comunidad y al público en general. Nos alegra contar con el apoyo del Archivo Nacional para esta iniciativa y esperamos que la comunidad de las artes escénicas pueda participar e involucrarse con el catastro.

Los archivos participan activamente de la formación de la comunidad y deben estar abiertos, no solo para consultas sino también para nuevos usos e interpretaciones. Creemos que un Archivo Nacional de Artes Escénicas debe involucrar a toda la comunidad creativa en el incesante proceso de construcción; y que su divulgación y puesta en valor nos permitirá conocer otros contextos de producción que posibilitará revisar los actuales. Esperamos que esta publicación propicie el diálogo en torno a la relevancia de nuestro patrimonio documental y motive a la participación en el Catastro como una contribución a la actividad archivística ya iniciada en este campo, favoreciendo la salvaguarda, conservación, resguardo y difusión de las artes escénicas a lo largo de nuestro territorio.

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Bibliografía citada

Appadurai, Arjun. “Archive and Aspiration”. En Information is Alive. Brouwer, Joke y Arjen Mulder, eds. Rotterdam: 2003, pp. 14-25.

Cook, Terry. Evidence, memory, identity, and community: four shifting archival paradigms. Archival science 13.2 (2013): 95-120.

(*)

  • Constanza Alvarado. Magíster en artes. Proyecto Arde, Archivos de Teatros Escolares. Asociación Cultural de Teatristas de Los Ríos, ARTELOR.
  • Pía Gutiérrez Díaz. Doctora en literatura y académica en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Jefa del Doctorado en Artes UC. Proyecto Arde, Archivo Manuel Rojas, Archivo Isidora Aguirre, Archivo Sergio Zapata.
  • Javiera Larraín. Magíster en dirección teatral y académica UAI y UDD. Archivo Ateva.
  • Marcia Martínez C. Doctora en Literatura Latinoamericana y académica en la Universidad de Valparaíso. Proyecto Teatro y memoria en Concepción.
  • Viviana Pinochet Cobos. Doctora en literatura, archivera y académica Universidad Finis Terrae. Archivo Sergio Vodanovic, Archivo Jorge Díaz. Integrante de la Asamblea de archiveras y archiveros de Chile, ASARCH.

[1] Cook, Terry. Evidence, memory, identity, and community: four shifting archival paradigms. Archival science 13.2 (2013): 95-120.

[2] Appadurai, Arjun. “Archive and Aspiration”. En Information is Alive. Brouwer, Joke y Arjen Mulder, eds. Rotterdam: 2003, pp. 14-25.

La traducción es nuestra, la cita original es: “in the humanist imagination, the archive is no more than a social tool for the work of collective memory”.

Generaciones

“Lo del recambio generacional como motor de la historia es un cuento más viejo que andar de a pie”, explica Grínor Rojo en esta columna, en alusión al “recambio generacional” que se estaría produciendo en Chile. “Aunque es verdad que no creo en las generaciones —dice—, no puedo negar que las hay. Siempre que se las entienda como lo que son, es decir, como unos grupos acotados de individuos que, por las causas que sean, de ordinario por causas de amistad, clase social y educación, comparten respecto de ciertas cosas ciertas perspectivas en común y las que en el caso de la cultura son sobre todo perspectivas ideológicas y estéticas”.

Por Grínor Rojo

Lo del recambio generacional como motor de la historia es un cuento más viejo que andar de a pie. Tiene que ver, en primer término, con la aparición en la moderna civilización de Occidente de la conciencia del tiempo histórico y con la simultánea necesidad de explicar su funcionamiento. Agréguese a ello la decimonónica obsesión con el progreso, y la pregunta deviene no en una que interroga por cómo se mueve la historia, sino en una que aspira a saber de qué manera esta “avanza”. Y las respuestas abundan. Desde las que ponen el ojo en ciertos sujetos iluminados, conductores de pueblos, líderes mesiánicos que con su sola e incomparable musculatura empujan y mejoran el desplazamiento temporal, hasta los que, con fórmulas diferentes, hacen de ese suceso un quehacer colectivo, de una generación, de una clase, etc.

Muy favorecida, desde el romanticismo, es, por supuesto, la fórmula generacional. En la primera mitad del siglo XIX, surgieron en Europa las “jóvenes generaciones”, una invención de Giuseppe Mazzini. Este fundó en 1831 la Joven Italia y, no contento con eso, en 1834 dio origen a la Joven Europa. Su deseo era que la Joven Italia se hiciese cargo del logro de la unidad republicana de ese país y la Joven Europa de la transformación del continente en el mismo sentido hasta desembocar en su unificación. No le fue del todo mal, hay que reconocerlo. Si es verdad que no consiguió ver durante su vida el cumplimiento de ninguno de los dos objetivos que se había propuesto, no es menos verdad que esos objetivos eran válidos y que sus actuaciones pavimentaron el camino para su consecución posterior.

