Los llanos, de Federico Falco, «es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas», escribe Lucía Stecher.
Por Lucía Stecher
¿Qué hacer cuando la vida tal como la conocemos y la hemos vivido en los últimos años se termina o se transforma radicalmente de un momento a otro? En Los llanos, la novela del escritor argentino Federico Falco —publicada por Anagrama y finalista del Premio Herralde de Novela—, el narrador protagonista se enfrenta a una situación así cuando la pareja con la que ha estado durante siete años le dice que no quiere seguir con él. Fede, nombre con el que nos encontramos solo dos veces en la novela y que coincide con el del autor, debe abandonar la casa que comparten y enfrentarse al vacío al que lo arroja la decisión para él imprevista y abrupta de Ciro, su pareja.
Cuando empezamos a leer Los llanos, el protagonista ya está instalado en el lugar al que ha decidido ir a vivir el duelo: el campo. De la vida activa y urbana en Buenos Aires, donde se dedicaba a escribir y hacer talleres, pasa a habitar una casa campestre solitaria, enclavada en la mitad del amplio paisaje llanero. Los capítulos llevan los nombres de los meses, desde “enero” a “septiembre”, y se componen de fragmentos breves, citas de libros, recuerdos. El ritmo de la vida del protagonista en el campo está marcado por las estaciones y por las distintas fases de crecimiento de las verduras que siembra. Muy pronto el narrador se da cuenta que no puede apurar ni precipitar nada: “Me repito una y otra vez que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para la siembra. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo” (19). Ese ritmo que la naturaleza impone y frente al que no se puede hacer nada, es también el ritmo que la novela ofrece a sus lectores. Lentamente, sin apuro, deteniéndose en el progreso o fracaso de la siembra de rabanitos, acelgas, lechugas, brócolis, repollos y otras verduras, el narrador va hilando el relato de sus días en el campo.
La cotidianidad y los paisajes que el protagonista describe transmiten la sensación de una vida en un lugar muy alejado de cualquier centro urbano. Pero Zapiola, la localidad en la que se encuentra, es parte de la provincia de Buenos Aires y está a pocas horas de distancia en auto de la capital. Como la casa de campo no tiene teléfono ni le llega la señal del celular, da la impresión de un viaje a un lugar muy lejano o, más aún, de un desplazamiento en el tiempo. Esa desconexión es clave para el relato, cuyo ritmo y forma serían muy distintos si el protagonista estuviera conectado al celular y a las redes sociales. La experiencia de Fede con su duelo, sus recuerdos y sus esfuerzos de vivir en y del campo solo puede darse como la leemos en su relato porque ha podido centrarse en ella. Pero esto no significa que la novela realice una fácil idealización de la vida campestre o que presente un idilio pastoril. Por el contrario, al leer Los llanos recordamos lo crudo que puede ser estar expuesto a la naturaleza sin la protección de las comodidades de la vida urbana. Todo es extremo y duro: el calor, el frío, el viento, la lluvia, como si nada mediara entre ellos y el narrador. Este, además, está pendiente del crecimiento de sus plantas y se ve confrontado cotidianamente a múltiples factores que no puede controlar y que afectan su producción, “la naturaleza exige esfuerzo” (35), dice al principio.
En Los llanos, el narrador va entretejiendo el relato de su vida en el campo y sus visitas al pueblo, sus recuerdos de infancia en Cabrera, otra comunidad rural, y la reconstrucción fragmentada de su relación con Ciro y su reciente ruptura. Es un relato de duelo y pérdida en distintos niveles: la infancia, la muerte del abuelo, la partida del pueblo natal, el final de la relación amorosa. Y es, al mismo tiempo, un esfuerzo por comprender cómo se llenan los vacíos, cómo se hace habitable un espacio desierto y cómo se pueden significar las pérdidas. La vida en los llanos, con sus largos horizontes ininterrumpidos, lleva al narrador a recuperar la historia de su bisabuelo, el primer Juan, llegado de Italia e instalado en los campos cercanos a Córdoba, donde tuvo que crear desde cero las condiciones para construir una casa.
La crisis vital que vive el narrador de Los llanos afecta también su escritura. No logra reconectarse con los cuentos que había dejado a la mitad, lo que lo hace dudar de su condición de escritor. A partir de ahí es como si volviera al punto de partida de su vocación literaria. ¿Qué contar, por qué, qué relación hay entre vivir y narrar, qué capacidad tienen las palabras de dar realmente cuenta de la experiencia? Las reflexiones que desarrolla la novela en relación con este y otros temas son profundas, honestas, muchas veces conmovedoras, otras inspiradoras e incluso provocadoras. Los momentos más notables del libro se encuentran, para mí, en reflexiones como la siguiente:
“Vivir el paisaje es una experiencia primitiva, que no tiene nada que ver con el lenguaje. No me enfrento a describir un paisaje a menos que se lo quiera contar a otro que no lo conoce, y en general prefiero dar solo un par de detalles, porque sé que al final es un esfuerzo imposible.
Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento solo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta de que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran al recuerdo de mi cuerpo moviéndose por estos lugares, a las sensaciones y sentimientos de esta época de mi vida.
Solo cuando aparece el otro empezamos a nombrar de verdad. A separar el paisaje en partes (…).
Replicar la experiencia en el lenguaje, aunque el lenguaje no transmita la experiencia” (80-81).
Esforzarse por encontrar las palabras para describir un paisaje, un sentimiento, un modo de estar implica la presencia de otro. Puede ser el yo del narrador en el futuro, que solo a través del lenguaje podrá recrear sensaciones que de otro modo serían inaccesibles para la memoria. O es el interlocutor ausente que solo puede imaginar un paisaje a través de las palabras de quien trata de describirlo, de escribirlo. En su proceso de duelo, el narrador se vuelca sobre sí mismo, pasa por la pena, el malhumor, la desazón, la parálisis que nublan muchos de sus días. Trata de recordar y comprender quién era él cuando estaba con Ciro y quién es ahora que está solo. Y quién era de niño y quién es cuando está en el campo y qué hace ahora que “el dibujo que mi vida va formando no me gusta, o que es otro, diferente al que yo creía, ¿o que no tiene ningún sentido?” (102). Pero no todo es malestar, a veces es el cansancio del trabajo físico en la huerta el que permite no pensar en la pena, otras veces es el asombro frente a la amplitud del horizonte, el color de los cielos, o la historia del vecino que ha logrado construirse un bosque en medio del llano. Somos testigos de cómo con el paso del tiempo —ese que no se puede apurar, que tiene su propio ritmo— el dolor va atenuándose, como si se tranquilizara, como si por fin dejara un espacio para respirar más libremente: “Todavía duele, pero de una manera más calma. Todavía no puedo volver a ciertas cosas” (214).
Como el proceso de su protagonista, Los llanos es una novela que se recorre lentamente. La historia es mínima, se arma de los recuerdos de Fede, de sus reflexiones, del relato de su dedicación a la huerta, de los minifracasos y logros de sus esfuerzos por plantar hortalizas. Como dije antes, no se idealiza la vida de campo ni el contacto cuerpo a cuerpo con la naturaleza. Pero tampoco se niega que puede permitir otro modo de estar, de parar cuando la vida se ha partido en dos y mirar de nuevo no solo lo que uno es, sino también el mundo que nos rodea y el lenguaje con el que lo describimos.
Los llanos
Federico Falco
Anagrama, 2020
240 páginas
$19.000