Por Arelis Uribe / Fotografía: Alejandra Fuenzalida
Si tuviera que decir una sola cosa de esta primavera feminista, diría: gracias, cabras. Ojalá supieran cuánto las admiro, cuánto las quiero, cuánto las banco. Se les ocurrió algo que a ninguna de nosotras se nos había ocurrido. Cuando yo estudiaba Periodismo en la Usach, en 2006, igual que ahora, la revolución tenía un lugar y era la sala de clases. Intuíamos que lo personal es político, pero con un enfoque economicista. De la sala de clases, donde están mis mejores amigos, mis profes preferidas, donde me enamoro y me frustro, donde aprendo y me equivoco, nace mi destino social. Y ustedes, mujeres estudiantes, dijeron sí, ahí nace el destino social, pero la pobreza no es el único destino, la desigualdad económica no es el único dolor. Abran los ojos: el género es otra lucha de clases.
Con ese giro hicieron del feminismo una causa del movimiento estudiantil completo.
Ser de izquierda en mis tiempos sólo era enfrentarse al capital, rechazar el mercado, sufrir por la injusticia económica que genera desigualdad política. Allí estaba la rabia traducida en discurso político. La rabia contra el machismo no se politizaba. Sólo era la vida. Había mucho que no cuestionábamos. No cuestionábamos que la mayoría de los textos que leíamos era de autores hombres. No me cuestioné la vez que organizamos un concurso de cuentos eróticos y nos llamaron de La Cuarta para una nota y el periodista pidió hablar con mis compañeros hombres, o que cuando fue el fotógrafo a la universidad a tomarnos la foto para la nota pidió que posáramos: los hombres de pie con las manos detrás de la nuca punteando a las mujeres agachadas delante de ellos. No me cuestioné que cuando recibimos cuentos y llegó la hora de leerlos, los hombres no dejaron que ninguna mujer fuera jurado. Mi rabia nacía por su capacidad infinita de acabronarse con los puestos de toma de decisión. Pero me quedaba sólo en eso, en la rabia.
En mis tiempos, la anarquía era sinónimo de revolución. Qué lindo que anarquía se escriba con tantas letras A. Me suena a rebelión feminista. Pero la anarquía de mi época era machista. Hace dos años, un compañero que era del FEL me escribió para que nos tomáramos un café y conversáramos de un proyecto audiovisual contra el acoso sexual callejero. Dijo que yo podría orientarlo como integrante del OCAC. Nos juntamos en un café. Intercambiamos algunas ideas y luego, de a poco, empezó a introducirme hacia una confesión. Dijo que le daba vergüenza, que estaba arrepentido, que no sabía cómo llegó a eso. Y yo, mierda, qué hizo este hueón. En el fondo me decía: necesito que tú, mujer feminista, escuches este testimonio de mi masculinidad y me evalúes, me redimas y me perdones en nombre de la justicia universal. OK, dije, cuéntame. Y sacó un cuadernito con un relato. Contaba que el segundo semestre de 2009 había llegado una chica de intercambio desde La Serena. Me acuerdo de ella perfectamente, le dije. A él le gustaba, ella era coqueta, pero a la hora de consumar se iba con otros. En su tira y afloja mi compañero nunca recibía lo que quería y eso le hacía hervir la sangre. Una noche estaban carreteando y ella fue al baño y él la siguió. La apretó contra un muro, la inmovilizó, le metió la lengua a la boca y le dijo: por qué con ellos y conmigo no. Ella se separó y lo escupió. Salió corriendo y llorando. Mientras mi compañero me lo contaba, también lloró.
Ese día de la confesión, mi molestia se quedó en la anécdota. No fui capaz de aplicar la consigna elemental: lo personal es político. No vi que el relato de mi compañero no es particular, le pasa a más, le pasa a otras, le pasa a otros. Cuando hablamos de violencia (y por lo tanto, de política) es una buena idea generalizar. Es demasiado probable que un hito se repita como patrón porque somos un fractal de toda la violencia macroestructural.
Tampoco me cuestioné que si son personas, eso que les pasó les va a acompañar siempre, va a estar presente en su práctica periodística, en sus decisiones familiares, en su sentir amoroso. Es obvio, nos conformamos a partir de las personas que nos rodean y las experiencias que nos brindan. Su presencia forma nuestra identidad, igual que un líquido en su recipiente. Ese minuto de violencia entre compañeros de universidad es algo que les constituye, vive en el recuerdo y en la posibilidad de esa fuerza.
Las estudiantes de esta generación fueron más hábiles, más lúcidas, más osadas y dijeron: eso que pasa entre compañeros no está bien. Le sucede a más de una, es un problema colectivo. (Y por lo tanto, político). Me pregunto cómo habrá sido el despertar. ¿Habrá sido como el del acoso sexual callejero? ¿Una molestia antigua que de pronto se comparte con otras hasta reconocer que es masivo? Recuerdo a un hombre adulto que me tocó el calzón en la micro y a viejos que me susurraron al oído “le llenaría el choro de moco” o “chúpame la pichulita”. Detrás de esa frase ridícula descansa una imposición: tengo que bancarme el deseo sexual de otro con quien ni siquiera he establecido un vínculo. Eran completos desconocidos que me tiraron el pene en la boca. Es asqueroso e invasivo, sobre todo invasivo. ¿Por qué me obligas a sentir lo que tú sientes? Para compartir un sentir debe haber confianza y consenso. Sólo ahí nace el consentimiento, que es la palabra que los violadores no conocen.