En América Latina, una “joven generación”, al estilo de las de Mazzini, aparece en la Argentina con el retorno de Esteban Echeverría a Buenos Aires después de sus cinco años parisienses. Echeverría, que se había embarcado en 1825 con un pasaporte que decía “comerciante”, regresa en 1830 con otro que dice “literato”. En París ha leído en los periódicos acerca de las batallas del romanticismo entonces en boga (y algo también acerca de la batallas del socialismo utópico también en boga) y descubierto a través de esas lecturas su propia identidad. De regreso, su país natal lo encuentra escindido políticamente entre los viejos unitarios y los federales mazorquistas (los que le pedían a Rosas más horca), lo que lo persuade, con el fin de resolver esa penosa situación, a introducir la fuerza renovadora de los jóvenes. Entre 1837 y 1838, en Buenos Aires, en la librería de Marcos Sastre, acordándose de las proezas de Mazzini, Echeverría le da el vamos a la Joven Generación Argentina, rebautizada más tarde como Asociación de Mayo, la que, después de todo, no traía consigo ninguna alternativa a la política liberal de los viejos unitarios sino su continuación perfeccionada.

Ni corto ni perezoso, el siempre listo José Victorino Lastarria funda en Chile la Sociedad Literaria, en 1842, la que será el albergue de la Joven Generación local.

De ahí en adelante, el chorro fue incontenible en Francisco Bilbao y sus amigos en la Sociedad de la Igualdad, en la “Generación argentina del 80”, en la de los “científicos” del porfiriato mexicano, en la “Generación española del 98”, en la “Generación” de los “arielistas” rodonianos de principios del siglo XX; habiéndolo recogido incluso el José Martí de “Nuestra América”, donde afirma que los jóvenes de América “entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear” y que “crear es la palabra de pase de esta generación”.

Y con esto nos movemos hasta fines del siglo XIX, cuando el “tema” generacional va a dar al escritorio de los filósofos europeos: al de Dilthey, al de Mannheim, al de Pinder y al de Petersen, por ejemplo, hasta llegar al de José Ortega y Gasset, tal vez el más influyente en el mundo hispanoamericano, y que es quien se explaya acerca de unos sujetos que habría nacido surtos de una misma “sensibilidad vital” y de un mismo “sistema de preferencias”, que a la manera de los clásicos viven solo sesenta años (no habían aparecido aún los milagros de la geriatría), sesenta años que estarían divididos en porciones de quince —niñez, preparación, vigencia y vejez—, y que se enredan y polemizan con sus “contemporáneos” (con sus contemporáneos y no con sus “coetáneos”), según el estadio de evolución en que se encuentran unos y otros, o sea los que están en la fase de “preparación” con los que están en la de “vigencia” e infundiéndole así un impulso continuo al carro del tiempo. Ni falta que hace insistir en el éxito incendiario que tuvo la propuesta de Ortega, sobre todo en el campo de la literatura. Cuando yo era estudiante en el Pedagógico de la Universidad de Chile, a principios de los años sesenta, todo joven que se respetara tenía su nombre inscrito en los registros de alguna “generación” y su deber era actuar en consecuencia, en tanto que las “nuevas generaciones” aparecían en los periódicos de la plaza semana por medio de la misma manera en que aparecen los hongos después de la lluvia en el jardín. Entre los escritores chilenos de esos años, la más bulliciosa fue una a la que le decían la “Generación del 50” y que había sustituido a otra que se llamaba la “Generación del 38”.

He recordado el zafarrancho anterior a propósito del “recambio generacional”, que según me cuentan se está produciendo en Chile y con el que se pretende dar razón del deseo de transformaciones que en la actual coyuntura anima a la gran mayoría de los ciudadanos. Como se sabe, nuestro país se encuentra hoy en medio de una encrucijada histórica de ramificaciones innumerables, pero que consiste esencialmente en la pérdida de legitimidad del contrato de convivencia con el que hemos existido hasta la fecha, al menos desde el golpe de Estado de 1973. Basado en ciertas premisas económicas (el modelo del capitalismo neoliberal y sus ramificaciones nefastas) sociales (un país homogéneo, ello en términos de clase, raza y género. “Monolítico”, decía Pinochet), políticas (un Estado presidencialista, oligárquico recalcitrante y administrado por entero desde la ciudad capital), ecológicas (la naturaleza es un regalo que Dios le hizo al hombre para servirlo como a éste más le convenga) y culturales (una cultura que remeda en esta punta del globo lo que hacen las más poderosas del Occidente desarrollado), ese contrato de convivencia es lo que hoy se tambalea. Por lo mismo, los chilenos sentimos que nuestra obligación es, por lo menos para dar comienzo a un debate eficaz, pensar el país de nuevo y plasmar eso que habremos pensado en una constitución que reemplace a la obsoleta y vergonzante del dictador.

