Paolo Bortolameolli es uno de los directores de orquesta latinoamericanos con mayor proyección mundial. Su agenda lo puede llevar a Los Ángeles o Seúl, pero siempre vuelve a Santiago, a dirigir en el Teatro Municipal o en la Fundación de Orquestas Juveniles. Apasionado por la divulgación de la música clásica, su papel, dice, es ir más allá de la batuta.
Por Cristóbal Chávez | Foto principal: Antonia Cataldo
El órgano no funcionaba. Aunque a las 20 horas de ese 13 de enero de 2023 debía iniciar la función, diez minutos después aún no se veía al director de orquesta en escena en el Teatro Caupolicán. Tras bambalinas, el personal de apoyo, con radios en las manos, corría desesperado. El pianista Jorge Hevia acusó que el órgano no estaba sonando. Se trata del instrumento que marca el inicio de la Octava Sinfonía (1906) del compositor austro-bohemio Gustav Mahler, y que ese día iba a ser interpretada por primera vez en Chile. Una obra que los programas locales evitan debido a su partitura exigente, que considera dos coros, más uno de niños y ocho solistas; un armonio, una celesta, campanas tubulares, una sección de bronces alejada del entarimado que expulsa una especie de sonido espectral, un gong y un largo etcétera de instrumentos que suman unos 600 músicos: el llamado “Everest” de la música clásica.
Paolo Bortolameolli (Viña del Mar, 1982), el dueño de la batuta ese día, se enteró del desperfecto por el alboroto y se negó a salir sin el órgano, cuyo acorde inicial marca la entrada de los coristas. No se sabe si fue un problema eléctrico o técnico, pero el instrumento volvió a funcionar, como un acto de Dios o del cosmos, como también fue considerada por la crítica la primera interpretación de la Octava de Mahler en Chile. La sinfonía se ejecutó en el marco de las celebraciones del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil, precursora de la actual Fundación de Orquestas Juveniles e Infantiles de Chile (FOJI). Una gesta para la historia musical chilena protagonizada, en parte, por niños, niñas y adolescentes.
—Cuando veo las fotos, cuando se lo cuento a alguien, todavía me emociona, porque encuentro que lo que ocurrió fue histórico. Un hito no solo para los anales de la historia en términos de «se estrenó [en Chile] la Octava de Mahler». Ese es un hecho, pero hay algo más. Tiene que ver con el triunfo humano que simboliza, eso estábamos celebrando —recuerda Bortolameolli.
¿Pensaste alguna vez en abandonar ese gigantesco barco?
—Esas dos horas que duró el concierto marcan un momento musical muy significativo. Pero coronan un proceso de siete meses de preparación de un concierto que fue bastante cuestionado, efectivamente. Yo nunca tuve dudas. Jamás. Tampoco hubo ninguna duda entre los que estábamos liderando esto, que éramos muchos: instructores, directores de coros, solistas, cantantes, hasta los papás de los niños. La gente no cabía en el Caupolicán, había una fiebre, un fanatismo. Me acuerdo perfecto: estaba en el camarín y, de repente, cuando faltaban cinco minutos, empecé a escuchar muchos aplausos. Y era porque estaban empezando a salir los coros. El fervor que había antes de la primera nota era impresionante.
Bortolameolli conversa en un café frente al Teatro Municipal de Santiago. Está de paso por el país para estrenar, en noviembre, la ópera El viaje a Reims, de Rossini, montada por primera vez en Chile. Viene llegando de Corea del Sur, donde participó en el Seoul International Music Festival. Su agenda, que durante los últimos años lo ha llevado a dirigir a la Orquesta de Filadelfia, la Sinfónica de Nueva York o la Ópera de París, toma una pausa en el casco céntrico de Santiago; un rubato, que en el arte de la interpretación tiene relación con robarle tiempo a la música.
