«Claramente, el talento de Benjamín Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa», escribe Lorena Amaro sobre La piedra de la locura (Anagrama).
Por Lorena Amaro
H.P. Lovecraft, David Hilbert y Philip K. Dick son convocados en las primeras páginas del ensayo La piedra de la locura para introducir la reflexión de su autor, Benjamín Labatut, sobre la verdad de los sueños, los acantilados de la locura y la posibilidad de conocer la realidad. Para quienes hayan leído Un verdor terrible no resultará ajeno el procedimiento constructivo: la introducción secuenciada de cada uno de sus protagonistas, la elección cuidadosa e inteligente de uno o dos momentos biográficos y algunas citas memorables, el trenzado de historias de las cuales se va desprendiendo algo como una moraleja. En este caso, la idea de que “el horror atávico de Lovecraft (…), la lógica radical de Hilbert y las múltiples realidades de Dick se han fusionado para crear la imagen de un cosmos inaudito que no está regido por un orden, sino que se nutre del caos”. De más está decir que aquí el pronombre “se” es engañoso, porque es Labatut quien realiza esa “fusión”; como ocurre en el resto del ensayo, se trata de un artilugio a través del cual el autor busca convencer sobre sus propias visiones y dogmas. Falaces son también muchos otros de sus conceptos, por ejemplo la idea de que sus dudas epistemológicas sobre la realidad y la existencia humana en el tardocapitalismo eran “hasta hace muy poco tiempo, si no impensables, fácilmente ignoradas, porque el planeta entero parecía viajar sobre rieles, hipnotizado por una sola forma de hacer las cosas”, argumento con que Labatut pretende saltar por encima de kilos y kilos de páginas para presentar una idea homogénea de concordia universal, cuando es difícil pensar un instante del siglo XX y de los últimos años en que el planeta entero se haya sentido tan a gusto. Las simplezas no paran ahí. Por ejemplo, páginas más adelante descubre, adánico, “la orgía de lo nuevo” en el horizonte moderno, como si la novedad y la rapidez tecnológica no fuesen constitutivas de la reflexión filosófica y literaria de los últimos siglos.
Claramente, el talento de Labatut no está en el ámbito de las ideas —busca mostrar erudición, pero se preocupa poco de las sutilezas—, sino más bien en su capacidad, limitada y esquemática, pero funcional, para elegir buenos personajes que divulgar y llevar a su mesa de disección narrativa.
En el texto, dividido en dos partes, “La piedra de la locura” y “La cura de la locura”, la pregunta kantiana por los límites del conocimiento adquiere tonos engolados y sublimes. “La pesadilla plural y demente” de nuestra contemporaneidad parece atormentar al ensayista: “Lo real está fuera de nuestro alcance. Nuestras vidas se han vuelto tan extrañas e inciertas como el reino cuántico”. Con todo, hasta aquí se podría soportar tanta declamación; el texto tiene interés sobre todo por la capacidad de Labatut de ensamblar, como un tetrix, algunas ideas literarias y científicas, algo que consigue hacer con mucha eficacia en Un verdor terrible (el propio Labatut se encarga de recordarnos, más de una vez en su ensayo, este libro de 2020, e incluso hace una breve reseña). Pero se vuelve mucho más difícil de soportar cuando el texto hace un giro hacia la situación de Chile en la actualidad. Cuando se desplaza, sin mayores tránsitos, de los misterios del cosmos y la mente al “estallido” social.
Alejado, pues, de las teorías fascinantes y las vidas dislocadas de los científicos y pensadores del siglo XX, la argumentación corre con el mismo tono solemne por rieles demasiado simples, por modestas ideas en que predomina el uso de palabras como “todo”, “nada”, “todos” o “nadie” para resumir la historia política nacional de las últimas cinco décadas: “Aquí, luego de los años de pesadilla de la dictadura de Pinochet, todos nos sumamos a la fila, bajamos la cabeza y seguimos las reglas”. ¿Quiénes son todos? “Prácticamente nadie se atrevió a cuestionar lo que estaba pasando a medida que una forma de capitalismo neoliberal especialmente perversa empezaba a adueñarse de nuestra nueva democracia, enredando todas las hebras de nuestro tejido social alrededor de sus garras”. ¿Cómo que prácticamente nadie? ¿Y qué es eso de un “enredo alrededor de garras”?
Y así suma y sigue: “Casi todos nos quedamos callados”; “El país se quedó callado y nuestros sueños revolucionarios (…) fueron sepultados”. ¿Nuestros sueños revolucionarios? Comienza a dar un poco de risa. Luego escribe que, tras el estallido, “nadie (…) era capaz de explicar lo que estaba sucediendo”, “nadie era capaz de canalizar las fuerzas que se habían desatado”, “muchos no se atrevían a salir de sus casas”, “no había ninguna forma clara de unir todas las chispas”. El autor no escatima resonancias trágicas para la revuelta de octubre de 2019: “una devastadora implosión”, “un agujero negro”, “un campo de batalla”. La pandemia es presentada como “una nueva calamidad” y así quedan igualados el gesto político de una mayoría popular y una plaga mundial. Si bien parece defender la idea de un cambio social y político para Chile, como otros comentaristas de este proceso lo demoniza incluso en aquellos aspectos que resultaron ser más novedosos, por ejemplo, que se haya producido una algarabía de voces y demandas: “carecía de una narrativa central”, era de “naturaleza amorfa” y esto, que incidió en su gran escala, dice, “socavó” el proceso. Lejos del contenido y saturnino relato sobre los científicos del siglo XX, aquí presenta a una turba bíblica: “ebrios de furia, borrachos”, los chilenos desenterramos nada menos que “la torre de Babel”.
El resultado es un ensayo algo pegoteado, sin mayor rigor intelectual ni interés literario. A Labatut indudablemente le resulta mejor hablar de aquello que algunos llaman “cultura general” (europea) que producir una mirada original sobre aquello que tiene más cercano. Es sobre todo un divulgador, función muy en boga en estos días. Su tono e ideas no difieren mayormente de otros que hemos debido sufrir en Chile, desde hace unos años, por causa del columnismo nacional. En este sentido, si bien hace suyos recursos evidentemente borgeanos y bolañeanos, como observador de su contemporaneidad dista mucho de la genialidad de sus precursores.
En el segundo ensayo contenido en el volumen, “La cura de la locura”, Labatut ensaya una descripción de la pintura homónima de El Bosco y reflexiona sobre el lugar de la locura en sus propios libros, para luego proponernos la historia de una lectora/escritora paranoica, agobiada por sofisticadas y tecnológicas formas de plagio, que entra en contacto con él. “Al mirar el video que le dedicó a mi libro y al leer la transcripción del audio que subió a su blog, me di cuenta de que una de las cosas más crueles que escribió parece encajarle a su propia obra como una zapatilla de cristal: ‘Si uno se acerca y le hace zoom al texto, son puras mentiras, ridículas mentiras, pero si uno se aleja, hay una verdad mayor que se logra transmitir, y que es muy perturbadora’”. El procedimiento metaliterario por el que se comenta a sí mismo da un poco de pudor. La ficcionalización, que funciona bien en Un verdor terrible —libro sostenido principalmente por el ritmo con que logra narrar historias e ideas que le anteceden, que sustrae de la realidad—, en este ensayo resulta, como todo lo anterior, ridículamente desproporcionada.