Y ello estaría ocurriendo porque ha entrado en escena una nueva generación de jóvenes contestatarios, empeñados en “arrumbar” y “sustituir” cuanto  les sale al paso, es lo que nos dicen los zahoríes lectores de Ortega. La “sensibilidad” y las “preferencias” iconoclastas de esos muchachos y muchachas chocan con las añejas del statu quo y demandan su reemplazo. No están contentos los/las jóvenes chilenos/as de 2021 con lo que existe y se incorporan en el espacio público con unas ideas que según aseguran pueden cambiar todo lo que no está funcionando o funciona mal. Por ejemplo, el candidato más joven a la presidencia que Chile ha conocido enfrentó hace unos pocos días su preselección en un justa de primarias a partir de tres perspectivas transversales: descentralización, medioambientalismo y feminismo. Una perspectiva política, una ecológica y una sociocultural. O, dicho más precisamente, enfrentó su preselección como candidato proponiendo que cualquiera sea el asunto que él aborde con posterioridad a su victoria definitiva, la que anticipa que obtendrá entre noviembre y diciembre del presente año, ello lo hará poniéndolo en relación con alguna de esas tres variables. Ganó la preselección, y la ganó porque, si hemos de creerles a los zahoríes, el programa que propuso interpretaba mejor los anhelos de sus coetáneos. Patéticamente, algunos políticos viejos, operadores diestros en las cocinerías de la dictadura y la postdictadura, se han apurado en subirse en el carro para repetir la receta, pero es dudoso que, dadas sus credenciales nada impolutas, a ellos se les dé con la naturalidad con que se le dio a su joven contrincante. Este encarna a la “joven generación” y promete resolver, con esa “sensibilidad· y con esas “preferencias”, el desajuste entre lo que objetivamente existe y lo que debiera existir.

Por mi parte, pienso que esta plataforma puede ser útil e inclusive necesaria para los fines electorales a los que sirvió hace poco y a los que tendrá que servir más adelante, pero dificulto que baste para una explicación suficiente de lo que pasa en Chile en realidad.

En primer lugar, porque los problemas que tiene Chile en este momento no son sólo los problemas de Chile. Quien quiera que tenga una mediana información sobre el estado de cosas en el mundo sabe que la rueda del tiempo está ahí atascada desde hace ya un rato largo, que la economía rapaz e inequitativa del capitalismo tardío no da para más; que, por lo pronto, no sólo ha sido esa economía incapaz de enfrentar la pandemia del covid-19, sino que ha agudizado sus efectos, protegiendo a los ricos y descuidando a los pobres (me refiero a las poblaciones pobres de los países pobres y también a las poblaciones pobres de los países ricos. Leo en un informe de Amnistía Internacional que “si continúan las tendencias actuales, los países más pobres del mundo no vacunarán a su población hasta 2078. Mientras tanto, los países del G7 van camino de vacunar a su población antes de enero de 2022”), sino que tampoco le da de comer a un 10 por ciento de los habitantes del planeta, a 811 millones de personas, según un informe de la ONU del 21 de julio de este año, al mismo tiempo que, para salir de la crisis en que se sabe hundida hasta el cuello, fabrica armas cada vez más sofisticadas, emprende guerras atroces, depreda los recursos naturales y con todo ello amenaza con la extinción de la vida sobre la faz de la tierra. Entre tanto, sus administradores se llenan la boca con la democracia, mientras reprimen o cooptan (esto gracias al chipe libre de la cultura chatarra) cualquier desobediencia del “pueblo soberano”.

Por otro lado, y esta vez en Chile, esa misma economía hace que el 50 por ciento de los trabajadores gane menos de $401.000 al mes, que los servicios públicos de educación, salud y demás sean un desastre, que “a diciembre de 2019, el 50% de los 984 mil jubilados que recibieron una pensión de vejez obtuvieron menos de $202 mil ($145 mil si no se incluyera el Aporte Previsional Solidario [APS] del Estado)”, según datos de la Fundación Sol, y que a los que se manifiestan en contra de este flagelo la policía los deje ciegos o los mantenga por largos períodos cautivos, sin juicio, gozando en la cárcel de los placeres de la “prisión preventiva”.

Nada de esto es obra ni de la sensibilidad vital ni de las preferencias de la generación anterior, y tampoco lo van a solucionar ni la sensibilidad vital ni la preferencias de la generación de recambio, la que está entrando ahora en la fase de su vigencia, como les gusta decir a los orteguianos. Esto es así porque en Chile sigue en funciones una máquina económica que actúa natural e inevitablemente a favor de los menos y en detrimento de los más y cuyos dispositivos tendrían que ser extirpados de raíz. La centralización extrema, el abuso de l naturaleza y las inequidades de género (y no sólo las de género, sino las concernientes a cualquier diversidad, racial, sexual, etc.) son repugnantes, qué duda cabe, y los jóvenes tienen toda la razón en denunciarlas y atacarlas, pero no son causas sino consecuencias. Ponerlas a ellas en el primer lugar de la lista es, como quien dice, tomar el rábano por las hojas.