El conductor, con estudios en Yale School of Music y Peabody Institute, fue nombrado director titular de la FOJI en 2022, pero durante toda su carrera ha estado vinculado con niños y adolescentes. Este año debutó en el Young People’s Concerts de Estados Unidos, un espacio consagrado por el legendario director y pedagogo estadounidense Leonard Bernstein para comunicar la música clásica a un público joven. Hace poco más de una década, además, fue director titular de la Orquesta Sinfónica Infantil Juvenil de Colina, parte de la FOJI.
—La FOJI es uno de los proyectos más importantes que tiene Chile —afirma—. Ojalá todo el mundo lo conociera. Se trata del semillero de músicos clásicos sinfónicos más importante del país, y lo digo porque todas las orquestas de Chile, ¡todas!, tienen miembros. Al mismo tiempo, se ejerce un impacto social sumamente cuantificable. Hay familias que se han visto beneficiadas por las consecuencias de tener un instrumento en sus casas. Entonces, estamos hablando de un programa exitoso no solo a nivel cultural, sino también social.
De los niños que dirigió en Colina, un fagotista, un clarinetista y un trombonista se dedican a la música de forma profesional en Santiago, Temuco y Miami.
—Hay una especie de conexión, inevitable, con la energía juvenil. Creo que ver a un joven tocar un instrumento musical es un acto de belleza poética —reflexiona.
Paolo Bortolameolli nació rodeado de música. Su memoria sonora se remonta a la niñez, cuando se refugiaba bajo el piano de su abuelo materno, un abogado que ofició de notario pero que asistió al Conservatorio de la Universidad de Chile. Rodolfo, su padre, fue un melómano. A los siete años lo llevó a su primer concierto en el Teatro Municipal de Santiago para escuchar la Quinta Sinfonía de Beethoven. El impacto de la música lo hizo estallar en lágrimas, pero no de tristeza, sino de felicidad.
—Ese momento cambió mi vida —recuerda hoy. Luego del espectáculo, dice, Rodolfo lo llevó tras bambalinas para que conociera al director de orquesta, el argentino Michelangelo Veltri. Al verlo, volvió a estallar en llanto. Su padre le explicó al director lo que había ocurrido durante la función y Veltri se emocionó. “Justamente por esto es que hacemos lo que hacemos”, le dijo al joven Paolo. Desde ese día, cuenta, quiso ser director de orquesta.
Se tituló de pianista en el Instituto de Música de la Universidad Católica y estudió dirección orquestal en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, con el maestro peruano David del Pino, a quien conoció cuando ganó un concurso de la Orquesta Sinfónica Nacional para que un niño fuera director.
—Ahí fue la primera vez que me paré al frente de una orquesta, a los 14 años —comenta rozagante. Bortolameolli fue escogido dos veces para estudiar en Lucerna, Suiza, con el holandés Bernard Haitink, una de las grandes batutas del siglo XX, reconocido por dejar hablar a la orquesta, sin imponerse.
—Él fue siempre muy generoso conmigo, muy interesado. Yo estaba lleno de preguntas. Él fue el que me dijo esa gran máxima: primero escucha lo que la orquesta te dice. Deja que la música te hable, pero no en un sentido esotérico, sino en uno muy literal. No vengas predispuesto, porque o sino no escuchas realmente lo que está pasando.
El director chileno también ganó la Beca Dudamel, una pasantía con el consagrado conductor venezolano Gustavo Dudamel en la Filarmónica de Los Ángeles (LA PHIL), Estados Unidos, una de las orquestas más importantes del mundo. Unos años después, se transformó en su director asociado, puesto que ocupó durante seis años hasta mayo pasado, y que combinaba con su rol en la FOJI. Así, un día podía estar dirigiendo a músicos consagrados y, a la semana siguiente, pasar a la conducción de una niña violinista de Maipú.