El consentimiento es sólo otra forma de llamar la igualdad. Lo que nos hace iguales es que sentimos lo mismo, que cualquier ser humano en la tierra siente las mismas emociones. Todas las personas sabemos qué es el miedo, qué es el calor, qué es el frío. No necesito describirlo para que me entiendas. Eso es lo que nos iguala, que al entender lo mismo, conectamos. La libertad es la conexión voluntaria a un sentir. Por eso libertad e igualdad son clave en el consentimiento y en la discusión que han iniciado las estudiantes hoy. Lo que está en tensión es una frontera que quizá sea protagonista en la discusión eterna sobre el deseo: cuándo dejo de ser sujeto para convertirme en objeto. Lo ideal es que sea una decisión, no una imposición. El grito feminista es nuestra reafirmación como sujetas de deseo: yo decido dónde, cómo, cuándo y con quién tirar. No porque tú, ser autoritario, sientas deseo por mí significa que yo debo saciarlo. Es un tema de obediencia y, por lo tanto, de poder.
El consentimiento no sólo aplica en la voluntad en un encuentro sexual, es la palabra ausente detrás de toda violencia. Todas las historias de académicos que humillan a sus colegas mujeres, de profes violadores o abusadores, de compañeros que subestiman a la disidencia sexual están atravesadas por una imposición. El rol de la subversión es aplicar fuerza de vuelta a la violencia recibida. Es agarrar la frontera y desplazarla. Es decir: la violencia no empieza allá, donde tú dices, sino acá, donde yo la siento.
Alguien dijo que la creatividad es lo que viene después de la crisis. Estamos en crisis porque estamos padeciendo un conflicto, la lucha entre el feminismo y el patriarcado, el gallito que tensiona la relación de poder en base al género. Y esa lucha no es nueva ni acaba acá. Toda revolución tiene un componente generacional. Este es el mensaje de las estudiantes de hoy, el mapa que dibujan y que heredarán para gente más nueva que, en su momento, también desdibujará para volver a construir.
Participo de las tomas universitarias y de las marchas estudiantiles como testigo. Ya no soy tan joven, no estoy en el aula. Pero igual existe el diálogo. Sigo a las chicas en Instagram, reviso sus petitorios, leo las noticias que las nombran, converso con mi hermana que entró a estudiar Trabajo Social este año a la UTEM. Gracias a ella fui a la toma. También me invitaron a Juan Gómez Millas. Acepté al tiro, qué placer intercambiar lo que sentimos, nuestras experiencias, porque el feminismo no es un invento mío ni de ustedes, es una fuerza interior de desobediencia, de rabia, de frustración, de solidaridad, de afecto. Una pulsión que estuvo antes en Elena Caffarena, en las sufragettes o en mi abuela. Una voz que nos empuja a crear con las manos, la cabeza y el corazón una forma de relacionarnos en la que las personas no seamos depredadoras de otras personas. Es la pelea por la igualdad y la libertad más radical.
Me llena de orgullo ver a las encapuchadas con las pechugas al aire, en una versión poderosa y elegante del haka maorí. Me dio gusto llevar comida a la toma de la Católica. Me encantó escuchar de primera fuente cómo otras encapuchadas se tomaron el ICEI de la Chile y cómo al salón José Carrasco Tapia ahora le dicen “la Pepa”. Amé saber que las chicas están todo el día encerradas conversando, dialogando, inventando formas, armando petitorios, tomando acciones. Qué lujo poder pensar una sociedad distinta no a partir de los trabajos académicos que les exigen en sus ramos, sino movilizadas por el daño cotidiano inscrito en su cuerpo. Es hacer política en la práctica: enfrentar al orden, revolverlo al poner la voluntad personal en la idea de igualdad.
Por ahí dije que éste es el “2011 feminista” y lo sostengo. Es una historia donde estudiantes, jóvenes, universitarias se paran un día y dicen: esto que me pasa a mí o a quienes quiero (tener una deuda por estudiar o que tu profe te subestime por mujer) no está bien, ¿por qué tenemos que aguantarlo? ¿Seré a la única que le molesta? Y algo sucede y la rabia se expande como diente de dragón. Cuando nos damos cuenta de que no estamos solas nos convertirnos en colectivo. Empiezan las movilizaciones, los paros, las tomas, las marchas. Eso atrae otras demandas y se activa el engranaje de los movimientos sociales. Se parece tanto una revuelta a otra, sobre todo en la sensación, en este gustito, este calorcito en el pecho, este placer que da saber que una verdad escondida por fin está siendo escuchada.