Pero, como yo lo confesé alguna vez, aunque es verdad que no creo en la generaciones, no puedo negar que las hay. Siempre que se las entienda como lo que son, es decir, como unos grupos acotados de individuos que, por las causas que sean, de ordinario por causas de amistad, clase social y educación, comparten respecto de ciertas cosas ciertas perspectivas en común y las que en el caso de la cultura son sobre todo perspectivas ideológicas y estéticas. Tales individuos se nutren de un mismo repertorio de fuentes, padecen circunstancias biográficas análogas, escogen a los mismos héroes y protagonizan acciones animadas por objetivos que, aun cuando en el momento de consumarse nos parezcan contradictorios, vistos en retrospectiva nos resultarán armonizables. No es entonces que esos individuos hayan hecho su entrada en este mundo provistos de una «sensibilidad vital» que sabe Dios por qué razones debiera ser la misma en cada uno de ellos, sino que son ellos los que se olfatean, se reconocen y se arrebañan porque sienten que coinciden en tales o cuales vertientes de sus experiencias de vida.

La movilización estudiantil de los pingüinos de 2006 y la universitaria de 2011 reunió en Chile a un grupo muchachos y muchachas con semejantes características. Varios, entre los que hoy se aprestan a competir por el poder o que ya lo han hecho y lo han ganado —son diputados, alcaldes y, más recientemente, gobernadores—, salieron de ese horno, entre estos el precandidato al que me referí más arriba. Y, aunque no militen en un solo partido político o en ninguno, son más sus coincidencias que sus diferencias, lo que explica que se hayan convertido en líderes del cambio que los chilenos tenemos ad portas. Yo, que tengo ochenta años, confío en que no con sus “sensibilidades”, sino con un empleo aplicado de su saber, su inteligencia y su honradez convoquen al conjunto del pueblo y nos saquen así del atolladero en que nos metieron Pinochet, sus amigos y también sus enemigos de la postdictadura.

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Esta columna fue publicada originalmente en el sitio de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile

Crédito de foto: FEDAC: Archivo de Fotografía Histórica de Canarias, Spain – CC BY.

Franco “Bifo” Berardi: Filosofía de lo inimaginable

“Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, se lee en La segunda venida, el último libro del filósofo italiano que, además de ser uno de los pensadores más inquietos de la izquierda europea, es uno de los pocos que ha seguido el “caso chileno”: “en Chile nació el ciclo neoliberal, en 1973, y en Chile empezó a morir con la revuelta de 2019 y el proceso constituyente”, decía un texto que hizo circular en mayo. Bifo, que lleva décadas imaginando un futuro negro pavimentado por un capitalismo depredador, se atreve a hacer un pronóstico esperanzador: un nuevo horizonte se puede abrir desde Chile al mundo.

Por Evelyn Erlij

Poco después de las elecciones contituyentes de mayo, Franco “Bifo” Berardi (Bolonia, 1949) envió un correo a sus conocidos hispanoparlantes para pedirles que difundieran una noticia: “estoy trabajando en el proyecto de una asamblea online organizada por el GRIP (Grupo de Investigación Intercontinental sobre la Pandemia) para reflexionar sobre los acontecimientos chilenos”. La idea era hacer circular una convocatoria para un encuentro internacional en vistas a pensar el nuevo horizonte que, desde el sur del mundo, se abre hacia todo el planeta. “La revuelta chilena y el modo como se viene construyendo un poder constituyente es una novedad, una invención política que la convierte en una emergente situación universal (…). Debemos hacer todo lo posible para que la información sobre Chile comience a circular, y también debemos entender que el proceso constituyente nos concierne a todos, porque es la última ventana abierta en el mundo antes de que la oscuridad sea total”.

El texto, que luego apareció en internet bajo el nombre “Tiempo de imaginar lo inimaginable”, tenía un tono reconociblemente bifeano: apocalíptico, radical; tan urgente como el que se esperaría de un sesentaiochista como él, que no dejó que el tiempo deslavara su discurso político. Como Paolo Virno, Silvia Federici o Antonio Negri, Berardi pertenece a la ola de pensadores marxistas nacidos entre las décadas de 1940 y 1950 que se desmarcaron de la corriente gramsciana del Partido Comunista italiano, y tal como explica McKenzie Wark —quien lo eligió en su lista de grandes intelectuales que están descifrando el siglo XXI—, una buena parte de su obra ha consistido en desentrañar el semiocapitalismo, ese capitalismo que “toma la mente, el lenguaje y la creatividad como sus herramientas principales para la producción de valor”.

—Necesitamos difundir globalmente el mensaje que viene de Chile. Este es un punto importante —dice el filósofo desde Bolonia, quien por décadas ha mirado hacia este rincón de América: Chile no es un lugar cualquiera, afirma, aquí empezó la contrarrevolución mundial en 1973—. Puedo asegurar que en Europa no se habla de Chile: la prensa, los intelectuales, los sindicatos, lo poco que queda de la izquierda, no han recibido el mensaje, no han entendido el sentido de la elección constituyente. Tenemos la obligación de hacer circular de inmediato la posibilidad que contiene el proceso constituyente por dos razones: antes que nada, para crear una red de solidaridad, y para denunciar amenazas y ataques contra la democracia en un país que ya conoció la violencia antidemocrática hace casi 50 años. Pero además porque el proceso chileno no es algo aislado, específico de ese país: es la única posibilidad que nos queda de romper el vínculo entre el fascismo y la agresividad capitalista y financiera.