—Con Gustavo compartimos esta cosa de que el arte es muy importante, sublime, pero no es para creer que los artistas son sacrosantos o custodios de un Santo Grial al que nadie puede ingresar —comenta, y afirma que estas son máximas que aplica cotidianamente. Cuando está arriba del podio, dice, dirige a un organismo vivo, a quien le transmite rigurosidad y pasión, pero también alegría, al igual que al público: antes de cada concierto, le suele explicar las obras a los asistentes antes de solicitar el primer acorde. Y para promocionar la ópera El viaje a Reims, por ejemplo, apareció ataviado con una bata de baño en una especie de spa en las redes sociales del Teatro Municipal, donde es el director invitado principal de la Orquesta Filarmónica de Santiago.
Esa faceta de divulgador la despliega en diferentes canales. Creó Ponle Pausa, cápsulas audiovisuales en YouTube que exploran desde el silencio en la música hasta por qué algunos sonidos nos hacen reír; o su libro Rubato: procesos musicales y una playlist personal (2020), un texto dedicado a su hijo Andrea, que cruza su historia personal, hitos de la música clásica y algo de teoría, con una banda sonora disponible en Spotify. Quizá lo más parecido al sueño de Bernstein: la divulgación sin fronteras ni prejuicios de la música clásica, o la música más transversal, como la llama Bortolameolli.
—En algún momento alguien me preguntó: ¿qué quieres con Ponle Pausa? Le dije que me gustaría que fuera material de estudio obligatorio en los colegios. Es un proyecto que funciona, que cumple un fin didáctico. Es entretenido, cercano, ágil, rápido, corto, pero lo logras. Siempre cuando sueño, como lo he hecho en Colina, en la Octava de Mahler, en los proyectos en Estados Unidos o en el libro, todo está conectado con la misma energía. Todo tiene un hilo conductor, porque nace desde mi necesidad genuina de que la gente se acerque a algo de lo que nunca debiera haberse alejado.
¿Por qué hablas con el público antes de iniciar un concierto?
—Porque siento que es muy fácil que la gente se conecte si le hablas desde lo que sabes, con mucho cariño, no dando una clase. Con cercanía y sobre todo entusiasmo, porque al final de cuentas esto es algo que a mí me mueve. Son aspectos esenciales que, creo, tiene cada obra en particular. Es como compartir un secreto, y haciendo eso se genera una expectativa inmediata. Entonces su audición se convierte en una audición activa. Todos, durante esas horas, seremos parte de una experiencia superíntima. Y la única forma, creo yo, de abrir esa puerta, es que hables con soltura. Lo hago así porque me siento…
¿Cercano?
—Sí, más cercano al público. Hace mucho tiempo que ya no creo en la distancia del artista. El arte no va a ser más sublime porque yo lo haga más distante. Y no lo será menos porque lo haga más cercano, eso es un error esencial. El arte siempre va a ser importante, siempre va a tener un mensaje trascendental.
Entonces, ¿cómo democratizamos la música?
—Tenemos que estar todos en una cruzada similar. Todos, no solo los artistas, sino también los teatros y sus áreas de comunicaciones, que son fundamentales. Un teatro debe tener un ojo prioritario en quien maneja las comunicaciones y la narrativa. Las redes sociales hoy, por ejemplo, son un recurso fantástico si es que están bien utilizadas. También, por supuesto, las políticas públicas, las mallas curriculares en los colegios, que me parecen esenciales, porque todo parte de la educación.
Te apasiona Mahler; eres pianista, director y divulgador, como Bernstein.
—No me considero un director de podio, en el sentido de la exclusividad que significa subirse a dirigir una sinfonía, tener muchos aplausos y una buena crítica. Eso me parece insuficiente, no me hace sentido. No me llenaría, me quedaría cojo. La palabra “comunicación” es la que engloba todo. Si al final de cuentas, el director de orquesta es un comunicador. Cuando doy clases siempre digo algo que es obvio, que todo el mundo sabe, pero a veces los alumnos se olvidan: ‘ustedes no están tocando ni una sola nota, literalmente. Ustedes se deben a los dedos, a las voces de otros. Entonces, comunicar es lo que hacemos. Comunicar ideas, gestos, miradas, respiraciones’.