Franco Berardi. Crédito: Julieta Colomer

Esta entrevista tiene lugar a raíz de la publicación de su ensayo La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis, que acaba de publicar la editorial argentina Caja Negra, pero es imposible hablar sobre este y otros de sus libros sin pensar en lo que está pasando en este lado del mundo. Bifo lleva años advirtiendo lo peor: si no salimos de la barbarie del capitalismo —que a punta de aceleración, sobreexplotación y competitividad nos tiene al borde de la extinción—, el porvenir será negro. El autoritarismo, el racismo y la violencia de los últimos años son algunos de los síntomas de una enfermedad que parece terminal: “El colapso de la democracia ha sido preparado por cuarenta años de competencia neoliberal. Alguien dijo en el 68: ‘Socialismo o barbarie’. No fue un juego de palabras, sino una lúcida predicción”, escribe en La segunda venida, un libro en el que, como en Después del futuro (2014), Fenomenología del fin (2017), Futurabilidad (2019) y El umbral (2020), vuelve a un ejercicio que lo obsesiona: especular cómo serán los tiempos venideros si no cambiamos el rumbo.

Adelantarse a lo inevitable es la primera tarea de los intelectuales, dice Berardi, pero no se trata de caer en una futurología simplona. Parafraseando a John Maynard Keynes, el filósofo explica que lo inevitable por lo general no sucede porque siempre prevalece lo impredecible, y hacia allá, dice, debe apuntar el trabajo intelectual. Basta con pensar en el coronavirus: lo lógico era que el neoliberalismo —y el mundo con él— explotara, pero llegó la pandemia y vino la implosión. Ese afán por imaginar lo inimaginable explica que sus textos suenen excesivos, pero en su último libro se defiende: a la luz de las revueltas mundiales de 2019, sus “premoniciones apocalípticas empezaron entonces a perder el tono irónico de algún profeta exaltado y se convirtieron en sentido común”, apunta.

Por esos días, Bifo se dedicó a escribir sobre lo que veía a través de las noticias: esas convulsiones que sacudieron el cuerpo planetario —desde Santiago, Hong Kong y Barcelona, hasta Quito, París y Beirut— llegaron cuando ya nadie lo esperaba, cuando la depresión y la impotencia, la soledad del individualismo y la humillación de la desigualdad tenían a medio mundo hundido en la derrota. En ese escenario, afirma, Chile se convirtió en el centro de la revuelta antineoliberal: aquí empezó el experimento de Chicago y aquí puede terminar.

—Lo que sucede en Chile tiene una importancia universal. Después de la revuelta caótica de 2019, después de la crisis pandémica y del debate que la acompañó, ahora el país se convierte en un laboratorio de la posibilidad contra la catastrófica probabilidad. Lo probable está claro: un enorme incremento de la desigualdad económica a nivel global, desempleo, frustración producida por la disciplina sanitaria, concentración del poder en las manos de corporaciones privadas que controlan logística, informática y biofarmacología. Pero lo probable no cancela lo posible: una redistribución de los recursos a través de una tasación del capital financiero y de los patrimonios; transformación frugal del consumo, organización comunitaria de la supervivencia, utilización del conocimiento técnico por la sociedad según su interés.

Luego del experimento neoliberal que estalló en Chile, ahora vendrá otro experimento inédito: reconstruir, a través de una nueva Constitución, el cuerpo social y político. ¿Cómo cree que debería ser ese experimento?

—No estamos hablando de fórmulas políticas del siglo pasado, cuando la potencia del conocimiento técnico estaba en las manos de una minoría social. Hoy, la potencia del conocimiento pertenece a una clase social de trabajadores cognitivos expropiados por las corporaciones tecnofinancieras. Tampoco estamos hablando de fórmulas políticas del pasado porque la catástrofe ecológica en curso nos obliga (y nos permite) a pensar en términos de lo concreto-útil, no en términos de acumulación y de crecimiento. Estamos hablando de una experimentación social que tiene que vincular la frugalidad de las expectativas y la reactivación de la afectividad social, el placer de vivir que el neoliberalismo ha sofocado bajo una competencia desencadenada, un individualismo agresivo y un agotamiento nervioso masivo.

Se decía que Chile era el país más estable de América Latina y, de repente, vino un caos que aún muchos no logran interpretar. ¿Qué lecciones se podrían sacar del caso chileno?

—Cuando la velocidad y la intensidad de la estimulación supera nuestra capacidad de elaboración consciente y emocional, reaccionamos con pánico, como organismos al borde del colapso. El caos es eso, la reacción de un cuerpo que ha llegado a un punto intolerable de sufrimiento. No podemos juzgarlo en términos morales o políticos, no podemos controlarlo con medidas legales. Lo que tenemos que hacer es entender el ritmo que contiene, entender los deseos que expresa. En Chile, una nueva generación de militantes políticos, sobre todo jóvenes sin experiencia de gobierno, ha sido capaz de interpretar el caos, de entender la sinrazón, y ahora está tratando de elaborar de manera compartida, democrática y realista las potencialidades que trae consigo. No será fácil, habrá errores. Y tendrán que enfrentar la reacción del sistema financiero internacional (que ya jugó un papel criminal en 1973) y la reacción de la casta militar.

El caos es la única alternativa al automatismo, a la asfixia de la vida cotidiana. ¿Qué hacer cuando explote el caos? Los que hacen guerra contra el caos serán derrotados porque el caos se alimenta de la guerra. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que recordar algunas palabras de Félix Guattari, cuando en su último libro habla de chaosmosis: en el caos está la búsqueda de una nueva osmosis, de una nueva relación armónica entre la potencia de la técnica y la potencia de la naturaleza. Esta búsqueda aparece hoy en la tarea de una asamblea constituyente compuesta por jóvenes, mujeres, intelectuales que no se definen como políticos, sino como “experimentadores sociales”, en una situación muy difícil pero a la vez completamente estimulante. No es la política como ejercicio arrogante de voluntad y manipulación la que puede ayudarnos. Es la sensibilidad, es el conocimiento, es la búsqueda pragmática de soluciones lo que permitirá a la mayoría de los chilenos gozar de las potencias técnicas y del placer de encontrarse en el espacio público.

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Franco Berardi dio varias vueltas por el mundo antes de volver a Italia, donde hoy es profesor de Historia social de los medios en la Academia de Brera, en Milán. En 1976, luego de cofundar la radio clandestina Alice, fue encarcelado y acusado de participar en el grupo terrorista Brigadas Rojas, cargo del que fue absuelto un mes después. Tras ser uno de los líderes de la protesta estudiantil boloñesa de 1977, partió al exilio, a París, donde conoció a Félix Guattari y Michel Foucault. Vivió en Nueva York y en California; publicó libros y ensayos en revistas de todo el mundo sobre esquizoanálisis, emociones, cyberpunk, arte y las formas en que la comunicación se convirtió en uno de los ejes del capitalismo posindustrial —fundado en el “cognitariado” y el “infotrabajo”—; hasta que en los 90 volvió a Bolonia, donde vive hoy.

La segunda venida. Neorreaccionarios, guerra civil global y el día después del Apocalipsis
Caja Negra Editora, 2021
112 páginas

Desde que empezó la pandemia, Bifo lleva una suerte de diario titulado Crónica de la psicodeflación, en la que ha analizado en tiempo real las transformaciones del mundo: “En las últimas décadas, la precarización del trabajo ha fragilizado a la sociedad y ha debilitado su resistencia. El covid-19 fue el golpe final: la sociedad fue disgregada por el encierro obligatorio y el miedo, y hasta el momento no es posible resistir con la acción. Por más paradójico que parezca, es precisamente la pasividad la que vencerá al capitalismo conduciéndolo a la muerte por asfixia”, apuntó en uno de esos textos, en los que plantea que la nueva consigna ultrasubversiva es resignarse: lo revolucionario hoy es esperar que el virus desinfle la burbuja de la aceleración. Mientras tanto, dice, el capitalismo resiste volviéndose cada vez más feroz e inhumano.

—La alianza entre neoliberalismo y fascismo domina el escenario global; la oposición entre nacionalismo y globalismo capitalista es una ilusión óptica que esconde la verdad de una alianza entre los actores que han destruido la vida de la mayor parte de la población mundial— alerta el filósofo, quien En La segunda venida denuncia también un apagón de la razón; una razón universal que ha humillado a los individuos y quienes hoy, a modo de venganza, recurren al discurso de la identidad y la raza. “Así se hizo la noche más oscura”, escribe, pero aclara que sus análisis, por más alarmantes que parezcan, van más allá del pesimismo o el optimismo:

—La sombra no pertenece a la mirada, pertenece al objeto de la mirada: este objeto es la sociedad humana después de siglos de capitalismo, colonialismo y violencia.  

Afirma que si bien los jóvenes están más informados, también están menos preparados para expresar opiniones críticas. La culpa, dice, sería de la reforma neoliberal al sistema educativo ocurrida tras la Declaración de Bolonia. ¿Qué piensa de dejar en manos de las nuevas generaciones este futuro que hay que reimaginar?

—Las generaciones nacidas al interior del mundo conectado, los nativos de internet educados por el neoliberalismo, han crecido en un clima de individualismo y de competencia que favoreció el dominio capitalista por décadas. Pero en la esfera íntima, afectiva de esta generación, algo está pasando. El pánico provocado por la aceleración y la depresión se difunde cada vez más en esta generación que aprendió más palabras de las máquinas que de la voz materna. Y en Chile, el efecto ha sido muy visible. El efecto es una nueva activación, una búsqueda de solidaridad afectiva y política. Esas palabras escritas en un muro de Santiago, “no es depresión, es capitalismo”, fueron leídas en todo el mundo como signo de una posible psicoterapia.

En La segunda venida escribe que “desde que Maquiavelo declaró que el poder político se basa en la sumisión violenta del lado femenino de la realidad, la historia moderna ha sido ante todo una permanente guerra masculina contra la feminidad”. ¿Cree que los movimientos feministas están redefiniendo las formas de hacer política?

—Esta es una pregunta compleja que necesita una respuesta compleja. Yo no creo que haya “un” feminismo. Hoy hay muchos, y no todos son igual de interesantes desde el punto de vista cultural y evolutivo. Hay unfeminismo institucional que se identifica con una presunta cara democrática del poder, el feminismo que exige la verdad y se la pide a la ley: el feminismo del #metoo. Este feminismo ha jugado y juega un papel útil en la denuncia de la violencia masculina, pero no cuestiona el orden antropológico moderno y patriarcal de manera profunda. También existe un feminismo de la solidaridad social que desarrolla una función esencial en la emergencia de nuevos movimientos. Pero el que más me interesa es un feminismo de tipo evolutivo y posthumano, que se encuentra en los ensayos de Luisa Muraro, por un lado, y de Donna Haraway, por el otro. El feminismo evolutivo cuestiona el orden capitalista y patriarcal desde un punto de vista que no es político, es antropológico. Este feminismo está a la altura del horizonte de la extinción, algo que se está develando cada vez más. La extinción de la civilización humana es un fenómeno ambiguo en el cual podemos ver una amenaza espantosa, pero también una línea de escape, una posibilidad.

Cuando se dice que el futuro de la política está en el feminismo, generalmente se trata de una afirmación hipócrita: cooptar a las mujeres en la gestión del poder, valorar la agresividad de las mujeres, las ganas de vencer en la competencia. Mostrar que las mujeres pueden ser como los hombres, más productivas, más cínicas. El feminismo que me interesa no está dispuesto a compartir el poder con los explotadores.

Hoy, en Chile, hay un precandidato presidencial comunista, Daniel Jadue, con posibilidades de ganar. En su libro dice que el futuro estaría en la “segunda venida del comunismo”, pero aclara que no lo entiende en su sentido ideológico. ¿Cómo se debería repensar el viejo comunismo para adaptarse al mundo de hoy?

—El comunismo histórico ha sido una forma del poder autoritario y patriarcal. Pero en todos los momentos de la historia moderna, los comunistas han sido las personas más conscientes y más solidarias. Por eso estoy orgulloso de ser comunista, aunque no me identifico en nada con la experiencia histórica del comunismo del siglo XX. A los 15 años me afilié al Partido Comunista italiano, pero a los 17 me expulsaron, acusándome de tendencias anarquistas. Creo que necesitamos un nuevo concepto: igualdad, frugalidad y amistad son palabras que definen un horizonte más allá del capitalismo del patriarcado y del consumismo. Hoy necesitamos un comunismo cognitivo, de los trabajadores del conocimiento, de los innovadores técnicos. Un comunismo que haga posible la colaboración del ingeniero y del poeta. Necesitamos liberarnos del miedo a la innovación. Es más, tenemos que sustraerla de las manos de los propietarios. Necesitamos un comunismo que no se proponga defender la composición técnica y social del trabajo, sino reducir el tiempo de trabajo, liberar a la sociedad de la obligación salarial. La actividad liberadora y útil tiene que ser tomar el tiempo del trabajo asalariado, del trabajo abstracto, sin relación con el placer del conocimiento.

Ha habido otros momentos históricos en que se ha tenido la sensación de algo parecido al apocalipsis. A pesar del tono sombrío de sus predicciones, en sus libros vuelve una y otra vez al tema del futuro, como si hubiese algo de esperanza.

—No es la primera vez en la historia humana que se enfrenta una perspectiva de extinción. Los pueblos que vivían en el continente que hoy llamamos América Latina han conocido el fin del mundo, porque “fin del mundo” significa que la experiencia cotidiana ha perdido su sentido y que las palabras que conocimos dejan de significar algo. Así es como el antropólogo Ernesto de Martino define el fin del mundo: como una ruptura de la relación entre lenguaje y mundo. Sobre esto, además, puedo decir que nos encontramos al borde de un fin del mundo. La devastación ecológica y psíquica es inherente a la explotación capitalista. No se trata de ser pesimista u optimista: se trata de reconocer que, si no salimos del cadáver del capitalismo, la supervivencia física y psíquica de los humanos se hace cada vez más azarosa.

La pandemia ha acelerado y expandido la conciencia de este peligro. Pero no ha proporcionado una visión política que nos permita salir del capitalismo, que no es un organismo viviente, sino un cadáver que se alimenta de la repetición obsesiva del acto de extracción de las energías de los seres vivientes. Lo que vemos hoy, un año y medio después del comienzo de la pandemia, es un incremento espantoso de la desigualdad, de la explotación, de la concentración de capital y de poder. La extinción de la civilización humana (y del género humano como entidad biológica) se vuelve cada vez más probable. Pero la posibilidad de salir del cadáver del capitalismo no desaparece. Hoy la encontramos en Chile.

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Foto gentileza de Julieta Colomer 

Libertad para construir un nuevo modelo de sociedad

«La Constitución que escribiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas —escribe el rector de la Universidad de Chile en este editorial—. Entre ellas están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva».

Por Ennio Vivaldi

Durante varias décadas, hemos vivido bajo la convicción de que los determinantes fundamentales del modelo de sociedad imperante en Chile no podían ser cambiados. Esta certeza parecía ser evidente por sí misma y no necesitar pruebas de su verdad. Más aún, todo lo que ocurría en el mundo se interpretaba como confirmación de que esos principios eran inevitables o, peor aún, que nuestro país había liderado un cambio a escala global. Hoy, ante la perspectiva del nuevo proceso constituyente, se nos figura por el contrario que, en realidad, aquellos habían sido simplemente principios dictados por un grupo de académicos que pertenecían a una corriente extrema del pensamiento económico. Ellos diseñaron un modelo abstracto basado en ciertos dogmas que, en concreto, fue efectiva y eficientemente impuesto e implementado por una dictadura. 

Cada ciudadano chileno debería haber sentido siempre el derecho a hacerse a sí mismo y a los otros al menos dos preguntas. La primera es cuánto se identificaba él o ella con las premisas y los valores que determinan este modelo de sociedad (solo a modo de ejemplo, a mí no me gustan). La segunda es si, al margen de que a uno le guste o no, el modelo funciona o no funciona.

Las premisas en que se fundó este modelo enfatizan un ser humano individualista; consciente de que solo de él depende la solución de sus problemas, por lo que el egoísmo pasa a ser casi una necesidad; desmotivado para distinguir que existe un nivel superior de integración que es la sociedad, donde se deciden cuestiones relevantes para él o ella y para los demás; mucho más interesado en las cuestiones materiales y pecuniarias que en las humanistas y espirituales, y un largo etcétera que todos conocemos.

A este propósito, cuando era senador de la República en 1957, nuestro rector Eugenio González, en un discurso notable, confrontaba la tesis expuesta por un colega que resumía así: “las características de la naturaleza humana, entre las cuales el afán de utilidad, de ganancia y de lucro, el afán egoísta de bienestar individual, serán el motor insustituible del progreso económico”. En seguida, pasaba a sugerir que su contradictor, dada su condición, “ha hecho esta afirmación con secreta tristeza” (expresión, a mi juicio, insuperable). Eugenio González a continuación se preguntaba: “¿Existe una ‘naturaleza humana’ tan inmodificable en su primitivismo ético, ajena al devenir histórico, la misma sean cual sean las condiciones sociales y culturales?”. Estos conceptos no solo están vigentes hoy día, sino que están al centro de la reflexión sobre los valores que fundamentarán un nuevo modelo de sociedad y cuestionarán el actual.

La segunda dimensión en que ha de ser evaluado este modelo de sociedad que nos proponemos cambiar es el de sus resultados objetivables. Es decir, si en el mundo real y concreto, este modelo impuesto bajo un poder omnímodo y que se tuvo que asumir como necesario, logró efectivamente los resultados que había prometido. Debemos evaluar si esta sociedad que se constituyó bajo sus directrices permitió la satisfacción y felicidad de las y los ciudadanos, si se sintieron realizados y si valoraban altamente las oportunidades que encontraban para desarrollar sus talentos y vocaciones; si lo percibían como más o menos justo, más o menos inclusivo; si se había logrado una  convivencia nacional solidaria; si los impulsaba hacia un sentido de identificación y pertenencia a un concepto de bien común. 

Sin duda, la Constitución que escribiremos para el nuevo modelo de sociedad que construiremos estará contextualizada en numerosas dimensiones hoy desestimadas. Algunas, porque siempre lo estuvieron a lo largo de nuestra historia; otras, porque habiendo sido antes valoradas, el actual modelo las ignoró en las últimas décadas. Entre esas dimensiones están la equidad de género, el respeto a los pueblos indígenas, la descentralización, la sustentabilidad, la tríada salud, previsión y educación; las artes y humanidades; el desarrollo científico y tecnológico; el cambio de la matriz productiva.

En todas estas áreas habrá de primar el reencuentro con la idea de bien común representada por el ámbito público. Es en esta esfera donde todos los sistemas públicos —entre tantos otros, nos referimos a los de salud, educación, previsión, informática, cultura, comunicaciones, vivienda, industria o agro— habrán de devolvernos un sentido de solidaridad, justicia y pertenencia.

De las muchas consideraciones erróneas en que se basó el sistema que hoy ha hecho crisis, está el desestimar el rol de cohesión social y formación de ciudadanía que siempre y en todas partes ha jugado la educación pública articulada por la vertebración de sus niveles básico, medio y terciario. Esta función específica que cabe a la educación pública, en interacción con el resto del sistema público, será una cuestión principal en la gran conversación nacional que se inicia. Y la de mayor responsabilidad para nuestras universidades.